Alguna vez se han preguntado cómo huele el paso del tiempo? La verdad es que a mí nunca se me había ocurrido, al menos antes de entrar en Milderhurst Castle. Ahora, desde luego, lo sé. A moho y amoniaco, una pizca de lavanda y bastante de polvo, a viejas hojas de papel completamente desintegradas. Y había algo más, subyacente, que lindaba con lo asfixiante y pútrido, aunque no era exactamente eso. Tardé un buen rato en comprender de dónde provenía ese olor: es el pasado. Pensamientos e ilusiones, esperanzas y heridas, una mezcla que fermenta lentamente en el aire viciado, incapaz de disiparse por completo.
—¡Hola! —grité desde la enorme escalinata de piedra. Al cabo de un rato sin obtener respuesta, repetí en voz más alta—: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa?
La señora Bird me había dicho que entrara, que las hermanas Blythe nos esperaban, que se encontraría conmigo dentro del castillo. Se había esforzado por convencerme de que no debía llamar a la puerta ni tocar el timbre o anunciar mi llegada de cualquier otro modo. Yo tenía mis reservas —en mi ambiente habitual entrar sin anunciarse era casi una intrusión—, pero lo hice, tal como me había indicado: atravesé el pórtico de piedra y avancé por la galería cubierta hasta llegar a una estancia circular. No había ventanas, ni demasiada luz, a pesar del alto techo abovedado. De pronto un ruido atrajo mi atención hacia la cúpula, donde un pájaro blanco que había volado a través de las vigas aleteaba bañado por la luz cenicienta.
—Vaya, vaya. —La voz llegó desde mi izquierda. Me volví rápidamente en esa dirección. Vi a una mujer muy anciana en el hueco de una puerta, a unos tres metros de distancia, con el perro a su lado. Era alta y delgada, vestía chaqueta y pantalón de tweed, y una camisa abrochada hasta el cuello. Un atuendo casi masculino. Su feminidad se había difuminado con el tiempo y cualquier posible curva había desaparecido años atrás. El cabello, obstinadamente rizado, comenzaba a ralear en el nacimiento: lo llevaba corto y peinado detrás de las orejas. El rostro ovalado expresaba desconfianza e inteligencia. Observé que llevaba las cejas completamente depiladas, y en su lugar había dibujados dos arcos del color de la sangre coagulada. El efecto era impactante, incluso un poco lúgubre. Se acercó a mí, apoyada en un elegante bastón con mango de marfil.
—La señorita Burchill, supongo.
—Sí —dije, y me aproximé a ella tendiendo mi mano, súbitamente sin aliento—. Edith Burchill. Encantada.
Unos dedos fríos estrecharon suavemente los míos, la correa de cuero de su reloj se sacudió silenciosamente alrededor de la muñeca.
—Marilyn Bird, de la granja, dijo que vendría. Mi nombre es Persephone Blythe.
—Muchas gracias por haber aceptado recibirme. Desde que oí hablar de Milderhurst Castle me muero por conocerlo.
—Vaya. —Los labios de la señorita Blythe se movieron de pronto, una sonrisa torcida como una horquilla se dibujó en su cara—. Me pregunto por qué.
Era el momento, por supuesto, de hablarle de mi madre, de la carta, decirle que había sido una niña evacuada durante la guerra. La ocasión de ver que el rostro de Percy Blythe se iluminaba al reconocerme, de caminar juntas intercambiando noticias y viejas historias. Nada habría sido más natural, razón por la cual sentí algo semejante a la sorpresa al oírme decir:
—Leí sobre este lugar en un libro.
Ella profirió un sonido, una indiferente versión de «Ah».
—Leo mucho —me apresuré a añadir, como si un comentario sincero pudiera mitigar de algún modo la mentira—. Adoro los libros. Trabajo con libros. Los libros son mi vida.
Su rostro se arrugó aún más ante un comentario tan banal. La mentira original ya era suficientemente aburrida; el chisme biográfico adicional, verdaderamente estúpido. No podía comprender por qué no me había limitado a contar la verdad: era mucho más interesante, por no decir honrada. Sospecho que se debía al impulso infantil de querer que la visita fuera solo mía, que no estuviera teñida por la estancia de mi madre cincuenta años atrás. De todas formas, abrí la boca para retractarme, pero era tarde: Percy Blythe ya me había indicado que la siguiera y, con el perro a su lado, avanzaba por el corredor a oscuras. Caminaba a buen paso y con agilidad; el bastón, al parecer, le servía de adorno.
—Su puntualidad me agrada —dijo. Su voz llegaba flotando desde delante—. Aborrezco la impuntualidad.
Seguimos caminando en medio de un silencio cada vez más profundo. A cada paso los sonidos del exterior iban quedando rotundamente atrás: los árboles, los pájaros, el lejano murmullo del arroyo. Sonidos que no había tenido en cuenta hasta que desaparecieron, dejando un extraño vacío, tan inhóspito que mis oídos comenzaron a zumbar, conjurando a sus propios fantasmas, para llenarlo con otros sonidos, sibilantes, como los que hacen los niños cuando juegan a ser serpientes.
Llegaría a conocer muy bien el extraño aislamiento del interior del castillo. El modo en que los sonidos, los olores y las imágenes del exterior parecían atascarse en los antiguos muros de piedra, incapaces de abrirse paso hacia dentro. En el transcurso de los siglos la porosa piedra había absorbido las impresiones del pasado, estaban allí, atrapadas —como flores conservadas y olvidadas entre las páginas de un libro decimonónico—, creando entre el interior y el exterior una barrera que ya era infranqueable. Fuera flotaba en el aire el susurro de las anémonas y el césped recién cortado, pero dentro se oía solo el tiempo acumulado, el turbio aliento contenido durante cientos de años.
Pasamos junto a una sucesión de tentadoras puertas cerradas hasta que finalmente, en el otro extremo del corredor, antes de que el camino torciera y desapareciera en la oscuridad, llegamos a una puerta entreabierta. Desde el interior asomaba un haz de luz, que se amplió hasta formar un rectángulo cuando Percy Blythe la abrió por completo con su bastón.
Dio un paso atrás y asintió enérgicamente, indicándome que entrara primero.
* * *
La sala me resultó sumamente acogedora, en contraste con el oscuro corredor de paneles de roble por donde había llegado: el papel pintado amarillo —que había sido alguna vez furiosamente brillante— se había apagado con el tiempo, el diseño helicoidal se reducía a una mesurada languidez; y una gran alfombra, rosa, azul y blanca —no podría decir si pálida o gastada—, se extendía hasta casi cubrir los zócalos. Delante de la chimenea con sus ornamentos tallados se encontraba un sofá tapizado, extrañamente largo y bajo; las huellas de miles de cuerpos lo hacían parecer sumamente confortable. A un lado se veía una máquina de coser Singer con una tela de color azul.
El lurcher pasó junto a mí antes de acomodarse con gracia sobre una piel de cordero delante de un gran biombo pintado que tendría no menos de doscientos años de antigüedad. En él se representaba una escena con perros y gallos; tonos verdes y marrones se fundían en primer plano, el fondo era un cielo eternamente crepuscular. En el lugar donde se apoyaba el perro, el dibujo se había borrado casi por completo.
Cerca de allí, sentada delante de una mesa redonda, se hallaba una mujer de la misma edad de Percy, inclinada sobre una hoja de papel: una isla en medio de un mar de piezas de Scrabble. Llevaba unas grandes gafas de lectura. Al verme se incorporó, se quitó las gafas y las guardó en un bolsillo escondido en su largo vestido de seda. Sus ojos eran de un color azul grisáceo; sus cejas, normales y corrientes, ni arqueadas ni rectas, ni cortas ni largas. Sus uñas, sin embargo, estaban pintadas de un rosa brillante similar al de su lápiz de labios y las grandes flores de su vestido. Aunque prefería otro estilo, iba tan arreglada como Percy, con un cuidado por las apariencias algo anticuado, aun cuando la ropa no lo fuera.
—Esta es mi hermana Seraphina —dijo Percy, sentándose a su lado—. Saffy, ella es Edith —anunció en un tono exageradamente alto.
Saffy se dio unos golpecitos en la oreja.
—No es necesario que grites, Percy, querida —dijo con una suave voz cantarina—, mi audífono está en su sitio. —Me sonrió tímidamente, pestañeando por la falta de las gafas que se había quitado por vanidad. Era tan alta como su hermana gemela, pero debido a cierto efecto del vestido, de la luz o quizás de la postura, no lo parecía—. El hombre es un animal de costumbres. Percy ha sido siempre la más mandona —comentó—. Mi nombre es Saffy Blythe y estoy muy contenta de conocerla.
Me acerqué para estrechar su mano. Era una copia exacta de su hermana, o al menos alguna vez lo había sido. Los más de ochenta años transcurridos habían grabado diferentes surcos en sus rostros y en Saffy el resultado era más suave, más dulce. Tenía el aspecto de la señora de la casa y desde el primer momento me cayó simpática. Percy era imponente, Saffy me hacía pensar en galletas de avena y papel de fibra de algodón con hermosos garabatos de tinta. Es curioso cómo el carácter marca a las personas a medida que envejecen, aflora desde dentro para dejar su huella.
—Hemos hablado por teléfono con la señora Bird. Me temo que sus asuntos la han retrasado en el pueblo —dijo Saffy.
—Estaba terriblemente abatida —continuó Percy, categórica—. Pero le dije que estaría encantada de enseñarle yo misma la casa.
—Más que encantada. —Saffy sonrió—. Mi hermana ama tanto esta casa como otras mujeres aman a su marido. Le maravilla tener la oportunidad de enseñarla. Y tiene motivos. Este viejo lugar está en pie gracias a ella, a sus incansables años de trabajo.
—He hecho lo necesario para evitar que los muros se derrumbaran a nuestro alrededor. Nada más.
—Mi hermana es muy modesta.
—Y la mía, obstinada.
Evidentemente, esas reprimendas eran parte habitual de sus conversaciones, y las dos hicieron una pausa para sonreírme. Por un momento me quedé paralizada, recordando la fotografía de El Milderhurst de Raymond Blythe y preguntándome a qué niña correspondía cada una de esas dos ancianas. Entonces Saffy se acercó a su hermana y le cogió la mano.
—Mi hermana nos ha cuidado durante toda nuestra larga vida —dijo, antes de volverse hacia ella para observarla con una admiración tal que lo supe: era la menor, la más delgada de las niñas de la foto, aquella cuya sonrisa titubeaba frente a la cámara.
Los elogios adicionales no fueron del agrado de Percy, que observó atentamente su reloj antes de murmurar:
—No tiene importancia. Ya no queda demasiado tiempo.
Siempre es difícil decir algo cuando una persona muy anciana comienza a hablar sobre la muerte y su inminencia, de modo que actué como suelo hacerlo cuando Herbert insinúa que «algún día» me haré cargo de Billing & Brown: sonreí como si no hubiera oído y observé con gran atención el ventanal soleado.
Fue entonces cuando advertí la presencia de la tercera hermana, que debía de ser Juniper. Estaba sentada, inmóvil como una estatua, en una silla tapizada de gastado terciopelo verde. A través de la ventana abierta contemplaba el parque que se extendía a lo lejos. Un cigarrillo lanzaba una débil columna de humo desde un cenicero de cristal, volviendo un tanto difusa su imagen. A diferencia de sus hermanas, no había nada refinado en su vestimenta ni en la manera en que la llevaba. Iba ataviada con el uniforme universal de los inválidos: una blusa sin gracia metida en un pantalón cualquiera, con el regazo cubierto de manchas grasientas que revelaban las diversas sustancias que se habían derramado sobre él.
Tal vez Juniper percibió que la observaba, porque volvió ligeramente su perfil hacia mí. Su mirada era vidriosa e inquieta; tuve la impresión de que estaba bajo el potente efecto de algún medicamento, y cuando le sonreí no dio el menor indicio de haberme visto, simplemente continuó mirando fijamente, como si quisiera abrir un agujero a través de mí.
Al contemplarla advertí la leve tensión de un sonido que no había notado antes. En una mesa de madera, bajo el marco de la ventana, se apoyaba un pequeño televisor, donde se emitía una comedia americana. Las risas grabadas subrayaban el diálogo picaresco de fondo, interrumpido periódicamente por el ruido de las interferencias. Me provocaba una sensación familiar, la televisión, el día caluroso y soleado allí fuera, el aire viciado, inmóvil, en el interior. Recordé con nostalgia una visita a mi abuela durante las vacaciones de la escuela en la que me permitieron ver la televisión todo el día.
—¿Qué haces aquí?
Un golpe helado hizo añicos los agradables recuerdos de mi abuela.
Juniper Blythe seguía observándome, aunque ya no inexpresiva, sino de un modo indudablemente poco amigable.
—Yo…, eh… ¡Hola! —logré decir.
—¿Qué estás haciendo aquí?
El lurcher lanzó un aullido ahogado.
—¡Juniper! —Saffy se apresuró a acercarse a su hermana—. Querida, Edith es nuestra invitada —la tranquilizó. Y tomando suavemente el rostro de su hermana entre las manos, añadió—: Te lo he dicho, June, ¿recuerdas? Te lo he explicado: Edith está aquí para conocer la casa. Percy hará un bonito recorrido con ella. No debes preocuparte, querida, todo va bien.
Mientras yo deseaba fervientemente tener la capacidad de desaparecer, las gemelas intercambiaron una mirada. Un gesto que pareció muy natural, y sugería que ya se había repetido muchas veces. Percy apretó los labios y asintió. Su expresión se disolvió antes de que pudiera comprender por qué me había provocado una sensación tan peculiar.
—Bien, el tiempo vuela —dijo entonces, con una alegría afectada que me sobresaltó—. ¿Continuamos nuestro recorrido, señorita Burchill?
* * *
Con mucho gusto, salí de la sala tras ella. Giramos en una esquina y avanzamos por otro frío pasillo en penumbra.
—Le enseñaré primero la parte trasera. Será un breve recorrido, no tiene sentido que nos detengamos allí. Esas estancias están cubiertas de sábanas desde hace años.
—¿Por qué?
—Todas están orientadas al norte.
Percy era muy parca. Su manera de hablar recordaba a los locutores de radio en la época en que la BBC tenía la última palabra en cuestiones de enunciación. Frases cortas, dicción perfecta, apenas un matiz en el final de cada frase.
—Es imposible mantener la calefacción en invierno. Solo vivimos nosotras tres aquí, no necesitamos mucho espacio. Nos resultó más fácil cerrar definitivamente algunas puertas. Mis hermanas y yo ocupamos las habitaciones de la pequeña ala oeste, cerca del salón amarillo.
—Es razonable. Una casa como esta seguramente tiene cantidad de habitaciones, diferentes niveles. Sin duda me desorientaría… —me apresuré a decir. Era consciente de que pronunciaba palabras sin sentido, pero no podía detenerme. Mi esencial dificultad para mantener una simple conversación, la emoción de estar finalmente dentro del castillo, la incomodidad que había provocado la escena con Juniper eran ciertamente una combinación fatal. Respiré profundamente y, para mi espanto, continué—: Aunque para las personas que han pasado aquí toda la vida seguramente no es un inconveniente.
—Lo lamento —dijo bruscamente Percy, volviéndose hacia mí. A pesar de la oscuridad podía ver que había empalidecido.
«Mi visita es demasiado para ella, está vieja y cansada, su hermana no se encuentra bien. Me pedirá que me marche», pensé.
—Nuestra hermana no se encuentra bien —dijo entonces. Mi corazón dio un vuelco—. No tiene nada que ver con su visita. Juniper puede ser desconsiderada a veces, pero no es responsable de ello. Sufrió una gran decepción, algo terrible. Hace mucho tiempo.
—No es necesario que me dé explicaciones —repliqué.
«Por favor, no me pida que me marche», supliqué para mis adentros.
—Es muy considerada, pero creo que debo darle una mínima explicación por semejante descortesía. June no se lleva bien con los extraños. Fue una dura prueba. El médico de la familia falleció hace una década y aún estamos luchando por conseguir otro que podamos tolerar. Eso la confunde. Espero que no se sienta incómoda.
—En absoluto, lo comprendo perfectamente.
—Eso espero. Porque nos complace mucho su visita —afirmó. De nuevo su boca dibujó esa sonrisa de horquilla—. Al castillo le agradan las visitas, las necesita.