6

A pesar del día agitado, Saffy había reservado una pequeña parte de su cerebro para dedicarlo a revisar su guardarropa. Había repasado mentalmente las opciones, de forma que la caída del sol no la sorprendiera indecisa, obligándola a elegir precipitadamente. En realidad, era uno de sus pasatiempos favoritos, incluso cuando no había veladas especiales. Primero visualizaba un vestido, con ciertos zapatos y algún collar, y, dichosa, repetía el procedimiento con las innumerables combinaciones posibles. Ese día, las diversas combinaciones se habían presentado solo para ser rechazadas, debido a que no satisfacían el criterio final y fundamental. Probablemente, el que habría debido regir la búsqueda desde el comienzo, aunque limitara drásticamente las opciones. El atuendo triunfador sería siempre aquel que combinara con sus mejores medias de nailon: es decir, el único par cuyos seis agujeros zurcidos podían ser felizmente disimulados mediante una cuidadosa selección de los zapatos y un vestido lo suficientemente largo y persuasivo. Es decir, el vestido de seda color menta.

De vuelta al ambiente ordenado y limpio de su propia habitación, mientras se quitaba el delantal y luchaba con su ropa interior, Saffy pensó que era un alivio haber tomado con anterioridad las decisiones más difíciles; en aquel momento le faltaban el tiempo y la concentración necesarios. Su mente ya tenía bastante trabajo descifrando las repercusiones de la entrada del diario de Juniper cuando llegó Percy, además de mal humor. Como siempre, el castillo entero fruncía el ceño con ella; el golpe de la puerta de entrada había viajado por las venas de la casa, subiendo los cuatro pisos hasta resonar en el cuerpo de Saffy. Incluso las luces —nunca resplandecientes— parecían debilitarse compasivamente, y los recovecos del castillo se sumían en las sombras. Saffy hurgó en el fondo del cajón superior en busca de sus mejores medias. Estaban guardadas en su caja de cartón, envueltas en papel de seda; las desplegó con cuidado, recorriendo con el pulgar el zurcido más reciente.

Desde el punto de vista de Saffy, su hermana ya no comprendía los sentimientos humanos. En lugar de ocuparse de sus habitantes, era cada día más solidaria con las necesidades de las paredes y los suelos de Milderhurst. Las dos se habían apenado al ver marchar a Lucy; y era Saffy quien tenía más razones para sentir su falta, sola en la casa todo el día, fregando y cocinando sin más compañía que Clara o la tonta de Millie. Pero ella comprendía que si una mujer debía elegir entre su trabajo y su corazón se inclinaría siempre por lo último. Percy se había negado a aceptar el cambio con tranquilidad. Se había tomado la boda de Lucy como un desaire personal y era increíblemente rencorosa. Por ese motivo, la entrada del diario de Juniper y sus posibles consecuencias la inquietaban.

Saffy se retrasó inspeccionando las medias. No era una ingenua, tampoco una victoriana; había leído Tercer acto en Venecia, La hija de Robert Poste y La caña pensante y estaba al tanto de los asuntos del sexo. No obstante, ninguna de sus lecturas la había preparado para las ideas que Juniper tenía al respecto. Franca, visceral, pero también lírica; hermosa, cruda y temible. Los ojos de Saffy habían recorrido las páginas a toda velocidad, de un golpe había recibido toda la información, como un gran vaso de agua en el rostro. Como era previsible, considerando la rapidez de la lectura, sumada a la confusión que le provocaron sentimientos tan vívidos, no recordaba una sola línea. Conservaba sensaciones fragmentarias, imágenes indeseables, ocasionales palabras prohibidas y la vergonzosa sorpresa de haberlas leído.

Quizás el asombro de Saffy no se debía a las palabras en sí mismas, sino a que provenían de su hermana. Juniper era bastante menor que ella y, sobre todo, siempre había parecido especialmente asexuada; su ardiente talento, su desinterés por las cuestiones inherentes al universo femenino, su personalidad extravagante parecían elevarla por encima de los bajos instintos humanos. Y tal vez lo más desagradable residía en que Juniper jamás había insinuado la posibilidad de una aventura amorosa. ¿El joven invitado de esa noche era el hombre en cuestión? La entrada del diario estaba fechada seis meses atrás, antes de que ella se marchara a Londres, y sin embargo mencionaba a cierto Thomas. ¿Lo había conocido en Milderhurst? ¿Era posible que las razones de su marcha no hubieran sido las declaradas? Y si así fuera, después de tanto tiempo, ¿seguirían enamorados? Un acontecimiento tan brillante, tan apasionante, había tenido lugar en la vida de su hermana pequeña y ella ni siquiera se había enterado. Saffy comprendía el motivo: si su padre aún viviera, se habría enfurecido. El sexo solía tener como consecuencia un hijo y sus teorías sobre la incompatibilidad entre el arte y los hijos no era ningún secreto. Percy, su autoproclamada emisaria, no debía enterarse. Juniper lo sabía. Pero ¿por qué no contárselo a Saffy? Tenían suficiente confianza, y si bien Juniper era muy reservada, siempre habían podido conversar. Habrían debido hablar también sobre este tema. Mientras desenrollaba las medias, decidió aclarar las cosas cuando dispusiera de un momento a solas con Juniper. Saffy sonrió. La velada no era simplemente una bienvenida a casa, o una muestra de gratitud. Juniper tenía un amigo especial.

Satisfecha al comprobar que las medias se conservaban en buen estado, las desplegó sobre la cama y se preparó para el armario. ¡Dios santo! Se detuvo inmóvil ante el espejo, girando en ropa interior hacia un lado y otro, mirando el reflejo sobre su hombro. Se dijo que el cristal se había estropeado, la imagen aparecía deformada. De lo contrario, había engordado unos kilos. Debería donar su cuerpo a la ciencia. ¿Era posible ganar peso a pesar del estricto racionamiento de Inglaterra? Aunque pareciera poco patriótico, constituía una sagaz victoria ante los submarinos de Hitler. Quizás no era digno de la Medalla Churchill a la Preservación de la Belleza en Inglaterra, pero no dejaba de ser un triunfo. Saffy hizo una mueca frente al espejo, contrajo el vientre y abrió la puerta del armario.

Detrás de los aburridos delantales y las chaquetas que colgaban en la parte delantera vibraba el paraíso olvidado de las sedas. Saffy se llevó las manos a las mejillas. Sentía que se reencontraba con viejos amigos, su guardarropa era su dicha y su orgullo; cada vestido, miembro del mismo selecto club. También era un catálogo de su pasado, como había pensado alguna vez durante un horrible ataque de autocompasión: los vestidos que había usado el año que fue presentada en sociedad, el traje de seda que en 1923 había llevado al baile de la noche de San Juan en Milderhurst; también el vestido azul que ella misma había cosido para el estreno de la obra de su padre, al año siguiente. Raymond sostenía que sus hijas debían ser hermosas, de modo que todas se vistieron de gala para la cena hasta el día de su muerte; aun confinado en su sillón, en la torre, se esforzaron por complacerlo. Después, durante la guerra, ya no tuvo sentido engalanarse. Saffy conservó la costumbre durante un tiempo, pero cuando el Servicio de Ambulancias obligó a Percy a pasar noches lejos de casa, tácitamente acordaron abandonarla.

Saffy examinó los vestidos, uno tras otro, hasta que vio el de seda color menta. Apartó los que estaban a su lado y contempló su brillante delantera verde: la pedrería del escote, la faja, la falda al bies. No lo había usado en años, apenas recordaba la última ocasión, pero sí podía recordar que Lucy la había ayudado a zurcirlo. Había sido culpa de Percy; con esos cigarrillos y su modo descuidado de fumar, era una amenaza constante para las telas finas. Pero Lucy había hecho un gran trabajo; Saffy tuvo que recorrer el canesú para encontrar la marca chamuscada. Sí, era el vestido correcto; no había otra opción. Lo sacó del armario, lo extendió sobre la cama y cogió las medias.

Mientras colocaba con cuidado los dedos del primer pie, consideró que el hecho de que una mujer como Lucy se hubiera enamorado de Harry, el relojero, era un gran misterio. Un hombre tan simple, totalmente opuesto a la idea del héroe romántico, siempre corriendo por los pasillos con los hombros encorvados y el cabello un poco más largo, más débil, más descuidado de lo deseable.

—¡Oh, Dios, no!

A Saffy se le atascó el dedo gordo y comenzó a tambalearse hacia un lado. Por un instante habría podido enderezarse, pero la uña se había enganchado en el tejido y apoyar el pie habría significado romper la media de nuevo. Decidió afrontar la caída. El muslo golpeó una esquina del tocador.

Entre gemidos de dolor se deslizó hacia el taburete tapizado y examinó la preciosa media. ¿Por qué no se había concentrado más en lo que hacía? No habría medias de repuesto cuando estas ya no pudieran remendarse. Con dedos temblorosos les dio la vuelta una y otra vez, recorriendo la superficie suavemente con los dedos.

Todo parecía estar en orden; había tenido suerte. Saffy dejó escapar el suspiro que había estado reteniendo, y aun así, no se sintió del todo aliviada. Se encontró con el reflejo de sus mejillas sonrosadas en el espejo y lo observó: no se trataba solo del último par de medias. En la infancia, Percy y ella habían tenido numerosas ocasiones de observar a los adultos. Para su desconcierto, los grotescos ancianos se comportaban como si no supieran que habían envejecido. Las gemelas coincidían en que no había nada tan indecoroso como un anciano que se negaba a reconocer sus limitaciones, y habían hecho un pacto para no permitir que les sucediera a ellas. Habían jurado que cuando fueran ancianas asumirían con dignidad su papel.

—Pero ¿cómo lo sabremos? —había preguntado Saffy, deslumbrada por el carácter existencial de su pregunta—. Tal vez sea como las quemaduras de sol, que no pueden sentirse hasta que es demasiado tarde para hacer algo al respecto.

Percy se había mostrado de acuerdo en la naturaleza engañosa del problema, y abrazándose las rodillas, se había sentado en silencio para reflexionar. Siempre pragmática, había sido la primera en llegar a una solución:

—Supongo que tenemos que hacer una lista de cosas que hacen los ancianos; tres deberían ser suficientes. Y cuando nos encontremos haciéndolas, entonces lo sabremos.

Fue simple elegir los hábitos a incluir en la lista: bastaba con observar a su padre y su niñera; lo más difícil fue limitar el número a tres. Al cabo de una larga deliberación, se decidieron por las más obvias. Primero, expresar una fuerte y repetida preferencia por los tiempos de la reina Victoria; segundo, hablar sobre la propia salud delante de cualquiera que no fuera un profesional médico; y tercero, no ser capaz de ponerse la ropa interior estando de pie.

Saffy dejó escapar un quejido al recordar que, esa misma mañana, mientras hacía la cama en la habitación de invitados, le había hablado en detalle a Lucy de su dolor de ciática. El tema de la conversación lo justificaba, de modo que había aprovechado para deslizarlo, pero ahora caer al suelo por un par de medias representaba un pronóstico verdaderamente sombrío.

* * *

Percy casi había llegado a la puerta trasera cuando apareció Saffy, deslizándose por la escalera con total inocencia.

—Hola, hermanita, ¿has salvado alguna vida hoy? —saludó.

Su hermana respiró profundamente. Necesitaba tiempo, espacio y un instrumento afilado para despejarse y exorcizar su rabia. De otro modo, muy probablemente no se libraría de ella en toda la noche.

—Cuatro gatitos de una alcantarilla y unos caramelos de Edimburgo.

—¡Muy bien! Un triunfo arrollador. ¡Una tarea realmente maravillosa! ¿Tomamos una taza de té?

—Voy a cortar un poco de leña.

—Querida —dijo Saffy acercándose—, no creo que sea necesario.

—Es mejor antes que después. La tormenta no tardará en llegar.

—Comprendo —dijo Saffy con exagerada tranquilidad—, pero sé con certeza que ya tenemos suficiente. De hecho, gracias a todo lo que has cortado este mes, calculo que tendremos hasta 1960. Será mejor que subas y te vistas para la cena… —Un estrépito que resonó a través de los tejados la interrumpió—. ¡Vaya, salvada por la lluvia!

Percy cogió su tabaco y empezó a liar un cigarrillo. Algunos días hasta el tiempo se ponía en su contra.

—¿Por qué le pediste que viniera? —preguntó sin levantar la vista.

—¿A quién?

La respuesta fue una mirada incisiva.

—Oh, eso. —Saffy hizo un gesto vago con la mano—. La madre de Clara está enferma; Millie, tan tonta como siempre, y tú, muy ocupada: sencillamente, era demasiado para mí sola. Además, nadie puede engatusar a Agatha tan bien como Lucy.

—En otras ocasiones lo hiciste bien sin ayuda.

—Eso es muy amable por tu parte, querida Percy, pero ya conoces a Aggie. No me sorprendería que se estropeara justo esta noche solo para molestarme. Aún me guarda rencor por aquella vez que se derramó la leche hirviendo.

—Es… un horno, Seraphina.

—¡Precisamente! ¿Quién la habría creído capaz de un temperamento tan horrible?

Percy percibía la manipulación. La afectada ligereza del tono de su hermana al interceptarla mientras iba hacia la puerta de atrás, el intento de conducirla hacia arriba, donde apostaba a que le esperaba un vestido ya preparado, alguna prenda espantosamente pomposa: percibía que Saffy desconfiaba de su capacidad para comportarse correctamente en sociedad. La simple idea despertaba en Percy deseos de bramar, pero semejante reacción confirmaría las sospechas de su hermana, de modo que contuvo el impulso, humedeció el papel y selló el cigarrillo.

—De todas formas —prosiguió Saffy—, Lucy es un encanto, y sin nada decente con que cocinar decidí que necesitaba toda la ayuda posible.

—¿Nada con que cocinar? —preguntó alegremente Percy—. La última vez que eché un vistazo había ocho candidatas engordando en el gallinero.

Saffy respiró profundamente.

—No te atreverías.

—Sueño con un muslo asado.

En la voz de Saffy se insinuó un gratificante temblor que recorrió su cuerpo hasta alcanzar la punta de su dedo acusador:

—Mis niñas son buenas proveedoras; no son comida. No toleraré que las mires y pienses en caldo. Es… inhumano.

A Percy se le ocurrieron varias respuestas posibles, pero mientras al otro lado de las paredes la lluvia repiqueteaba en el suelo, de pie en aquel corredor frío y húmedo frente a su hermana gemela que se movía inquieta en la escalera —su viejo vestido verde se tensaba en la cadera y el vientre produciendo un efecto poco alentador—, ella contempló el paso del tiempo y las diversas desilusiones que acarreaba. Formaba un muro contra el cual se topaba su frustración. Era la hermana dominante, siempre lo había sido, y daba igual cuánto la enfureciera Saffy, discutir con ella implicaba alterar un principio básico de su universo.

—Perce, ¿tendré que vigilar a mis pequeñas? —preguntó Saffy con la voz todavía temblorosa.

—Tendrías que habérmelo dicho —le recriminó Percy con un breve suspiro, buscando las cerillas en su bolsillo—. Eso es todo. Habrías debido avisarme de que llamarías a Lucy.

—Desearía que pudieras olvidarlo, Perce. Por tu bien. Los criados hacen cosas peores que abandonar a sus amos. No la descubrimos robando la plata.

—Debiste avisarme —repitió Percy con esfuerzo, cogiendo una cerilla de la caja.

—Si es tan importante, no volveré a llamarla. De hecho, no creo que ella lo lamente. Diría que prefiere evitar tu presencia. Creo que le inspiras miedo.

La cerilla se partió entre los dedos de Percy con un chasquido.

—Oh, Perce, mira, estás sangrando.

—No es nada —dijo Percy, limpiándose el dedo en el pantalón.

—No te limpies la sangre en la ropa, luego es imposible quitar la mancha —pidió Saffy, ofreciéndole un trozo de tela que había traído de arriba—. Por si no lo habías notado, te recuerdo que el personal de limpieza nos abandonó hace tiempo. Yo soy la única que queda para cocinar, lavar y frotar.

Percy frotó la mancha de sangre, esparciéndola aún más.

Saffy dejó escapar un suspiro.

—Olvida ahora tu pantalón. Ya me encargaré de él. Ve arriba, querida, y arréglate.

—Sí. —Con cierta sorpresa, Percy observó la herida de su dedo.

—Ponte un bonito vestido de fiesta y yo pondré a hervir el agua. Prepararé una buena taza de té. O mejor aún, una copa. Al fin y al cabo, es día de celebración.

La celebración le resultaba un poco lejana, pero las ganas de pelear de Percy se habían evaporado.

—Sí —repitió—. Buena idea.

—Cuando estés lista, trae tu pantalón a la cocina; lo pondré a remojo de inmediato.

Percy comenzó a subir la escalera, con lentitud, apretando y soltando los puños; de pronto se detuvo y dio media vuelta.

—Casi lo olvido —dijo, tomando del bolso el sobre mecanografiado—. Ha llegado una carta para ti.