El Hombre de Barro, el archivo y una puerta cerrada

Seguí a Percy Blythe escalera abajo, a través de corredores oscuros. Llegamos hasta un nivel aparentemente más bajo que el de partida. Como todo edificio que ha perdurado en el tiempo, Milderhurst era una mezcla. Se habían agregado nuevas alas, otras se habían derrumbado, modificado o restaurado. El resultado tenía un efecto desconcertante, especialmente para una persona sin el menor sentido de la orientación. El castillo parecía plegarse sobre sí mismo, como uno de esos dibujos de Escher donde se podrían recorrer las escaleras, describiendo círculos, eternamente, sin llegar jamás al final. No había ventanas —al menos desde que salimos del ático— y reinaba la oscuridad. Habría jurado que en algún momento oí una melodía vagando entre las piedras, romántica, nostálgica, remotamente familiar, pero cuando volvimos a girar por un pasillo ya había desaparecido. Tal vez nunca existió. Lo que no imaginé fue un olor acre, cada vez más intenso a medida que descendíamos, que solo gracias a su completa naturalidad no resultaba desagradable.

Aunque Percy había desestimado la idea de su padre sobre las horas distantes, mientras caminábamos no pude evitar pasar la mano por las frías piedras imaginando las huellas que habría dejado mi madre durante su estancia en Milderhurst. La niña aún caminaba detrás de mí, pero no decía mucho. Consideré la posibilidad de preguntarle a Percy sobre ella, pero habiendo llegado tan lejos sin confesar mi relación con aquel lugar, cualquier cosa que dijera parecería hipócrita. Finalmente, opté por el clásico subterfugio pasivo-agresivo.

—¿El castillo fue requisado durante la guerra?

—No, por Dios. No habría tolerado que lo dañaran, como ocurrió con algunos de los mejores edificios del país —dijo, sacudiendo la cabeza con vehemencia—. No, por fortuna. Lo habría sentido como un dolor en mi propio cuerpo. De todos modos, hicimos nuestra contribución. Yo formé parte del Servicio de Ambulancias durante un tiempo, en Folkestone; Saffy cosía ropa y hacía vendas, tejió miles de bufandas. También albergamos a un evacuado al comienzo de la guerra.

—Oh… —Mi voz tembló ligeramente. Detrás de mí la niña dio un brinco.

—Fue una idea de Juniper. Una niña de Londres. Dios mío, he olvidado su nombre. No tiene importancia. Mis disculpas por el olor de este lugar.

Algo dentro de mí apretó los puños, se apiadó de la niña olvidada.

—Es el barro —continuó Percy—, donde estaba el foso. El agua subterránea sube durante el verano, se filtra por el sótano y trae el olor a pescado putrefacto. Gracias a Dios, por aquí no hay nada de mucho valor, excepto el archivo, y la sala está impermeabilizada, el suelo y las paredes fueron revestidos de cobre y la puerta es de plomo. Nada puede entrar ni salir de allí.

—El archivo. —Un escalofrío me recorrió la espalda—. Tal como en El Hombre de Barro.

El cuarto especial, en las profundidades de la casa del tío, donde se guardan todos los documentos familiares, donde desentierra el viejo diario enmohecido que revela el pasado del Hombre de Barro. La cámara de los secretos en el corazón de la casa.

Percy hizo una pausa, se apoyó en el bastón y se volvió hacia mí.

—Lo ha leído.

No era una pregunta, pero de cualquier modo respondí:

—De pequeña lo adoraba. —Mientras las palabras salían de mi boca, me sentí súbitamente desilusionada por mi incapacidad de expresar adecuadamente mi amor por el libro—. Era mi favorito —añadí, y la frase resonó durante un instante antes de desintegrarse en una nube de polvo, perdiéndose en la oscuridad.

—Fue muy popular —dijo Percy, retomando sus pasos. Con toda seguridad, ya había oído comentarios similares—. Aún lo es. El próximo año se cumplirán setenta y cinco años de su primera publicación.

—¿Cuántos?

—Setenta y cinco años —volvió a decir, mientras abría una puerta y se dirigía hacia una nueva escalera—. Lo recuerdo como si fuera ayer.

—Seguramente fue una gran emoción verlo publicado.

—Nos alegró ver feliz a nuestro padre.

¿Advertí en ese momento una sutil vacilación, o estoy permitiendo que lo ocurrido después afecte a mis primeras impresiones?

En algún sitio un reloj dio la hora y comprendí con una punzada de dolor que se había acabado mi tiempo. Parecía imposible, habría jurado que acababa de llegar, pero el tiempo es algo sumamente escurridizo. La hora entre el desayuno y la partida hacia Milderhurst parecía haber durado una eternidad, pero los breves sesenta minutos que se me había permitido permanecer en el castillo habían pasado como una bandada de pájaros asustados.

Percy Blythe examinó su reloj de pulsera.

—Me he retrasado —dijo ligeramente sorprendida—. Lo siento. El reloj de péndulo adelanta diez minutos, pero de todas formas debemos apresurarnos. La señora Bird vendrá a recogerla puntualmente y nos queda un largo camino hasta el pórtico. Me temo que no tendremos tiempo de ver la torre.

Pronuncié un «¡Oh!», mezcla de grito ahogado y brusca reacción al dolor, pero me recompuse.

—Creo que a la señora Bird no le molestará que me retrase un poco.

—Tenía la impresión de que debía regresar a Londres.

—Sí. Es verdad.

Aunque parezca inimaginable, por un instante realmente lo había olvidado: Herbert, su coche, la reunión en Windsor.

—No tiene importancia —dijo Percy Blythe, apoyándose en el bastón—. Podrá verla la próxima vez. Cuando vuelva a visitarnos.

Evidentemente, daba por sentado que regresaría. En aquel momento, no quise preguntar por qué. En realidad, lo tomé como una respuesta un tanto jocosa y no le concedí demasiada importancia, porque al llegar al final de la escalera me distrajo el sonido de un susurro.

Al igual que el rumor de los caseros, era muy débil, y en un principio pensé que lo estaba imaginando, con toda esa charla sobre horas distantes y personas atrapadas en las piedras. Sin embargo, Percy Blythe también miraba a su alrededor. Y el perro llegó trotando desde un pasillo contiguo.

—Bruno, ¿qué haces por aquí? —exclamó Percy, sorprendida. El animal se detuvo justo detrás de mí y me observó con sus ojos de párpados caídos. Ella se inclinó y comenzó a rascarle detrás de las orejas—. ¿Sabe qué significa lurcher? En la lengua de los gitanos significa «ladrón». ¿No es así, amigo? Un término terriblemente cruel para un muchacho tan bueno como tú. —Percy se incorporó lentamente, con una mano en la espalda—. Estos perros fueron criados originariamente por los gitanos para cazar conejos, liebres y otros animales pequeños. Las razas puras estaban prohibidas para quienes no pertenecían a la nobleza, y el castigo era severo. Era necesario conservar la habilidad para cazar y al mismo tiempo lograr diferentes cruces para que no pareciera una amenaza. Bruno es el perro de mi hermana, de Juniper. Le encantan los animales desde pequeña; y ellos parecen corresponderle. Siempre hemos tenido perros por ella, sobre todo después del trauma. Según dicen, todos necesitamos un ser a quien amar.

Como si comprendiera que era el centro de la conversación y le desagradara, Bruno continuó su camino. A su paso se reanudó el sonido susurrante, de inmediato ahogado por la campanilla de un teléfono cercano.

Percy permaneció inmóvil, escuchando con atención. Parecía esperar que alguien contestara.

El sonido continuó hasta que un silencio desconsolado cayó sobre el eco final.

—Por aquí —indicó Percy, con una pizca de agitación en la voz—. Tomaremos un atajo.

* * *

El corredor estaba oscuro, pero no más que los otros; en realidad, una vez que salimos del sótano, aparecieron tenues franjas de luz en los muros de piedra. Ya habíamos recorrido dos tercios del camino cuando el teléfono comenzó a sonar otra vez.

Esta vez Percy no esperó.

—Lo siento —dijo, visiblemente agitada—. ¿Dónde estará Saffy? Espero una llamada importante. ¿Me disculpa? Es solo un momento.

—Por supuesto.

Percy asintió. Se dirigió hasta al final del corredor, donde giró y se perdió de vista, dejándome a la deriva.

Lo que sucedió a continuación fue culpa de la puerta. La que se encontraba delante de mí, apenas a un metro de distancia. Me encantan las puertas. Todas, sin excepción. Las puertas conducen a cosas nuevas y jamás me he encontrado con una que no quisiera abrir. Aunque si aquella puerta no hubiera sido tan antigua y elegante, si no hubiera estado tan claramente cerrada, si no la hubiera atravesado un haz de luz tan endemoniadamente tentador, que resaltaba la cerradura y su intrigante llave, quizás habría tenido la alternativa de quedarme jugueteando con los pulgares hasta que Percy hubiera regresado a buscarme. Pero no fue así; simplemente, no tuve opción. A veces, basta observar una puerta para saber que hay algo interesante detrás de ella.

El picaporte era negro y brillante, con forma de hueso y frío al tacto. Aunque no podía explicarlo, del otro lado de la puerta parecía emanar una generalizada frialdad.

Aferré con los dedos el picaporte, comencé a girarlo y entonces…

—No entramos ahí.

Debo decir que sentí una náusea difícil de controlar.

Giré sobre mis talones. Aunque la oscuridad me impedía distinguir algo, era evidente que no estaba sola. Alguien, el dueño de la voz, estaba conmigo en el corredor. No era necesario que hablara para percibir su presencia. Oculto en las sombras, algo se movía. El sonido susurrante había regresado también: más alto, más cerca, indudablemente no era mi imaginación, tampoco un ratón.

—Perdón —le dije a la oscuridad—. No…

—No entramos ahí.

Reprimí la oleada de pánico que subía por mi garganta.

—No sabía que…

—Es el salón principal.

Entonces la vi. Desde la fría oscuridad, Juniper Blythe cruzaba lentamente el corredor, acercándose a mí.