Paseo por el esqueleto de un jardín

Si cierro los ojos, aún puedo ver el resplandeciente cielo de esa mañana: el sol de principios de verano ardía en su velo celeste. Supongo que está muy nítido en mi memoria porque cuando volví a ver Milderhurst la estación había cambiado y los jardines, los bosques y los campos estaban envueltos en los tonos metalizados del otoño. Pero ese día no. Al partir hacia el castillo con las minuciosas instrucciones de la señora Bird en la mano, me animaba la emoción de un deseo largamente sepultado. Todo renacía: el canto de los pájaros coloreaba el aire, el zumbido de las abejas lo espesaba y el cálido sol me atraía, colina arriba, hacia el castillo.

Caminé sin detenerme hasta que, cuando creí que corría peligro de perderme para siempre en una arboleda interminable, apareció ante mí una verja oxidada que me condujo a una piscina abandonada. Era extensa y circular, de al menos diez metros de diámetro, y enseguida reconocí aquella que me había mencionado la señora Bird, la que Oliver Sykes diseñara cuando Raymond Blythe llevó a su primera esposa a vivir al castillo. Por supuesto, tenía cierto parecido con su hermana menor de la granja, pero aun así me llamaron la atención las diferencias. Mientras que el estanque de la señora Bird brillaba alegremente bajo el sol y el césped recién cortado rodeaba el enlosado, esta había sido abandonada a su suerte mucho tiempo atrás. El musgo cubría las piedras del borde y entre ellas se habían abierto grietas, de modo que la piscina estaba rodeada de caléndulas y margaritas; sus rostros amarillos competían por la irregular luz del sol. Los nenúfares se apiñaban, exuberantes, en la superficie. La cálida brisa los hacía ondular sobre el agua como la piel de un gran pez de una especie ignota: una exótica aberración.

Aunque no podía ver el fondo de la piscina, intuí que era profunda. En el otro extremo distinguí un trampolín. La tabla de madera descolorida y astillada, los resortes oxidados…, aquel artilugio parecía sostenerse allí de milagro. De la rama de un inmenso árbol colgaba un columpio de madera suspendido con dos cuerdas, ahora inmovilizado por las zarzas que se habían abierto camino desde arriba.

Las matas espinosas no se detenían en las cuerdas: gozaban de una encantadora libertad, avanzaban sin obstáculos en el misterioso claro abandonado. A través de una maraña de ávido follaje, atisbé un pequeño edificio de ladrillos. Al ver la cima del tejado a dos aguas supuse que se trataba de un vestuario. La puerta estaba cerrada con un candado completamente oxidado. Cuando por fin encontré las ventanas, comprobé que estaban cubiertas de una gruesa capa de suciedad que no pude quitar. En la parte trasera, sin embargo, había un cristal roto, con una mata de pelo gris enganchada al pico más afilado, que me permitía echar un vistazo, lo que hice, por supuesto, sin dilación.

El suelo, y todo lo demás, estaba cubierto por décadas de polvo, tan denso que podía olerlo desde fuera. El interior estaba ligeramente iluminado gracias a una claraboya de la cual se habían desprendido los postigos, algunos de los cuales colgaban todavía de los goznes, mientras otros ya habían caído al suelo. Por allí se filtraban finos rayos, que bajaban formando espirales de luz tenue. En una hilera de estantes distinguí toallas cuidadosamente dobladas; era imposible adivinar su color original. Y de una elegante puerta en la pared más lejana colgaba un cartel que decía: «Vestuario». Más allá, una cortina de gasa se agitaba suavemente sobre un montón de sillas apiladas, como solía hacerlo antaño, aunque nadie la viera desde hacía mucho tiempo.

Di un paso atrás, consciente de pronto del ruido de mis zapatos sobre las hojas caídas. Una misteriosa quietud inundaba el lugar —solo llegaba hasta allí el débil chapotear de los nenúfares— y por un instante pude imaginar cómo habría sido todo aquello muchos años atrás. Una tenue pantalla cubrió el paisaje abandonado: un alegre grupo con antiguos trajes de baño, toalla en mano, bebía refrescos, saltaba desde el trampolín, se sumergía en el agua fresca.

Y entonces la imagen se desvaneció. Cerré los ojos, y cuando los abrí estaba otra vez sola, junto al vestuario rodeado de maleza. Me rodeó la vaga impresión de un remordimiento inefable. Me pregunté por qué la piscina había sido abandonada. Por qué su último y lejano ocupante se había desentendido del lugar, había colocado ese candado y se había marchado para no regresar nunca más. Las tres señoritas Blythe ya eran ancianas, pero no siempre lo habían sido. Más de un verano caluroso habría sido una ocasión ideal para nadar en un lugar como aquel.

Las respuestas finalmente llegarían, aunque todavía no. También descubriría otras cosas, secretas, y responderían preguntas que ni siquiera se me había ocurrido formular. Pero, en aquel momento, aún no sabía nada. Aquella mañana, de pie en el jardín que rodeaba Milderhurst Castle, me libré sin dificultad de mis cavilaciones y me concentré en la tarea más inmediata. La exploración en la piscina no me aproximaba a mi cita con las señoritas Blythe, y además, tenía el inquietante presentimiento de que ni siquiera estaba autorizada a pasear por allí.

Leí atentamente, una vez más, las instrucciones de la señora Bird. Tal como sospechaba, no mencionaba la piscina. De hecho, de acuerdo con las indicaciones, en aquel momento debía avanzar entre dos columnas rumbo a la fachada del castillo orientada al sur.

La desazón amenazó con apoderarse de mí.

No veía las columnas, aquel no era el jardín señalado en el papel.

Y a pesar de no estar sorprendida por haber perdido el rumbo —soy capaz de desorientarme cruzando Hyde Park—, me resultaba sumamente fastidioso. El tiempo apremiaba. En lugar de volver sobre mis pasos y empezar de nuevo, decidí que la única alternativa viable era seguir avanzando y esperar lo mejor. Al otro lado de la piscina se veía un portón y, más allá, una empinada escalera de piedra tallada en la ladera de la frondosa colina. Al menos cien escalones, cada cual hundiéndose ante el siguiente, como si la construcción entera se hubiera realizado en un único y gran suspiro. A pesar de todo, el trayecto parecía prometedor, de modo que comencé a ascender. Supuse que era cuestión de lógica: el castillo y las hermanas Blythe estaban en la cima; si continuaba subiendo, en algún momento me toparía con ellos.

* * *

Las hermanas Blythe. Creo que fue entonces cuando empecé a pensar en ellas de ese modo. La palabra «hermanas» se impuso a «Blythe». Algo similar sucedía con los hermanos Grimm, y nada podía hacer por evitarlo. Es curioso cómo ocurren las cosas. Antes de la carta de Juniper, jamás había oído hablar de Milderhurst Castle, y ahora ese lugar me atraía de un modo irresistible, al igual que la luz atrae a una pequeña y polvorienta polilla. Al principio todo se relacionaba con mi madre, por supuesto, con la noticia de su evacuación y el misterioso castillo de nombre gótico. Después surgió la asociación con Raymond Blythe; era nada menos que el lugar donde El Hombre de Barro había cobrado vida. Pero, a medida que me acercaba a la luz, comprendía que algo nuevo aceleraba mis latidos. Tal vez por efecto de la lectura del día anterior, o la charla previa con la señora Bird durante el desayuno, en algún momento las hermanas Blythe se convirtieron en el objeto específico de mi fascinación.

Debo decir que los hermanos me interesan en general. Su intimidad me intriga y me produce rechazo. El hecho de compartir los componentes genéticos, la distribución azarosa y a veces injusta de la herencia, la inexorabilidad del vínculo es algo que escasamente comprendo. Tuve un hermano, no por mucho tiempo. Fue sepultado antes de que lo conociera, y cuando logré reconstruir lo suficiente como para sentir su ausencia, sus huellas habían sido cuidadosamente borradas. Dos certificados —uno de nacimiento, otro de defunción— en una delgada carpeta en un armario, una pequeña fotografía en la cartera de mi padre y otra en el cajón de joyas de mi madre eran todo lo que quedaba para atestiguar su paso por este mundo. Además, claro está, de los recuerdos y la pena que habitaban en la cabeza de mis padres. Pero no los compartían conmigo.

No es mi intención crear incomodidad o inspirar lástima, solo quiero decir que, a pesar de no haber tenido nada material o memorable para evocar a Daniel, durante toda mi vida he sentido el lazo que nos unía. Un hilo invisible nos conecta con la misma fuerza que el día se une a la noche. Siempre fue así, incluso cuando era pequeña. Si yo era una presencia en la casa de mis padres, él era una ausencia, una frase omitida en cada momento de felicidad: «Si estuviera con nosotros…»; cada vez que los desilusionaba: «Él no lo habría hecho»; cada vez que comenzaba un nuevo año en la escuela: «Esos chicos habrían sido sus compañeros». La mirada perdida que sorprendía en sus ojos siempre que creían estar solos.

No quiero decir con esto que mi curiosidad por las hermanas Blythe tenga algo que ver con Daniel, en absoluto. Por lo menos no directamente. Pero la suya era una historia muy hermosa. Las dos hermanas mayores sacrifican su propia vida para dedicarse al cuidado de la pequeña: un corazón roto, una mente extraviada, un amor no correspondido. Me pregunté cómo habrían sido las cosas si hubiera estado dispuesta a dar la vida por Daniel. No podía dejar de pensar en las tres hermanas, tan unidas, envejeciendo, marchitándose juntas, pasando sus días en ese hogar ancestral. Últimas supervivientes de una familia grandiosa, romántica.

* * *

Subí con cuidado. En el camino me topé con un viejo reloj de sol, una hilera de pacientes vasijas decorativas en sus silenciosos pedestales, dos ciervos de piedra enfrentados a ambos lados de un seto abandonado, hasta que por fin llegué al último escalón, que desembocaba en una explanada. Ante mí se abrió un sendero de nudosos árboles frutales cuidadosamente alineados, cuyas copas se unían en lo alto. Me indicaba que siguiera hacia delante. Recuerdo haber pensado, esa primera mañana, que el jardín tenía un plan, un orden, sentía que me esperaba, que se negaba a permitir que me perdiera, y en cambio conspiraba para llevarme hacia el castillo.

Una tontería sentimental, por supuesto. Supongo que la empinada cuesta me había dejado un poco mareada y propensa a ideas exageradas. De todas formas, me sentía inspirada. Era una intrépida (y algo sudorosa) aventurera que había abandonado mi hogar para embarcarse a conquistar… algo. Aun cuando mi misión particular tuviera como objetivo el encuentro con tres ancianas y una visita guiada a su casa de campo. Si era afortunada, tal vez me invitaran a tomar el té.

Al igual que la piscina, este sector del jardín mostraba signos de un prolongado abandono, y mientras atravesaba la galería arbolada me parecía caminar dentro del esqueleto de un antiguo y gigantesco monstruo, desaparecido hacía largo tiempo. Las costillas gigantes se extendían hacia arriba, me envolvían, y las largas líneas de sombra creaban la ilusión de que también se arqueaban por debajo. Avancé a toda prisa. Al llegar al fin del sendero arbolado, me detuve.

Frente a mí, envuelto en sombras a pesar del día soleado, se alzaba Milderhurst Castle. La parte posterior del castillo, me dije con el ceño fruncido al ver la letrina, las cañerías expuestas, la inconfundible ausencia de columnas, senderos o jardín principal.

Y entonces comprendí por qué me había desorientado. En algún momento no había girado donde debía y en vez de acercarme al castillo por el sur, había rodeado la colina arbolada, y había llegado por el norte.

Sin embargo, todo está bien si termina bien. Había llegado, relativamente ilesa, y tampoco era ofensivamente tarde. Descubrí con alegría una franja de hierba silvestre que rodeaba el jardín tapiado del castillo. Comencé a seguirla, y al fin —fanfarria triunfal de trompeta—, me topé con las columnas que me había descrito la señora Bird. Al otro lado del jardín sur, precisamente donde debía estar, la fachada de Milderhurst Castle se elevaba en todo su esplendor, casi hasta rozar el sol.

* * *

El silencioso e inexorable paso del tiempo que ya había percibido en las escaleras del jardín parecía aquí más concentrado, como si hubiera tejido una red alrededor del castillo. El edificio mostraba una gracia cargada de dramatismo, y decididamente mi intrusión no le afectaba. Las aburridas ventanas de guillotina dirigían sus miradas más allá de mi persona, hacia el Canal de la Mancha, con una inmutable expresión de fatiga que profundizaba mi sensación de ser anodina, transitoria; de que el antiguo y espléndido edificio había visto demasiadas cosas como para molestarse demasiado por mí.

Una bandada de estorninos alzó el vuelo desde lo alto de la chimenea, planeó por el cielo y se adentró en el valle donde se encontraba la casa de la señora Bird. El ruido, el movimiento eran extrañamente desconcertantes.

Los seguí con la mirada mientras pasaban, rozando las copas de los árboles, hacia los minúsculos tejadillos de tejas rojas. La granja parecía estar muy lejos. Me invadió de pronto la extraña sensación de que en algún punto de mi caminata por la colina arbolada había cruzado una especie de línea invisible. Había estado allí, ahora estaba aquí, y había en juego algo más complejo que un simple cambio de lugar.

Volviéndome hacia el castillo, vi en el arco inferior de la torre una gran puerta negra, abierta de par en par. Curiosamente, no lo había notado antes.

Comencé a avanzar por el césped, pero cuando llegué a la escalinata de piedra vacilé. Sentado sobre un viejo galgo de mármol se encontraba su descendiente de carne y hueso, un perro negro que, según descubriría luego, era un lurcher. Al parecer, me observaba desde mi llegada al jardín.

Ahora estaba delante de mí, cerrándome el paso y escrutándome con sus ojos oscuros. Me faltó voluntad, fuerza para continuar. De pronto mi respiración se aceleró y comencé a sentir frío. Aunque no estaba asustada. Es difícil de explicar, aquel perro me parecía un barquero, o un mayordomo anticuado, alguien que debía autorizarme a seguir adelante.

El lurcher se acercó en silencio, sin apartar la vista de mí. Su hocico me rozó suavemente la punta de los dedos, luego dio media vuelta y se fue al trote. Desapareció a través de la puerta abierta.

Según entendí, me indicaba que lo siguiera.