—¡Agua!

Ella, que venía hacía mí con un gancho que antes había calentado en un hornillo, se paró de golpe en el centro de la alfombra.

Me dije a mí misma que aquello era un espejismo, que no podía ser, que no era posible tener tanta suerte, pero era la voz de Encarna y volvió a sonar al otro lado de la puerta, acompañada por el nervioso golpeteo de unos nudillos sobre la madera.

—¡Agua!

El sonido de una sirena llegó con claridad desde la calle.

Ella miró el reloj, dejó el gancho sobre el hornillo, cogió una gabardina que había sobre una silla, se la echó encima a toda prisa y escapó por una pequeña puerta disimulada en un armario, que yo también conocía. Entonces Encarna chilló por tercera y última vez.

—¡Agua!

El alicantino, que no debía entender lo que pasaba, se quedó sentado en el diván, el niño por fin de nuevo en sus brazos, mientras todos los demás desfilaban a toda prisa detrás de aquella arpía.

Yo lloraba, incapaz de creérmelo todavía, una redada, una bendita redada, la bendita policía que me había salvado el pellejo, toda la vida encogiendo los hombros y andando de puntillas cuando pasaba al lado de cualquier poli uniformado, aunque fuera un guardia de tráfico, y ahora, aquellos ángeles habían tenido la bendita idea de montar una redada precisamente en aquella calle, precisamente aquella noche, precisamente a aquella hora, y yo había salvado la piel, la había salvado, benditos sean, me repetía, bendita sea la policía madrileña, bendita por siempre jamás.

Los tres ocupantes iniciales del diván y yo nos habíamos quedado solos.

Ellos me miraban, desconcertados. La yonqui lloraba sin hacer ruido, estaba encogida, alguien le había roto la ropa, parecía paralizada.

—Es una redada —musité.

El alicantino se puso de pie, cogió a su amigo de la mano y salieron corriendo por la puerta, que daba al pasillo. Ella hizo ademán de ir tras ellos, pero la detuve.

—No, no salgas por ahí —estaba tan agotada que me costaba trabajo mover los labios.

Se acercó a mí y desenganchó la cadena del clavo. Al principio, apenas percibí alivio alguno, tenía los músculos entumecidos, atrofiados, al despegar las manos de los eslabones me sorprendió que mis huesos no crujieran, pero las palmas ardían, la piel me quemaba. Tenía las fuerzas justas para dejarme caer contra la pared hasta quedarme sentada en el suelo.

—El tercer panel de madera de ese armario es una puerta —añadí entonces—. Empújala fuerte y verás una escalera estrecha. Llega hasta la azotea. Escóndete allí, espera a que los maderos se abran y baja por la escalera de incendios. Irás a dar a un callejón que sale a esta misma calle. Corre…

—Ven conmigo —me agarró de la muñeca, yo negué con la cabeza.

—No, yo me quedo. Soy la víctima y estoy limpia, a mí no me pueden acusar de nada —estaba tan cansada—, pero tú tienes que marcharte ahora mismo, corre.

Desapareció por mi izquierda, y me quedé sola.

A alguien le estaban dando una buena paliza, a juzgar por los ruegos y chillidos que llegaban hasta mis oídos de tanto en tanto, desde alguna parte.

Luego, una figura atravesó la puerta entreabierta.

Gus, con los puños todavía cerrados y los nudillos manchados de sangre, entró primero en la habitación.

Pablo venía detrás de él, las manos impolutas, como siempre.

Nunca me había pegado.

Nunca, en toda mi vida, me había pegado, y nunca tampoco le había visto llorar, pero insertó dos dedos debajo del collar, me levantó, me apoyó en la pared y me cruzó la cara con la mano derecha, primero la palma, luego el dorso, mientras dos lágrimas enormes resbalaban por sus mejillas.

—Largo de aquí.

Gus, eunuco contemporáneo, impotente por culpa del caballo desde hacía más de una década, estaba a mi lado, jadeando y resoplando. No se movió. Pablo le miró a la cara.

—He dicho que largo de aquí.

Le devolvió la mirada, improvisó un gesto de desprecio, se dio media vuelta y se alejó de mala gana. Nos quedamos solos.

Entonces volvió a pegarme, siempre con la mano derecha, primero la palma, luego el dorso, impulsando mi cabeza primero hacia un lado, luego hacia el otro, y yo le dejé hacer, agradecí los golpes que me rompían en pedazos, que deshacían el maleficio, que desfiguraban el rostro de aquella mujer vieja, ajena, que me había sorprendido unas horas antes desde el otro lado del espejo. Mi piel volvía a nacer, tersa y suave, con cada bofetada. Me las he ganado, pensé, me las he ganado a pulso.

Luego, los ojos todavía húmedos, me apartó un instante de sí para mirarme, recorrió mi cuerpo con sus ojos y me abrazó, sus brazos me apretaron fuerte, sus dedos acariciaron las marcas de mí espalda, su lengua lamió el hilo de sangre que manaba de la comisura de mis labios, la sangre que sus propios golpes habían hecho brotar.

—¿Puedes andar?

Moví la cabeza para decirle que no, y él me cogió en brazos, me llevó hacia una mesa, me sentó encima, me quitó las botas y tomó mi pie derecho con sus manos, frotando la planta, apretándolo después entre los dedos.

—Tienes unos pies horribles, demasiado grandes…

Moví la cabeza para decirle que sí, y él cogió mis manos y volvió las palmas hacia arriba, dejando al descubierto la carne roja, brillante, destellos de sangre entre ennegrecidas virutas de piel rota, muerta.

—Tus manos siempre me han gustado, en cambio —sus ojos estaban cargados de furia, y de misericordia—. Mala suerte…

—Perdóname —su mirada permaneció fija en mis palmas desolladas, nosotros no éramos gente corriente, recordé, no lo somos, y volví a pedirle perdón aunque no sabía con exactitud por qué lo hacía—. Perdóname.

Levantó por fin su rostro hacia mí, se quitó el abrigo, me lo puso con mucho cuidado y me sujetó por la cintura mientras bajaba de la mesa.

—Vamos.

Echó a andar por el pasillo e intenté seguirle, pero me sentía sin fuerzas para andar a su ritmo. Encarna asomó la cabeza un instante, la movió, insinuando un gesto mixto de asombro y desaprobación, y volvió a desaparecer en el cuarto de la televisión.

—Cógeme. —Él había llegado casi a la puerta de la calle, y me miraba—. Cógeme, por favor, no puedo seguir…

Volvió sobre sus pasos, tomó uno de mis brazos y lo echó alrededor de su cuello, me sujetó por la cintura y llegamos los dos hasta la puerta. Empezamos a bajar por las escaleras muy despacio, él me sostenía en cada peldaño, yo recuperaba el control de mis piernas poco a poco, y era progresivamente consciente de mi fracaso, y de su sufrimiento, que él interpretaba como su propio fracaso, y nunca en mi vida me había sentido tan estúpida. El fantasma del rechazo planeaba sobre mis despojos, y su inconsistente amenaza era mil veces más dolorosa que los golpes de aquella mujer. Bajábamos muy despacio por las escaleras y yo sentía miedo, y asco, y cansancio, miedo sobre todo, y no me atrevía a mirarle, no le miré hasta que sus palabras silbaron como balas junto a mis oídos. No habría tregua, no todavía.

—Ely me llamó una noche, parecía preocupada, quería hablarme de ti y la invité a cenar —sus ojos permanecían fijos en las agrietadas paredes de la escalera, como si los mugrientos desconchones dibujaran mensajes secretos y valiosos, vitales, que sólo él pudiera descifrar—, los dos sabemos que Lulú no es precisamente una dama, me dijo, pero va con una gente que no me gusta nada, me da miedo lo que le pueda pasar. Entonces decidí intervenir otra vez en tu vida, a pesar de todo y de que no me corresponde, pero lo hice. Hablé con Gus, él también te había visto con tipos poco recomendables y necesitaba pasta, siempre necesita pasta, así que se la di, le puse detrás de ti y poco a poco me fui enterando de todo… Para, descansaremos un rato. —Negué con la cabeza, no quería pararme, quería seguir, llegar hasta el final, acabar de una vez, y adelanté mi pie hinchado, desnudo, hacia el siguiente escalón—. Bueno, como quieras… El caso es que me enteré de todo y yo también me asusté, por eso estoy aquí. Teníamos a la Encama en nómina, te lo puedes figurar, fue ella quien me avisó, no quiso decirme el día, ni la hora, pero esta noche, cuando te marchaste de casa de aquella manera, tan deprisa, comprendí que seguramente vendrías aquí y llamé a Gus… Lo teníamos todo medio planeado, al principio pensaba no contártelo nunca pero ahora creo que necesito hacerlo, él puso el coche y las pipas, ya se lo había propuesto a los tíos que iban dentro y no le resultó difícil encontrar a dos o tres más que han hecho de gancho, gritando desde la calle. Yo sólo tuve que comprar la sirena y la saqué muy barata, me la consiguió ese gitano que vende zapatos en Vara del Rey, ya le conoces. Gus me ha asegurado que la policía también va incluida en el precio, aunque nunca se puede descartar que acaben deteniendo a esos cuatro chorizos, y entonces tendré que pagarles la fianza y un abogado decente, no les voy a dejar tirados, a los pobres…

En ese momento intuí que me estaba mirando, me miraba fija, implacablemente, pero yo no podía despegar mis ojos del suelo, vacilaba entre la rabia y la gratitud, entre la desesperación y la paz, entre la soberbia, recobrada en un póstumo y milagroso instante, y el sometimiento último, definitivo. Le quería, pero eso ya lo sabía, lo sabía desde el principio, siempre le había querido.

—Mírame, Lulú. Ya encontraré alguna forma de cobrártelo, no te preocupes.

Todo lo demás lo recuerdo como una confusa amalgama de detalles inconexos, el ritmo de una pesadilla, caminaba descalza por la calle, la pipera de la esquina nos miró con expresión de aburrimiento, una poderosa náusea me impulsó hacia delante, él me sujetó, su mano en mi frente, vomité en un alcorque, el abrigo se abrió, dejando al descubierto mi carne macerada, los ojos de un viejo que se hacía la cama con periódicos sobre un banco relucieron un momento, la náusea continuó atormentándome, él no hablaba, yo, tumbada en el asiento de atrás, intentaba calcular adonde me llevaba, por dónde íbamos, otra vez, después de tantos años, y luchaba con desesperación contra la demoledora sospecha que crecía a pasos agigantados dentro de mi cabeza para asumir la estructura de las certezas odiosas, las verdades sucias, las cosas ciertas que no se quieren creer, luchaba contra ella, intentaba encontrar una explicación distinta, verosímil, tranquilizadora, a los vertiginosos acontecimientos de aquella noche, me esforzaba por buscarle un sentido al verdadero origen de las marcas impresas en mi piel, a la insistencia de Remi, a la ausencia de Manolo, a la impasibilidad de Encarna, a la puntualidad de la falsa redada, a la sangre que teñía de rojo los puños de Gus, y a sus lágrimas, a las lágrimas que había visto en sus ojos, las lágrimas que habían desfigurado su voz, una voz tan distinta de la que me había echado de casa aquella misma noche, luchaba contra aquella certeza disfrazada de sospecha y no encontraba alternativa alguna, no existían alternativas, él había estado allí, moviendo los hilos a distancia, podía imaginármelo, podía ver su cara, los ojos brillantes, los labios apretados, podía escuchar sus palabras exactas, ¿quieres peligro?, toma peligro, lo habría dicho en voz baja, sin gritar, sin alterarse, le conocía demasiado bien, podía verle, escucharle, pero aquello era demasiado duro, de una dureza insoportable para las fuerzas de una niña pequeña, soy una niña pequeña, concluí, y mañana pensaré en todo esto, mañana, esta noche no, mañana todo estará mucho más claro…

Mercedes nos esperaba sentada en un sofá, retorciendo nerviosamente las asas del viejo maletín que le regaló mi madre cuando terminó la carrera. Pobrecita, pensé, todos recurrimos siempre a ella en las mismas ocasiones, y nunca son agradables.

Cuando nos vio entrar escrutó mi rostro con signos de inquietud, dirigió sus ojos a Pablo, luego otra vez a mí.

—Me esperaba algo peor —dijo.

Entonces, él me quitó el abrigo.

Las manos de mi cuñada empezaron a temblar, los ojos se le llenaron de lágrimas, nunca he podido comprender cómo una mujer tan frágil, tan delicada, tan asustadiza, fue capaz de escoger una profesión tan sanguinolenta como la suya.

—¡Dios mío! —volvió a miramos, primero a él, luego a mí—. Pero… ¿esto qué es?

—Nada —Pablo se acercó a ella y le puso la mano en el hombro, como si intentara tranquilizarla—. Las señales del sarampión.

Me desperté con todos los síntomas de una resaca gigantesca, y después recordé que Mercedes me había puesto una inyección para hacerme dormir.

Estaba en casa, en casa de Pablo, y era de día, la luz del sol entraba hasta el centro de la habitación a través de las contraventanas entornadas.

Él no estaba conmigo. Las heridas me dolían. El aire apestaba a solución de yodo.

Me incorporé con muchas dificultades, y sólo entonces advertí en mi cintura una tensión familiar, el más potente de todos los signos.

Él no estaba conmigo, pero allí, debajo de mi mano, dos mariposas sostenían una guirnalda de siete pequeñas flores bordadas con diminutas cuentas blancas, redondas. Pasé los dedos sobre ellas, una y otra vez, las acaricié y las conté para comprobar que no faltaba ninguna, y estaban allí, todas mis perlas, falsas, intactas, resplandecientes, plástico incalculablemente precioso sobre mi blusa blanca, una camisa de recién nacido hecha a la medida de una niña grande, batista tan fina que parecía gasa.

Volví a tumbarme, y cerré los ojos.

Sabía que Pablo tardaría en volver, no le gustaba estar presente en los momentos decisivos.

No habría ningún otro momento decisivo.

Rodé sobre las sábanas hasta instalarme en su lado, y me concentré en rastrear su olor, el yodo no me lo puso fácil, no andaba muy fina de olfato aquella mañana, pero al final encontré una nota reveladora encima de la almohada, atrapé con los dedos un pedacito de tela para pegarlo contra mi nariz, y me quedé inmóvil, encogida, sonriendo, colgada de aquel olor, dejando pasar el tiempo.

Su llegada estuvo precedida por el inconfundible aroma de las porras recién hechas.

Luego se tumbó a mi lado, me tocó la punta de la nariz y esperó.

Intenté simular un sueño profundo pero mis labios se fueron curvando poco a poco en una sonrisa que volvía a ser inocente.

Él acercó su cabeza a la mía y me habló en un susurro.

—Abre los ojos, Lulú, sé que no estás dormida…