Capítulo 11

Strömstad, 1924

En el preciso momento en que su padre entró por la puerta, a Agnes se le heló el corazón. Algo no iba bien. Algo no iba nada bien. August parecía haber envejecido veinte años desde que lo vio la última vez, hacía un rato, y comprendió enseguida que el doctor le habría dicho que estaba moribunda. Sólo una noticia de esa naturaleza podría haber alterado el semblante de su padre hasta aquel punto en un espacio tan breve de tiempo.

Se llevó la mano al corazón y se preparó para lo que creía que iba a oír. Sin embargo, había algo que no encajaba del todo. El dolor que esperaba ver en los ojos de su padre brillaba por su ausencia y, en cambio, sí parecían ensombrecidos por la ira. Era muy extraño, como poco, que se encolerizase cuando ella estaba moribunda.

Pese a su escasa estatura, August se alzó amenazador junto a la cama y Agnes reaccionó instintivamente haciendo lo posible por parecer tan desvalida como pudo. Era lo que más efecto había surtido las pocas ocasiones en que su padre se había enfadado con ella. Sin embargo, no pareció funcionar esta vez y la inquietud inundó su pecho al comprobarlo. Entonces una idea cruzó su mente, pero era tan inverosímil y tan horrenda que la desechó en el acto.

No obstante, aquella idea la acosaba implacable. Y al ver que los labios de su padre temblaban cuando intentaba hablar, pero que estaba demasiado furioso y que sus cuerdas vocales no eran capaces de emitir ningún sonido, comprendió con horror que no sólo no era imposible, sino incluso probable.

Poco a poco, fue hundiéndose más y más bajo la manta y, cuando la mano de su padre se estrelló de pronto contra su mejilla con tal fuerza que sintió enseguida el escozor de un dolor inesperado, su temor se convirtió en certeza.

—Tú, tú… —tartamudeó August buscando desesperado las palabras que querían salir de su boca—. Tú, so zorra… ¿Quién? ¿Qué…? —continuó balbuciendo.

Ella, desde su posición de rana, lo miraba tragando saliva una y otra vez para poder articular. Jamás antes había visto así al bonachón de su padre, en aquel estado, y en verdad que era una visión terrorífica.

Por otro lado, Agnes sintió que el desconcierto la embargaba mezclándose con el miedo. ¿Cómo pudo ser? Habían tomado todas las precauciones a su alcance, siempre habían parado a tiempo y jamás, ni en sueños, se había imaginado que podía caer en semejante desgracia. Claro que había oído hablar de otras muchachas que se quedaron embarazadas por accidente, pero siempre desdeñó esas historias pensando que no habían tenido cuidado y habían permitido que el hombre fuese más lejos de lo que debía.

Y allí estaba ella ahora. Sus pensamientos vagaban febrilmente en busca de una solución. Las cosas siempre le habían ido bien. Y también lograría resolver aquello. Tenía que conseguir que su padre la comprendiera, como siempre que se metía en un lío. Claro que nunca se habían complicado las cosas de un modo tan terminante, pero a lo largo de toda su vida, él siempre la había librado de las consecuencias facilitándole el camino. Y así sería también en esta ocasión. Una vez superada la primera impresión, sintió que recobraba la tranquilidad. Por supuesto que aquello se arreglaría. Su padre estaría enojado un tiempo y tendría que aguantarlo, pero le ayudaría a salir de aquélla. Había lugares a los que acudir para resolver esas cosas, era cuestión de dinero y, en ese sentido, ella era muy afortunada.

Satisfecha de haber pergeñado un plan, abrió la boca dispuesta a trabajarse a su padre, pero sus palabras no llegaron a ver la luz, pues la mano de August volvió a aterrizar en su mejilla con un estallido. Agnes lo miró incrédula. Jamás imaginó que sería capaz de ponerle la mano encima, y ya era la segunda vez en pocos minutos. Lo injusto de aquel trato encendió su ira, de modo que se incorporó rauda y volvió a abrir la boca para intentar explicarse. ¡Zas! La tercera bofetada fue a dar en su ya maltrecha mejilla, haciendo aflorar a sus ojos lágrimas de ira. ¿Qué pretendía tratándola así? Con resignación, Agnes volvió a acomodarse sobre los almohadones, mirando desconcertada y colérica a su padre, al que creía conocer tan bien. Sin embargo, el hombre que tenía ante sí resultaba un extraño para ella.

Poco a poco, empezó a barruntar que era posible que su vida empezase a cambiar en un sentido bastante desagradable.

Unos discretos golpecitos en la puerta le hicieron levantar la vista. No esperaba a ningún paciente y estaba concentrado en ordenar los papeles que se le habían amontonado en la mesa, así que frunció el ceño un tanto irritado.

—¿Sí? —preguntó secamente, por lo que la persona que llamaba pareció dudar.

Al cabo de un segundo, no obstante, accionó el picaporte y abrió despacio la puerta.

—¿Molesto?

Su voz era tan frágil como él la recordaba, y todo indicio de irritación desapareció de su semblante en el acto.

—¿Mamá?

Niclas se levantó de un salto y se quedó mirando intrigado la rendija de la puerta por la que asomaba indecisa aquella mujer menuda. Su madre siempre había despertado en él instintos de protección y, en aquel momento, lo único que deseaba era acercarse a ella y abrazarla. Sin embargo, sabía que, con los años, ella había perdido la práctica de la expresión de los sentimientos y que sólo conseguiría incomodarla, de modo que se contuvo a la espera de que ella tomase la iniciativa.

—¿Puedo pasar? Aunque estarás ocupado, claro —dijo mirando de reojo las pilas de papeles y haciendo amago de darse media vuelta.

—No, no, en absoluto, entra, entra.

Niclas se sentía como un colegial y bordeó la mesa precipitadamente para ofrecerle una silla. Ella se sentó despacio, en el borde, y miró nerviosa a su alrededor. Nunca lo había visto trabajando y Niclas comprendió que debía de resultarle extraño encontrarse con él en ese entorno. Por lo demás, apenas si lo había visto en ningún sitio desde hacía muchos, muchos años, así que seguro que se sentía rara. De los diecisiete años a la edad adulta en un instante. Aquella idea hizo nacer en él la indignación. ¡Cuánto habían tenido que sacrificar su madre y él a causa de aquel maldito cascarrabias! Por suerte, Niclas se había librado, pero, al escrutar a su madre, se dio cuenta de que los años no la habían tratado bien. La misma expresión cansada, reprimida, que cuando él se marchó, pero multiplicada en cada arruga que surcaba su rostro.

Niclas puso una silla a su lado, a cierta distancia, y aguardó a que ella rompiese el silencio. La mujer no parecía saber qué había ido a decirle, pero, tras unos minutos, habló por fin:

—Siento tanto lo de la pequeña, Niclas.

Su madre volvió a callar y él no fue capaz más que de asentir.

—Yo no la conocía…, pero desearía haber tenido la oportunidad.

Le temblaba la voz y Niclas adivinó todos los sentimientos que luchaban bajo la superficie. Tuvo que costarle mucho tomar la decisión y presentarse allí. Que él supiera, jamás había actuado en contra de la voluntad de su padre.

—Era una niña maravillosa —aseguró y, pese a que el llanto resonó en sus palabras, no hubo lágrimas. Había llorado tanto los últimos días, que dudaba de que le quedara ninguna—. Tenía tus ojos, aunque el cabello rojizo no sé de quién lo heredó.

—Mi abuela paterna tenía el cabello pelirrojo, el más hermoso que hayas visto jamás. Seguro que Sara lo heredó de ella —dijo tras vacilar brevemente antes de pronunciar el nombre de la pequeña.

Asta se miró las manos, que descansaban en su regazo.

—Alguna vez la vi. A ella y al niño también. Me encontraba con tu mujer cuando salía a pasear con ellos. Pero nunca me acerqué. Sólo nos mirábamos. Ahora desearía haberle hablado, al menos sólo una vez. ¿Ella sabía que su abuela paterna estaba aquí?

Niclas asintió.

—Sí, le hablé mucho de ti. Sabía cómo te llamas y le enseñamos fotos tuyas. Las pocas que me llevé cuando…

Niclas no terminó la frase. Ninguno de los dos se atrevía a adentrarse en el territorio minado que significó la ruptura.

—¿Es cierto lo que dicen? —preguntó Asta arqueando las cejas y mirándolo a los ojos por primera vez—. ¿Es verdad que alguien le hizo daño y mató a la niña?

Niclas quería responder, pero las palabras se atascaron en la raíz de su garganta. Era tanto lo que quería contarle… Tantos secretos que le lastraban el pecho como un gigantesco bloque de piedra. Nada deseaba más que librarse de él dejándolo caer a los pies de su madre. Pero no era capaz, habían pasado demasiados años.

Ahora empezaron a rodar por sus mejillas las lágrimas que él creía agotadas. No se atrevía a mirarla, pero el instinto de ella venció todas las advertencias y prohibiciones, y un segundo más tarde, Niclas sintió sus frágiles brazos alrededor de su cuello. Su madre era tan menuda y él tan grande…, pero en aquel instante sentía que era al contrario.

—Vamos, vamos.

Con mano experta fue acariciándole los hombros y Niclas sintió que los años iban desapareciendo y que regresaba a la niñez. En las manos de su madre estaba seguro. En su cálido aliento, en su voz amorosa y en sus predicciones de que todo saldría bien. Los monstruos de debajo de la cama sólo existían en su imaginación y desaparecerían tan pronto como él se lo ordenase. Aunque, esta vez, el monstruo había venido para quedarse.

—¿Lo sabe papá? —le preguntó apoyado en su hombro.

Pensó que habría sido mejor no preguntar, pero no pudo contenerse. Enseguida notó la tensión de su madre, que se apartó nerviosa del benéfico abrazo. Se había roto la magia y Asta volvió a aparecerse a sus ojos como una ancianita ajada y gris que lo abandonaba por su padre en el momento en que más la necesitaba. Los sentimientos que abrigaba eran tan contradictorios… Él la añoraba y la amaba, pero también se sentía lleno de amargura y de desprecio por el hecho de que no estuviese a su lado cuando la necesitaba.

—No, él no sabe que estoy aquí —respondió ella sin más explicaciones.

Niclas comprendió que, en su cabeza, ya se había marchado. Sin embargo, aún no podía dejarla partir. Aunque sólo fuese por un instante, quería tenerla allí un poco más; y sabía cómo hacerlo.

—¿Quieres ver fotos de los niños? —preguntó apacible.

Y ella asintió sin contestar.

Niclas se dirigió al escritorio y abrió el primer cajón. Allí tenía un álbum de fotos, que le tendió a Asta procurando no mirar él mismo, pues aún no se sentía preparado para ello.

Su madre empezó a hojearlo con veneración, con una leve sonrisa triste, deteniéndose en cada fotografía. De pronto, vio muy claro lo que había perdido.

—¡Qué niños más lindos! —dijo como una abuela orgullosa.

Pero el orgullo iba mezclado con el dolor de que uno de sus nietos hubiese desaparecido para siempre.

—Adoptaste el apellido de tu mujer —le dijo ella temerosa, agarrando convulsamente el álbum que tenía sobre las piernas.

—Sí, no quería llevar el mismo apellido que él —contestó Niclas, mirando a un punto indefinido, más allá de donde se encontraba su madre.

La mujer asintió con pesar.

—¿Crees que es apropiado que hayas vuelto al trabajo tan pronto? —añadió Asta preocupada, observándolo sentado ante su mesa.

Niclas reunió distraído los documentos que tenía delante y tragó saliva para contener las últimas lágrimas.

—No tenía otra opción si quería sobrevivir —explicó.

Su madre se contentó con esa respuesta, pero en su mirada se acentuó la sombra de la preocupación.

—De todos modos, no olvides a aquellos que aún están con vida —le dijo ella dulcemente, atinando, con aterradora precisión, justo en el blanco, en el punto más doloroso de su corazón.

Pero Niclas se sentía como si fuese dos personas distintas. Una quería estar en casa con Charlotte y Albin, y no volver a abandonarlos jamás; la otra deseaba refugiarse en el trabajo y huir del dolor, que se reforzaba con aquella división. Ante todo, no quería ver su culpa reflejada en el rostro de Charlotte, de ahí que el deseo de huir hubiese ganado la batalla. Él quería contarle todo aquello a su madre; quería apoyar la cabeza en su rodilla, por más hombre y adulto que fuese, y contárselo y oírle decir que todo se arreglaría. Pero la ocasión vino y se fue, y, después de dejar el álbum sobre la mesa, Asta se encaminó a la puerta.

—¿Mamá?

—¿Sí? —Asta se dio la vuelta.

Niclas le tendió el álbum de fotos.

—Llévatelo. Nosotros tenemos más fotos.

Asta dudó un minuto, pero al final lo aceptó como si se tratase de un huevo de oro, muy preciado pero demasiado frágil, y lo guardó en el bolso.

—Será mejor que lo escondas bien —le advirtió él con media sonrisa; pero ella ya había cerrado la puerta al salir.

Miraba al techo dando pataditas contra la pared. No se explicaba cómo las cosas habían salido así. ¿Por qué él, precisamente? ¿Y por qué no rehusó cuando aún era posible?

Los carteles que había en la pared le recordaban quién quería ser. Por lo general, los héroes que tenía a su alrededor lo motivaban a luchar con más denuedo, a esforzarse más. Hoy sólo le servían para aumentar su enojo. Ellos no habrían aceptado aquella mierda. Ellos se habrían negado desde el principio y habrían hecho lo debido. Por eso llegaron donde llegaron, por eso eran héroes. Él, en cambio, no era más que un miserable, y jamás sería otra cosa, tal y como Rune auguraba siempre. Él no quería creerlo cuando lo decía, se rebelaba y pensaba que sí, que ya le demostraría a Rune que estaba equivocado. Le demostraría que él era un héroe y Rune se arrepentiría. Lamentaría todas las palabras duras, todas las humillaciones. Entonces, él estaría en una posición ventajosa y Rune le rogaría de rodillas la oportunidad de pasar siquiera un minuto con él.

Lo peor era que al principio le gustaba Rune. Cuando su madre lo conoció, le pareció que era un tío cojonudo. Conducía un coche de roquero y tenía colegas que llevaban motos de puta madre y a él a veces lo paseaban detrás. Pero después se casaron y todo empezó a ir mal. De repente, Rune y su madre tenían que demostrar que eran auténticos suecos medios, con chalé, Volvo e incluso la maldita caravana. Los colegas de las motos se esfumaron y, a cambio, empezaron a frecuentar sólo a otros suecos medios y a organizar cenas de parejas los sábados por la noche. Y, cómo no, también debían tener un hijo propio. Él se lo oyó decir a Rune una vez, cuando hablaba con una de las lamentables parejas de la vecindad. Debían tener un hijo propio. Claro que quería a Sebastian, decía Rune, pero añadía que, pese a todo, no era lo mismo que tener un hijo propio. Puesto que ese hijo nunca llegó, Rune se las arregló para hacérselo pagar. Sebastian cargó con toda la frustración de Rune porque él y su madre no habían tenido un hijo propio. Y desde que su madre murió de cáncer hacía un par de años, todo fue a peor. Rune debía cargar con un niño que no era suyo y no paraba de decirlo a todas horas. Lo agradecido que Sebastian debía sentirse porque no lo había mandado a un orfanato cuando su madre murió, sino que se había hecho cargo de él como si fuese su propio hijo. A veces se decía que, si aquello era lo que Rune entendía por cuidar a un hijo propio, tanto mejor que él y su madre no los hubiesen tenido.

Y no era que lo maltratase ni nada de eso. No, un sueco medio que se precie, como Rune, jamás haría tal cosa. Pero así, en cierto modo, casi se habría sentido mejor, pues habría tenido algo concreto por lo que odiarlo. En cambio, Rune se dedicaba a maltratarlo en zonas que no se veían a simple vista.

Y mientras estaba allí tumbado mirando al techo, comprendió en un instante de lucidez que seguramente por eso se encontraba en aquella situación. Porque, a pesar de los pesares, él amaba a su padrastro. Era el único padre que había conocido y Sebastian jamás deseó otra cosa que complacerlo y, en definitiva, merecer su cariño. Por eso se veía en aquel atolladero. Lo entendía perfectamente. Él no era tonto. Pero ¿de qué le servía ser listo? De todos modos, estaba atrapado.

—¿Qué demonios dicen? —preguntó Kaj con la cara encendida de ira, como si pensara en echar a correr a la casa vecina.

Patrik se interpuso discretamente en su camino y alzó las manos rogándole calma.

—¿No podríamos sentarnos a hablar de ello tranquilamente?

El cerebro de Kaj apenas registró sus palabras, pues la cólera que sentía se había extendido sobre su mente como un filtro. Patrik y Gösta intercambiaron una mirada. De pronto, no les pareció tan inverosímil que Kaj la hubiese emprendido con Lilian. Claro que era peligroso quedarse con ese tipo de impresiones y más valía no sacar ninguna conclusión hasta que no hubiesen oído la versión de Kaj.

Unos segundos después, cuando la propuesta de Patrik ya parecía haber surtido efecto, Kaj se dio la vuelta y entró furioso en la casa. Era evidente que esperaba que Patrik y Gösta lo siguieran, cosa que hicieron tras quitarse los zapatos. Ya en la cocina, hallaron a Kaj apoyado en el fregadero, con los brazos cruzados en actitud retadora. Liberó una mano un segundo para señalarles las sillas. Al parecer, él no pensaba sentarse.

—¿Qué es lo que ha dicho ahora esa bruja? ¿No será que le he pegado? ¿Es eso lo que dice?

De nuevo le afloraba el color a la cara y, por un instante, Patrik temió que le diese un infarto allí mismo.

—Sí, nos ha informado de una agresión —dijo Gösta con calma, adelantándose a Patrik.

—En otras palabras, que esa maldita loca me ha denunciado, ¿no? —vociferó Kaj mientras las canas de sus sienes se humedecían con minúsculas gotas de sudor.

—Desde un punto de vista puramente formal, no, Lilian no ha presentado ninguna denuncia… aún —añadió Patrik—. Antes queríamos tener la oportunidad de hablar con usted tranquilamente para poder llegar al fondo de todo esto. —Miró las notas del bloc antes de continuar—. Veamos, fue a casa de Lilian Florin hace una hora más o menos, ¿cierto?

Kaj asintió a disgusto.

—Sólo quería preguntarle a santo de qué dio mi nombre como sospechoso de haber matado a la niña. Desde luego que lleva años prodigando sus mezquindades, pero eso…

Nuevas gotas de sudor vinieron a sumarse a las ya existentes y casi tartamudeaba de indignación.

—Y entró en la casa sin más, sin llamar, ¿es así? —preguntó Gösta, que también empezaba a ponerse un poco nervioso por la salud de Kaj.

—Pues claro, ¡qué demonios! Si hubiese llamado, no me habría dejado pasar. Sólo quería tener la ocasión de ponerla contra la pared y de preguntarle qué coño cree que está haciendo —por primera vez desde que llegaron, advirtieron en Kaj un tono de preocupación.

—¿Y qué ocurrió después? —preguntó Patrik, que iba anotando algo de vez en cuando.

—¡Eso fue todo! —exclamó Kaj con gesto impotente—. Bueno, puedo admitir sin problemas que le di unos cuantos gritos; luego ella me dijo que me largase de su casa y, puesto que le había dicho lo que quería, me fui.

—O sea, ¿no la agredió?

—No fue por falta de ganas de darle en la boca, pero no soy tan imbécil.

—¿Eso es un no? —insistió Patrik.

—Sí, eso es un no —respondió Kaj furibundo—. No la toqué y si dice lo contrario, miente. Claro que tampoco me sorprendería que lo hiciera.

Kaj empezaba a dar muestras de estar verdaderamente preocupado.

—¿Hay alguien que pueda confirmar lo que dice? —preguntó Gösta.

—No, no lo hay. Vi salir a Niclas por la mañana y aproveché para ir a su casa cuando Charlotte acababa de marcharse con el pequeño en el carrito.

Kaj se enjugó el sudor de la frente con una mano y se la secó en la pernera del pantalón.

—Ya, bueno, en ese caso, es su palabra contra la de ella, por desgracia —intervino Patrik—. Y Lilian tiene marcas de lesiones.

Kaj se hundía a cada palabra de Patrik. Su agresividad anterior iba cediendo al abatimiento. De repente, se irguió animado.

—Su marido. Él estaba en casa. ¡Mierda! No lo había pensado. Ese hombre es como un fantasma. A Stig ya no hay quien lo vea, pero él debía estar en casa. Tal vez vio u oyó algo.

La idea le infundió valor. Patrik miró a Gösta, ¿cómo no habían pensado en Stig? Ni siquiera habían hablado con él con motivo de la muerte de Sara. Kaj tenía razón. Hasta el momento, Stig había sido como un espectro invisible durante la investigación y, sencillamente, lo habían olvidado.

—Sí, también iremos a hablar con él —aseguró Patrik—. Y veremos cómo se desarrolla esto. Pero, si no aporta nada nuevo, no tiene muy buena pinta por lo que a usted respecta. Si Lilian presenta una denuncia…

No tuvo que abundar más en el razonamiento. Kaj comprendía las posibles consecuencias.

Charlotte caminaba sin rumbo por el pueblo. Albin dormía plácidamente en el cochecito; pero desde que dejó de tomar tranquilizantes y se le aclararon las ideas, apenas si había sido capaz de mirarlo. Pese a todo, hacía lo que tenía que hacer; lo cambiaba, lo vestía y lo alimentaba, aunque mecánicamente, sin sentimientos. Porque ¿y si volvía a suceder? ¿Y si le ocurría también a él? Ni siquiera sabía cómo iba a seguir viviendo sin Sara. Ponía un pie tras otro, se obligaba a seguir avanzando, pero en realidad no deseaba otra cosa que acurrucarse hundida en la calle y no volver a levantarse. Sólo que no podía permitírselo, como tampoco podía permitirse a sí misma caer otra vez en el sopor de los medicamentos. Pese a todo, allí estaba Albin. Aunque no pudiese mirarlo, cada nervio de su cuerpo sentía que aún tenía un hijo con vida. Y por él, debía seguir respirando. Pero le costaba tanto…

Y Niclas buscaba amparo en el trabajo. Sólo hacía tres días que su hija había sido asesinada y ya estaba en su consulta del centro médico tratando resfriados y heridas sin importancia. Tal vez incluso charlaba amistosamente con los pacientes, flirteaba con las enfermeras y disfrutaba al verse en el papel de médico todopoderoso. Charlotte sabía que estaba siendo injusta. Sabía que Niclas sufría tanto como ella, pero habría querido que compartiese su dolor en lugar de que, cada uno por su lado, intentasen hallarle sentido a seguir respirando un minuto, y otro, y otro más… No era eso lo que ella quería, pero no podía dejar de sentir rabia y desprecio al ver que él la abandonaba ahora, cuando más lo necesitaba. Por otro lado, tal vez no debería esperar otra respuesta. ¿Acaso había encontrado apoyo en él alguna vez? ¿No había sido siempre un niño grande que confiaba en que ella se hiciese cargo de todo lo gris y triste que conformaba el día a día de cualquiera? Menos el suyo. Él tenía derecho a vivir la vida como un juego. Sólo hacía lo que le parecía divertido y le apetecía. A ella le sorprendió que acabase los estudios de medicina. Jamás creyó que aguantaría lo suficiente para terminar todas las asignaturas obligatorias y las pesadas guardias. Aunque, claro, la recompensa era lo bastante atractiva como para mantener su motivación: convertirse en alguien a quien los demás admirasen, un hombre de éxito, un triunfador. Al menos, desde fuera.

La única razón por la que seguía con él eran los breves destellos que, de vez en cuando, había visto del otro hombre: el vulnerable capaz de demostrar sentimientos, el que se atrevía a abrirse y no necesitaba ser encantador al máximo y a todas horas. Eran esas ráfagas las que la hicieron enamorase de Niclas hacía ya toda una vida o, al menos, eso le parecía. Sin embargo, en los últimos años, esos momentos fueron espaciándose cada vez más en el tiempo y ya no sabía quién era ni qué quería. A veces, en los momentos de mayor debilidad, Charlotte llegó a preguntarse si en realidad Niclas deseaba tener una familia. Cuando decidía ser de una sinceridad brutal consigo misma, se decía que, a la luz de su actitud, sin duda Niclas prefería vivir la vida sin las obligaciones que implicaba tener hijos. Pese a todo, alguna compensación le reportaría pues, de lo contrario, no creía que hubiese aguantado tanto tiempo. En los negros días pasados recientemente, llegó a pensar, de forma puramente egoísta, que lo sucedido tal vez volviese a unirlos. ¡Qué equivocada estaba! Se habían alejado más que nunca.

Sin darse cuenta, fue caminando hasta el camping de Fjällbacka y se encontró delante de la casa de Erica. El que su amiga se hubiese presentado el día anterior significó muchísimo para ella, pero ahora dudaba… Durante toda su vida le había tocado no ocupar ningún espacio, no exigir nada para sí misma, no ser una molestia. Comprendía que su dolor afectaba a los demás y no estaba segura de querer echar más carga sobre Erica. Al mismo tiempo, sentía una necesidad imperiosa de ver una cara amable, de hablar con alguien que no le diese la espalda o que, como en el caso de su madre, no aprovechase incluso aquellos momentos para decirle lo que tendría que haber hecho.

Albin empezaba a moverse en el cochecito y Charlotte lo cogió en brazos. El pequeño miró adormilado a su alrededor y se sobresaltó cuando Charlotte llamó a la puerta. Abrió una mujer de mediana edad a la que ella no conocía.

—Hola… —saludó Charlotte indecisa, aunque enseguida cayó en la cuenta de que debía tratarse de la madre de Patrik.

El vago recuerdo de una conversación anterior a la muerte de Sara le trajo a la memoria que Erica había mencionado que vendría a visitarlos.

—Hola, ¿buscas a Erica? —preguntó la madre de Patrik y, sin aguardar respuesta, se apartó para darle paso.

—¿Está despierta? —inquirió Charlotte temerosa.

—Sí, sí que lo está. Dándole de mamar a Maja, no sé ya cuántas veces hoy. La verdad, no entiendo a la gente moderna. En mis tiempos se daba de comer a los niños una vez cada cuatro horas y bajo ningún concepto con más frecuencia, y no creo que vuestra generación tenga carencias por ese motivo.

La madre de Patrik siguió parloteando mientras Charlotte la acompañaba algo nerviosa. Después de pasar varios días rodeada de gente que caminaba de puntillas, le resultaba extraño estar con alguien que le hablara en un tono de voz normal. De repente, la mujer se dio cuenta de quién era y el aleteo, tanto de su voz como de sus movimientos, cesó de pronto. Se llevó la mano a los labios y dijo:

—Perdón, no había caído…

Charlotte no supo qué responder y abrazó a Albin con más fuerza.

—Lo lamento muchísimo, de verdad…

La suegra de Erica cambiaba de pie con evidente nerviosismo y se notaba que habría preferido estar en cualquier sitio con tal de desaparecer de la vista de Charlotte.

¿Así sería siempre a partir de ahora?, se preguntó Charlotte. La gente la rehuiría como si tuviese la peste. Murmuraría, la señalaría a sus espaldas y diría: «Ahí va, ésa es la mujer cuya hija murió asesinada», pero sin atreverse a mirarla a la cara. Tal vez por miedo, porque no sabían qué decir; o tal vez por una especie de temor irracional a que las tragedias pudieran contagiarse y transmitirse a sus propias vidas si se les acercaban demasiado.

—¿Charlotte? —Se oyó la voz de Erica desde la sala de estar.

La suegra la recibió con alivio, pues le ofrecía una excusa para retirarse. Charlotte entró despacio y titubeando a la sala donde estaba Erica sentada en el sofá dándole el pecho a Maja. La escena le resultó tan familiar como extrañamente lejana. En realidad, ¿cuántas veces había visto aquel mismo cuadro durante los dos últimos meses? Pero al mismo tiempo aquello traía a su retina la imagen de Sara. La última vez que estuvo allí, fue con ella. Desde un punto de vista puramente objetivo, había ocurrido el domingo anterior, pero le costaba comprender que hiciese tan poco tiempo. Veía a Sara saltando en el sofá de color blanco, con la roja cabellera aleteando alrededor de su carita. Ella la reprendió, lo recordaba. Le dijo que dejase de saltar. Cuán absurdo se le antojaba ahora… ¿Qué importancia tenía que saltara un poco en los cojines? El recuerdo de la escena la hizo desfallecer; Erica se apresuró a ponerse de pie y la ayudó a sentarse en el sillón más próximo. Maja rompió a llorar, enojada al verse desconectada del pecho de forma tan brusca, pero Erica no hizo caso de las protestas de la pequeña y la sentó en la hamaquita.

Abrazada por Erica, Charlotte se atrevió a formular la pregunta que le había corroído el subconsciente desde el lunes, cuando la policía había ido a casa a darle la noticia. Y preguntó:

—¿Por qué no encontraban a Niclas?