Mientras la señora Bird se encargaba de las formalidades, tomando los datos de mi tarjeta de visita, con una serie de excusas amables me alejé para echar un vistazo por la puerta trasera. Desde allí se veía un jardín con diversos edificios: un granero, un palomar y una tercera construcción con tejado cónico que luego resultaría ser un «secadero de lúpulo». En el centro había un estanque redondo, donde la pareja de gansos regordetes se deslizaba con elegancia sobre el agua caldeada por el sol, formando pequeñas olas que se expandían hasta chocar contra el borde enlosado. Más allá, un pavo real inspeccionaba el límite del césped recién cortado, que separaba el jardín de un prado de flores silvestres y el campo que se divisaba en la lejanía. El jardín iluminado por el sol, enmarcado por el hueco de la puerta donde me encontraba, parecía la foto de un lejano día primaveral que de algún modo había vuelto a la vida.
—Es extraordinario, ¿verdad? —dijo la señora Bird, que había aparecido de improviso a mi espalda sin que la hubiera oído acercarse—. ¿Ha oído hablar de Oliver Sykes?
Negué con la cabeza y ella asintió, encantada de poder iluminarme:
—Era un arquitecto, bastante conocido en su época. Terriblemente excéntrico. Vivía en Sussex, tenía su casa en Pembroke, pero hizo unos trabajos en el castillo a comienzos del siglo XX, después de que Raymond Blythe se casara por primera vez y trajera a su mujer desde Londres. Fue uno de los últimos trabajos de Sykes antes de que desapareciera para embarcarse en su propia versión del Grand Tour. Supervisó la construcción de una réplica de nuestro estanque circular, más grande, y llevó a cabo un ambicioso proyecto en el foso que rodea el castillo: lo convirtió en un espléndido circuito de natación para la señora Blythe. Era una gran nadadora, muy atlética, según se decía. Solían poner allí… —de pronto la señora Bird se llevó un dedo a la mejilla y arrugó la frente— un producto químico, ¿cuál era? —se preguntó. Luego, apartó el dedo de la cara y levantó la voz—: ¡Bird!
—Sulfato de cobre —dijo una voz incorpórea.
Observé de nuevo al canario, que hurgaba en su jaula buscando semillas. Luego mis ojos pasearon por las fotos colgadas de las paredes.
—Ah, sí, por supuesto —prosiguió la señora Bird, sin inmutarse—, sulfato de cobre, para que tuviera un color celeste —me explicó, y lanzó un suspiro—. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Lamentablemente, el foso de Sykes se secó hace varias décadas, y la grandiosa piscina circular les pertenece solo a los gansos. Está toda sucia y llena de excrementos de pato. —Mi anfitriona me entregó una pesada llave de latón y cerró mis dedos alrededor de ella antes de anunciar—: Mañana iremos andando al castillo. El pronóstico del tiempo es bueno y es hermosa la vista desde el segundo puente. ¿Nos encontramos aquí a las diez?
—Tienes una reunión con el párroco a esa hora, querida.
La voz profunda y paciente llegó otra vez hasta nosotras. En esta ocasión conseguí precisar de dónde venía: de una pequeña puerta, apenas visible, oculta en la pared detrás de la recepción.
La señora Bird apretó los labios y pareció meditar sobre el misterioso recordatorio antes de asentir lentamente.
—Bird tiene razón. Qué pena —dijo, pero de pronto se iluminó—. No hay problema. Le dejaré las instrucciones, terminaré lo más rápido que pueda en el pueblo y me reuniré con usted en el castillo. No pasaremos allí más de una hora. No me gusta importunar, las señoritas Blythe son muy ancianas.
—Una hora, perfecto —aseguré. Podría regresar a Londres a la hora de comer.
* * *
Mi habitación era pequeña. Una cama con dosel ocupaba codiciosamente el centro, un pequeño escritorio se acurrucaba bajo la ventana, y no había mucho más. Pero la vista era extraordinaria. La habitación estaba en la parte trasera de la casa y la ventana se abría al mismo prado que había vislumbrado a través de la puerta de abajo. El segundo piso, sin embargo, ofrecía una mejor vista de la colina que subía hacia el castillo, y desde allí podía contemplar la aguja de la torre que se elevaba hacia el cielo por encima de los árboles.
En el escritorio alguien había dejado una manta de cuadros de picnic, cuidadosamente doblada, y una cesta de bienvenida repleta de fruta. El día era agradable y el lugar, encantador. Cogí un plátano, la manta, y bajé la escalera con mi nuevo libro, El Milderhurst de Raymond Blythe.
En el jardín el jazmín endulzaba el aire, y grandes ramilletes blancos se arremolinaban y colgaban desde lo alto de una pérgola de madera situada junto al parque. Enormes carpas nadaban con lentitud cerca de la superficie del estanque, agrupándose para buscar el sol de la tarde. Era maravilloso, pero seguí mi camino. Divisé a lo lejos una línea de árboles y me dirigí hacia ellos a través del prado salpicado de anémonas silvestres. Aunque no había llegado el verano, el día era agradable, el aire seco, y al llegar a los árboles tenía la frente perlada de sudor.
Extendí la manta en un lugar moteado por los rayos del sol y me quité los zapatos. Cerca de allí, un arroyo corría entre las piedras y las mariposas volaban en la brisa. La manta olía a lavandería y a hojas trituradas, y cuando me senté, la alta hierba del prado me envolvió haciendo que me sintiera completamente sola.
Apoyé El Milderhurst de Raymond Blythe en mis rodillas y deslicé la mano por la portada. En ella se veía una serie de fotografías en blanco y negro dispuestas en diversos ángulos, como si alguien las hubiera dejado caer al azar: niños agraciados vestidos a la antigua, lejanos picnics junto a un arroyo brillante, una hilera de nadadores posando junto al foso; las miradas genuinamente sorprendidas de personas para quienes el hecho de captar una imagen en una fotografía era una especie de magia.
Pasé la primera página y comencé a leer.
Capítulo 1
El hombre de Kent
Hubo quienes dijeron que el Hombre de Barro jamás había nacido, que siempre había existido, como el viento, los árboles y la tierra, pero se equivocaban. Todo lo que vive ha nacido, todo lo que vive posee un hogar, y el Hombre de Barro no era una excepción.
Para algunos autores el mundo de la ficción representa una oportunidad de escalar montañas desconocidas y describir grandes reinos de fantasía. Para Raymond Blythe, sin embargo, y para unos cuantos novelistas de su época, su propio hogar resultó ser la fuente de inspiración más fértil, fiable y fundamental, tanto en su vida como en su obra. Las diversas cartas y artículos escritos a lo largo de sus setenta y cinco años comparten un único tema: Raymond Blythe era, sin lugar a dudas, un hombre hogareño que encontraba respiro, refugio y, en última instancia, recogimiento en la parcela de tierra que durante siglos sus antepasados consideraron propia. Pocas veces la casa de un escritor ha sido utilizada en la ficción tal como aparece en el relato gótico de la literatura juvenil titulado La verdadera historia del Hombre de Barro. Incluso antes de esta obra fundamental, el castillo que se alza orgulloso en el fértil y verde suelo de Kent, y el paisaje circundante —que abarcaba las tierras de cultivo, los frondosos y susurrantes bosques y los deliciosos jardines— hicieron de Raymond Blythe el hombre que finalmente fue.
El autor había nacido en un aposento del segundo piso de Milderhurst Castle el día más caluroso del verano de 1866. El primogénito de Robert y Athena Blythe recibió el nombre de su abuelo paterno, que había amasado su fortuna en las minas de oro de Canadá. Raymond fue el mayor de cuatro hermanos; el menor de ellos, Timothy, murió trágicamente durante una violenta tempestad en el año 1876. Athena Blythe, una poetisa de cierto renombre, se sintió tan desolada por la muerte de su hijo pequeño que poco tiempo después se sumió en una profunda depresión, de la cual jamás se recuperaría. Se quitó la vida arrojándose al vacío desde la torre de Milderhurst, abandonando así a su esposo, su poesía y a sus tres hijos pequeños.
En la página siguiente se veía la fotografía de una hermosa mujer de cabello oscuro con un cuidadoso peinado, asomada a una ventana abierta mirando a sus cuatro hijitos alineados por orden de altura. Estaba fechada en 1875, y tenía el mismo candor de tantas otras antiguas fotografías de aficionados. Al parecer, el más pequeño, Timothy, se había movido durante la toma, porque su rostro sonriente se veía borroso. El pobre niño ignoraba que solo le quedaban unos meses de vida.
Leí rápidamente los párrafos siguientes —padre victoriano y distante, educado en Eton, becado en Oxford— hasta llegar al momento en que Raymond Blythe alcanzó la madurez.
En 1887, después de graduarse en Oxford, Raymond Blythe se mudó a Londres, donde comenzó su carrera literaria como colaborador de la revista Punch. Durante la década siguiente publicaría doce obras teatrales, dos novelas y una antología de poesía para niños, aunque sus cartas indican que, a pesar de sus logros profesionales, era infeliz en aquella ciudad y ansiaba regresar al amable paisaje de la infancia.
Tal vez la vida en la ciudad fue más llevadera para Raymond Blythe gracias a que en 1895 contrajo matrimonio con la señorita Muriel Palmerston, muy admirada y considerada «la más guapa de todas las jóvenes que fueron presentadas en sociedad ese año», y ciertamente sus cartas sugieren una brusca mejoría de su estado de ánimo durante ese periodo. Raymond Blythe fue presentado a la señorita Palmerston por un conocido común, que, como se demostraría luego, no se equivocó. Ambos compartían la pasión por las actividades al aire libre, los juegos de palabras y la fotografía, y formaron una encantadora pareja que en numerosas ocasiones embelleció las páginas sociales.
En 1898, cuando murió su padre, Raymond Blythe heredó Milderhurst Castle y regresó con Muriel para establecerse allí. Numerosos testimonios de la época sugieren que la pareja deseaba intensamente formar una familia desde hacía tiempo y, efectivamente, en la época de su traslado a Milderhurst, Raymond Blythe expresaba abiertamente en sus cartas la preocupación por no ser padre. No obstante, esta dicha eludiría al matrimonio Blythe durante varios años. En 1905 Muriel Blythe escribió a su madre confesándole su temor a que les fuera negada «la bendición de los hijos». Con inmensa alegría —podría aventurarse que también con cierto alivio—, al cabo de cuatro meses de haber enviado la carta, escribió nuevamente a su madre notificándole que esperaba un bebé. Finalmente resultaron ser dos: tras un complicado embarazo, que incluyó un largo periodo de reposo absoluto, en enero de 1906 Muriel dio a luz satisfactoriamente a sus gemelas. Las cartas de Raymond Blythe a sus hermanos indican que esta fue la época más feliz de su vida, y los álbumes familiares rebosaban de fotografías que daban muestra de su paternal orgullo.
A continuación, una doble página mostraba varias fotografías de dos niñas. Aunque evidentemente eran muy parecidas, una era más pequeña y delicada que la otra, y parecía sonreír con menos seguridad que su hermana. En la última foto se veía un hombre de cabello ondulado y rostro amable sentado en una silla tapizada, con las dos pequeñas en las rodillas vestidas con unos trajecitos de encaje. Algo en su actitud —la luz de los ojos, quizás, o la sutil presión de sus manos en el brazo de cada niña— expresaba su profundo amor por ambas, y se me ocurrió, mientras la observaba de cerca, que era muy raro encontrar una fotografía de la época que mostrara al padre en una situación tan doméstica, tan sencilla. Me invadió un sentimiento afectuoso hacia Raymond Blythe y continué leyendo.
Sin embargo, la dicha no sería duradera. Muriel Blythe murió una tarde de invierno de 1910, cuando una brasa candente que saltó de la chimenea atravesó la pantalla y cayó en su falda. La gasa de su vestido se incendió de inmediato, y ella se convirtió en una tea antes de que pudieran acudir en su ayuda. El fuego se extendió y alcanzó incluso la pequeña torre este de Milderhurst Castle y la amplia biblioteca de la familia Blythe. Las quemaduras en el cuerpo de la señora Blythe eran considerables, y a pesar de haber sido envuelta en vendas húmedas y de haber recibido la atención de los mejores médicos, en menos de un mes sucumbió a las terribles heridas.
La pena de Raymond Blythe tras la muerte de su esposa fue tan profunda que durante años no consiguió publicar una sola página. Algunas fuentes afirman que sufrió un paralizante bloqueo que le impedía escribir, mientras que otras opinan que se negó a trabajar y clausuró su despacho, al que regresó para componer su ahora famosa novela, La verdadera historia del Hombre de Barro, resultado de un periodo de intensa actividad en 1917. Si bien la obra despertó un generalizado interés entre los jóvenes lectores, diversos críticos ven en la historia una alegoría de la Gran Guerra, en la que se perdieron tantas vidas en los fangosos campos de Francia; en particular, se ha trazado un paralelo entre el personaje del Hombre de Barro y los soldados que regresaban a su casa, a su familia, después de la terrible masacre. El propio Raymond Blythe fue herido en Flandes en 1916 y enviado de regreso a Milderhurst, donde convaleció al cuidado de un equipo privado de enfermeras.
La falta de identidad del Hombre de Barro y la lucha del narrador por averiguar el nombre primigenio, olvidado, de la criatura, junto a su posición y lugar en la historia son vistos también como un homenaje al gran número de soldados desconocidos de la Gran Guerra y la inadaptación que habría sentido Raymond Blythe a su regreso.
A pesar de la cantidad de artículos de investigación dedicados a su análisis, la verdad que existe detrás de la inspiración de El Hombre de Barro es aún un misterio. Raymond Blythe era sumamente reservado en relación con la composición de la novela. Se limitaba a afirmar que había sido «un regalo de las musas» y que la historia le había llegado completa. Quizás como resultado de ello, La verdadera historia del Hombre de Barro es una de las pocas novelas que han logrado captar y mantener el interés del público, y adquirir una trascendencia casi mítica. Aun cuando las cuestiones relativas a su creación y a sus influencias son fuertemente debatidas por los investigadores literarios de diferentes países, la fuente de inspiración de El Hombre de Barro no deja de ser uno de los mayores misterios literarios del siglo XX.
Un misterio literario. Un escalofrío me recorrió la espalda mientras repetía aquellas palabras en voz baja. Me encantaba El Hombre de Barro por su historia y la sensación que me provocaba la manera en que había sido escrito, pero enterarme de que la composición de la novela estaba envuelta en misterio lo hacía mejor aún.
Aunque para entonces Raymond Blythe ya era respetado en el ámbito profesional, el enorme éxito comercial y de crítica de La verdadera historia del Hombre de Barro eclipsó sus trabajos anteriores y a partir de ahí sería conocido como el creador de la novela favorita del país. En 1924 la producción de la obra de teatro El Hombre de Barro, en el West End de Londres, lo popularizó entre un público aún más amplio, pero a pesar de las incesantes demandas de los lectores, Raymond Blythe se negó a escribir una segunda parte. La novela fue dedicada en primer lugar a sus hijas gemelas, Persephone y Seraphina, aunque en ediciones posteriores fue agregada una segunda línea, con las iniciales de sus dos esposas: MB y OS.
Junto a su triunfo profesional, la vida personal de Raymond Blythe volvió a florecer. Se casó por segunda vez en 1919, con una mujer llamada Odette Silverman, que conoció en una fiesta de Bloomsbury organizada por lady Londonderry. Aunque el origen de la señorita Silverman era modesto, su talento como arpista le permitió acceder a un círculo social que en otras circunstancias ciertamente le habría sido vedado. El noviazgo fue breve y el matrimonio causó cierto escándalo, debido a las respectivas edades de los novios —él tenía más de cincuenta y ella, de dieciocho, era solo cinco años mayor que las hijas de su primer matrimonio— y a la disparidad de sus orígenes. Circuló el rumor de que Raymond Blythe había sido hechizado por la belleza y la juventud de Odette Silverman. La boda se celebró en la capilla de Milderhurst, abierta por primera vez desde el funeral de Muriel Blythe.
En 1922 Odette dio a luz una niña a quien llamaron Juniper. Su belleza es evidente en las numerosas fotografías de la época que se conservan actualmente. De nuevo, a pesar de algunos comentarios jocosos sobre la persistente falta de un hijo y heredero, las cartas escritas por Raymond Blythe en aquella época indican que estaba encantado con el nuevo miembro de la familia. Por desgracia, esta felicidad no sería duradera. Las nubes de tormenta ya oscurecían el horizonte.
En diciembre de 1924 Odette murió debido a complicaciones en las primeras etapas de su segundo embarazo.
Di la vuelta a la página con avidez y me encontré con dos fotos. En la primera, Juniper Blythe tendría alrededor de cuatro años. Se la veía sentada, con las piernas extendidas, cruzadas a la altura de los tobillos. Sus pies estaban descalzos y su expresión demostraba que no le agradaba haber sido sorprendida en un momento de solitaria contemplación. Miraba fijamente a la cámara con sus ojos almendrados, tal vez demasiado separados. Junto al delicado cabello rubio, la nariz respingona salpicada de pecas y la pequeña boca salvaje, esos ojos creaban un aura de sabiduría mal conseguida.
En la siguiente foto, Juniper ya era una muchacha. El paso de los años parecía instantáneo. La misma mirada gatuna se enfrentaba a la cámara desde un rostro adulto, de enorme y extraña belleza. Recordé el relato de mi madre, la descripción del modo en que las otras mujeres del pueblo se habían apartado al verla llegar, de la atmósfera que ella parecía llevar consigo. Al observar la fotografía pude imaginarlo con claridad. Era una joven curiosa y reservada, distraída y alerta, todo al mismo tiempo. Los rasgos particulares, los destellos y atisbos de emoción e inteligencia se combinaban para formar una mezcla irresistible. Me apresuré a leer el pie de foto en busca de una fecha: abril de 1939. Ese mismo año mi madre, que ya había cumplido los doce, la había conocido.
Tras la muerte de su segunda esposa, Raymond Blythe se recluyó en su despacho. Excepto algún breve artículo en el Times, no volvió a publicar nada digno de mención. Aunque Blythe se hallaba trabajando en un proyecto en el momento de su muerte, no era, como muchos esperaban, una nueva entrega de El Hombre de Barro, sino un ensayo científico bastante extenso sobre la naturaleza no lineal del tiempo, que explicaba sus propias teorías, familiares para los lectores de El Hombre de Barro, acerca de la capacidad del pasado de filtrarse en el presente. La obra quedó inconclusa.
En los últimos años de su vida, la salud de Raymond Blythe se deterioró. Creía que el Hombre de Barro de su famosa historia había cobrado vida, que lo perseguía y lo atormentaba. Un temor comprensible, aunque imaginario, teniendo en cuenta la trágica serie de acontecimientos que a lo largo de su vida afectaron a sus seres queridos. Es previsible, sin lugar a dudas, que un antiguo castillo como este se relacione con historias escalofriantes, de la misma forma que es natural que una novela tan aclamada como La verdadera historia del Hombre de Barro, que transcurre entre los muros de Milderhurst Castle, aliente este tipo de teorías.
Raymond Blythe se convirtió al catolicismo a finales de la década de 1930 y en sus últimos años se negó a recibir visitas, excepto la de su confesor. Falleció el viernes 4 de abril de 1941, al caer de la torre de Milderhurst, lo mismo que sesenta y cinco años antes había sucedido con su madre.
Al final del capítulo había otra fotografía de Raymond Blythe. Era totalmente diferente de la primera —el joven padre sonriente con las dos gemelas regordetas en las rodillas— y, mientras la examinaba, recordé instantáneamente mi conversación con Alice en la librería, y en especial su comentario acerca de que la inestabilidad mental que acosaba a Juniper era un mal de familia. En ese hombre, en esa versión de Raymond Blythe, nada quedaba de aquella tranquila satisfacción tan notoria en la primera fotografía. En cambio, parecía invadido por la angustia: los ojos recelosos, la boca apretada, la barbilla tensa. La foto estaba fechada en 1939, Raymond tenía entonces setenta y tres años. Sin embargo, las profundas líneas que surcaban su rostro no eran solo producto de la edad: cuanto más la observaba, más me convencía. Había creído que el biógrafo se refería metafóricamente al tormento de Raymond Blythe, pero ahora comprendía que no era así. El hombre de la fotografía presentaba la atemorizada máscara de un prolongado tormento interno.
* * *
De pronto llegó el atardecer, cubrió las depresiones que el terreno formaba entre las lomas y los bosques de Milderhurst, se extendió por los campos y devoró la luz. La fotografía de Raymond Blythe se disolvió en la oscuridad y cerré el libro. Pero no me marché. Todavía no. Me volví para mirar, a través de una brecha entre los árboles, el lugar donde se alzaba el castillo: una masa oscura, en la cima de la colina, bajo el cielo azul oscuro. Y me estremecí de placer al pensar que a la mañana siguiente atravesaría su portón.
Esa tarde, los personajes del castillo habían cobrado vida para mí, mi piel los había absorbido mientras leía. Sentí que los conocía desde siempre, que a pesar de haber llegado al pueblo de Milderhurst por accidente, era justo que yo estuviera allí. Me había embargado la misma sensación al leer por primera vez Cumbres borrascosas, Jane Eyre y Casa desolada. La sensación de conocer la historia, de confirmar algo que siempre había sospechado; algo que había estado siempre en mi futuro, esperando a que lo encontrara.