Vio otra bicicleta en los peldaños de la entrada, donde solía dejar la suya cuando el cansancio, la pereza o simplemente la falta de tiempo le impedían llevarla al establo. Es decir, a menudo. Le sorprendió: Saffy no había mencionado otro invitado, solo Juniper y su amigo Thomas Cavill, y ellos llegarían en autobús.
Percy subió la escalinata hurgando en su bolso en busca de las llaves. Saffy se había empeñado en cerrar con llave las puertas desde el comienzo de la guerra, convencida de que Milderhurst estaría marcado con rojo en el mapa de invasiones de Hitler, y las hermanas Blythe, uno de sus objetivos, serían arrestadas. A Percy le resultaba indiferente, excepto porque su llavero parecía desaparecer a cada instante.
Los patos graznaban en el estanque; la oscura masa del bosque Cardarker se estremecía; los truenos se oían más cerca; y el tiempo parecía estirarse, elástico. Cuando, resignada, se disponía a llamar, la puerta se abrió de golpe y apareció Lucy Middleton, con un pañuelo en la cabeza y un débil farol de bicicleta en la mano.
—¡Oh, Dios! Me ha asustado —exclamó la antigua ama de llaves, llevando su mano libre al pecho.
Percy abrió la boca, no supo qué decir, la cerró. Dejó de hurgar en su bolso y se lo colgó al hombro. Seguía sin saber qué decir.
—La señorita Saffy me llamó. Por teléfono, temprano. La he ayudado con la casa —se disculpó Lucy, ruborizada—. No había otra persona disponible.
Percy se aclaró la garganta. Se arrepintió al instante. La voz ronca resultante delataba su conmoción, y Lucy Middleton era la última persona ante la cual quería mostrarse insegura.
—¿Todo listo para esta noche?
—El pastel de conejo está en el horno y le he dejado instrucciones a la señorita Saffy.
—Muy bien.
—La cena se cocinará poco a poco. Supongo que la señorita Saffy entrará en ebullición antes.
Era una broma divertida, pero Percy dejó pasar demasiado tiempo para reírse. Entonces pensó en decir algo, pero todo le pareció mucho o poco. Ante ella, Lucy Middleton esperaba una respuesta, y al comprender que no llegaría comenzó a avanzar torpemente, tratando de esquivarla para montar en su bicicleta.
No, ya no era Middleton. Lucy Rogers. Había transcurrido más de un año desde que se casara con Harry. Casi dieciocho meses.
—Buenas tardes, señorita Blythe —saludó Lucy antes de irse.
—¿Cómo está su marido? —preguntó rápidamente Percy, despreciándose profundamente mientras lo hacía.
Lucy evitó mirarla a los ojos.
—Bien.
—Y usted también.
—Así es.
—Y el bebé.
—Sí —dijo Lucy, casi en un susurro.
Por su postura, el ama de llaves parecía un niño que esperaba una reprimenda, o peor aún, una paliza. Percy sintió el repentino y ardoroso deseo de cumplir con sus expectativas. No lo hizo, por supuesto. Adoptó un tono más distendido, menos precipitado que el anterior, casi liviano:
—¿Podría mencionarle a su marido que el reloj de pie del vestíbulo continúa adelantado? Da la hora diez minutos antes de lo debido.
—Sí, señora.
—Según creo, siente especial cariño por nuestro antiguo reloj.
Lucy se negó a encontrarse con su mirada. Murmuró una vaga respuesta y se dirigió al camino; el farol garabateaba un trémulo mensaje delante de ella.
* * *
Al oír el golpe en la puerta, Saffy cerró bruscamente el diario. El pecho se le encogió, y la sangre se le agolpó en las sienes y las mejillas. Su corazón latía tan rápido como el de un pichón. Temblorosa, se puso de pie. El ruido había interrumpido sus fantasías: el misterio de la velada, el arreglo del vestido, el joven invitado. El sonido no sugería la presencia de un galán desconocido, en absoluto.
—¡Saffy!
La voz áspera e irritada de Percy atravesó las tablas del suelo. Saffy se llevó una mano a la frente, reunió energía para la tarea que le esperaba. Debía vestirse y bajar al vestíbulo, tendría que considerar cuántos halagos requeriría Percy para calmarse, finalmente tendría que asegurarse de que la noche fuera todo un éxito. Entonces el reloj del vestíbulo dio las seis, con lo cual comprendió que debía hacer todo de inmediato. Juniper y su compañero —cuyo nombre era el mismo que había leído en la entrada del diario— llegarían dentro de una hora. La forma en que Percy había cerrado la puerta era señal de su malhumor, y Saffy seguía ataviada como quien ha pasado el día trabajando en el huerto.
Abandonó la pila de porcelana recuperada. Atravesó apresuradamente el sendero cubierto de papeles para cerrar el resto de las ventanas y las cortinas. Un movimiento en el camino atrajo su atención —Lucy cruzaba el primer puente en su bicicleta—, pero desvió la mirada. Una bandada de pájaros planeaba en la distancia, más allá de los campos de lúpulo, y los observó alejarse. «Libre como un pájaro», se solía decir, y sin embargo, en opinión de Saffy, los pájaros no eran en absoluto libres, estaban atados a sus costumbres, a las necesidades de cada estación, a la biología, a la naturaleza, a la descendencia. No eran más libres que los demás. Pero conocían la euforia de volar. En ese preciso instante ella habría deseado desplegar sus alas y alejarse de la ventana, planear sobre los campos, sobre las copas de los árboles, siguiendo a los aviones en dirección a Londres.
Una vez lo intentó, cuando era niña. Salió por la ventana del ático, caminó por el borde del tejado, y se deslizó hasta la cornisa debajo de la torre de su padre. Había fabricado unas maravillosas alas de seda, sujetas a unas varas finas y ligeras que había recogido en el bosque; incluso les había cosido unos tirantes elásticos para sujetárselas. Eran hermosas —ni rosas ni rojas, de color bermellón, brillaban bajo el sol como el plumaje de los pájaros—, y por unos instantes, después de lanzarse al aire, voló. El viento la sostenía desde abajo, ella comenzó a agitar los brazos, luego los plegó a los costados del cuerpo, planeó sobre el valle, y todo se volvió lento, muy lento. Breve pero maravillosamente había vislumbrado el paraíso de volar. Entonces todo comenzó a acelerarse, descendió rápidamente, y al aterrizar se quebraron sus alas, y con ellas, sus brazos.
—¡Saffy! —gritó su hermana otra vez—. ¿Acaso te escondes de mí?
Los pájaros se perdieron en el denso cielo. Saffy cerró la ventana, y la cubrió con las oscuras cortinas de modo que no entrara un solo rayo de luz. En el exterior, las nubes de tormenta tronaban como el vientre glotón de un caballero que hubiera escapado a la frugalidad de una despensa racionada. Saffy sonrió divertida, debería apuntar esa descripción en su diario.
* * *
La casa estaba demasiado silenciosa. Percy apretó los labios con su característico nerviosismo. Saffy siempre se ocultaba cuando la confrontación mostraba su enconado rostro. Durante toda la vida, Percy había peleado por su hermana. Lo hacía bien, y disfrutaba. Pero cuando la pelea surgía entre ellas, Saffy, carente por completo de entrenamiento, no lograba estar a su altura. Incapaz de contraatacar, no tenía más que dos opciones: huir o rendirse miserablemente. A juzgar por el enfático silencio ante los intentos de Percy, ese día Saffy había optado por la primera alternativa. Era increíblemente frustrante, porque Percy sentía que un proyectil mortífero y agudo pugnaba por salir de su pecho. Privada de una persona a quien regañar o ante quien fruncir el ceño, no tenía más opción que contenerlo, y ese proyectil mortífero y afilado no era la clase de aflicción que desaparecería por sí sola. Si no podía arrojarlo, debería encontrar otra satisfacción. Un whisky podía ayudar; ciertamente no le sentaría mal.
Todas las tardes, en un determinado instante, el sol llegaba a un punto particularmente bajo en el cielo y en el castillo la luz se desvanecía de manera repentina y drástica. Aquel día ocurrió mientras Percy avanzaba por el corredor desde el vestíbulo. Cuando llegó a la entrada del salón amarillo, la oscuridad le impidió ver a través de la habitación. Era potencialmente peligroso, pero Percy podía recorrer el castillo con los ojos cerrados. Tanteando el borde del sillón, se dirigió hacia la ventana, abrió las cortinas y encendió la lámpara que se encontraba sobre la mesa. Como de costumbre, prácticamente no alteró la oscuridad reinante. Trató de encender la lámpara de parafina con una cerilla. Con ligera sorpresa y gran fastidio advirtió que después del encuentro con Lucy su mano temblaba.
Siempre oportuno, el reloj de la chimenea eligió ese momento para intensificar su tictac. A Percy jamás le había gustado ese maldito reloj. Lo conservaban porque había pertenecido a su madre, y su padre había insistido en que era un objeto muy preciado para él. Aunque algo en la naturaleza de su tictac, la malicia con que sugería que al hacer girar las agujas disfrutaba mucho más de lo apropiado para un objeto de porcelana, le destrozaban los nervios. Esa tarde, el disgusto de Percy se asemejaba más que nunca al odio.
—Oh, cállate, maldito reloj —le espetó. Y olvidando la lámpara, arrojó la cerilla intacta a la papelera.
Se sirvió un trago, lio un cigarrillo y salió antes de que empezara a llover, para asegurarse de que tuvieran suficiente leña; quizás en el camino lograra librarse del proyectil que seguía en su pecho.