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Las cebollas eran importantes, por supuesto, pero eso no cambiaba el hecho de que sus hojas no sirvieran en absoluto para un arreglo floral. Saffy examinó los débiles tallos que había cortado, los colocó en distintas posiciones, entrecerró los ojos y apeló a toda su creatividad para imaginarlos en la mesa. En el jarrón de cristal francés heredado de la abuela podían llegar a verse bien, quizás junto a algo colorido que disimulara su origen. E incluso —sus pensamientos tomaban impulso y se mordió los labios, como solía hacer cuando estaba a punto de alumbrar una gran idea— podía añadir unas hojas de hinojo y flores de calabaza y convertirlo en una metáfora, una simpática alusión a las épocas de escasez.

Dejó caer el brazo, suspirando, sin soltar las hojas mustias. Sacudió la cabeza con tristeza, al parecer involuntariamente, y reconoció que la desesperación podía inducir a ideas extravagantes. Era evidente que no podría utilizar los tallos de cebolla: además de ser totalmente inapropiados para su objetivo, al cabo de un rato de tenerlos en la mano le pareció que olían a calcetines viejos. La guerra y, en especial, el trabajo de su hermana gemela le habían dado a Saffy suficientes oportunidades de familiarizarse con ese olor. No. Después de vivir cuatro meses en Londres frecuentando los círculos intelectuales de Bloomsbury, afrontando las amenazas de ataque aéreo y pasando noches en refugios, Juniper merecía algo mejor que aroma a ropa sucia.

Por otra parte, había invitado a un misterioso huésped. Juniper no tenía muchos amigos —la joven Meredith había sido una sorprendente excepción—, pero Saffy tenía la capacidad de leer entre líneas y si bien las líneas de Juniper solían ser garabatos, suponía que el joven había realizado algún acto galante para ganar su simpatía. La invitación, por lo tanto, era una muestra de la gratitud de la familia Blythe, y todo debía salir a la perfección. Las hojas de cebolla, lo comprobó con una segunda mirada, eran decididamente menos que perfectas. Sin embargo, una vez cortadas no debía desecharlas, ¡habría sido un sacrilegio! Lord Woolton se horrorizaría. Encontraría una comida donde utilizarlas, pero no esa noche. Las cebollas y sus efectos secundarios eran poco aconsejables.

Saffy lanzó un bufido desconsolado, y lo repitió, porque le había resultado placentero. Se dirigió nuevamente a casa, contenta como siempre de que su camino no la llevara al jardín principal. No podía soportarlo; alguna vez había sido extraordinario. Era una tragedia que tantos hermosos jardines del país hubieran sido abandonados o destinados al cultivo de verduras. Según decía Juniper en su última carta, a lo largo de Rotten Row, en Hyde Park, las flores habían sido aplastadas por grandes pilas de maderas, hierros y ladrillos —esqueletos de innumerables casas— y todo el sector sur se había transformado en huerta. Era necesario, Saffy lo sabía, pero no por ello menos trágico. La falta de patatas dejaba un estómago vacío, pero la ausencia de belleza endurecía el alma.

Una mariposa pasó volando ante ella. El movimiento de las alas se asemejaba al de un fuelle. Mientras la humanidad destrozaba el mundo, ella conservaba esa perfección, esa tranquila naturalidad. Saffy lo consideró casi milagroso, su rostro se iluminó y extendió un dedo invitándola a posarse, pero la mariposa la ignoró, siguió subiendo y bajando, se lanzó hacia los pardos frutos del níspero. Absolutamente despreocupada. ¡Vaya maravilla! Sonriendo, Saffy siguió su camino. Al pasar bajo la nudosa glicina de la pérgola, se inclinó para no engancharse el cabello.

Pensó que el señor Churchill debería tener presente que las guerras no se ganan solo con balas, y recompensar a quienes lograban preservar la belleza mientras a su alrededor el mundo se derrumbaba. La «Medalla Churchill a la Conservación de la Belleza en Inglaterra» sonaba bien. Esa mañana, al oírlo en el desayuno, Percy había sonreído burlona, con la inevitable suficiencia de quien ha pasado meses entrando y saliendo de los cráteres que dejan las bombas, ganando así su propia medalla al valor. Pero para Saffy su idea no era una tontería. De hecho, estaba redactando una carta que enviaría al Times, para explicar que la belleza era tan importante como la literatura y la música. Tanto más cuando las naciones civilizadas parecían incitarse mutuamente a una conducta cada vez más salvaje.

Saffy adoraba Londres, desde siempre. Y dado que sus planes para el futuro dependían de la supervivencia de la ciudad, cada bombardeo era para ella un ataque personal. En el periodo de mayor intensidad, cuando el sonido distante de la artillería antiaérea, el aullido de las sirenas y las espantosas explosiones la acompañaba todas las noches, había adquirido el hábito de morderse febrilmente las uñas. Una horrible costumbre de la cual culpaba directamente a Hitler. Saffy se preguntaba si quien amaba una ciudad sufriría más por estar ausente durante el desastre, así como la angustia de una madre por su hijo herido aumentaba en la distancia. Desde la niñez había comprendido que su destino no se encontraba en los campos fangosos ni entre las antiguas piedras de Milderhurst, sino en los parques, los cafés y las tertulias literarias de Londres. Cuando ella y Percy eran pequeñas —después de la muerte de su madre pero antes de que naciera Juniper, cuando aún eran solo ellos tres—, su padre las llevaba todos los años a la capital. Pasaban una temporada en la casa de Chelsea; eran jóvenes, el tiempo aún no las había marcado, puliendo sus diferencias y acentuando sus opiniones, y las consideraban idénticas. En verdad, actuaban como si lo fueran. Sin embargo, durante sus estancias en Londres ella había advertido en su interior los primeros indicios de la separación, lejanos pero fuertes. Mientras Percy, al igual que su padre, suspiraba por los amplios y verdes bosques del castillo, ella se sentía viva en la ciudad.

Saffy oyó un estruendo a sus espaldas y gruñó. No quiso darse la vuelta para ver las densas nubes en el horizonte. De todas las privaciones que había causado la guerra, la falta del pronóstico meteorológico que emitía la radio había sido un golpe especialmente duro. Saffy había aceptado con ecuanimidad el hecho de que Percy le trajera de la biblioteca solo un libro a la semana en lugar de los cuatro habituales hasta entonces, y que con ello se redujera su tiempo dedicado a la apacible lectura. Con respecto a prescindir de sus vestidos de seda en favor de delantales más prácticos se había mostrado francamente entusiasta. El servicio las había abandonado, como las pulgas abandonan a las ratas en un naufragio. Había tomado con calma la consecuente adaptación a su nueva condición de cocinera, lavandera y jardinera. Pero sus intentos de comprender los caprichos del clima inglés habían sido inútiles. A pesar de haber pasado su vida en Kent, carecía de la natural intuición campesina acerca de los fenómenos atmosféricos. De hecho, había descubierto una curiosa habilidad para tender la ropa y encargarse del huerto precisamente en aquellos días en que el viento susurraba que la lluvia estaba próxima.

Saffy apresuró el paso hasta convertirlo casi en un trotecillo, intentando no preocuparse por el olor de las hojas de cebolla, que parecía hacerse más intenso a medida que avanzaba. Aunque Percy lo ignoraba —debía encontrar el momento adecuado para anunciarlo—, Saffy sabía ya que cuando la guerra terminara se marcharía del campo para siempre. Tenía previsto instalarse en Londres. Encontraría un apartamento pequeño, suficiente para una persona. No poseía muebles propios, pero era un inconveniente menor; en ese sentido, Saffy se ponía en manos de la providencia. No obstante, una cosa era segura: no llevaría consigo ningún objeto de Milderhurst. Tendría un mobiliario completamente nuevo. Sería un comienzo, casi dos décadas después de lo planeado, pero inevitable. Ahora era mayor, más fuerte, y esta vez ningún obstáculo la detendría.

A pesar de que mantenía en secreto su proyecto, los sábados Saffy leía los anuncios del Times. Había considerado la posibilidad de establecerse en Chelsea o Kensington, pero se había decidido por una de las manzanas de Bloomsbury, a poca distancia del Museo Británico y de las tiendas de Oxford Street. Esperaba que Juniper también se quedara en Londres y se instalara en algún lugar cercano. Percy, por supuesto, las visitaría. Aunque no se quedaría más de una noche, necesitaba dormir en su propia cama y permanecer en el castillo para sostenerlo, con su propio cuerpo si fuera preciso, en caso de que comenzara a desmoronarse.

En la intimidad de sus pensamientos, Saffy visitaba a menudo su pequeño apartamento, especialmente cuando Percy deambulaba por los corredores del castillo, furiosa por la pintura desconchada y las vigas arqueadas, lamentando cada nueva grieta en las paredes. Entonces Saffy cerraba los ojos y abría la puerta de su propia casa. Sería pequeña y simple, muy limpia —ella misma se encargaría de eso—, con olor a vinagre y cera. Saffy apretó el ramo de hojas de cebolla en su puño y apresuró aún más el paso.

Un escritorio junto a la ventana, su máquina de escribir Olivetti en el centro y un diminuto jarrón de cristal —si no era posible, se contentaba con una pequeña botella— en un extremo, con una única y espléndida flor, que reemplazaría todos los días. La radio sería su compañía, dejaría de escribir a máquina para oír el informe meteorológico, por un instante abandonaría el mundo que creaba en la página para mirar por la ventana el despejado cielo de Londres. La luz del sol le acariciaría el brazo, derramándose en su pequeño hogar, cubriendo los muebles brillantes. Por las tardes, leería sus libros de la biblioteca, seguiría con su trabajo en curso y escucharía a Gracie Fields en la radio, sin que nadie refunfuñara desde el otro sofá comentando que no eran más que tonterías sentimentales.

Saffy se detuvo, apoyó las palmas en las mejillas acaloradas y dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. Los sueños, Londres, el futuro la habían ayudado a llegar hasta el castillo; aún más, había evitado la lluvia. Echó un vistazo al gallinero, y a su placer se sumó una sensación de remordimiento. Se preguntó si podría vivir sin sus pequeñas. Tal vez las llevara con ella. Seguramente en el jardín del edificio habría lugar para un corral, solo tenía que añadirlo a su lista de requisitos. Saffy abrió la cerca y tendió los brazos.

—Hola, queridas, ¿cómo os sentís esta tarde?

Helen-Melon erizó las plumas pero no se movió de su sitio y Madame ni siquiera se dignó a levantar la cabeza del suelo.

—Ánimo, muchachas. Por ahora seguiré aquí. Todavía tenemos que ganar la guerra.

Su discurso no tuvo el efecto alentador que habría deseado, y su sonrisa se desvaneció. Por lo general, Madame era decididamente escandalosa. Helen seguía abatida por tercer día consecutivo. Las gallinas más jóvenes imitaban a las dos mayores, de modo que el ánimo en el gallinero era francamente gris. Saffy se había acostumbrado durante los ataques; las gallinas eran tan sensibles y propensas a la angustia como los humanos, y los bombardeos habían sido incesantes. Finalmente optó por llevarse consigo a sus ocho gallinas todas las noches. El aire se había enviciado, es verdad, pero el arreglo había sido satisfactorio para todas: las gallinas habían vuelto a poner huevos, y dado que Percy estaba ausente la mayoría de las noches, Saffy había disfrutado de la compañía.

—Vamos, vamos —las arrulló, cogiendo a Madame entre sus brazos—. Ya basta de malhumor, querida. Es solo la tormenta que se acerca, nada más.

El cálido cuerpo se relajó un instante, antes de extender las alas y emprender una torpe huida, de vuelta a la suciedad donde había estado hurgando.

Saffy se limpió las manos y las apoyó en la cadera.

—¿Tan mal os sentís? Supongo que entonces solo queda una cosa por hacer.

La cena. La única acción que con certeza lograría levantarles el ánimo. Sus niñas eran glotonas. No le parecía mal, ojalá los conflictos del mundo se solucionaran con un plato de comida. Era más temprano de lo habitual, pero el tiempo apremiaba: aún no había puesto la mesa, debía encontrar la cuchara grande de plata, Juniper y su invitado llegarían de un momento a otro. Tenía suficiente con el talante de Percy, no necesitaba un puñado de gallinas malhumoradas. No fue, en absoluto, un signo de su irremediable sentimentalismo, sino una decisión práctica con el objetivo de serenarlas.

* * *

En la cocina Saffy se encontró ante el resultado de todo un día dedicado a improvisar una cena con lo que pudo encontrar en la despensa y lo que pidió prestado en las granjas vecinas. Se alisó la blusa e intentó calmarse. «Y bien, ¿por dónde iba?», se preguntó entre suspiros. Levantó la tapa de la cacerola, y con satisfacción comprobó que la crema estaba allí, tal como la había dejado. El crepitar del horno era indicio de que el pastel seguía cocinándose. Luego echó un vistazo a un cajón de madera que había sobrevivido a su propósito original y se adaptaría perfectamente a su necesidad.

Saffy lo arrastró al rincón más alejado de la despensa y se subió, apoyándose de puntillas en el borde. Su mano recorrió como una araña el estante superior hasta que en el rincón más oscuro los dedos se toparon con una lata. Sonrió para sus adentros, agarró la lata y bajó. El polvo, la grasa y el vapor acumulados durante meses habían formado una capa pegajosa, que limpió con un dedo para leer la etiqueta: «Sardinas». ¡Perfecto! Aferró la lata saboreando el placer de lo prohibido.

—No te preocupes, papá —canturreó mientras buscaba el abrelatas en el cajón de anticuados utensilios de cocina, que cerró nuevamente empujándolo con la cadera—, no son para mí.

Su padre defendía el principio de que la comida enlatada constituía una conspiración. Prefería morir de inanición antes que permitir que una sola cucharada traspasara sus labios. Saffy ignoraba quién era el autor de la conspiración y cuál era su objetivo, pero su padre había sido rotundo. No toleraba que lo contradijeran, y durante mucho tiempo ella tampoco tuvo deseos de hacerlo.

Durante la infancia, él había sido para Saffy como el sol que brillaba de día y la luna que asomaba por la noche; la idea de que pudiera defraudarla pertenecía a un mundo imaginario de fantasmas y pesadillas.

Aplastó las sardinas en un cuenco de porcelana. Después de moler el pescado hasta transformarlo en una masa informe, vio la grieta. No tenía importancia mientras la vieran solo las gallinas, pero junto al papel pintado suelto que había descubierto cerca de la chimenea del salón principal, era el segundo indicio de decadencia en pocas horas. Se dijo que debía revisar con atención los platos que había separado para esa noche y ocultar cualquiera que estuviera estropeado. Era precisamente la clase de deterioro que enfurecía a Percy, y aunque Saffy admiraba el compromiso de su hermana hacia Milderhurst y su mantenimiento, su malhumor no ayudaría al clima de cordial celebración que deseaba para la velada.

Entonces varias cosas sucedieron al mismo tiempo. La puerta se abrió con un chirrido, Saffy dio un salto y unas espinas de sardina cayeron del tenedor al suelo.

—¡Señorita Saffy!

—¡Oh, Lucy, por Dios! ¡Me has quitado diez años de vida! —exclamó Saffy, aferrando el tenedor contra su corazón galopante.

—Lo siento. Creía que estaba fuera, buscando flores para el salón. Solo quería…, venía a ver si… —La frase del ama de llaves se fue apagando. Se desconcertó al ver el puré de pescado y la lata abierta. Miró a Saffy. Sus hermosos ojos violetas se abrieron exageradamente—. ¡Señorita Saffy! —exclamó—. No sabía que…

—Oh, no. —Saffy sonrió y se llevó un dedo a los labios—. Shhh, querida Lucy. No son para mí, claro que no. Las guardo para las chicas.

—Oh, eso es diferente —dijo Lucy, visiblemente aliviada—. No me gustaría que él —continuó, lanzando una mirada reverente hacia el techo— se disgustara, ni siquiera ahora.

Saffy asintió.

—Si algo no necesitamos esta noche es que mi padre se revuelva en su tumba —aseguró—. ¿Me alcanzarías un par de aspirinas, por favor? —pidió luego, señalando el botiquín de primeros auxilios.

Lucy frunció el ceño, preocupada.

—¿No se encuentra bien?

—Son para las chicas. Están nerviosas, pobrecitas. Nada mejor que una aspirina para tranquilizarlas. Aunque seguramente un trago de ginebra fuese mejor, pero eso sería un poco irresponsable —explicó mientras con el dorso de la cuchara trituraba las aspirinas hasta convertirlas en polvo—. No las veía tan mal desde el ataque del 10 de mayo.

Lucy palideció.

—¿Cree que intuyen una nueva oleada de bombardeos?

—No lo creo. El señor Hitler está demasiado ocupado adentrándose en el invierno como para acordarse de nosotros. Al menos eso dice Percy. Según ella, nos dejarán en paz al menos hasta Navidad; está terriblemente decepcionada. —Saffy siguió revolviendo la papilla de pescado y habría continuado hablando, pero vio que Lucy se acercaba al horno. Su postura indicaba que no le estaba prestando atención en absoluto, y de pronto se sintió tan ridícula como sus gallinas cuando cacareaban a solas. Carraspeó incómoda y dijo—: Ya basta de parlotear. No has venido a la cocina para oírme hablar de mis niñas, te estoy estorbando en tu tarea.

—En absoluto. —Lucy cerró la puerta y permaneció inmóvil, con las mejillas sonrosadas, no solo por el calor del horno. Saffy supo que la incomodidad no era producto de su imaginación, algo que ella había dicho o hecho alteraba el buen humor de Lucy. Se sintió terriblemente apenada—. He venido a echarle un vistazo al pastel de conejo —prosiguió Lucy—, tal como acabo de hacer, y a decirle que no he encontrado la cuchara de plata que me pidió. He puesto en la mesa otra que de todos modos servirá. También he llevado algunos de los discos que la señorita Juniper envió desde Londres.

—¿Al salón azul?

—Por supuesto.

—Perfecto.

Se referían al salón principal, donde recibirían al señor Cavill. Como era previsible, Percy no estaba de acuerdo. Durante varias semanas había recorrido enérgicamente los corredores pronosticando un largo y helado invierno, refunfuñando sobre la escasez de combustible, el despilfarro que implicaba caldear otra habitación cuando en el salón amarillo el fuego estaba siempre encendido. Pero terminó aceptando, como siempre. Con firmeza, Saffy golpeó el tenedor en el borde del cuenco.

—El custard le ha salido estupendo. Espeso, a pesar de la falta de leche —opinó Lucy, echando un vistazo a la cacerola.

—Oh, Lucy, eres adorable. Al final lo he preparado con agua, y un poco de miel para endulzar. He reservado el azúcar para la mermelada. Jamás pensé que tendría algo que agradecer a la guerra, pero supongo que habría pasado el resto de mi vida ignorando la satisfacción de hacer un perfecto custard sin leche.

—En Londres muchas personas estarían encantadas de conocer la receta. Mi prima me ha escrito que no disponen de más de un litro por semana. ¿Puede imaginarlo? Debería apuntar los pasos de la receta en una carta y enviarla al Daily Telegraph. Suelen publicarlas.

—No lo sabía —dijo Saffy, pensativa. Sería otra publicación para sumar a su pequeña colección. No especialmente honrosa, pero de cualquier modo una más. Todo ayudaría en el momento de enviar su manuscrito, siempre podían abrirse nuevas puertas. A Saffy le agradaba la idea de llevar una columna femenina semanal titulada «Los consejos de Saffy la Costurera» o algo por el estilo, con una ilustración en uno de los ángulos, su Singer 201K, ¡incluso una de sus gallinas! Sonrió satisfecha y divertida por la fantasía, como si fuera un hecho consumado.

Entretanto, Lucy seguía hablando sobre su prima de Pimlico y el único huevo que se les asignaba cada quince días.

—La semana anterior recibió un huevo podrido y aunque no lo crea, no quisieron darle otro.

—¡Pero eso es simplemente cruel! —exclamó Saffy, espantada. La Costurera Saffy tendría mucho que decir en asuntos de ese tipo e incluso actuaría magnánimamente en compensación—. Debes enviarle algunos de los míos. Y coge media docena para ti.

A juzgar por la expresión de Lucy, parecía como si Saffy hubiera decidido repartir lingotes de oro. Se avergonzó y sintió la obligación de hacer que el espectro de su álter ego de la columna periodística desapareciera.

—Tenemos más huevos de los que podemos comer, y he estado buscando el modo de expresarte mi gratitud —dijo a modo de disculpa—, porque desde que comenzó la guerra has acudido muchas veces en mi ayuda.

—Oh, señorita Saffy.

—No olvidemos que si no fuera por ti, aún estaría blanqueando la ropa con azúcar glas.

Lucy se echó a reír y exclamó:

—¡Se lo agradezco de corazón! Acepto gustosa su ofrecimiento.

Las dos comenzaron a cortar rectángulos de los periódicos apilados junto al horno para empaquetar los huevos. Saffy pensó por enésima vez cuánto disfrutaba la compañía de su ama de llaves y cuánto lamentaría perderla. Cuando se mudara a su pequeño apartamento, le daría la dirección a Lucy e insistiría en invitarla a tomar el té cuando pasara por Londres. Percy sin duda tendría algo que objetar —sus ideas con respecto a las relaciones entre clases eran bastante conservadoras—, pero Saffy sabía que los amigos eran dignos de ser valorados, daba igual dónde se los encontrara.

Desde fuera se oyó el ruido amenazante de un trueno. A través del sucio cristal de la ventana que estaba sobre el pequeño fregadero, Lucy observó el cielo oscuro y frunció el ceño.

—Si no queda nada más que hacer, señorita Saffy, terminaré de arreglar el salón y me marcharé. Parece que pronto comenzará a llover, y debo asistir a una reunión esta tarde.

—El Servicio de Voluntarias, ¿verdad?

—Hoy será en la cantina. Hay que mantener a esos valientes soldados bien alimentados.

—Así es. A propósito, he cosido algunas muñecas para tu subasta para recaudar fondos. Llévalas esta noche si quieres: están arriba, al igual que… —Saffy hizo una pausa teatral— el vestido.

Lucy se llevó la mano a la boca y susurró a pesar de que estaban a solas:

—¡Lo ha terminado!

—Justo a tiempo para que Juniper lo use esta noche. Lo he colgado en el ático para que sea lo primero que vea al llegar.

—Entonces no dudaré en subir y echarle una mirada antes de marcharme. ¿Cómo ha quedado?

—Espléndido.

—¡Qué alegría! —exclamó Lucy. Luego, con cierta vacilación, se acercó a Saffy y aferró sus manos—. Todo saldrá a la perfección, ya lo verá. Será una noche muy especial, por fin la señorita Juniper regresa de Londres.

—Solo espero que la tormenta no retrase mucho tiempo los trenes.

Lucy sonrió.

—Se sentirá aliviada cuando la vea en casa sana y salva.

—Desde su partida no he dormido una sola noche.

—Por la preocupación. —Lucy sacudió la cabeza, comprensiva—. Ha sido una madre para ella, y una madre jamás duerme cuando está afligida por su bebé.

—Oh, Lucy —los ojos de Saffy se iluminaron—, he estado tan preocupada… Tanto que me parece haber contenido el aliento durante meses.

—Sin embargo, no ha habido episodios, ¿verdad?

—No, gracias a Dios. Lo habría dicho. Ni siquiera Juniper mentiría sobre algo tan serio.

La puerta se abrió de golpe y las dos se enderezaron con la misma rapidez.

Lucy dio un grito. Saffy estuvo a punto de imitarla, pero en cambio recordó coger la lata y ocultarla detrás de su espalda. No había sido más que el viento que se arremolinaba en el jardín, pero la interrupción fue suficiente para desvanecer la atmósfera agradable junto con la sonrisa de Lucy. Entonces Saffy supo el motivo del malestar de su ama de llaves.

Consideró la posibilidad de no decir nada —el día casi había llegado a su fin y a veces era mejor callar—, pero la tarde había sido muy amigable, las dos habían trabajado a la par en la cocina y en la sala, y Saffy ansiaba que todo terminara bien. Independientemente de la opinión de Percy, podía tener amigos, los necesitaba. Se aclaró la garganta suavemente.

—Lucy, ¿qué edad tenías cuando comenzaste a trabajar en esta casa?

El ama de llaves parecía estar esperando la pregunta.

—Dieciséis años —respondió con serenidad.

—Han pasado veintidós años, ¿verdad?

—Veinticuatro. Fue en 1917.

—Siempre fuiste una de las preferidas de mi padre, ya lo sabes.

En el horno, el relleno del pastel comenzó a bullir dentro de la masa. La antigua ama de llaves se irguió y dejó escapar un suspiro.

—Fue bueno conmigo —dijo lenta y pausadamente.

—Y debes saber que Percy y yo sentimos un gran cariño por ti.

Lucy había terminado de empaquetar los huevos. Permaneció en su sitio, se cruzó de brazos y respondió con gentileza:

—Es muy amable por su parte, señorita Saffy, e innecesario.

—Si alguna vez cambias de idea, cuando las cosas se hayan normalizado, si decides que desearías regresar de un modo más oficial…

—No —dijo Lucy—. No, gracias.

—Te he molestado —replicó Saffy—. Lo siento, Lucy, querida. No habría debido decir ni una palabra, pero no quería que tuvieras una idea equivocada de las cosas. Percy no lo hace con intención. Es simplemente su modo de comportarse.

—De verdad, no es necesario…

—No le gustan los cambios. Jamás le han gustado. Casi se muere de tristeza cuando de pequeña tuvo escarlatina y la enviaron al hospital —explicó Saffy, tratando débilmente de aligerar el ambiente—. A veces creo que sería feliz si nos quedáramos las tres hermanas juntas aquí en Milderhurst para siempre. ¿Te lo imaginas? ¿Las tres ancianas con el pelo tan blanco y largo que podríamos sentarnos sobre él?

—Supongo que la señorita Juniper no estaría de acuerdo.

—En absoluto.

Tampoco Saffy. Tuvo la repentina urgencia de hablarle a Lucy sobre el pequeño apartamento de Londres, el escritorio junto a la ventana, la radio en la repisa. Pero se contuvo, no era el momento indicado. En cambio, dijo:

—De cualquier modo, nos apenó tu marcha, después de tantos años.

—Fue la guerra, señorita Saffy, debía ayudar de alguna manera; y luego la muerte de mi madre y Harry…

Saffy la interrumpió con un gesto.

—No tienes que darme explicaciones; lo comprendo perfectamente. Asuntos del corazón y demás. Cada uno tiene que afrontar su vida, Lucy, especialmente en una época como esta. La guerra hace que comprendamos qué es realmente importante, ¿verdad?

—Debería ponerme en marcha.

—Sí. Está bien. Y nos volveremos a ver pronto. La semana que viene podríamos preparar encurtidos para la subasta. Mis calabacines…

—No —dijo Lucy con cierta rigidez—. Otra vez no. No tenía que haber venido hoy, pero me pareció que la tarea la superaba.

—Pero, Lucy…

—Por favor, no vuelva a pedírmelo, Saffy. No es correcto.

Saffy no supo qué decir. Fuera se oyó una nueva ráfaga de viento y el estrépito de un trueno lejano. Lucy cogió el paquete de huevos.

—Tengo que marcharme —dijo, con más amabilidad esta vez, lo cual de algún modo fue peor y llevó a Saffy al borde de las lágrimas—. Iré a buscar las muñecas, le echaré un vistazo al vestido de Juniper y me iré —anunció, y salió de la cocina.

La puerta se cerró. Saffy, otra vez a solas en la cocina cargada de vapor, sostenía el cuenco de pescado triturado mientras se devanaba los sesos tratando de comprender qué había sucedido para que su amiga la abandonara.