Percy Blythe no exageraba. La escalera giraba en torno a su eje una y otra vez; en cada piso se volvía más estrecha y sombría. Cuando temía quedar inmersa en la más completa oscuridad, Percy oprimió un interruptor y se encendió la pálida luz de una bombilla suspendida del techo por una cuerda. Entonces distinguí una barandilla, instalada en algún momento como ayuda en el tramo final. Supongo que en los años cincuenta el metal tubular tenía un tosco aspecto eficaz. De cualquier modo, celebré la iniciativa. La escalera estaba peligrosamente carcomida, ahora podía verlo, y era un alivio tener un punto de apoyo. Por desgracia, la luz también me permitía ver las telarañas. Nadie había subido por esa escalera en mucho tiempo, y las arañas del castillo lo habían notado.
—Por la noche, cuando nos llevaba a la cama, nuestra niñera solía alumbrarse con una vela —comentó Percy, comenzando a subir el último tramo—. La llama resplandecía en las piedras mientras subíamos, y nos cantaba una canción sobre naranjas y limones. Tal vez la conozca:
Aquí llega una vela para iluminar tu pieza.
Aquí llega un hacha para cortar tu cabeza.
La conocía. Una barba gris me rozó el hombro, desatando una oleada de afecto por la sencilla habitación de mi infancia en la casa de mis padres: sin telarañas y con el placentero aroma a desinfectante que dos veces a la semana dejaba mi madre al hacer la limpieza.
—La electricidad llegó a esta casa a mediados de los años treinta y, a pesar de ello, la instalación era de escasa potencia. Nuestro padre no soportaba todos esos cables. Le tenía terror al fuego, algo comprensible considerando lo que había sucedido con nuestra madre. Después del incendio diseñó una serie de simulacros. Tocaba una campana, en el jardín, y con su viejo cronómetro medía el tiempo que nos llevaba bajar mientras gritaba sin cesar que el edificio estaba a punto de derrumbarse. —Percy se echó a reír con su cortante ack-ack, deteniéndose otra vez bruscamente al llegar al último escalón—. Bien —anunció, manteniendo la llave en el ojo de la cerradura un instante, antes de girarla—, continuemos.
Entonces abrió la puerta. Estuve a punto de caer de espaldas, cegada por el repentino raudal de luz. Pestañeé y entrecerré los ojos. Poco a poco, las siluetas se fueron delineando, logré enfocarlas y recuperé la visión.
Después de la travesía, el ático en sí mismo podía parecer un anticlímax. Era bastante simple, no tenía el carácter de un aposento victoriano. De hecho, a diferencia del resto de la casa, donde las habitaciones se habían conservado como si el regreso de sus habitantes fuera inminente, el cuarto de los niños estaba inquietantemente vacío. Parecía recién pintado, incluso encalado. No tenía alfombra, y las dos camas gemelas de hierro estaban desnudas, apoyadas en la pared opuesta, a ambos lados de la chimenea en desuso. Tampoco había cortinas, lo que explicaba el resplandor. La única repisa, bajo una de las ventanas, estaba vacía, sin libros ni juguetes.
Una única repisa bajo la ventana de un ático.
No necesitaba más para maravillarme. Casi podía ver a la niña del prólogo de El Hombre de Barro despertando en medio de la noche, dirigiéndose a la ventana, trepando en silencio a la repisa para observar los terrenos de su familia, soñando con las aventuras que algún día viviría, ignorando el horror que estaba a punto de apoderarse de ella.
—Este ático ha albergado sucesivas generaciones de niños de la familia Blythe —dijo Percy, recorriendo la habitación con la mirada—. Generaciones de niños, todos igualitos.
No hizo referencia a la desolación del cuarto, ni a su lugar en la historia de la literatura, y decidí no presionarla. Desde el mismo momento en que había girado la llave en la cerradura y me había invitado a pasar, parecía deprimida. Tal vez era el efecto que le producía esa habitación o simplemente el hecho de que la luz me permitía ver claramente el paso del tiempo en las líneas de su rostro. De todas formas, me pareció adecuado dejar que la iniciativa fuera suya.
—Le pido disculpas —dijo por fin—, no visitaba este lugar desde hacía tiempo. Todo parece… más pequeño de lo que recordaba.
Podía comprenderlo. Me resultaba difícil acostarme en la cama de mi infancia y comprobar que mis pies no cabían, girar la cabeza y ver el sector del papel pintado en donde una vez había pegado a Blondie, recordar mi nocturna veneración por Debbie Harry. Imposible imaginar la inmensa extrañeza de quien se encuentra en la habitación que le perteneció unos ochenta años antes.
—¿Las tres dormían aquí?
—No, Juniper llegó después. —Percy frunció un poco los labios, como si hubiera probado algo amargo—. Su madre hizo que la instalaran en una habitación contigua a la que utilizaba. Era joven, ajena al modo en que se hacían las cosas. No fue culpa suya.
Una extraña selección de palabras. No estaba segura de haber comprendido.
—Por tradición, en la casa, los niños no podían tener un cuarto propio en los pisos inferiores hasta cumplir trece años. Aunque Saffy y yo nos sentimos muy importantes cuando llegó el momento, debo confesar que eché de menos este ático. Estábamos acostumbradas a compartir.
—Supongo que es lo habitual entre hermanas gemelas.
—Es verdad —confirmó, casi sonriente—. Venga. Le enseñaré la puerta de los caseros.
El armario de caoba estaba apoyado en la pared opuesta, en una diminuta habitación, una especie de caja que se abría entre las camas. El techo era muy bajo, tuve que agacharme para entrar, y el penetrante olor atrapado entre las paredes era casi asfixiante.
Percy no pareció notarlo. Se arqueó con agilidad para empujar un tirador en la base del armario, y la puerta de espejo se abrió con un chirrido.
—Allí está, al fondo —anunció. Me miró de reojo, asomándose por la puerta; luego levantó las cejas—. No creo que pueda verlo desde tan lejos.
Mis buenos modales me impedían taparme la nariz, de modo que tomé una gran bocanada de aire y contuve la respiración mientras me acercaba. Ella se echó a un lado, y me indicó que debía acercarme más.
Reprimiendo la imagen de Gretel ante el horno de la bruja, me doblé hasta la altura de la cintura dentro del armario. A través de la densa oscuridad, atisbé la pequeña puerta al otro lado.
—Vaya, allí está —dije con mi último aliento.
—Allí está —repitió Percy a mi espalda.
Ya no tenía más opción que respirar, pero el hedor no parecía ahora tan desagradable, y pude apreciar aquella atmósfera digna de Narnia, con la puerta escondida dentro de un armario.
—Por allí entran y salen los caseros —dije, y sentí el eco de mi voz.
—Los caseros…, tal vez —opinó Percy, sarcástica—. En lo que respecta a los ratones, la historia es otra. Los muy sinvergüenzas han tomado el poder sin necesidad de puertas secretas.
Salí, me sacudí el polvo que me cubría y distinguí el cuadro en la pared de enfrente. No era un retrato, sino un texto religioso, pude leerlo mientras me acercaba. No lo había visto al entrar.
—¿Para qué se utilizaba este lugar?
—Cuando nosotras éramos muy pequeñas, allí dormía nuestra niñera. Nos parecía el lugar más hermoso de la tierra —aseguró Percy. Una sonrisa brilló brevemente en sus labios y se desvaneció—. Es poco más grande que un armario, ¿verdad?
—Un armario con una vista adorable —admití. Me asomé a la ventana más cercana. La única que, según comprobé, aún tenía cortinas.
Las corrí hacia un lado y me asombré al ver la cantidad de pesados candados que impedían abrirla. Percy advirtió mi sorpresa.
—A mi padre le preocupaba la seguridad. Un incidente de su juventud lo había impresionado profundamente —explicó.
Asentí y eché un vistazo a través de la ventana. Al hacerlo sentí una emoción familiar. No se debía a algo que había visto, sino a lo que había leído e imaginado. Justo debajo, bordeando los cimientos del castillo, se extendía una franja de césped, fresca y exuberante, de unos dos metros, completamente diferente de la que se encontraba más allá.
—Había un foso —dije.
—Sí —confirmó Percy a mis espaldas, sosteniendo las cortinas—. Uno de mis primeros recuerdos es una noche en que no podía dormir y escuché voces allí abajo. Había luna llena, y cuando me asomé por la ventana pude ver a mi madre nadando de espaldas, riendo bajo la luz plateada.
—Era una gran nadadora —comenté, recordando lo que había leído en El Milderhurst de Raymond Blythe.
Percy asintió.
—La piscina circular fue el regalo de bodas de mi padre, pero ella siempre prefirió el foso, de modo que vino alguien a acondicionarlo. Mi padre lo conservó lleno aun después de su muerte.
—Le recordaba a su esposa.
—Sí.
La anciana apretó los labios. Comprendí que estaba indagando en la tragedia familiar de un modo desconsiderado. Para cambiar de tema, señalé algo en el muro del castillo que sobresalía hacia el foso.
—¿Qué hay allí? No recuerdo haber visto un balcón.
—Es la biblioteca.
—¿Y aquello, ese jardín cerrado?
—No es un jardín —respondió Percy, dejando caer la cortina—. Deberíamos seguir nuestro camino.
Su tono y su voz se volvieron un poco rígidos. Comprendí que la había ofendido, pero no entendía por qué. Después de repasar nuestro diálogo llegué a la conclusión de que simplemente le habían afectado los recuerdos.
—Tiene que ser increíble vivir en el castillo que ha pertenecido a la familia durante tanto tiempo.
—Sí. No siempre ha sido sencillo. Hemos hecho sacrificios. Nos hemos visto obligadas a vender gran parte de los terrenos, más recientemente la granja, pero hemos logrado conservarlo —dijo Percy. Examinó cuidadosamente el marco de la ventana, quitó una capa de pintura suelta, y cuando volvió a hablar lo hizo con una voz endurecida por el esfuerzo de controlar la emoción—: Es verdad lo que ha dicho mi hermana. Amo esta casa como otros podrían amar a una persona. Desde siempre. —Y mirándome oblicuamente añadió—: Supongo que le parecerá un tanto extraño.
Negué con la cabeza.
—En absoluto.
Percy arqueó las cejas en señal de incredulidad; pero era cierto, no me parecía en absoluto peculiar. La mayor desgracia en la vida de mi padre fue separarse de la casa de su infancia. Una historia muy simple: un niño criado con los relatos sobre la grandeza de su familia, un adorado y acaudalado tío que hacía promesas, un cambio de opinión en el lecho de muerte.
—Los edificios y las familias antiguas son lo uno para lo otro —continuó—, así ha sido siempre. Mi familia aún vive entre las piedras de Milderhurst Castle y tengo el deber de custodiarlas. No es una tarea que puedan realizar personas ajenas.
Su tono era mordaz. Me sentí obligada a mostrarme de acuerdo.
—Siente que aún están por aquí… —comencé a decir. Mientras las palabras salían de mis labios, recordé de pronto la imagen de mi madre arrodillada junto a la casa de muñecas—, cantando en los antiguos muros.
Percy enarcó ligeramente una ceja.
—¿Cómo ha dicho?
Creía que no había pronunciado esas últimas palabras en voz alta.
—Sobre los muros —insistió—. Acaba de decir algo sobre muros que cantan.
—Una vez mi madre me habló —tragué con humildad— de antiguos muros que cantan las horas distantes.
El rostro de Percy se iluminó de placer y abandonó su expresión habitualmente adusta.
—Fue mi padre quien lo escribió. Seguramente su madre leyó sus poemas.
Mi madre nunca había sido una gran lectora, y menos aún de poesía.
—Es posible —dije, aunque, sinceramente, lo dudaba.
—Cuando éramos pequeñas, solía contarnos historias, relatos del pasado. Decía que cuando andaba distraído por el castillo, a veces las horas pasadas olvidaban ocultarse. —Mientras recordaba, Percy movía la mano izquierda como la vela de un barco. Era un movimiento curiosamente teatral, que no concordaba con sus habituales ademanes secos y eficientes. Su forma de hablar también se había modificado: las frases breves ahora eran más largas, el tono áspero se había suavizado—. Las encontraba jugando en la oscuridad, en los pasillos desiertos. «Piensa en todas las personas que han vivido entre estos muros, que han susurrado sus secretos, consumado sus traiciones…», solía decir.
—¿También usted oye las horas distantes?
Sus ojos se encontraron con los míos, por un instante sostuvieron una mirada franca.
—Tonterías —dijo, enseñándome su sonrisa de horquilla—. Nuestros muros son muy antiguos, pero no son más que piedras. Y aunque sin duda han visto muchas cosas, guardan bien sus secretos. —Una expresión semejante al dolor surcó su rostro: supuse que pensaba en su padre, y su madre, voces del pasado le hablaban a través del túnel del tiempo—. No tiene importancia —dijo, más para sí misma que para mí—. No es bueno hurgar en el pasado. Pensar en los muertos puede hacer que nos sintamos muy solos.
—Debe de sentirse feliz de tener a sus hermanas.
—Por supuesto.
—Siempre he imaginado que los hermanos son un gran apoyo.
—¿No tiene hermanos? —preguntó Percy después de una pausa.
—No. —Sonreí, encogiéndome ligeramente de hombros—. Soy una solitaria hija única.
—¿Se siente sola? Siempre me lo he preguntado —dijo observándome como si fuera un raro espécimen, digno de estudio.
Pensé en la gran ausencia de mi vida, y luego en las escasas noches en compañía de mis primos, que dormían, roncaban, susurraban; mis fantasías culpables de ser uno de ellos, de formar parte de un grupo.
—A veces —admití.
—También puede ser liberador, supongo.
Por primera vez noté que una vena palpitaba en su cuello.
—¿Liberador?
—Nada como una hermana para recordarnos antiguos pecados —sentenció. Sonrió, pero el gesto no logró dotar a su comentario de humor. Diría que lo advirtió, porque abandonó la sonrisa y se dirigió hacia la escalera—. Por aquí —indicó—. Bajemos. Con cuidado. Asegúrese de agarrarse al pasamanos. Mi tío murió en estas escaleras cuando apenas era un niño.
—Por Dios, qué horrible. —Un comentario completamente inadecuado, pero ¿qué otra cosa habría podido decir?
—Una noche se desató una gran tormenta y él se asustó, al menos eso se dijo. Un rayo atravesó el cielo y cayó justo sobre el lago. El niño gritó aterrorizado, pero antes de que pudiera llegar su niñera, saltó de la cama y salió corriendo de su cuarto. Una estupidez: tropezó y cayó, aterrizando al pie de la escalera como un muñeco de trapo. Algunas noches, cuando el tiempo era particularmente malo, nos parecía oírlo llorar. Se oculta en el tercer escalón, esperando hacer tropezar a alguien para que le haga compañía. —Percy pisó el escalón siguiente al mío, el cuarto—. Edith, ¿cree en fantasmas?
—No lo sé. Supongo que sí. Mi abuela veía fantasmas. Al menos vio uno: a mi tío Ed después de su accidente con una motocicleta en Australia. «Él no sabía que estaba muerto, pobrecito mío. Lo cogí de la mano y le dije que todo iba bien, que había llegado a casa y que todos le queríamos», me contó.
El recuerdo me estremeció. Antes de que Percy Blythe diera media vuelta, una oscura satisfacción iluminó su rostro.