Un recuerdo aclara las cosas

Ahora, mientras escribo, me desilusiona un poco mi comportamiento. Todos somos expertos en perspicacia, y sabiendo ya qué habría podido descubrir, es sencillo preguntarme por qué no indagué un poco más. Pero no soy una completa idiota. Al cabo de unos días, tomé el té con mi madre y, aunque no conseguí hablarle de mi nueva situación, le pregunté acerca del contenido de la carta. Ella eludió la pregunta, dijo que no era importante, poco más que un saludo; que su reacción se había debido a la sorpresa, nada más. En aquel entonces yo no sabía que mi madre era tan buena mintiendo. No tenía motivos para dudar, continuar con las preguntas o prestar más atención a su lenguaje corporal. En general, tendemos a creer lo que nos dicen, especialmente aquellos que conocemos o nos resultan familiares, personas de confianza. Al menos, eso es lo me sucede a mí; o me sucedía.

Durante un tiempo me olvidé de Milderhurst Castle y de la evacuación de mi madre, e incluso del extraño hecho de que jamás hubiera oído nada al respecto. Como en la mayoría de los casos, era muy fácil encontrar una explicación, bastaba con intentarlo. Mi madre y yo nos llevamos bien, pero nunca fuimos especialmente íntimas, y ciertamente no nos embarcábamos en largas conversaciones sobre el pasado familiar. Tampoco sobre el presente. En resumen, su evacuación había sido una experiencia agradable aunque insignificante; no había razón para que se le ocurriera compartirla conmigo. Dios sabe que yo tampoco le contaba algunas cosas.

Más difícil de racionalizar era la fuerte y extraña sensación que me había invadido al ser testigo de su reacción ante la carta, la inexplicable certeza de un importante recuerdo que no podía precisar. Algo que había oído o visto, y olvidado, revoloteaba ahora por los oscuros recovecos de mi mente, negándose a detenerse y permitir que lo nombrara. Me esforzaba por recordar si años atrás había llegado otra carta que también la hubiera hecho llorar. Era inútil: la sensación, escurridiza y difusa, se negaba a aclararse. Decidí que probablemente era obra de mi imaginación hiperactiva; mis padres siempre habían dicho que me causaría problemas si no tomaba precauciones.

En aquella época tenía preocupaciones más urgentes. Y especialmente adónde iría a vivir cuando acabara mi contrato de alquiler del apartamento. Los seis meses pagados por anticipado habían sido el regalo de despedida de Jamie, algo así como una disculpa, una compensación por su comportamiento reprochable. Terminaban en junio. Había revisado los anuncios de los periódicos y de los escaparates de las inmobiliarias, pero con mi modesto salario era difícil encontrar una vivienda que estuviese cerca de mi trabajo.

Soy editora en la editorial Billing & Brown. Es una pequeña editorial familiar, aquí en Notting Hill. Fue fundada a finales de los años cuarenta por Herbert Billing y Michael Brown, con el objetivo inicial de publicar sus propios poemas y piezas teatrales. Creo que, cuando empezaron, adquirieron una buena reputación, pero con el transcurso de los años, a medida que las editoriales más importantes conquistaban sus cuotas de mercado y comenzaba a declinar el gusto del público por títulos de culto, se vieron obligados a publicar géneros que amablemente denominaron «especializados», y otros a los que se referían menos amablemente como «vanidades». El señor Billing —Herbert es su nombre de pila— es mi jefe; es también mi mentor, mi defensor y mi mejor amigo. No tengo muchos. En todo caso, no de los que viven y respiran. Y no pretendo parecer triste y solitaria; simplemente no pertenezco a la clase de personas que acumulan amigos o disfrutan de las multitudes. Soy buena con las palabras, pero no las habladas; a menudo pienso que sería una maravilla relacionarme solo a través del papel. Y supongo que, en cierto modo, es lo que hago, porque tengo cientos de amigos de esa otra clase, que habitan entre portadas, en gloriosas páginas impresas, en historias que siempre se desarrollan de la misma manera y nunca pierden la alegría, que me cogen de la mano y me conducen a través de mundos de extraordinario terror y placer entusiasta. Compañeros apasionantes, dignos, fiables —algunos cargados de sabios consejos—, pero, por desgracia, poco aptos para ofrecer una habitación disponible durante uno o dos meses.

Aunque no tenía experiencia en separaciones —Jamie había sido mi primer novio verdadero, el primero con quien proyecté un futuro—, sospechaba que era el momento de pedir favores a mis amigos. Acudí a Sarah. Las dos crecimos en el mismo vecindario, y mi casa se convirtió en su segundo hogar; venía cada vez que alguno de sus hermanos pequeños enloquecía y necesitaba escapar. Me halagaba que alguien como Sarah considerara un refugio aquella casa de mis padres, situada en las afueras y un tanto austera. Las dos fuimos muy amigas durante toda la secundaria, hasta que a Sarah la encontraron demasiadas veces fumando en el baño y cambió las clases de matemáticas por un instituto de belleza. Ahora trabaja por su cuenta para revistas y películas. Su éxito es maravilloso, pero desgraciadamente eso significó que, cuando la necesité, ella se encontraba en Hollywood convirtiendo actores en zombis, y su apartamento y la habitación de invitados, subarrendados a un arquitecto australiano.

Durante un tiempo me preocupé, imaginando hasta el último detalle el tipo de vida que tendría que llevar sin techo, hasta que Herbert, en un acto de caballerosidad, me ofreció un sofá en su pequeño apartamento, debajo de la oficina.

—¿Después de todo lo que hiciste por mí? —dijo cuando le pregunté si hablaba en serio—. Me levantaste del suelo. ¡Me salvaste!

Me pareció que exageraba. No lo había encontrado exactamente en el suelo, aunque sabía a qué se refería. Después de trabajar en la editorial un par de años, cuando el señor Brown murió, empecé a buscar un puesto más emocionante. Pero a Herbert le había afectado tanto la muerte de su compañero que no pude dejarlo, al menos en ese momento. Aparentemente no tenía a nadie, aparte de su rechoncha perrita, y aunque jamás hablara del tema, el tipo y la intensidad de su pena me llevaron a deducir que él y el señor Brown habían sido algo más que socios. Herbert dejó de comer, de ducharse, y una mañana se emborrachó con ginebra a pesar de ser abstemio.

No tenía demasiadas opciones: comencé a prepararle las comidas, confisqué su ginebra y cuando las cifras estuvieron muy bajas y no conseguí despertar su interés por el asunto, yo misma me encargué de llamar a las puertas para conseguir nuevos trabajos. Comenzamos a imprimir folletos para las tiendas de la zona. Cuando Herbert se enteró, se sintió tan agradecido que sobrevaloró un poco mi iniciativa. Empezó a referirse a mí como su protégée, y a entusiasmarse con el futuro de Billing & Brown: juntos haríamos renacer la empresa en honor al señor Brown. Sus ojos recuperaron el brillo y yo aplacé mi búsqueda de un nuevo empleo.

Y aquí estoy ahora. Ocho años después. Sarah no puede entenderlo. Es difícil explicarle a alguien como ella, una persona inteligente y creativa que se niega a hacer cualquier cosa en términos que no sean los propios, que el resto de nosotros poseemos diferentes criterios sobre una vida satisfactoria. Yo trabajo con personas a las que adoro, gano el dinero suficiente para mantenerme (tal vez no en un apartamento de dos ambientes en Notting Hill), puedo pasar mis días jugando con las palabras y las frases, contribuir a que las personas expresen sus ideas y realicen el sueño de publicar una obra. No significa que carezca de perspectivas. El año pasado Herbert me ascendió a vicepresidenta. El hecho de que seamos los únicos trabajadores a tiempo completo en la oficina carece de importancia. Incluso hicimos una pequeña ceremonia. Susan, la empleada a media jornada, preparó un pastel y trajo vino en su día libre para que los tres brindáramos con vino sin alcohol en tazas de té.

Ante el inminente desalojo, acepté gustosa su ofrecimiento de un sitio para dormir. Un gesto realmente conmovedor, sobre todo si consideramos las pequeñas dimensiones del apartamento. Además, no tenía otra opción.

—¡Maravilloso! Jess estará fascinada, le encantan los invitados —declaró Herbert, exultante.

Y así, en mayo, me dispuse a abandonar para siempre el apartamento que había compartido con Jamie, a pasar la última página en blanco de nuestra historia y a empezar una nueva, solamente mía. Tenía mi trabajo. Tenía buena salud. Tenía una enorme cantidad de libros. Solo debía ser valiente y enfrentarme a la inmensidad de los grises y solitarios días venideros.

En realidad, creo que lo llevé muy bien y solo de vez en cuando me permitía sumergirme en sentimentalismos. En esos momentos buscaba un rincón oscuro y tranquilo para poder entregarme por completo a la fantasía: imaginaba con gran detalle los futuros días insípidos en los que caminaría por nuestra calle; deteniéndome en aquel edificio, observaría el alféizar de la ventana donde solía cultivar mis plantas, vería una silueta a través del cristal. Basta con echar un vistazo a la frágil barrera entre el pasado y el presente para conocer el dolor físico que supone darse cuenta de que uno es incapaz de volver.

* * *

De pequeña era soñadora, y un motivo de permanente frustración para mi pobre madre. Solía desesperarse cuando pisaba un charco embarrado, cuando tenía que apartarme de la cuneta o de un autobús que pasaba a toda velocidad. Decía cosas como: «Es peligroso perderse en la propia cabeza». O bien: «Si no ves lo que realmente sucede a tu alrededor, puedes sufrir un accidente. Debes prestar atención».

Era fácil para ella: jamás ha pisado la tierra una mujer más sensata y pragmática. No obstante, no resultaba tan simple para una niña acostumbrada a vivir de su imaginación desde la primera vez que se preguntó: «¿Qué sucedería si…?». Por supuesto, nunca dejé de fantasear, simplemente aprendí a ocultarlo. Pero de algún modo ella estaba en lo cierto, porque la manía de imaginar mi sombrío y deprimente futuro después de Jamie me pilló totalmente desprevenida para lo que ocurrió a continuación.

A finales de mayo recibimos una llamada telefónica de un supuesto médium que quería publicar un manuscrito sobre sus encuentros espiritistas en Romney Marsh. Cuando un potencial cliente se pone en contacto con nosotros, hacemos lo posible por contentarlo, razón por la cual me encontré conduciendo el viejo Peugeot de Herbert en dirección a Kent para conocernos, conversar y, con un poco de suerte, firmar un contrato. No conduzco muy a menudo y detesto la autopista cuando hay demasiado tráfico, así que salí al amanecer, suponiendo que tendría el camino bastante despejado para volver a Londres temprano sin problemas.

A las nueve ya estaba allí. La reunión no estuvo mal, llegamos a un acuerdo, firmamos un contrato, y a mediodía me encontraba de nuevo en la autopista. Para entonces en la carretera había bastante tráfico y era contraproducente para el coche de Herbert, que no podía circular a más de ochenta kilómetros por hora sin correr el riesgo de perder un neumático. Me coloqué en el carril de vehículos lentos, pero aun así no pude evitar que los demás conductores hicieran sonar el claxon y sacudieran la cabeza en señal de desaprobación. No es bueno para el alma sentirse un fastidio, especialmente cuando no se ha decidido serlo. Abandoné la autopista en Ashford y tomé una carretera secundaria. Mi sentido de la orientación es bastante malo, pero había una guía en la guantera y me resigné a detenerme regularmente para consultarla.

Al cabo de casi media hora estaba irremediablemente perdida. Aún no sé cómo, pero sospecho que la antigüedad del mapa contribuyó bastante a ello. Y también el hecho de que condujera admirando el paisaje —campos salpicados de flores silvestres que decoraban las cunetas a ambos lados del camino— en lugar de prestar más atención a la carretera. Daba igual el motivo. El caso es que me di cuenta de que había perdido mi localización en el mapa. Avanzaba por un camino estrecho sobre el que unos frondosos y altos árboles habían formado una especie de dosel. Finalmente tuve que admitirlo: no tenía la menor idea de si me dirigía al norte, al sur, al este o al oeste.

De todas formas, no me preocupé, al menos todavía no. Supuse que, si continuaba por aquel camino, tarde o temprano llegaría a algún cruce, algún cartel, un mojón al borde de la carretera donde alguien lo suficientemente amable dibujaría una gran X roja en mi mapa. No tenía que volver al trabajo esa tarde; las carreteras no eran infinitas; lo único que tenía que hacer era mantener los ojos abiertos.

Y así fue como lo vi, asomando de un montículo de hiedra algo agresivo. Era uno de esos antiguos postes blancos con los nombres de los pueblos cercanos grabados en flechas que indican las respectivas direcciones: «Milderhurst, 5 km».

* * *

Detuve el coche y leí el cartel otra vez. Un escalofrío me recorrió la espalda. Un extraño sexto sentido se apoderó de mí y resurgió el borroso recuerdo que había luchado por traer a la superficie desde febrero, cuando le llegó aquella carta perdida a mi madre. Como en un sueño, bajé del vehículo y me encaminé en la dirección que indicaba el cartel. Tenía la sensación de observarme a mí misma desde fuera, casi como si supiera qué iba a encontrar. Tal vez lo sabía.

Porque allí estaba, a menos de un kilómetro por el camino, justo donde había imaginado que estaría. Entre los matorrales se alzaba una enorme verja de hierro, que había sido impresionante en otro tiempo. Ahora sus hojas formaban un ángulo quebrado, inclinadas la una hacia la otra, como si compartieran una pesada carga. En la pequeña garita de piedra un cartel oxidado decía: «Milderhurst Castle».

Mientras avanzaba por el camino en dirección a la verja, mi corazón latía, rápido y enérgico. Aferré un barrote con cada mano —sentí el hierro frío, áspero, oxidado en mis palmas— y apoyé lentamente el rostro y la frente. Seguí con los ojos el sendero de grava que se alejaba, sinuoso, subiendo la montaña, hasta cruzar un puente y desaparecer en la espesura de un bosque.

Aunque hermoso, melancólico y repleto de vegetación, no fue sin embargo el paisaje lo que me dejó sin aliento. Fue el hecho de comprender súbitamente, con absoluta seguridad, que ya había estado allí. Que delante de aquel portón, entre esas rejas, había divisado los pájaros que volaban como retazos de cielo nocturno sobre el exuberante bosque.

Los detalles, susurrados, se iban concretando a mi alrededor. Me sentí inmersa en la trama de un sueño; como si ocupara de nuevo el tiempo y el espacio de mi antiguo yo. Aferré mis dedos con más fuerza a las rejas y, en algún lugar, en lo más profundo de mi cuerpo, reconocí el gesto que había hecho tiempo atrás. La piel de mis palmas lo recordaba. Yo lo recordaba. Un día soleado, la cálida brisa jugaba con el dobladillo de mi vestido —mi mejor vestido—, veía por el rabillo del ojo la alta sombra de mi madre. La miraba de soslayo mientras ella observaba el castillo, la silueta lejana y oscura en el horizonte. Yo tenía sed, tenía calor, quería nadar en el estanque ondulante que podía ver a través de la verja; nadar junto a los patos y las becadas y las libélulas que planeaban entre los juncos de las orillas.

—Mamá —recuerdo haber dicho, pero ella no respondió—. ¡Mamá!

Volvió la cabeza hacia mí, y por un instante ni una chispa de reconocimiento iluminó sus rasgos. Una expresión que no podía comprender los mantenía cautivos. Era una extraña, una mujer adulta con ojos que escondían secretos. Ahora tengo palabras para describir esa rara amalgama —arrepentimiento, cariño, pena, nostalgia—, pero en aquel momento me desconcertó. Y todavía más cuando la oí decir:

—He cometido un error. No tenía que haber venido. Es demasiado tarde.

Supongo que no le respondí, al menos en ese instante. No entendía qué intentaba decir y, antes de que pudiera preguntarle, me agarró de la mano y me arrastró por el camino hacia nuestro coche, con tanta fuerza que me dolió el hombro. Entonces percibí su perfume —que se había vuelto más penetrante y ligeramente ácido allí donde se había mezclado con el aire abrasador del día— y los olores desconocidos del campo. Puso el motor en marcha y volvimos a la carretera. Yo miraba por la ventanilla una pareja de gorriones cuando lo oí: el mismo llanto espantoso de aquel día en que recibió la carta de Juniper Blythe.