Percy se deslizó por la cuesta de Tenterden Road, atravesó la grava del sendero de entrada y saltó de la bicicleta.
—«De nuevo en casa, de nuevo en casa, tarará» —canturreó en voz baja, haciendo crujir los guijarros bajo sus botas. La niñera les había enseñado esa canción varias décadas atrás, y aun así siempre la recordaba cuando salía de la carretera hacia el sendero. Sucedía con algunas melodías, algunos versos. Se aposentaban y se negaban a marcharse, contrariando los deseos más fervientes. No era el caso de Percy, no le importaba librarse de la canción De nuevo en casa. Su querida niñera, con sus pequeñas manos rosadas, su seguridad en todas las cosas, las agujas que resonaban ante la chimenea del ático por las noches, mientras calcetaba hasta que ellas se durmieran. ¡Cuánto habían llorado cuando al celebrar su nonagésimo cumpleaños se jubiló y se mudó a casa de una sobrina nieta en Cornualles! Saffy había amenazado con arrojarse por la ventana del ático en señal de protesta, pero desgraciadamente ya había utilizado varias veces esa estrategia y no logró impresionar a la niñera.
Aunque iba con retraso, Percy no subió por el camino montada en su bicicleta, lo recorrió a pie, para que a su paso el paisaje familiar le diera la bienvenida. A la izquierda vio la granja con sus secaderos de lúpulo; más allá, el molino; el bosque lejano a la derecha. Desde la sombra fresca parpadeaban ante ella los recuerdos de miles de tardes de infancia en los árboles del bosque Cardarker. La emoción de ocultarse de los tratantes de blancas; la búsqueda de huesos de dragones; las escaladas con su padre en busca de las antiguas vías romanas…
El sendero no era muy empinado. No había elegido recorrerlo a pie por falta de destreza como ciclista, sino para disfrutar del paseo. Su padre también había sido un gran caminante, especialmente después de la Gran Guerra. Antes de publicar su libro y marcharse a Londres; antes de conocer a Odette y casarse nuevamente y dejar de pertenecerles. El médico le había aconsejado una caminata diaria para mejorar el estado de su pierna, y había comenzado a pasear por el campo con un bastón que el señor Morris había olvidado en una visita de fin de semana a la abuela.
—¿Ves cómo se arquea a cada paso? —le había dicho una tarde de otoño, mientras paseaban junto al arroyo Roving—. Así debe ser. Flexible y fuerte. Es un recordatorio.
—¿De qué, papá?
Con el ceño fruncido, su padre había fijado la vista en la orilla resbaladiza, como si las palabras estuvieran ocultas allí, entre los juncos, y había respondido:
—De que yo también soy fuerte, supongo.
En aquel momento ella no comprendió. Supuso que a su padre le agradaba la solidez del bastón. No seguiría indagando. El puesto de Percy como acompañante era endeble, para conservarlo debía ajustarse a severas reglas. De acuerdo con la doctrina de Raymond Blythe, caminar era una oportunidad para la contemplación. En raras ocasiones, si ambos participantes estaban dispuestos, podría ser propicia para hablar sobre la historia, la poesía o la naturaleza. Los charlatanes no eran tolerados, y quien recibía ese calificativo jamás lo perdía, para gran mortificación de Saffy. Más de una vez, al partir, Percy se volvía para mirar el castillo y distinguía a Saffy, asomada a la ventana de su habitación con expresión mortificada. Siempre sentía compasión por su hermana, aunque nunca la suficiente para quedarse en casa. Suponía que era favorecida para compensar las innumerables ocasiones en que Saffy había contado con la atención de su padre, que sonreía entusiasmado cuando ella leía los ingeniosos cuentos que solía escribir. En los últimos tiempos había sido recompensada por los meses que ellos dos pasaron juntos: poco después de que su padre regresara de la guerra, Percy, enferma de escarlatina, fue enviada a un hospital.
Percy llegó al primer puente y se detuvo. Apoyó la bicicleta en la barandilla. Desde allí no podía ver la casa, el bosque la ocultaba. No la vería hasta llegar al segundo puente, más pequeño. Se asomó al borde y observó el arroyo poco profundo. El caudal susurraba y se arremolinaba en el tramo más ancho, vacilaba antes de adentrarse en el bosque. La sombra de Percy Blythe, que se recortaba oscura en la claridad con que se reflejaba el cielo, ondulaba plácidamente en el centro.
Más allá estaban los campos de lúpulo donde aquella calurosa tarde de verano había fumado su primer cigarrillo. Ella y Saffy reían nerviosas ante el paquete robado a uno de los amigos más pomposos de su padre, que entretanto asaba sus rechonchas pantorrillas junto al lago.
Un cigarrillo…
Percy palpó el bolsillo delantero del uniforme, sintió la forma cilíndrica bajo sus dedos. Dado que lo había liado, era razonable disfrutarlo. Tenía la sensación de que tan pronto como entrara en su ruinosa casa, fumar tranquilamente un cigarrillo no sería más que un sueño lejano.
Giró, se apoyó en la barandilla y lo encendió con una cerilla. Inhaló y contuvo la respiración un instante antes de exhalar. Adoraba el tabaco. A veces creía que podía ser feliz viviendo sola, sin hablar con nadie, a condición de poder hacerlo allí, en Milderhurst, y con una provisión de cigarrillos para toda la vida.
No siempre había sido tan solitaria. Incluso en aquel momento sabía que esa fantasía —aunque tenía sus ventajas— no era más que eso, una fantasía. Jamás soportaría vivir sin Saffy, al menos no por mucho tiempo. Tampoco sin Juniper. Durante los cuatro meses transcurridos desde que su hermana pequeña se marchara a Londres, Saffy y ella se habían comportado como dos viejecitas lloronas: se preguntaban si tendría suficientes calcetines, le enviaban huevos frescos con cualquier conocido que viajara a Londres, leían sus cartas en voz alta a la hora del desayuno, intentaban descifrar su estado de ánimo, sus pensamientos, adivinar su estado de salud. Por cierto, en esas cartas no se hacía mención —abierta ni encubierta— a una posible boda. ¡Muchas gracias, señora Potts! La ocurrencia era ridícula para cualquiera que conociera a Juniper. Mientras que algunas mujeres estaban hechas para el matrimonio y los cochecitos de bebé, otras, decididamente, no lo estaban. Su padre lo había comprendido, razón por la cual había arreglado las cosas de ese modo, para asegurarse de que Juniper tuviera quien la cuidara tras su muerte.
Percy lanzó un bufido de impaciencia y aplastó lo que quedaba del cigarrillo bajo su bota. Al pensar en la mujer del cartero recordó las cartas que había recogido. Las sacó de su bolso; eran una excusa para permanecer un rato más en la tranquilidad de su propia compañía.
Tal como había dicho la señora Potts, eran tres: un paquete de Meredith para Juniper, un sobre mecanografiado dirigido a Saffy, y otra carta con su nombre escrito en el frente. Una escritura de curvas tan vertiginosas solo podía proceder de su prima Emily. Percy abrió con impaciencia el sobre e inclinó la primera página de modo que recibiera la luz que aún quedaba para poder leerla.
Salvo por aquella ocasión infame en que había teñido de azul el cabello de Saffy, durante la infancia de las gemelas, Emily había gozado del honroso título de prima favorita. El hecho de que sus únicos contrincantes fueran las pomposas primas de Cambridge, las delgadas y extrañas primas del norte, y su propia hermana, Pippa, inmediatamente descalificada por su lamentable tendencia a llorar ante la menor provocación, no le quitaba mérito. Cada visita de Emily a Milderhurst provocaba una gran algarabía, y sin ella la infancia de las hermanas Blythe habría sido bastante más aburrida. Percy y Saffy siempre habían sido íntimas, como suele suceder con las gemelas, pero su vínculo no excluía a los otros. De hecho, eran la clase de dúo cuya amistad se reforzaba con la incorporación de un tercero. También el pueblo estaba repleto de niños con quienes habrían podido jugar si su padre no hubiera tenido tal desconfianza hacia los extraños. Su querido padre siempre había sido terriblemente esnob en ese sentido, y sin embargo le habría horrorizado oír que lo calificaban de esa manera. Más que el dinero o la clase social, admiraba la inteligencia: el talento era la moneda con que medía a quienes lo rodeaban.
Emily, bendecida con ambas cualidades, había recibido el sello de aprobación de su padre, lo cual implicaba que era bienvenida en Milderhurst todos los veranos. Incluso se le permitía participar de las jornadas familiares de los Blythe, un torneo más o menos habitual instituido por la abuela cuando Raymond era pequeño. El anuncio se hacía durante la feliz mañana: «¡Velada familiar de los Blythe!», y durante todo el día el ambiente de la casa se llenaba de expectación. Se distribuían los diccionarios, cada miembro de la familia afilaba su lápiz y su ingenio, y terminada la cena se reunían en el salón principal. Las participantes tomaban asiento ante la mesa o en su sillón favorito, y finalmente entraba su padre. Siempre abandonaba sus actividades diarias el día del torneo; se retiraba a la torre para hacer la lista de los desafíos. Su anuncio era una especie de ceremonia, las especificaciones del juego podían variar, pero en general se proporcionaba un lugar, un personaje y una palabra, y poniendo en marcha uno de los relojes de la cocinera se daba comienzo a la carrera para crear la ficción más entretenida.
Percy era inteligente pero no ingeniosa, le gustaba escuchar pero no contar, los nervios hacían que escribiera con lentitud e incluso con meticulosidad, y el resultado era terriblemente acartonado. Detestó y desdeñó esas jornadas hasta que a los doce años, por casualidad, descubrió que si actuaba como contadora de puntos en el concurso quedaba exenta de participar. Emily y Saffy —cuya devoción mutua solo hacía más encarnizada la justa— competían fervientemente por ser merecedoras de los elogios de Raymond Blythe. Trabajaban afanosamente en sus historias, frunciendo el ceño, mordiéndose los labios, y escribiendo a toda prisa. Mientras tanto, Percy esperaba sentada, tranquila y entretenida. Las dos contendientes estaban igualmente dotadas para la expresión escrita, Saffy disponía quizás de un vocabulario más amplio, aunque el malicioso humor de Emily le daba una clara ventaja, y durante un tiempo fue evidente que, en opinión del señor Blythe, el don familiar se había desarrollado especialmente en ella. Por supuesto, antes del nacimiento de Juniper, cuyo talento precoz había eliminado de raíz la posibilidad de que existiera otra ganadora.
A pesar de que Emily se apenó cuando la atención de Raymond cambió de dirección, se recuperó con rapidez. Sus visitas continuaron feliz y regularmente durante muchos años, incluso después de la infancia, hasta ese último verano de 1925, el anterior a su boda y a que todo terminara. Percy consideraba que para Emily fue muy ventajoso el hecho de que, a pesar de su talento, jamás hubiera tenido el temperamento de una artista. Era demasiado amable, demasiado buena para los deportes, demasiado alegre y querida como para seguir la carrera de escritora. No había en ella una pizca de neurosis. Su posterior destino fue sumamente afortunado: casada con un buen partido, era madre de un puñado de niños pecosos, vivía en una gran casa con vistas al mar, y ahora, según decía, criaba un par de encantadores cerditos. La carta era una colección de anécdotas sobre su pueblo en Devonshire, noticias de su marido y sus hijos, aventuras de los oficiales del Servicio de Prevención de Ataques Aéreos, la obsesión de su anciano vecino por su bomba hidráulica. Aun así, Percy se rio al leerla. Seguía sonriendo cuando llegó al final; la dobló cuidadosamente y la guardó de nuevo en el sobre.
Entonces la rompió en mil pedazos, que deslizó hasta el fondo de su bolsillo, y siguió su camino hacia el castillo. Se dijo que debería arrojar a la basura los trozos de papel antes de poner el uniforme en el montón de ropa para lavar. Mejor aún, los quemaría esa misma tarde. Saffy jamás se enteraría.