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El hecho de que Juniper —la única de las Blythe que no había dormido en el cuarto destinado a los niños— despertara la mañana de su decimotercer cumpleaños, guardara algunas pertenencias en una funda de almohada y se dirigiera al piso superior para reclamar su derecho a ocupar el ático no sorprendió a nadie. El espíritu de contradicción era propio de la Juniper que ellos conocían y amaban, de modo que al recordarlo, años después, la sucesión de acontecimientos parecería absolutamente natural, y llegarían a creer que todo había sido planeado de antemano. Por su parte, Juniper no diría demasiado sobre el tema, en ese momento ni después: un día se encontraba durmiendo en el pequeño anexo del segundo piso, y al siguiente se había apropiado del ático. ¿Qué más se podía decir?

Para Saffy, más que su mudanza al cuarto compartido, era significativa la estela de extraño encanto que Juniper dejaba a su paso. El ático —el puesto fronterizo del castillo, el lugar donde los niños habían sido tradicionalmente recluidos hasta que por su edad o sus atributos eran considerados dignos de un entorno adulto— era una habitación con techo bajo y ratones temerarios, inviernos gélidos y veranos sofocantes, el lugar por donde pasaban todas las chimeneas en su ruta a la libertad. De pronto pareció bullir. Sin motivo alguno, atrajo a las personas. «Iré a echar un vistazo», solían decir antes de desaparecer escalera arriba para reaparecer tímidamente una hora después. Saffy y Percy intercambiaban miradas pícaras y se entretenían imaginando en qué demonios habría invertido ese tiempo el ingenuo huésped. Pero de algo no tenían duda: Juniper no había adoptado el papel de anfitriona. No porque fuera descortés —aunque tampoco especialmente afable—, sino porque ninguna compañía le resultaba tan placentera como la propia. Un rasgo favorable, dado que había tenido pocas oportunidades de conocer a otras personas. No había primas de su edad ni amigos de la familia, y su padre siempre había insistido en que fuera educada en casa. Saffy y Percy suponían que Juniper ignoraba por completo a sus visitantes, les permitía deambular libremente en medio del caos de su habitación hasta que se cansaban y decidían marcharse. Desde siempre, uno de los dones más extraños e inexplicables de Juniper fue un intenso magnetismo, digno de investigación y diagnóstico médico. Incluso aquellos que no le tenían simpatía querían agradarle.

Aquel día, mientras subía por segunda vez la escalera rumbo al ático, Saffy no tenía la más remota intención de desentrañar el misterio que dotaba de encanto a su hermana pequeña. La tormenta se acercaba más rápido que la patrulla de la guardia local del señor Potts, y las ventanas del ático estaban abiertas de par en par. Las había visto desde el gallinero, mientras acariciaba las plumas de Helen-Melon, preocupada por la súbita seriedad de Lucy. Le había llamado la atención la luz encendida: en el cuarto de costura el ama de llaves recogía las muñecas para el hospital. Había seguido su recorrido: una sombra que pasaba junto a la ventana del segundo piso, débiles rayos del sol crepuscular mientras abría la puerta del pasillo, un minuto a oscuras antes de que encendiera la luz de la escalera que llevaba al ático. Entonces Saffy había recordado que ella misma había abierto esa mañana las ventanas, con la esperanza de que la frescura del día se llevara los meses de aire estancado. Una esperanza que había albergado con cierta duda; y aun a riesgo de fracasar, valía la pena intentarlo. En aquel momento, sin embargo, el olor a lluvia que traía el viento le indicaba que era necesario cerrarlas. Esperó a que la luz de la escalera se apagara, luego otros cinco minutos, y cuando consideró que podía aventurarse sin miedo a toparse con Lucy, decidió entrar.

* * *

Con sumo cuidado para no pisar el tercer escalón antes de llegar —si algo no necesitaba esa noche era el fantasma de su tío haciendo travesuras—, Saffy abrió la puerta del ático y encendió la luz. Se detuvo en la entrada, mirando la bombilla, que, como todas en Milderhurst, emitía un tenue resplandor. Siempre hacía una pausa antes de adentrarse en el reino de Juniper. Suponía que en el mundo no habría muchas habitaciones como aquella, donde era necesario planificar el curso de la acción: la suciedad podía ser abrumadora.

El hedor seguía allí, una rancia combinación de humo de cigarrillo, tinta, ratón y perro mojado. Demasiado intenso para que bastara con un día de brisa. El olor a perro tenía una explicación sencilla: Poe, la mascota de Juniper. En su ausencia había languidecido tumbado en la entrada, a los pies de su cama. Con respecto a los ratones, era imposible saber si Juniper los había alimentado o los pequeños oportunistas habían aprovechado el caos que reinaba en el ático. Aunque no lo admitía, a Saffy le gustaba el olor a ratón, le recordaba a Clementina. La había comprado en la sección de mascotas de Harrods la mañana de su octavo cumpleaños. Tina había sido una gran compañera, hasta el desafortunado incidente con Cyrus, la serpiente de Percy. Las ratas eran una especie muy difamada, más limpias de lo que habitualmente se creía y muy buenas compañeras. Saffy conocía la nobleza del mundo roedor.

En su incursión anterior Saffy había descubierto un paso despejado. Avanzó con cautela en medio del desorden. Pensó qué habría dicho la niñera si hubiera podido ver la habitación en ese estado. Atrás habían quedado los diáfanos y limpios días de su reinado, las suculentas meriendas, la escobilla que por las noches barría las migajas, los escritorios gemelos contra la pared, el persistente olor a cera y jabón de glicerina. Esa época había terminado; aparentemente, la reemplazaba la anarquía. Papeles por doquier llenos de instrucciones extrañas, ilustraciones, preguntas que Juniper se escribía a sí misma; el polvo se amontonaba a sus anchas, se alineaba junto a los zócalos como viejas acompañantes en un baile. Las paredes estaban atiborradas de fotografías, de personas y lugares, de palabras extrañamente asociadas que por algún motivo habían llamado la atención de Juniper; el suelo era un mar de libros, prendas, tazas inquietantemente sucias, ceniceros improvisados, muñecas de ojos parpadeantes, viejos billetes de autobús garabateados. Saffy se sintió mareada, contuvo las náuseas. Aquello que asomaba del edredón parecía un trozo de pan, ya petrificado, convertido en una pieza de museo.

Después de una larga lucha interior, Saffy había logrado vencer la pésima costumbre de ordenar el caos de Juniper. Aquel día, sin embargo, no pudo evitarlo. Podía tolerar el desorden, pero no los restos de comida. Se agachó, con un escalofrío de repulsión envolvió el pan petrificado en el edredón y se dirigió presurosa hacia la ventana, donde lo dejó caer y esperó hasta oír el ruido sordo que produjo al chocar con el viejo foso cubierto de hierba. Volvió a estremecerse mientras hacía flamear el edredón. Luego cerró la ventana y las oscuras cortinas.

El edredón raído debía ser lavado y remendado, pero por el momento se contentaría con doblarlo. Sin excesivo cuidado, por supuesto —previsiblemente Juniper no le prestaría atención—, apenas lo necesario para devolverle algo de dignidad. Mientras lo plegaba, Saffy pensó que merecía algo más que cuatro meses de permiso en el suelo, sirviendo de mortaja a un pedazo de pan duro. La esposa de un granjero de la zona lo había bordado para Juniper hacía muchos años. Un ejemplo de las diversas y espontáneas muestras de cariño que solía inspirar. Ante un gesto de ese tipo la mayoría de las personas se emocionan, se sienten comprometidas a dedicar un especial cuidado al objeto que les ha sido regalado. Pero Juniper no era como la mayoría. No solía otorgar a las creaciones de otros más valor que a las propias. Saffy suspiró. Mientras observaba el suelo otoñal, cubierto de papeles arrugados, pensó que le resultaba especialmente difícil comprender esa actitud de su hermana.

Buscó un sitio donde dejar el edredón ya doblado. Lo depositó en una silla. En lo alto de una pila distinguió un libro abierto. Lectora empedernida, no pudo evitar dar la vuelta a las páginas para leer el título: El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum, dedicado por T. S. Eliot a Juniper en una ocasión en que los había visitado y su padre le había enseñado algunos de los poemas de June. Saffy admiraba a Thomas Eliot como artesano de las palabras. Pero cierto pesimismo en su alma, cierta oscuridad en su aspecto, le creaba una persistente inquietud. Más que los gatos, de por sí caprichosos, sus otros poemas le provocaban esa sensación. Creía que su obsesión por los relojes y el paso del tiempo era un camino seguro a la depresión, que ella prefería evitar.

La opinión de Juniper al respecto no era clara. Nada sorprendente. Saffy solía pensar que, de haber sido personaje de un libro, su hermana habría pertenecido a la categoría de aquellos cuya definición dependía de las reacciones de los otros, cuyo punto de vista era imposible de indagar sin riesgo de convertir la ambivalencia en certeza. Adjetivos como «irresistible», «etérea» y «cautivadora» habrían sido inestimables para el autor, junto con «feroz» y «temeraria», e incluso —aunque Saffy sabía que jamás debía decirlo en voz alta— «violenta». En manos de Eliot habría sido: Juniper, el gato Au Contraire. Esbozó una sonrisa, encantada con la idea, y se quitó el polvo de las manos pasándoselas por las rodillas. Su hermana Juniper era bastante gatuna: la mirada fija de sus ojos separados, la ligereza de sus pasos, su resistencia a las atenciones que no había pedido.

Saffy comenzó a vadear el mar de papeles rumbo a las demás ventanas. Se permitió un pequeño rodeo para pasar ante el armario donde colgaba el vestido. Lo había dejado allí esa misma mañana, después de asegurarse de que Percy se hubiera marchado; lo había sacado de su escondite y lo había llevado en brazos, como si se tratara de la princesa durmiente de un cuento. Había curvado una percha para colgarlo en la puerta del armario, aunque era innecesario: de todos modos, su hermana lo distinguiría de inmediato al abrir el ropero.

El vestido era una perfecta expresión de la insondable Juniper. La carta enviada desde Londres había sido una absoluta sorpresa. Si Saffy no hubiera sido testigo de toda una vida de cambios bruscos, la habría considerado una broma. Hasta entonces, tenía la certeza de que a Juniper Blythe le importaba un bledo la ropa. Había pasado la infancia vestida con sencillas muselinas blancas y descalza. Y poseía la curiosa habilidad de reducir cualquier vestido —aun el más elegante— a un saco informe en solo dos horas de llevarlo puesto. Pese a que Saffy había albergado ciertas esperanzas, la madurez no la había cambiado. Otras muchachas de diecisiete años ansiaban ir a Londres inmediatamente después de su presentación en sociedad. Juniper ni siquiera lo mencionó y, solo por haber insinuado la posibilidad, le echó a Saffy una mirada fulminante, tan intensa que la sensación perduró varios días. En realidad, era lo mejor. Su padre jamás lo habría consentido. Como solía decir, ella era su «criatura del castillo». No había motivo para que lo abandonara. Al fin y al cabo, ¿qué significado podía tener para una chica como ella una sucesión de bailes de presentación en sociedad?

En consecuencia, la posdata de la carta, escrita apresuradamente, donde preguntaba a Saffy si le molestaría confeccionar un vestido para un baile —tal vez alguno de los vestidos que su madre había llevado a Londres poco antes de morir seguía guardado en el castillo y ella podía arreglarlo— le había parecido verdaderamente desconcertante. La carta iba dirigida exclusivamente a Saffy, y aunque Percy y ella solían afrontar juntas los asuntos referidos a Juniper, en esta ocasión no la había hecho partícipe de aquella petición. Después de largas cavilaciones había llegado a la conclusión de que la vida en la ciudad había cambiado a su hermana pequeña; se preguntó si Juniper había cambiado también en otros aspectos, si cuando la guerra terminara desearía instalarse definitivamente en Londres, lejos de Milderhurst, sin importarle lo que su padre hubiera deseado para ella.

Incluso ignorando el motivo de su petición, Saffy estuvo encantada de satisfacerla. Junto a su máquina de escribir, su Singer 201K —sin duda, uno de los mejores modelos que se habían fabricado— era su orgullo. Desde el comienzo de la guerra había cosido cantidad de prendas, todas a efectos prácticos. La oportunidad de dejar de lado el montón de sábanas y pijamas de hospital para dedicarle tiempo y trabajo a un vestido de moda le parecía emocionante, y en particular la propuesta de Juniper. Saffy supo de inmediato a qué vestido se refería su hermana; ya en su momento lo había admirado, esa inolvidable noche de 1924, cuando su madrastra lo había lucido en Londres con ocasión del estreno de la obra teatral de su padre. Desde entonces había estado guardado en el único lugar a salvo de las polillas: el archivo herméticamente cerrado.

Saffy pasó suavemente los dedos por el vestido de seda. El color era realmente maravilloso. Casi rosado, como la parte inferior de las setas silvestres que crecían cerca del molino. Una mirada distraída lo habría creído de color crema, pero merecía más atención. Durante semanas Saffy había trabajado para modificarlo, siempre a escondidas. El engaño y el esfuerzo habían valido la pena. Levantó el dobladillo para examinar otra vez la pulcritud de su trabajo y luego, satisfecha, lo alisó con los dedos. Retrocedió un paso para admirarlo. Era fantástico. Había cogido una hermosa pero anticuada prenda y, armada de los números preferidos de su colección de Vogue, la había convertido en una obra de arte. Si pecaba de falta de humildad, no le importaba. Sabía que tal vez fuera la última oportunidad de admirar ese vestido en todo su esplendor. (Tan pronto como cayera en manos de Juniper su destino sería incierto: era la triste realidad). No estaba dispuesta a desperdiciar la oportunidad dedicándola a deprimentes demostraciones de falsa modestia.

Después de mirar por encima de su hombro, Saffy descolgó el vestido y sintió su peso en las manos; los vestidos de buena calidad tenían un peso agradable. Colocó un dedo debajo de cada tirante y lo sostuvo delante de ella, mordiéndose el labio inferior mientras se observaba en el espejo. Permaneció en el sitio, con la cabeza inclinada hacia un lado, una actitud infantil que jamás había logrado abandonar. A esa distancia, con la escasa luz, sintió que el tiempo no había pasado. Si entrecerraba los ojos y sonreía un poco más, podía ser la joven de diecinueve años que seguía a su madrastra la noche del estreno, codiciando el vestido rosa y prometiéndose que alguna vez también ella luciría una prenda deslumbrante, quizás el día de su boda.

Saffy colgó el vestido en la percha. Al hacerlo tropezó con un jarrón, regalo de los Asquith por la boda de sus padres. Lanzó un suspiro. La irreverencia de Juniper no tenía límites. Para ella no tenía la menor importancia, pero Saffy no pudo ignorarlo. Se inclinó para recogerlo y estaba a punto de enderezarse cuando vio una taza de té de Limoges bajo un viejo periódico. Sin darse cuenta ya había infringido su regla de oro y se encontraba a cuatro patas, ordenando la habitación. El montón de porcelana que había juntado en un minuto no reducía el caos. El lugar estaba repleto de papeles garabateados.

La imposibilidad de restablecer el orden, de reivindicar el antiguo estilo de vida, le causaba un dolor casi físico. Aunque las dos hermanas eran escritoras, su forma de trabajar era diametralmente opuesta. Saffy tenía la costumbre de reservarse unas preciosas horas del día para sentarse en silencio, con la única compañía de un bloc, la estilográfica que su padre le había regalado cuando cumplió dieciséis años y una buena taza de té recién preparada. De ese modo, cuidadosa y lentamente, les daba a las palabras un orden placentero, escribía y reescribía, corregía y perfeccionaba, leía en voz alta y saboreaba el placer de dar vida a la historia de Adele, su heroína. Solo cuando estaba completamente satisfecha con el trabajo del día se dirigía a su Olivetti y mecanografiaba el nuevo párrafo.

Juniper, en cambio, parecía escribir con la intención de desembarazarse de algo. Lo hacía dondequiera que acudiera la inspiración, escribía a toda prisa, dejaba a su paso borradores de poemas, imágenes fragmentadas, adverbios fuera de lugar que tal vez por ello cobraban mayor fuerza. El castillo estaba cubierto de papeles que, esparcidos por el suelo como migas de pan, indicaban el camino hacia la escalera en cuya cima se encontraba el ático hecho de dulces manjares. En más de una ocasión, mientras limpiaba, Saffy había descubierto páginas manchadas de tinta en el suelo, detrás del sofá, bajo la alfombra. Se dejaba llevar entonces por la evocación de un trirreme que en la antigua Roma izaba las velas y se entregaba al viento; en cubierta se oía una orden, mientras en la proa se ocultaban los amantes, a punto de ser capturados. Pero la historia se interrumpía, víctima del interés cambiante y huidizo de Juniper.

Sin embargo, otras historias se completaban en salvajes arranques de composición: tal vez manías, una palabra que ninguno de los Blythe utilizaba a la ligera, especialmente relacionada con Juniper. Si la hermana pequeña no se presentaba a la hora de la comida, se descubría que la luz se filtraba por los intersticios de las tablas del suelo, y que una franja candente brillaba bajo la puerta, el padre ordenaba que no se la molestara, alegando que las necesidades del cuerpo eran secundarias ante las demandas del genio. Saffy siempre le llevaba a escondidas un plato. No obstante, Juniper jamás lo tocaba: seguía escribiendo durante toda la noche, en un arranque súbito y ardiente, como esas fiebres tropicales que la gente solía contraer. Y también efímero: al día siguiente regresaba la calma. Entonces salía del ático, cansada, aturdida y vacía. Después de exorcizar y olvidar al demonio, bostezaba y deambulaba a su modo felino.

Saffy archivaba sus propias composiciones —tanto los borradores como las versiones definitivas— en idénticas cajas cerradas que apilaba cuidadosamente para la posteridad en el archivo; siempre había trabajado por el placer de finalizar la historia y ofrecerla para su lectura; le resultaba incomprensible que a Juniper no le interesara dar a conocer sus escritos. No había falsa modestia en su actitud; simplemente no le importaba. Una vez que terminaba de escribir, perdía el interés. En una ocasión, Saffy se lo había comentado a Percy, que, como era previsible, se quedó desconcertada. La pobre Percy carecía por completo de creatividad.

¡Vaya! Saffy se detuvo, aún a cuatro patas. Bajo la maraña de papeles apareció nada menos que la cuchara de plata de la abuela. La que había buscado todo el día. En cuclillas, con las manos en las caderas, pensó que mientras ella y Lucy revolvían los cajones, la cuchara se ocultaba bajo los escombros del cuarto de Juniper. Tendría que quitar una rara mancha que se distinguía en el mango. A punto de sacarla de su escondite comprendió que había sido utilizada como marcador. Abrió el cuaderno, vio los característicos garabatos de Juniper, pero la página estaba fechada. Los ojos de Saffy, entrenados por una vida de ávida lectura, fueron más rápidos que sus modales. En un segundo comprobó que se trataba de la última entrada de un diario: mayo de 1941, justo antes de que su hermana partiera para Londres.

El acto de leer el diario de otra persona le pareció sencillamente horroroso. Para Saffy habría sido una mortificación saber que su intimidad era invadida de ese modo, pero Juniper jamás se había preocupado por las normas de conducta y, de algún modo que Saffy comprendía pero no podía expresar en palabras, esa realidad la autorizaba a echar un vistazo. De hecho, Juniper tenía por costumbre dejar papeles personales descaradamente a la vista. Con certeza, una invitación para que su hermana mayor —una figura materna— se asegurara de que todo estaba en orden. Juniper tenía casi diecinueve años, pero era un caso especial; no podía hacerse cargo de sí misma como la mayoría de los adultos. En calidad de tutoras, Saffy y Percy debían estar al tanto de sus asuntos. Si ellas hubieran dejado a la vista sus diarios, la niñera los habría leído sin vacilar. Precisamente por ese motivo habían llegado al extremo de alternar sus escondites. Juniper no se tomaba la molestia de hacerlo. Era prueba suficiente de que ansiaba el interés maternal de Saffy en sus asuntos. El cuaderno de Juniper se encontraba ante ella, abierto en una página relativamente reciente. Habría sido una muestra de indiferencia no echar un vistazo.