Los libros y los pájaros

El portón del castillo tenía cerrojo y era demasiado alto para escalar. A decir verdad, no lo habría logrado aunque hubiera sido más bajo. Nunca fui amiga de los deportes ni de la destreza física y, desgraciadamente, a causa de aquellos recuerdos remotos que acudían a mi mente, mis piernas parecían de gelatina. Me sentía extrañamente confusa e insegura, y al cabo de un rato decidí volver a mi coche y sentarme. Me pregunté cuál era la mejor forma de actuar. Mis opciones no eran muchas. Estaba demasiado aturdida como para conducir, más aún hasta Londres, de modo que me dirigí hacia el pueblo de Milderhurst.

A primera vista era como cualquiera de los pueblos que había dejado atrás aquel día: un único camino conducía hacia el centro y desembocaba en una plaza, una iglesia y una escuela. Aparqué delante del salón parroquial. Imaginé las filas de agotados niños londinenses, sucios y desconcertados después del interminable viaje en tren. Vi la imagen fantasmal de mi madre, mucho tiempo atrás, antes de convertirse en mi madre, antes de ser muchas cosas, dirigiéndose inevitablemente a lo desconocido.

Comencé a deambular por la calle principal, intentando —sin demasiado éxito— refrenar mis fantasiosos pensamientos. Mi madre había regresado a Milderhurst, y yo la había acompañado. Nos habíamos detenido delante de aquella verja enorme y ella se había angustiado. Ahora lo recordaba. Había ocurrido. Había encontrado una respuesta, pero un montón de nuevas preguntas se habían liberado y revoloteaban en mi mente como polillas en busca de la luz. ¿Por qué habíamos ido allí y por qué había llorado mi madre? ¿A qué se refería cuando dijo que había cometido un error, que era demasiado tarde? ¿Y por qué me había mentido, hacía apenas tres meses, al decirme que la carta de Juniper Blythe no significaba nada?

Las preguntas siguieron revoloteando a mi alrededor, hasta que de pronto me encontré delante de la puerta abierta de una librería. Creo que en momentos de gran perplejidad es natural buscar algo familiar, y las altas estanterías con sus largas filas de volúmenes cuidadosamente alineados me resultaron inmensamente reconfortantes. Entre el olor de la tinta y la encuadernación, las motas de polvo que se distinguían en los rayos de luz, el abrazo del aire cálido y tranquilo, sentí que podía respirar mejor. Advertí que mi pulso volvía lentamente al ritmo habitual y mis pensamientos se aquietaban. El lugar estaba en penumbra, lo cual era aún mejor. Como un profesor que pasa lista, comencé a buscar a mis autores y títulos favoritos. Brontë: las tres presentes; Dickens: confirmado; Shelley: varias ediciones adorables. No había necesidad de moverlos de su sitio; bastaba con saber que estaban allí, rozarlos levemente con la punta de los dedos.

Continué recorriendo y observando, ordenando algún libro que se había deslizado fuera de su sitio, hasta que por fin llegué a un espacio despejado al fondo del local, con una mesa en el centro. Un cartel rezaba: «Historias locales». Allí amontonados había cuentos, grandes tomos ilustrados y libros de autores de la zona: Historias de misterio, crímenes y terror; Las aventuras de los bandidos de Hawkhurst; Una historia sobre el cultivo del lúpulo. En el centro, apoyado en un atril de madera, vi un título que conocía: La verdadera historia del Hombre de Barro.

Conteniendo la respiración, lo levanté y lo sostuve contra mi pecho.

—¿Le gusta? —preguntó la empleada de la librería, que apareció de repente con un trapo en la mano.

—Oh, sí —dije con veneración—. Por supuesto, ¿a quién no?

Cuando descubrí La verdadera historia del Hombre de Barro tenía diez años. Estaba en casa, enferma. Eran las paperas, creo, una de esas enfermedades de la niñez que obligan a pasar semanas de aislamiento. Yo debía de estar muy quejosa e insoportable, porque la sonrisa comprensiva de mi madre se había convertido en un rictus estoico. Un día, tras permitirse un breve paseo por la calle principal, regresó con renovado optimismo, y me entregó un ajado libro pedido en la biblioteca.

—Creo que te entusiasmará —dijo con cautela—. Tal vez sea para lectores un poco mayores que tú, pero eres una niña inteligente; estoy segura de que con un poco de esfuerzo podrás comprenderlo. Aunque es bastante largo comparado con los libros que acostumbras a leer, te recomiendo que perseveres.

Es probable que como respuesta yo tosiese de un modo autocompasivo, sin saber que estaba a punto de cruzar un significativo umbral del cual no habría retorno; que en mis manos descansaba un objeto cuya modesta apariencia ocultaba un enorme poder. Todo verdadero lector posee un libro, un momento, como el que describo; el mío fue ese ajado volumen de la biblioteca que mi madre me ofreció aquel día. Porque a pesar de que entonces no lo sabía, después de sumergirme por completo en el mundo de El Hombre de Barro la vida real ya no sería capaz de competir con la ficción. Desde entonces le he estado muy agradecida a la señorita Perry. Tal vez cuando puso la novela sobre el mostrador, instando a mi pobre madre a que se la llevara, me confundió con una niña mucho mayor, o bien vislumbró mi alma y detectó un vacío que debía ser llenado. Siempre he preferido inclinarme por esta última opción. Al fin y al cabo, el verdadero propósito de un bibliotecario es reunir a cada libro con su único y verdadero lector.

Abrí la cubierta amarillenta y desde el primer capítulo, donde se describe el despertar del Hombre de Barro en el foso oscuro y brillante, el terrible instante en que su corazón comienza a latir, me cautivó. Mis nervios se estremecieron de placer, mi piel se ruborizó, mis dedos temblaron con entusiasmo al dar la vuelta a las páginas, gastadas en la esquina donde los dedos de innumerables lectores se habían detenido antes que los míos. Viajé a lugares magníficos y aterradores sin moverme del sillón repleto de pañuelos de papel en el comedor de la casa suburbana de mi familia. El Hombre de Barro me mantuvo atrapada durante días; mi madre volvió a sonreír, mi rostro hinchado volvió a la normalidad, y mi futuro comenzó a forjarse.

* * *

Observé nuevamente el cartel escrito a mano, «Historias locales», y me volví hacia la sonriente empleada.

—¿Raymond Blythe era de esta zona?

—Oh, sí —respondió ella, colocándose un mechón de pelo detrás de las orejas—. Desde luego. Vivió y escribió en Milderhurst Castle; y murió allí. Es la magnífica finca que se encuentra a unos kilómetros del pueblo —afirmó. Y con un tono vagamente triste, añadió—: Al menos lo fue en otro tiempo.

Raymond Blythe. Milderhurst Castle. Mi corazón comenzó a latir con fuerza.

—¿Tenía una hija?

—En realidad, fueron tres.

—¿Una de ellas se llamaba Juniper?

—Así es, la pequeña.

Pensé en mi madre, en el recuerdo de la joven de diecisiete años que había alterado la atmósfera al entrar en el salón parroquial, que la había rescatado de la fila de evacuados, que en 1941 le había enviado una carta que llegaría cincuenta años después y la haría llorar. Y sentí la súbita necesidad de apoyarme en algo firme.

—Las tres aún viven allí arriba —continuó la dependienta—. Mi madre suele decir que hay algo en el agua del castillo; son fuertes como un roble. Excepto Juniper, claro.

—¿Qué le ocurre?

—Demencia. Creo que es un mal de familia. Una triste historia. Dicen que era una auténtica belleza y muy inteligente también, una escritora muy prometedora, pero su novio la abandonó durante la guerra, y jamás volvió a ser la misma. Perdió la cordura, siguió esperando a que regresara, pero nunca volvió a verlo.

Abrí la boca para preguntarle adónde se había marchado el prometido de Juniper, pero comprendí que estaba entusiasmada con su relato y no admitiría interrupciones.

—Fue una suerte para ella tener dos hermanas tan piadosas. Son una especie en vías de extinción, en su época participaban en todo tipo de obras de caridad. De otro modo, la habrían internado en un hospital psiquiátrico. —La mujer echó un vistazo por encima de su hombro, comprobó que nadie oía y entonces se acercó a mí—. Recuerdo que, cuando yo era niña, Juniper solía deambular por el pueblo y los campos vecinos. No molestaba a nadie, nada de eso, simplemente vagaba sin rumbo. Los niños a menudo se asustaban, pero en general a los niños les encanta sentir miedo, ¿no es cierto?

Asentí fervientemente.

—Era completamente inofensiva —prosiguió ella—; jamás se metió en ningún problema que no pudiera solucionar por sí misma. Y todo pueblo que se precie necesita un personaje excéntrico —añadió con una temblorosa sonrisa—, alguien que haga compañía a los fantasmas. Si lo desea, aquí podrá leer más cosas sobre el tema —me alentó, ofreciéndome un libro titulado El Milderhurst de Raymond Blythe.

—Me lo llevo —respondí, entregándole un billete de diez libras—. Y también un ejemplar de El Hombre de Barro.

Estaba a punto de salir de la librería con el paquete envuelto en papel manila cuando la vendedora dijo a mis espaldas:

—Si realmente está interesada, debería considerar la posibilidad de hacer una excursión.

—¿Al castillo? —pregunté, volviendo de nuevo hacia las sombras del local.

—Tiene que hablar con la señora Bird[1], en Home Farm, el hotelito de Tenterden Road.

* * *

La granja se hallaba a unos kilómetros, volviendo por el camino que me había llevado hasta el pueblo; se trataba de una casita de ladrillos y tejas, rodeada por un jardín florido. En la parte superior destacaban las dos ventanas de una buhardilla y un remolino de palomas blancas revoloteaba sobre el tejado de una alta chimenea. Las ventanas con vidrieras estaban abiertas para aprovechar el cálido día; sus rombos titilaban ciegamente en el sol de la tarde.

Aparqué el coche bajo un fresno gigante cuyas amenazadoras ramas rozaban el borde de la casa y le daban sombra. Comencé a recorrer el soleado jardín: hermosos jazmines, dragoncillos y campanillas bordeaban el sendero de ladrillos. Un par de gansos blancos se balanceaban torpemente, sin detenerse por mi intromisión. Crucé la puerta, pasando de la brillante luz del sol a un vestíbulo débilmente iluminado. Las paredes estaban decoradas con fotografías en blanco y negro del castillo y sus alrededores. Los carteles explicaban que habían sido tomadas para la revista Country Life en 1910. En la pared más alejada, detrás del mostrador, con una placa dorada donde se leía «Recepción», me esperaba una mujer pequeña y regordeta que llevaba un traje de lino azul eléctrico.

—Supongo que es mi joven visitante de Londres —dijo, pestañeando a través de unas gafas con montura de concha. Ante mi confusión, sonrió y se explicó—: Alice me ha telefoneado desde la librería diciendo que vendría. Ciertamente usted no ha perdido el tiempo, porque me ha dicho que tardaría al menos una hora.

Eché un vistazo al canario amarillo en la suntuosa jaula que colgaba detrás de la mujer.

—Él se disponía a almorzar, pero le he dicho que llegaría tan pronto como cerrara la puerta y colocara el cartel —comentó. Entonces soltó una risita áspera que salió desde lo más profundo de su garganta. Supuse que tenía alrededor de sesenta años, pero esa risa pertenecía a una mujer mucho más joven y malvada de lo que parecía a primera vista—. Alice me ha dicho que está interesada en el castillo.

—Es cierto. Tenía la esperanza de poder visitarlo y ella me ha enviado aquí. ¿Tengo que registrarme?

—Oh, no, nada formal. Yo misma organizo las excursiones —explicó. Su pecho cubierto de lino se hinchó con orgullo y luego se desinfló—. Es decir, lo hacía.

—¿Lo hacía?

—¡Oh, sí! ¡Era un trabajo estupendo! Las señoritas Blythe al principio guiaban personalmente a los visitantes, por supuesto. Comenzaron en los años cincuenta, para mantener el castillo y salvarse del National Trust[2]; la señorita Percy no lo habría permitido de otro modo, se lo aseguro. Pero hace unos años comenzó a pesarle demasiado. Todos tenemos nuestros límites, y cuando ella alcanzó el suyo, yo estuve encantada de reemplazarla. Hubo alguna época en que organizaba cinco visitas a la semana, ahora no hay tanta demanda. Aparentemente la gente ha olvidado este antiguo lugar —comentó mi anfitriona con una mirada inquisitiva, como si yo fuera capaz de explicar los misterios del género humano.

—Me encantaría verlo por dentro —dije con entusiasmo, con esperanza, incluso con cierta impaciencia.

La señora Bird pestañeó.

—Por supuesto, querida, y a mí me encantaría enseñárselo, pero me temo que ya no es posible visitarlo.

La desilusión fue aplastante. Por un instante creí que no sería capaz de articular una palabra.

—Oh, vaya —fue todo lo que pude decir.

—Es una pena, pero la señorita Percy dice que no cambiará de opinión. Se cansó de abrir su casa para que unos turistas ignorantes dejen allí su basura. Lamento que Alice la haya confundido.

La señora Bird se encogió de hombros en señal de impotencia y un silencio incómodo se instaló entre nosotras.

Traté de comportarme con cortés resignación, pero mientras la posibilidad de visitar Milderhurst Castle se desvanecía, comencé a sentir que no había nada que deseara tan intensamente.

—Soy una gran admiradora de Raymond Blythe —me oí decir—. Creo que no me habría hecho editora si de niña no hubiera leído El Hombre de Barro. Supongo que… Es decir, quizás si usted les hablara de mí, si les asegurara a las propietarias que no soy la clase de persona que tiraría basura en su casa…

—En fin… —dijo la señora Bird, frunciendo el ceño en actitud reflexiva—. El castillo es una maravilla digna de ser vista y no hay persona más orgullosa de su propiedad que la señorita Percy… ¿Así que es editora?

Fue un involuntario golpe de suerte: la señora Bird pertenecía a una generación para la cual de esa palabra emanaba una especie de encanto de Fleet Street; mi diminuto cubículo repleto de papeles y mi contabilidad más bien sobria no tenían importancia. Me aferré a esa oportunidad como un náufrago a una balsa.

—Trabajo en la editorial Billing & Brown, de Notting Hill —declaré. Entonces recordé las tarjetas de presentación que Herbert me había regalado cuando celebramos mi ascenso. Jamás les había dado un uso profesional, pero son realmente útiles como marcapáginas. Cogí una del ejemplar de Jane Eyre que siempre llevo en el bolso por si se da la casualidad de que tenga que hacer cola en algún sitio. La esgrimí como si fuera el billete premiado de la lotería.

—¡Vaya, vicepresidenta! —leyó la señora Bird, echándome un vistazo por encima de las gafas. El repentino tono de veneración en su voz no fue producto de mi imaginación. Acarició el borde de la tarjeta, apretó los labios y asintió ligeramente con la cabeza—. Si me da un minuto, telefonearé a mis viejas amigas. Veré si me permiten hacer una visita esta tarde.

* * *

Mientras la señora Bird hablaba en voz baja por un antiguo teléfono, me senté en un sofá tapizado de cretona y abrí el paquete que contenía mis nuevos libros. Tomé la flamante copia de El Hombre de Barro y lo hice girar en mis manos. Era verdad lo que había dicho, de algún modo mi encuentro con la historia de Raymond Blythe había determinado el resto de mi vida. Me bastaba tenerlo en las manos para sentir la total seguridad de saber exactamente quién era.

El diseño de la portada de la nueva edición era igual al de la copia que mi madre había pedido a la biblioteca hacía veinte años en el barrio de West Barnes y, sonriendo para mis adentros, prometí ir a la oficina de correos y devolverla por correo certificado al llegar a casa. Finalmente, una deuda de veinte años sería saldada.

Porque cuando me curé de las paperas y llegó el momento de devolver El Hombre de Barro a la señorita Perry, el libro, aparentemente, había desaparecido. La búsqueda furibunda de mi madre y mis vehementes declaraciones de inocencia no lograron hacer que reapareciera, ni siquiera en el páramo de los objetos perdidos bajo mi cama. Agotadas todas las posibles vías de búsqueda, me dirigí resueltamente a la biblioteca para hacer mi confesión en persona. Mi pobre madre se ganó una de las famosas miradas fulminantes de la señorita Perry y casi se muere de vergüenza. Yo estaba demasiado emocionada por la deliciosa gloria de la posesión como para sentir culpa. Fue la primera y la única cosa que robé. No había alternativa: ese libro y yo éramos sencillamente el uno para el otro.

* * *

La señora Bird dejó caer el auricular del teléfono sobre la horquilla con tanta fuerza que me sobresaltó. Por la expresión de su rostro comprendí de inmediato que tenía malas noticias. Me levanté y con paso vacilante fui hasta el mostrador. Sentí un hormigueo en el pie derecho, se me había entumecido.

—Me temo que una de las hermanas Blythe no se encuentra bien —anunció la señora Bird—. La más joven ha sufrido un ataque y han llamado al médico; en este momento está de camino.

Me esforcé por disimular mi desilusión. Era inadecuado mostrar la propia frustración ante la enfermedad de una anciana.

—Qué terrible noticia. Espero que se mejore.

Ante mi preocupación la señora Bird agitó la mano, como si espantara una mosca inofensiva pero molesta.

—Por supuesto. No es la primera vez. Ha sufrido episodios como este desde que era niña.

—¿Episodios?

—Amnesias, es como suelen llamarlos. Un lapso de tiempo del que no tiene conciencia, generalmente después de una emoción muy intensa. Tiene relación con una frecuencia cardiaca anormal, muy rápida o muy lenta, no lo recuerdo. Solía perder el conocimiento y después se despertaba sin recordar qué había hecho —dijo. Luego apretó los labios. Tuve la impresión de que lo hacía para contener un comentario que era preferible callar—. Sus hermanas están ocupadas, tienen que atenderla y no podemos molestarlas. Aun así, lamentan no poder recibirla. Dicen que la casa necesita visitantes. Es curioso, sorprendente, a decir verdad, porque habitualmente no les agradan. Supongo que se sienten muy solas a veces, están únicamente ellas tres. Me han sugerido que vaya mañana, alrededor de las diez.

Sentí un nudo en el estómago. No tenía previsto pasar la noche en ese lugar, pero ante la idea de marcharme sin ver el castillo me embargó una repentina y profunda sensación de desesperanza. Me sentí desolada.

—Han cancelado una reserva, la habitación está disponible —dijo la señora Bird—. Con cena incluida.

Tenía trabajo pendiente para el fin de semana, Herbert necesitaba su coche para ir a Windsor la tarde siguiente, y no soy una persona que decida a la ligera quedarse una noche en un lugar desconocido.

—De acuerdo —respondí.