29 de octubre de 1941
Con toda certeza, no habría luna esa noche. El cielo era una turbia masa de grises, blancos y amarillos mezclados, víctimas de la paleta de un pintor. Percy pasó la lengua por el papel, unió los bordes e hizo girar el cigarrillo entre sus dedos para sellarlo. Un avión zumbó sobre su cabeza, uno de los suyos, un avión de reconocimiento que se dirigía al sur, a la costa. Cumplía con su deber, aunque no hubiera nada de lo que informar en una noche como aquella.
Con la espalda apoyada en la furgoneta, Percy siguió su trayectoria, entrecerrando los ojos a medida que el insecto pardo se hacía cada vez más pequeño. El resplandor le hizo bostezar, y se frotó los ojos hasta sentir un agradable ardor. Cuando volvió a abrirlos, el avión había desaparecido.
—¡Eh! No te atrevas a manchar mi capó y mis parachoques recién abrillantados.
Percy se volvió y apoyó el codo en el techo de la furgoneta. Era Dot, que corría sonriente desde la puerta de la estación.
—Deberías darme las gracias, así no te aburrirás durante el próximo turno —le respondió.
—Es cierto. De lo contrario, el oficial me hará lavar los paños de la cocina.
—O enseñarles otra ronda de estiramientos a los guardias. ¿Qué podría ser mejor? —comentó Percy, enarcando una ceja.
—Remendar las cortinas oscuras, por ejemplo.
—¡Qué horror! —exclamó Percy con asco.
—Si te quedas por aquí un rato, tendrás una aguja en la mano —advirtió Dot, acercándose a Percy—. No hay mucho más que hacer.
—¿Alguna novedad?
—Los muchachos de la RAF creen que el horizonte estará despejado esta noche.
—Lo suponía.
—No solo por el tiempo. El oficial dice que los boches están demasiado ocupados marchando hacia Moscú como para preocuparse por nosotros.
—Estúpidos —dijo Percy, mirando su cigarrillo—, el invierno se acerca más rápido que ellos.
—¿Planeas quedarte a molestar, esperando que Jerry se desoriente y deje caer algo por aquí?
—Lo he considerado —dijo Percy, mientras guardaba el cigarrillo en el bolsillo y se colgaba el bolso al hombro—. Pero he decidido que no. Ni siquiera una invasión podría mantenerme aquí esta noche.
Dot abrió mucho los ojos.
—¿Qué sucede? ¿Algún chico agraciado te ha invitado a bailar?
—Lamentablemente no. Pero de todas formas tengo buenas noticias.
Llegó el autobús. Mientras subía, Percy tuvo que gritar para hacerse oír por encima del ruido del motor.
—Mi hermanita llega a casa esta noche.
* * *
A Percy le disgustaba la guerra tanto como a cualquier otra persona —de hecho, había tenido sobradas ocasiones de presenciar sus horrores—, y por ese motivo jamás admitió en público la extraña desilusión que sintió cuando cesaron los ataques nocturnos. Sabía que era realmente absurdo echar en falta un periodo tan abyecto, peligroso y destructivo. Cualquier sentimiento distinto de un cauteloso optimismo era casi sacrílego y, sin embargo, un terrible malhumor la había mantenido insomne los últimos meses, con los oídos atentos al silencioso cielo nocturno.
Si algo la enorgullecía era su habilidad para afrontar cualquier situación con pragmatismo —alguien tenía que hacerlo— y había decidido llegar al fondo de las cosas. Encontrar la manera de detener el reloj que funcionaba en su interior. Durante semanas, esforzándose por no revelar su estado de ánimo, Percy analizó su situación, examinó sus sentimientos desde todos los ángulos, y llegó a la conclusión de que estaba completamente loca.
Era previsible, la locura era una especie de condición familiar, al igual que el talento artístico y las largas extremidades. Percy había tenido la esperanza de evitarla, pero allí estaba. La herencia era ineludible. Y si era sincera, ¿no había sabido siempre que era solo una cuestión de tiempo, que con seguridad su trastorno se manifestaría?
Por supuesto, el culpable era su padre. En particular, las historias terroríficas que les contaba cuando eran tan pequeñas que aún podía alzarlas para que se acurrucaran en su regazo. Historias sobre el pasado de la familia y la parcela de tierra que se había convertido en Milderhurst, que a partir de un páramo había prosperado, que a lo largo de siglos de haber sido labrada, regada y cultivada se había convertido en leyenda. Historias sobre edificios incendiados y reconstruidos, derrumbados y saqueados, alabados y olvidados. Sobre quienes, antes que ellos, habitaron el castillo. Relatos de conquista y de gloria que cubrían el suelo de Inglaterra, y el de su amado hogar.
En manos de un escritor la historia era una fuerza poderosa. Cuando tenía entre ocho y nueve años, durante el verano que siguió a la marcha de su padre para combatir en la Gran Guerra, Percy imaginó vívidamente a los invasores irrumpiendo en los campos de su propiedad. Convenció a Saffy de que debían construir fuertes en el bosque Cardarker, acumular armas, decapitar los árboles jóvenes que no le agradaban. De ese modo, practicaron para estar listas cuando llegara el momento de defender el castillo y sus alrededores de las hordas invasoras.
Traqueteando, el autobús giró en una esquina. Percy puso los ojos en blanco al recordar su ocurrencia. Por supuesto, absurda e infantil. Pero ¿podía resonar aún en la cabeza de una mujer adulta? Era realmente muy triste. Con un bufido expresó su rechazo y se dio la espalda a sí misma.
El viaje se hacía más largo de lo habitual. A ese paso, sería afortunada si llegaba a casa para los postres. Las nubes de tormenta se amontonaban, la oscuridad amenazaba con caer sobre ellos en cualquier momento. El autobús, prácticamente sin faros delanteros, se detuvo en el arcén. Percy miró su reloj: ya eran las cuatro y media. Esperaban a Juniper a las seis y media, el joven llegaría a las siete. Ella había prometido estar de vuelta a las cuatro. Sin duda el muchacho del Servicio de Prevención de Ataques Aéreos había actuado de manera correcta al detener el autobús para una inspección, pero precisamente esa noche Percy tenía mejores cosas que hacer. Aportar tranquilidad a los preparativos en Milderhurst, por ejemplo.
Era poco probable que Saffy no hubiera llegado al borde del colapso durante el día. Nadie podía igualar su entusiasmo ante semejante ocasión. Desde que Juniper las informó de que un misterioso invitado acudiría a casa, «el evento» —como lo denominaron a partir de entonces— mereció la completa dedicación de Seraphina Blythe. En algún momento se había considerado la posibilidad de desempaquetar las tarjetas grabadas con el escudo de la abuela para señalar los respectivos sitios en la mesa, pero Percy había sugerido que tratándose de una reunión de cuatro personas, tres de las cuales eran hermanas, era innecesario.
De pronto sintió que le tocaban el antebrazo. La ancianita sentada a su lado, con una lata en la mano, la invitaba a una galleta.
—Es una receta mía —dijo con voz aguda y brillante—. Nada de mantequilla, pero me atrevo a decir que no están mal.
—Oh, no, gracias. No debo. Guárdelas para usted.
—Adelante —insistió la anciana, haciendo repiquetear la lata más cerca de la nariz de Percy, mientras hacía un gesto de aprobación ante su uniforme.
—De acuerdo. —Percy tomó una galleta y le dio un mordisco—. Deliciosa —dijo, añorando en silencio los gloriosos días en que no faltaba la mantequilla.
—¿De modo que estás en el Cuerpo de Enfermeras Voluntarias?
—Conduzco una ambulancia. Es decir, lo hice durante los bombardeos. Después pasé la mayor parte del tiempo limpiándola.
—Ya encontrarás otro modo de ayudar, no te quepa duda. No hay manera de detener a los jóvenes. —De pronto una idea iluminó la mirada de la anciana—. Pero, claro, ¡deberías unirte a alguno de esos grupos de costura! Mi nieta pertenece a las zurcidoras de Cranbrook, y esas niñas hacen un trabajo excelente.
Prescindiendo del hilo y la aguja, no era mala idea, Percy tuvo que admitirlo. Debía volcar su energía en alguna actividad, convertirse en chófer de algún funcionario del gobierno, aprender a desactivar bombas, pilotar un avión, asesorar en rescates. Algo. Tal vez así lograra aplacar su terrible agitación. Aunque detestara admitirlo, Percy comenzaba a sospechar que Saffy siempre había hecho lo correcto: reparar. Carecía de talento para crear, pero tenía la costumbre de restaurar y nada la hacía tan feliz como sentirse útil parcheando agujeros. Una idea absolutamente deprimente.
El autobús giró pesadamente en una esquina y al fin apareció el pueblo. Mientras se acercaba, Percy miraba su bicicleta, apoyada en un viejo roble junto a correos; allí la había dejado por la mañana.
Agradeció de nuevo la galleta, prometió solemnemente acudir al grupo de costura local y bajó del autobús. Agitó la mano para despedirse de la anciana, que ya se alejaba hacia Cranbrook.
El viento había comenzado a soplar cuando salieron de Folkestone. Percy metió las manos en los bolsillos de su pantalón, sonriendo a las adustas señoritas Blethem, que —cargando sus bolsas de red con la compra— suspiraron al unísono antes de inclinar la cabeza a modo de saludo y emprender presurosas el regreso a casa. Dos años de guerra, y para algunas personas una mujer que llevaba pantalón todavía anunciaba el Apocalipsis; las atrocidades del mundo no tenían importancia. Percy se sintió reanimada, y se preguntó si era incorrecto que su uniforme le gustara aún más por el efecto que causaba en todas las señoritas Blethem del mundo.
A pesar de la hora, era muy probable que el señor Potts no hubiera entregado la correspondencia en el castillo. Pocos hombres en el pueblo —y en el país, suponía Percy— habían asumido el papel de guardia local con tanto ímpetu como él. Ponía tal empeño en proteger a la nación que los lugareños se sentían ignorados si al menos una vez al mes no les pedía que se identificaran. El señor Potts parecía considerar desafortunado pero necesario el hecho de que su exceso de celo dejara al pueblo sin un servicio postal eficiente.
La campanilla de la puerta tintineó cuando Percy hizo su entrada. La señora Potts alzó rápidamente la vista desde una pila de papeles y sobres. Sus gestos se asemejaban a los de un conejo pillado por sorpresa en una huerta, y sobre todo más aún porque lanzó un leve bufido por la nariz. A Percy le hizo gracia, pero logró ocultarlo tras un gesto severo; al fin y al cabo, era su especialidad.
—Vaya, vaya, es la señorita Blythe —dijo la mujer del cartero, recomponiéndose con la rapidez de quien está habituado a ser ligeramente engañoso.
—Buenas tardes, señora Potts. ¿Tiene algo para mí?
—Echaré un vistazo.
La idea de que la señora Potts no supiera al detalle qué cartas se habían recibido y enviado ese día era simplemente cómica, pero Percy le siguió la corriente.
—Gracias —dijo, mientras la esposa del cartero se dirigía a las cajas del escritorio trasero.
Después de una búsqueda afanosa, la señora Potts tomó un puñado de sobres y los agitó en el aire.
—Aquí están —anunció, antes de regresar triunfante al mostrador—. Un paquete para la señorita Juniper, al parecer, de nuestra joven londinense. Seguramente la pequeña Meredith está contenta, otra vez en casa. —Percy asintió con impaciencia. La señora Potts continuó—: Una carta manuscrita para usted y otra para la señorita Saffy, mecanografiada.
—Excelente. No tardaremos mucho tiempo en leerlas.
La señora Potts alineó cuidadosamente las cartas sobre el mostrador, sin soltarlas.
—Espero que todo vaya bien en el castillo —dijo, con una emoción algo excesiva tratándose de un comentario tan inocuo.
—Muy bien, gracias. Ahora, si me disculpa…
—De hecho, he oído que pronto tendré que felicitarla.
Percy lanzó un suspiro exasperado.
—¿Por qué?
—Por la boda —dijo la señora Potts de esa manera irritante que había perfeccionado: alardeaba de su conocimiento mal adquirido a la vez que indagaba con avidez en busca de más datos—. En el castillo —añadió.
—Se lo agradezco, señora Potts, pero desgraciadamente no estoy más comprometida que ayer.
La mujer del cartero permaneció inmóvil un instante, antes de echarse a reír a carcajadas.
—¡Oh! ¡Vaya ocurrencia, señorita Blythe! No más comprometida que ayer, lo tendré en cuenta. —Luego se recompuso, cogiendo del bolsillo de su falda un pañuelo de encaje para darse unos toquecitos debajo de los ojos—. Pero, por supuesto —dijo entre hipidos—, no me refería a usted.
Percy fingió sorpresa.
—Ah, ¿no?
—Oh, no, por Dios, tampoco a la señorita Saffy. Ya sé que ninguna de las dos tiene planes de abandonarnos, benditas sean —declaró y secó sus pómulos una vez más—. Me refería a la señorita Juniper.
Percy no pudo ignorar el modo en que el nombre de su hermana pequeña crepitaba en boca de aquella cotilla. El sonido estaba cargado de electricidad, y la señora Potts era un material conductor nato. A la gente siempre le había gustado hablar sobre Juniper, desde que era pequeña. Ella no había intentado evitarlo; una niña que acostumbraba a perder el conocimiento en momentos de emoción tendía a hacer que los demás bajaran la voz y murmuraran sobre maldiciones y bendiciones. Durante su infancia, en el pueblo, cualquier hecho extraño o incomprensible —la curiosa desaparición de la ropa para lavar de la señora Fleming, la consiguiente aparición del espantapájaros del granjero Jacob en calzones o una epidemia de paperas— hacía que los rumores del lugar se dirigieran a Juniper como las abejas a la miel.
—La señorita Juniper y cierto joven que conoció en Londres —insistió la señora Potts—. He oído que se han hecho grandes preparativos en el castillo.
La idea era absurda. El destino de Juniper no era el matrimonio: solo la poesía hacía palpitar su corazón. Percy consideró la posibilidad de divertirse un poco con la ávida curiosidad de la señora Potts, pero se lo pensó mejor cuando miró el reloj. Fue una decisión sensata: lo último que necesitaba era embarcarse en una discusión sobre la marcha de Juniper a Londres. Además, corría el riesgo de revelar involuntariamente el trastorno que la huida de su hermana había ocasionado en el castillo. Su orgullo jamás le permitiría hacer algo semejante.
—Es cierto que tendremos un invitado para la cena, señora Potts, pero, aunque es un hombre, no es el pretendiente de nadie. Simplemente un conocido de Londres.
—¿Un conocido?
—Eso es todo.
La señora Potts entrecerró los ojos.
—Entonces, ¿no habrá boda?
—No.
—Pero sé de buena fuente que ha habido una proposición de matrimonio y que ha sido aceptada.
No era ningún secreto que la «buena fuente» de la señora Potts era el resultado de un cuidadoso examen de las cartas y las llamadas telefónicas, cuyos detalles se comparaban después con un amplio catálogo de chismes locales. Aunque Percy no la creía capaz de abrir los sobres con vapor antes de enviarlos a sus destinatarios, en el pueblo había quienes lo sospechaban. En este caso, era escaso el correo que se podía hurgar (además, no pertenecía a la categoría capaz de entusiasmar a la señora Potts, dado que Meredith era la única que se carteaba con Juniper), y por otra parte el rumor no era cierto.
—Supongo que si así fuera lo sabría, señora Potts. Le aseguro que no es más que una cena.
—¿Una cena especial?
—¿Acaso no lo son todas en épocas como esta? —preguntó Percy en tono jovial—. Nunca se sabe, cualquiera podría ser la última —sentenció, y arrebató las cartas de la mano de la señora Potts. Al hacerlo vio los frascos de cristal tallado que en otro tiempo estaban sobre el mostrador. Ya no quedaban los caramelos ácidos de antaño, ni los escoceses de crema de leche, pero en la base de uno de los frascos se había solidificado un puñado de rocas de Edimburgo[3]. Percy los detestaba, pero eran los preferidos de Juniper—. Me llevaré esos caramelos.
Desilusionada, la señora Potts despegó la masa confitada del fondo del frasco y la puso en una bolsa de papel.
—Son seis peniques.
—Vaya, señora Potts —comentó su cliente, examinando la pequeña bolsa pegajosa—, si no fuéramos tan amigas, creería que me está timando.
La indignación se extendió por el rostro de la esposa del cartero mientras balbuceaba en su defensa.
—Estoy bromeando, por supuesto —dijo Percy, y entregó el dinero a la señora Potts. Guardó las cartas y los caramelos en su bolso y le dedicó una breve sonrisa—. Que tenga buen día. Le diré a Juniper que desea conocer sus planes, aunque sospecho que cuando haya algo que contar usted será la primera en enterarse.