Dime que vendrás al baile

El vestido de Juniper era una maravilla, como los que suelen verse en películas sobre la puesta de largo de las jóvenes adineradas de la preguerra o perdidos en las estanterías de una tienda de segunda mano de cierta categoría. Era de organza rosa pálido, o lo había sido en algún momento, antes de sucumbir víctima del tiempo y el polvo. Varias capas de tul cubrían la falda, que se ampliaba a medida que se alejaba de la cintura, lo suficiente para que a su paso el borde rozara la pared.

Durante un rato que me pareció una eternidad permanecimos la una frente a la otra en el corredor. Por fin Juniper se movió. Lentamente. Llevaba las manos apoyadas en la falda, hasta que levantó poco a poco una de ellas, con un delicado movimiento de la palma, como si desde el techo alguien moviera un hilo invisible sujeto a su muñeca.

—Hola, soy Edie. Edie Burchill. Nos conocimos antes, en el salón amarillo —saludé, tratando de ser amable.

Ella pestañeó, inclinó la cabeza hacia un lado. El cabello plateado, largo y liso, cayó sobre un hombro; dos peinetas decoradas sujetaban, con cierto descuido, los mechones de la frente. La piel extrañamente translúcida, la esbelta figura, el vestido elegante creaban la ilusión de ver a una adolescente, una joven desgarbada, aunque no tímida, en absoluto: mientras se aproximaba hacia la franja iluminada, su expresión era inquisitiva, curiosa.

También yo sentí curiosidad, porque Juniper debía de tener unos setenta años y aun así su rostro estaba milagrosamente liso. Era imposible, claro; las mujeres de setenta no tienen el rostro sin arrugas y ella no era la excepción —en nuestros siguientes encuentros lo comprobaría—, pero tenía ese aspecto bajo aquella luz, con aquel vestido, gracias a algún artilugio, a un extraño hechizo. Pálida y sin arrugas, iridiscente como una perla, a salvo del paso de los años que habían dejado huella en sus hermanas. Y a pesar de todo, no era intemporal. Había en ella algo inconfundiblemente antiguo, un aspecto que remitía evidentemente al pasado, como una antigua fotografía que se observa a través del papel translúcido que la protege, en uno de esos álbumes de páginas color sepia. De nuevo apareció la imagen de las flores primaverales que las muchachas victorianas guardaban en sus libros. Hermosas, muertas de la manera más bella, transportadas a otra estación, otro espacio, otra época.

Entonces la quimera habló, y la confusión aumentó:

—Es hora de cenar. ¿Quieres acompañarme? —invitó una voz etérea y aguda que me erizó los cabellos de la nuca.

Negué con la cabeza, tosiendo para aclarar la garganta.

—No, gracias. Tengo que regresar a casa. —Mi voz no era la habitual y mi cuerpo estaba rígido; me atrevo a decir que era producto del miedo.

Juniper parecía ignorar mi incomodidad.

—Tengo un vestido nuevo —dijo, agitando la falda. La primera capa de organza se elevó un poco a los lados, pálida y grisácea como las alas de una polilla—. En realidad, no es nuevo. Pertenecía a mi madre.

—Es precioso.

—No creo que la hayas conocido.

—¿A tu madre? No.

—Oh, era verdaderamente encantadora. Apenas una niña cuando murió. Este es su vestido —dijo Juniper. Tímida, coqueta, giró, pestañeando mientras me miraba de reojo. La mirada vidriosa se había desvanecido; en su lugar vi unos penetrantes ojos azules, sagaces, los ojos de aquella niña inteligente de la fotografía a quien habían molestado mientras jugaba sola en los peldaños del jardín—. ¿Te gusta?

—Sí. Mucho.

—Saffy lo arregló para mí. Es maravillosa con la máquina de coser. Si le muestras una fotografía de lo que quieres, puede hacerlo, incluso los últimos diseños de París que aparecen en Vogue. Ha estado trabajando en mi vestido durante semanas, pero es un secreto. Percy no estaría de acuerdo, debido a la guerra, y debido a que es Percy, pero sé que no le dirás nada. —Entonces sonrió de un modo tan enigmático que me dejó sin aliento.

—No diré una palabra.

Por un instante permanecimos inmóviles, observándonos. Mi temor había desaparecido. Había sido una reacción infundada, instintiva, y su recuerdo me avergonzaba. Al fin y al cabo, ¿qué podía temer? Aquella mujer extraviada era Juniper Blythe, la misma persona que una vez había elegido a mi madre entre un puñado de niños asustados, que le había ofrecido una casa cuando las bombas caían sobre Londres, que jamás había dejado de esperar y soñar el regreso de su antiguo amor.

Mientras la observaba, noté que alzaba la barbilla y suspiraba, pensativa. Al parecer, también ella había llegado a una conclusión. Sonreí. Mi actitud pareció darle ánimo. Se irguió y reanudó la marcha hacia mí con paso lento pero decidido, con un andar felino: cada movimiento estaba impregnado de una elástica combinación de cautela y confianza, una indolencia que disimulaba la intención subyacente.

Juniper se detuvo muy cerca de mí. Su vestido olía a naftalina. Su aliento, a tabaco. Sus ojos buscaron los míos, su voz fue un murmullo:

—¿Puedes guardar un secreto?

Asentí. Ella sonrió. Los dientes separados le daban un aspecto increíblemente infantil. Como si fuéramos dos amigas en el patio de la escuela, tomó mis manos entre sus palmas suaves y frescas.

—Tengo un secreto que no debería contarle a nadie.

—Te escucho.

Como una niña, ahuecó la mano y se acercó aún más, para apoyarla en mi oreja. Su aliento me hizo cosquillas.

—Tengo un novio.

Cuando volvió a alejarse, sus viejos labios tenían una expresión jovial y libidinosa que era grotesca, triste y hermosa al mismo tiempo.

—Se llama Tom, Thomas Cavill, y me ha pedido que me case con él.

Sentí una profunda tristeza, casi intolerable, al comprender que estaba detenida en el momento de su mayor desilusión. Deseé que Percy regresara para dar por terminado ese diálogo.

—¿Me prometes que no dirás una palabra?

—Te lo prometo.

—Le he dicho que sí pero, shhh…, mis hermanas no lo saben aún —confesó, y se llevó un dedo a los sonrientes labios—. Vendrá a cenar. Anunciaremos nuestro compromiso —reveló. Sonrió otra vez, enseñando sus dientes de anciana en el rostro empolvado.

Entonces noté que llevaba algo en el dedo. No era un verdadero anillo, sino una vulgar copia, plateado pero sin brillo ni forma, semejante a un papel de aluminio arrollado.

—Y luego bailaremos, bailaremos, bailaremos…

Juniper comenzó a balancearse, tarareando una melodía que tal vez sonaba en su cabeza. La misma que había oído antes, flotando en los oscuros recovecos de los pasillos. Tenía el nombre en la punta de la lengua, pero no podía recordarlo. La grabación ya había terminado, pero Juniper seguía oyéndola, con los ojos cerrados y las mejillas sonrosadas, con la ilusión propia de una muchacha.

En una ocasión edité un libro escrito por dos ancianos que relataban su vida en pareja. La mujer sufría de Alzheimer, aunque no había entrado todavía en la angustiosa debacle final, y habían decidido poner por escrito sus recuerdos antes de que se desvanecieran como las descoloridas hojas de un árbol en otoño.

El proyecto se completó en seis meses, durante los cuales observé cómo aquella anciana se deslizaba sin remedio del olvido al vacío. Su marido se convirtió en «ese hombre de allí», y la graciosa, vibrante y elocuente dama que discutía, sonreía y participaba se sumió en el silencio.

Ya había visto la demencia; esto era diferente. Juniper no vivía en el vacío y no había olvidado. Aunque era evidente que no todo marchaba bien. Todas las ancianas que he conocido me han dicho, en algún momento, y con diversos grados de conocimiento, que en su interior aún tienen dieciocho años. Pero no es cierto. Yo solo tengo treinta y ya lo sé. El paso del tiempo deja huellas ineludibles. La fantástica, invencible sensación de la juventud se evapora y llega la carga de la responsabilidad.

No obstante, no era el caso de Juniper. Ignoraba de verdad que ya no era joven. En su mente la guerra aún no había terminado y, a juzgar por el modo en que se balanceaba, tampoco se habían agotado sus hormonas. Era una combinación sumamente extraña, joven y anciana, bella y grotesca, ayer y hoy. El efecto me desconcertaba, me inquietaba, y de pronto sentí una súbita oleada de repulsión, seguida por una profunda vergüenza ante un sentimiento tan cruel.

Juniper aferró mis muñecas.

—¡Claro! —exclamó con los ojos muy abiertos, y atrapó una risita en una red de pálidos y finos dedos—. Tú sabes quién es Tom. Si no fuera por ti, ¡jamás lo habría conocido!

Mi respuesta, cualquiera que fuese, se diluyó, porque todos los relojes del castillo comenzaron a dar la hora. En una extraordinaria sinfonía, se hablaban a través de las salas mientras marcaban el paso del tiempo. Sentí las campanadas en el cuerpo, el efecto se expandía por mi piel, rápido, frío, sumamente perturbador.

—Juniper, tengo que marcharme —dije cuando el ruido cesó. Mi voz era ronca.

Oí un débil sonido a mis espaldas. Eché una mirada por encima del hombro, con la esperanza de que Percy hubiera regresado.

—¿Tienes que marcharte? Pero si acabas de llegar… —respondió Juniper, desanimada—. ¿Adónde?

—Debo regresar a Londres.

—¿Londres?

—Vivo allí.

—Londres. —En su rostro se produjo un cambio repentino como una nube de tormenta, e igualmente oscuro. Juniper se acercó a mí, aferró mi brazo con sorprendente energía, y solo entonces pude ver en su pálida muñeca la red de cicatrices brillantes por el paso del tiempo—. Llévame contigo —pidió.

—No puedo.

—Es la única manera. Iremos a buscar a Tom. Tiene que estar allí, en su apartamento, sentado en el alféizar de la ventana.

—Juniper…

—Dijiste que me ayudarías —me reprochó en un tono odioso—. ¿Por qué no me ayudaste?

—Lo siento, no…

—Creí que eras mi amiga, dijiste que me ayudarías. ¿Por qué no viniste?

—Juniper, creo que me confundes…

—Oh, Meredith —suspiró ella—, he hecho algo terrible.

Meredith. Al instante mi estómago se dio la vuelta como un guante de goma.

Oí pasos apresurados. Vi al perro y, detrás de él, a Saffy.

—¡Juniper! Oh, June, estás aquí. —La hermana lanzó un suspiro de alivio mientras la abrazaba suavemente. Luego se apartó un poco para observar su rostro—. ¿Por qué te fuiste? Te he buscado por todas partes, querida, no sabía dónde te habías metido.

Juniper temblaba. Supongo que yo también. Meredith… El nombre resonaba en mis oídos, agudo e insistente como el zumbido de un mosquito. Me dije que era una coincidencia, desvaríos de una triste y demente anciana, pero no soy buena mintiendo y no logro engañarme a mí misma.

Mientras Saffy apartaba los mechones que caían sobre la frente de Juniper, llegó Percy. Al ver la escena se detuvo bruscamente, apoyándose en el bastón. Las gemelas intercambiaron una mirada similar a la que había observado antes en el salón amarillo. Esta vez, sin embargo, fue Saffy quien habló. Había logrado deshacer el nudo de los brazos de Juniper y aferraba las manos de su hermana pequeña.

—Gracias por quedarse junto a ella, Edith —me dijo con voz temblorosa—. Ha sido muy amable por su parte.

—E-dith —repitió Juniper sin mirarme.

—A veces se confunde y empieza a deambular. Nosotras la vigilamos de cerca, pero… —Saffy sacudió la cabeza para expresar que era imposible adivinar siempre sus intenciones.

Asentí, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para responder. Meredith. El nombre de mi madre. Mis ideas se arremolinaban, retrocedían en el tiempo buscando en los últimos meses alguna explicación, hasta que finalmente acudieron en tropel a la casa de mis padres. Una fría tarde de febrero, un pollo sin asar, la llegada de una carta que había hecho llorar a mi madre.

—E-dith —dijo Juniper otra vez—. E-dith, E-dith…

—Sí, querida, ella es Edith, ¿verdad? Ha venido a visitarnos —explicó Saffy.

Entonces supe lo que había sospechado desde un principio. Mi madre había mentido cuando dijo que el mensaje de Juniper no era más que un saludo, al igual que había mentido sobre nuestra visita a Milderhurst. Pero ¿por qué? ¿Qué había sucedido entre mi madre y Juniper Blythe? Si creía en las palabras de Juniper, mi madre había faltado a una promesa en relación con su prometido, Thomas Cavill. Si así fuera, si la verdad era tan horrenda como sugería Juniper, la carta debía de contener una acusación. ¿Era eso? ¿La culpa había hecho llorar a mi madre?

Por primera vez desde mi llegada a Milderhurst ansiaba librarme de esa casa y su antigua tristeza, ver el sol, sentir el viento en la cara, oler algo que no fuera barro rancio y naftalina. Deseaba estar a solas con ese nuevo enigma para comenzar a descifrarlo.

—Espero que no la haya ofendido —comenzó a decir Saffy; la oía a través de mis propios pensamientos, su voz parecía llegar de lejos, atravesando una pesada puerta—. No se preocupe por nada de lo que haya dicho. Suele hablar de cosas extrañas, sin sentido.

Su voz se apagó. La siguió un silencio incómodo. Me observaba, sus ojos expresaban sentimientos inconfesables, no solo preocupación. Oculto en su rostro había algo más, especialmente cuando miró de nuevo a Percy. Comprendí que era miedo. Estaban asustadas, las dos.

Observé a Juniper, escondida detrás de sus brazos cruzados. ¿Acaso imaginé que estaba muy quieta, que escuchaba con atención, que esperaba conocer mi respuesta?

Esbocé una sonrisa, con la vana esperanza de que pareciera espontánea.

—No ha dicho nada —aseguré, encogiéndome de hombros para reforzar mis palabras—. Estaba admirando su vestido.

El alivio de las gemelas pareció mover el aire circundante. La expresión de Juniper no se alteró. Me embargó una extraña y creciente sensación, la vaga conciencia de haber cometido un error. Tendría que haber sido sincera, decir lo que Juniper me había contado, explicar el motivo de su inquietud. Pero como hasta ese momento había callado sobre mi madre y su evacuación, no encontraba las palabras adecuadas.

—Marilyn Bird ha llegado —dijo secamente Percy.

—Oh, las cosas suelen suceder de manera imprevista —dijo Saffy.

—La llevará de vuelta a la granja. Nos dijo que tenía un compromiso en Londres.

—Así es —respondí, dando gracias a Dios en silencio.

—Qué pena —dijo Saffy. Con un enorme esfuerzo y, tal vez gracias a largos años de práctica, lograba sonar absolutamente tranquila—. Nos habría gustado invitarla a tomar el té. Tenemos muy pocas visitas.

—La próxima vez —dijo Percy.

—Sí —convino Saffy—. Será la próxima vez.

No supe qué decir.

—Gracias, una vez más, por el paseo —fue todo lo que se me ocurrió.

Y mientras Percy me guiaba por un misterioso camino en dirección a la señora Bird y la ansiada normalidad, Saffy y Juniper partieron en dirección opuesta haciendo oír sus voces a lo largo de la fría piedra.

—Lo siento, Saffy, lo siento. Olvidé que… —Las palabras dieron paso a los sollozos, a un llanto tan desconsolado que quise taparme los oídos.

—Vamos, querida, no tienes por qué preocuparte.

—He hecho algo terrible, Saffy. Terrible.

—Tonterías, querida, olvídalo. Ahora tomaremos el té.

La paciencia, la amabilidad en la voz de Saffy me oprimieron el pecho. Comprendí que Percy y ella habían pasado cantidad de años diciéndole frases tranquilizadoras, tratando de despejar la frente de su anciana hermana con el mismo juicioso cuidado que un padre dispensa a su hijo, aunque sin la esperanza de que la carga se alivie algún día.

—Te cambiaremos el vestido y tomaremos el té. Tú, Percy y yo. Las cosas siempre se ven mejor después de una buena taza de té, ¿verdad?

* * *

La señora Bird aguardaba bajo el techo abovedado, a la entrada del castillo. Se deshizo en disculpas. Ofreció sus aduladoras excusas a Percy Blythe; gesticulando demasiado, arremetía contra los pobres vecinos que la habían retrasado.

—No tiene importancia, señora Bird —dijo Percy, con el mismo tono imperioso que una institutriz victoriana habría dedicado a un niño agotador—. Para mí ha sido un placer guiar a Edith.

—Por supuesto. En honor a los viejos tiempos. Sin duda es maravilloso para usted…

—Así es.

—Es una pena que ya no se hagan visitas. Es comprensible, claro, y es digno de elogio que usted y Saffy las mantuvieran tanto tiempo, especialmente con todo lo que…

—Es cierto —la interrumpió Percy Blythe. De pronto se irguió y comprendí que la señora Bird no le agradaba—. Ahora tendrán que disculparme —dijo, e inclinó la cabeza en dirección a la puerta abierta, a través de la cual el mundo exterior me pareció más luminoso, más ruidoso, más veloz que antes de entrar en el castillo.

—Gracias por enseñarme su hermosa casa —logré decir antes de que desapareciera.

Ella me observó con atención —me dio la sensación de que durante más tiempo del necesario— y luego empezó a caminar por el corredor, golpeando suavemente el suelo con su bastón. Después de dar unos pasos se detuvo y se dio la vuelta. Su silueta apenas era visible en la oscuridad reinante.

—Fue verdaderamente hermosa. Antes.