Los caseros en las venas

La mañana de mi décimo cumpleaños mis padres me llevaron a visitar las casas de muñecas del museo Bethnal Green. No sé por qué fuimos allí, tal vez porque yo me había mostrado interesada o porque mis padres habían leído en el periódico un artículo sobre esa colección, pero recuerdo con claridad aquel día. Es uno de esos pocos recuerdos maravillosos que se van juntando a lo largo del camino, perfectamente formado y cerrado, como una burbuja que se hubiera olvidado de reventar. Fuimos en taxi —lo consideré muy elegante—, y luego tomamos el té en un lujoso local de Mayfair. Recuerdo incluso la ropa que llevaba ese día: un vestido con estampado de rombos que había codiciado durante meses y por fin había recibido, envuelto para regalo, aquella misma mañana.

También recuerdo con total claridad que perdimos a mi madre. Quizás sea el motivo —más que las casas de muñecas— por el cual ese día no se perdió en mi memoria entre la apabullante constelación de los recuerdos de la infancia. Todo parecía estar al revés. Los adultos no se perdían, al menos en mi mundo. Era propio de las niñas como yo, que se dejaban llevar por sus ensoñaciones, arrastraban los pies y generalmente no seguían el ritmo.

Pero aquella vez, inexplicablemente, fue mi madre la que desapareció, poniendo el mundo patas arriba. Mi padre y yo nos encontrábamos en la fila para comprar un folleto de recuerdo cuando sucedió. Avanzábamos ordenadamente, cada uno en la silenciosa compañía de sus propios pensamientos. Solo cuando llegamos al mostrador y nos quedamos quietos, mudos, pestañeando incrédulos ante el empleado de la tienda, notamos que nos faltaba el portavoz habitual de la familia.

La encontré yo, arrodillada delante de una casa de muñecas que ya habíamos visto. Recuerdo que era alta y oscura, repleta de escaleras, con un ático. Mi madre no explicó por qué había regresado, simplemente dijo:

—Las casas como esta existen, Edie. Casas reales, habitadas por personas reales. ¿Te lo imaginas? ¡Todas esas habitaciones! —Entonces comenzó a recitar suave, lentamente, con labios temblorosos—: «Antiguos muros que cantan las horas lejanas».

Creo que no respondí. En principio porque me faltó tiempo —de pronto apareció mi padre, nervioso y algo herido en su orgullo— y, además, no habría sabido qué decir. Aunque no volvimos sobre el tema, durante mucho tiempo seguiría creyendo que en el mundo había casas reales habitadas por personas reales, con muros que cantaban.

Menciono ahora el museo Bethnal Green solo porque mientras Percy Blythe me conducía por aquellos oscuros pasillos yo recordaba el comentario de mi madre, cada vez con mayor claridad, hasta que finalmente pude ver su rostro, oír sus palabras, tan nítidas como si estuviera de pie junto a mí. Tal vez era consecuencia de la extraña sensación que me embargaba mientras recorría el enorme edificio; la impresión de que un hechizo me había empequeñecido y llevado a una decadente casa de muñecas; su pequeña propietaria había crecido hasta perder el interés por ella, había encontrado nuevos pasatiempos, y las habitaciones con el ajado papel pintado, los suelos alfombrados, los jarrones, los pájaros disecados y el pesado mobiliario esperaban, silenciosos y esperanzados, una nueva interesada.

Es posible que todo eso sucediera después. Tal vez el comentario de mi madre fue lo primero que recordé, porque es evidente que pensaba en Milderhurst cuando hablaba de personas reales en sus casas reales repletas de habitaciones. ¿Qué otra cosa habría podido inspirar su comentario? Aquella incomprensible expresión de su rostro era el resultado de recordar ese lugar. Pensaba en Percy, Saffy y Juniper Blythe, en las cosas extrañas y secretas que había vivido una niña trasladada del sur de Londres a Milderhurst Castle. Cosas que incluso después de cincuenta años tenían el poder de hacerla llorar ante una carta perdida.

En cualquier caso, aquella mañana, mientras hacía el recorrido con Percy, llevaba a mi madre conmigo. No habría logrado resistirme a ello aun cuando me lo hubiera propuesto. Pese a que sentía unos celos inexplicables y deseaba que la exploración del castillo fuera solo mía, una parte de mi madre que nunca había conocido, que jamás había advertido, estaba anclada a ese lugar. Y aunque no estaba acostumbrada a tener mucho en común con ella, aunque esa simple idea hiciera que la tierra girara un poco más rápido, de pronto comprendí que no me importaba. De hecho, prefería que el curioso comentario en el museo de las casas de muñecas ya no fuera una incógnita, una pieza del mosaico que no encajaba. Era una parte del pasado de mi madre, un fragmento en cierta forma más brillante e interesante que los demás.

De modo que mientras Percy me guiaba, y yo escuchaba, observaba y asentía, el fantasma de una niña londinense seguía mis pasos en silencio: nerviosa, con los ojos muy abiertos, examinaba la casa por primera vez también. Y me agradaba que estuviera allí conmigo; si hubiera podido, habría atravesado el tiempo para cogerla de la mano. Me pregunté cuánto habría cambiado el edificio en los últimos cincuenta años, cómo era en 1939, si también por entonces Milderhurst Castle parecía una casa dormida, todo a su alrededor aburrido, polvoriento y apagado; una antigua casa en espera de su hora. Y me pregunté también si tendría la oportunidad de preguntárselo a esa niña, si aún estaría por allí, en algún lugar. Si alguna vez sería capaz de encontrarla.

* * *

Es imposible recordar todo lo dicho y visto aquel día en Milderhurst, y para el propósito de este relato, innecesario. Desde entonces ocurrieron muchas cosas, los acontecimientos posteriores se mezclan y confunden en mi mente, es difícil aislar mis primeras impresiones de la casa y sus habitantes. Me detendré en las imágenes y sonidos más vívidos, y en los hechos que tuvieron importancia para lo que sucedió después. Hechos que no puedo olvidar, que jamás olvidaré.

Durante el recorrido comprendí con claridad dos cosas importantes: primero, la señora Bird había sido muy indulgente al decir que el castillo estaba un poco deteriorado. En realidad estaba en ruinas, y no en el sentido romántico de la palabra. Segundo, y más increíble, Percy Blythe no parecía notarlo en absoluto. El polvo cubría los pesados muebles de madera, innumerables motas espesaban el aire viciado, generaciones de polillas se daban banquetes con las cortinas, y sin embargo, ella describía las habitaciones como si estuvieran en su máximo esplendor, como si fueran elegantes salones, repletos de nobles alternando con intelectuales mientras un ejército de criados al servicio de la familia Blythe iba y venía afanosamente por los corredores. Me habría apiadado de ella, encerrada en su mundo de fantasía, si hubiera sido el tipo de persona que inspira piedad. Pero no era un absoluto una víctima, de modo que mi compasión se transformó en admiración; en respeto por su completa negativa a reconocer que su antiguo hogar se derrumbaba a su alrededor.

Debo decir también que, tratándose de una anciana octogenaria que usaba un bastón, la agilidad de Percy era increíble. Recorrimos la sala de billar, el salón de baile, el invernadero; luego bajamos la escalera hacia las dependencias del servicio, visitamos la despensa del mayordomo, el lugar donde se guardaban las conservas y el fregadero. Llegamos a la cocina. Cacerolas y sartenes de cobre colgaban de sus ganchos en todas las paredes, vi un gran horno irreversiblemente oxidado, una colección de vasijas de cerámica se apilaba contra los azulejos. En el centro, una inmensa mesa de pino se balanceaba sobre las patas combadas, con la superficie marcada por siglos de cuchillos; restos de harina cubrían las heridas. El aire era frío y denso, tuve la impresión de que las habitaciones de los sirvientes estaban aún más abandonadas que las de arriba, recordaban los apéndices de un gran motor victoriano, víctima del paso del tiempo, que había dejado de funcionar.

No fui la única que advirtió el aumento de la oscuridad y el deterioro.

—Aunque no lo crea, en este lugar había un gran ajetreo —dijo Percy Blythe, recorriendo con un dedo la superficie de la mesa—. Mi abuela solía tener más de cuarenta criados. ¡Cuarenta! Ya hemos olvidado cuánto brillaba esta casa.

El suelo estaba cubierto de unas bolitas marrones que al principio confundí con tierra, pero luego reconocí, por el particular ruido que hacían bajo los pies, como excremento de ratas. Debería recordarlo y declinar la invitación si me ofrecían pastel.

—Cuando éramos niñas, aún había unos veinte sirvientes dentro del castillo y un equipo de quince jardineros. Todo eso acabó con la Gran Guerra: todos y cada uno de ellos fueron reclutados, como la mayoría de los jóvenes.

—¿Ninguno regresó?

—Dos consiguieron volver, pero ya no eran los mismos. A su vuelta ninguno era el mismo que había partido. Los conservamos con nosotros, claro, habría sido inconcebible hacer otra cosa, pero no duraron demasiado.

No comprendí si se refería a la duración del empleo o, en sentido más amplio, a su vida, pero no tuve tiempo de preguntar.

—Después contratamos personal temporal, pero durante la Segunda Guerra Mundial fue imposible encontrar un jardinero, ni por afición ni por dinero. ¿Qué clase de joven habría elegido ocuparse de un plácido jardín en medio de una guerra? Ninguno del tipo que habríamos deseado contratar. El personal de servicio escaseaba. Todos estábamos ocupados en otras cosas —sentenció Percy. Estaba de pie, inmóvil, apoyada en su bastón, y la piel de sus mejillas parecía aflojarse a medida que se perdía en sus pensamientos.

Me aclaré la garganta y levanté ligeramente la voz:

—¿Y ahora? ¿Hay alguien que las ayude?

—Oh, sí. —Percy agitó la mano con desdén, su mente regresó del lugar donde se había perdido—. Tenemos una criada que viene una vez por semana a ayudarnos con la cocina y la limpieza, y uno de los granjeros locales se ocupa del mantenimiento de las cercas. Un joven, sobrino de la señora Bird, cuida el jardín y quita la maleza. Hace un trabajo aceptable, aunque, al parecer, la ética laboral es cosa del pasado —comentó, sonriendo fugazmente—. El resto del tiempo nos las arreglamos solas.

Le devolví la sonrisa, mientras ella señalaba con un gesto la estrecha escalera de servicio y preguntaba:

—¿Ha dicho que es bibliófila?

—Mi madre dice que nací con un libro bajo el brazo.

—En ese caso, supongo que le interesará conocer nuestra biblioteca.

* * *

Según había leído, el mismo fuego que causó la muerte a la madre de las gemelas devastó la biblioteca de Milderhurst Castle. Me pregunté qué me esperaba tras la puerta negra que se divisaba al final del oscuro pasillo, aunque sin duda no sería una biblioteca muy completa. Sin embargo, eso fue lo que vi cuando entré. Las estanterías cubrían las cuatro paredes, del suelo al techo, y a pesar de la oscuridad —las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas que caían hasta al suelo—, pude observar que estaban atiborradas de libros muy antiguos, con papeles estampados, bordes dorados y encuadernación cosida. Los dedos me cosquilleaban al recorrer los lomos, al toparme con alguno que no podía pasar de largo, y bajarlo del estante, abrirlo ligeramente, cerrar mis ojos para oler la fragancia arrobadora del viejo polvo de la literatura.

Percy Blythe advirtió mi actitud y pareció leerme la mente.

—Sustitutos, por supuesto. La mayoría de los originales de la biblioteca familiar de los Blythe se perdió en el incendio. Poco se pudo salvar; los que no se quemaron fueron destrozados por el humo y el agua.

—Todos esos libros… —dije, con un dolor casi físico.

—Sí, fue muy duro para mi padre. Dedicó gran parte del resto de su vida a recuperar la colección. Las cartas volaban de aquí para allá. Nuestros visitantes más frecuentes eran vendedores de libros raros; no se fomentaba otro tipo de visitas. No obstante, mi padre jamás volvió a utilizar esta estancia, después de lo de mi madre.

Tal vez solo fue producto de mi imaginación febril, pero mientras ella hablaba yo podía oler el antiguo fuego, surgía de la argamasa original, se filtraba a través de las paredes nuevas, de la pintura fresca. También oía un ruido que no podía localizar; un golpeteo que habría pasado inadvertido en circunstancias normales, pero era digno de ser notado en esa extraña y silenciosa casa. Observé a Percy. De pie, tras un sillón de cuero, no parecía oírlo.

—A mi padre le encantaba escribir cartas —dijo, mirando hacia un escritorio que se encontraba junto a la ventana—. También a mi hermana Saffy.

—¿Y a usted?

En el rostro de Percy se dibujó una sonrisa tensa.

—No he escrito muchas en mi vida, solo las imprescindibles.

Su respuesta me resultó extraña, y diría que se notó en mi expresión, porque ella decidió aclararla.

—La palabra escrita nunca ha sido mi especialidad. En una familia de escritores como la mía lo mejor era, simplemente, admitir esa carencia. Cualquier intento menor era desdeñado. En su juventud, mi padre y sus dos hermanos solían intercambiar extensos ensayos que él solía leernos por las noches. Lo consideraba un entretenimiento y no disimulaba su opinión sobre los que no cumplían con sus expectativas. Se sintió desolado con la invención del teléfono. Lo culpó de la mayoría de los males del mundo.

El golpeteo se oyó otra vez, más fuerte; sugería movimiento. Se asemejaba al ruido del viento que se filtra por una rendija, haciendo volar el polvo, aunque era un poco más fuerte. Y, con toda probabilidad, venía de arriba.

Eché una mirada al techo, alumbrado por una luz opaca. Una fisura con forma de rayo recorría el yeso. Pensé que el ruido podía ser la única advertencia de que el techo estaba a punto de desmoronarse.

—Ese ruido…

—Oh, no debe preocuparse —dijo Percy Blythe, agitando suavemente la mano—. Son los caseros, jugando en las venas.

Supongo que mi confusión fue evidente.

—Son el secreto mejor guardado de una casa tan antigua como esta.

—¿Los caseros?

—Las venas —me corrigió Percy. Con el ceño fruncido miró hacia arriba, siguiendo la línea de la cornisa. Parecía seguir el rastro de algo que no podía ver. Cuando volvió a hablar, lo hizo con una voz levemente distinta. Una finísima grieta había aparecido en su compostura, y por un instante sentí que podía oírla y verla con más claridad—. En lo más alto del castillo hay un armario con una puerta secreta. Detrás de la puerta se oculta la entrada a una serie de pasadizos. Es posible recorrerlos, pasar por todas las habitaciones, del desván al sótano, deslizándose como un ratoncito. Si lo hiciera en silencio, podría oír toda clase de susurros, pero debería prestar mucha atención para no perder el rumbo. Son las venas de la casa.

Sentí un escalofrío, me abrumó la súbita imagen de la casa como una gigantesca criatura agazapada, una bestia oscura, sin nombre, conteniendo la respiración; el enorme sapo de un cuento de hadas esperando engañar a la doncella para que lo bese. Pensé en el Hombre de Barro, por supuesto, la viscosa figura de la Estigia emergiendo del lago en busca de la muchacha sentada junto a la ventana de la buhardilla.

—Cuando éramos niñas, a Saffy y a mí nos gustaba inventar personajes. Imaginábamos que los antiguos propietarios habitaban esos pasadizos y se negaban a abandonarlos. Los llamábamos los caseros. Cada vez que oíamos un ruido inexplicable, sabíamos que eran ellos.

—¿Es cierto? —pregunté con un hilo de voz.

Al ver mi expresión, Percy se echó a reír. Su risa fue un extraño y forzado ack-ack que se detuvo tan súbitamente como había comenzado.

—No eran reales. Claro que no. Los ruidos que oye se deben a los ratones. Bien sabe Dios que los hay de sobra —explicó. Me miró con el rabillo del ojo, que se contrajo en una especie de tic—. ¿Le gustaría conocer el armario del cuarto de los niños, donde está la puerta secreta?

—¡Me encantaría! —chillé.

—Entonces, acompáñeme. Tendremos que escalar.