Conocía a la Encarna desde hacía muchos años.
Había ido con Pablo algunas veces al viejo chalet de la calle Roma donde ella empezó honradamente de jovencita, con una pensión para subalternos, picadores enjutos y afilados, banderilleros bajitos y rechonchos, que se la tiraban con fruición, conscientes siempre de que ella sería quizás la última mujer de sus vidas. Eso todavía lo recordaba con nostalgia, pero solía repetir que entre las cogidas propias, las cogidas del matador, y que todos ellos eran una partida de cabrones que la mitad de las veces se largaban sin pagar, la pensión acabó siendo un negocio ruinoso. Fue la necesidad, según su propia versión, la que la impulsó a alquilar habitaciones para otro tipo de corridas.
Pero la calle Roma, un excelente lugar para una pensión taurina, no lo era tanto para una casa de citas, sobre todo cuando aquella zona, barrio de Salamanca al fin y al cabo, empezó a llenarse de yuppies, la nueva gente bien, más inculta incluso que la de antes e incapaz de apreciar el encanto de tradiciones tan añejas como la casa de Encarna, así que al final se la malvendió a un director de cine que la encandiló llamándola monumento, y con lo que sacó por ella se compró un piso inmenso en una bocacalle de Espoz y Mina, en un viejo edificio señorial, lo recalcaba engolando la voz, señorial, se trajo del pueblo a una sobrina peluquera que había hecho un curso de decoración de interiores por correspondencia, y reclutó unas cuantas chicas, no demasiado jóvenes, no demasiado guapas, pero rentables, ya que estamos, vamos a hacer las cosas bien, repetía.
Cuando no podía ir a casa, solía recurrir a la Encarna. Me llevaba muy bien con ella.
Cogí un taxi para llegar hasta allí, porque no tenía ganas de conducir, y después di una vuelta a la manzana, caminando muy despacio. Procuraba no pensar, olvidar que había sido rechazada, pero había demasiada animación aquella noche de viernes, día tres.
Una puta flaca y vieja, con un par de manchas oscuras en la cara, canas demasiado patentes sobre el pelo teñido, camiseta de tirantes con un escote inmisericorde para con sus tristes pechos desinflados, y una cazadora de plástico ligero con alegorías de Fórmula 1, me pidió un cigarrillo, tiritando de frío. Se lo di, mirándola de frente, y volví enseguida sobre mis pasos.
Me encontré en el portal con la sobrina de Encama, que volvía de tomarse unas copas con su novio, un buen chico que trabajaba en una óptica y no tenía ni idea de nada. La dueña de la casa estaba arriba, haciendo un solitario frente al televisor. Cuando me vio entrar, me hizo un gesto con la cabeza para señalar un cuarto pequeño y situado al final del pasillo, el gabinete de lo que las dos llamábamos de coña la suite nupcial, la mejor habitación de la casa.
Encarna estaba rara, nerviosa y huidiza. Cuando le pregunté por su artrosis, me di cuenta de que no quería hablar conmigo. Se limitó a responder con un par de monosílabos forzados a mis preguntas de cortesía, y me recordó que llegaba tarde.
No me gustaba el tema de aquella noche, no me había gustado nunca, me olía mal desde el principio, presentía algo que no me iba a gustar, pero ya no podía volver atrás.
Ya no tenía ningún sitio al que volver.
En el cuarto del fondo, tres viejos conocidos míos me saludaron como si se alegraran mucho de verme. Yo no les respondí de la misma manera.
—¿Dónde está Manolo?
—Y yo qué sé… —Jesús, un chico bajito y con aspecto atlético que a mí nunca me había gustado mucho aunque por lo visto tenía mucho éxito con los tíos, se me quedó mirando muy sorprendido—. Que yo sepa, no va a venir…
—Remi me dijo que Manolo estaría aquí —aquella ausencia confirmaba mis peores cálculos—. Si él no está, yo me voy…
—Vamos, Marisa —el que intervino en la conversación era uno de mis favoritos absolutos, se parecía mucho, mucho, a Lester, un encantador estudiante británico de buena familia vapuleado por la mala vida, desconocía su nombre auténtico, yo siempre le había llamado así—. ¿Qué tiene Manolo que no tengamos los demás?
—Que de él me fío, y de vosotros no…
A Manolo le gustaban las tías. A Manolo le gustaba yo. Estoy en esto sólo por la pela, solía repetirme, sólo por eso. Era joven aunque no demasiado, guapo aunque no demasiado, listo aunque no demasiado, pero tenía algo especial, además de una polla como un martillo. Nos lo habíamos montado alguna vez los dos solos, en casa, en plan amateur, y había llegado a cogerle cariño. Yo le gustaba y él me aconsejaba, me advertía con quién debía y con quién no debía ir, qué debía y qué no debía hacer. Él no me vendería, él no, estaba segura de eso, pero de los demás no podía fiarme, no me fiaba, estuve a punto de darme la vuelta y largarme de allí, pero la idea de acostarme sola aquella noche me resultaba insoportable.
Mientras tanto, ellos ya habían empezado a trabajar. Me conocían muy bien, y conocían su oficio.
El que se parecía a Lester se colocó detrás de mí, rodeó mi cuerpo con los brazos y comenzó a acariciarme, a sobarme con las manos abiertas, hablándome en voz alta, subiéndome el vestido por detrás, descubriendo la carne desnuda con fingida sorpresa, apretándose contra mí, clavándome la bragueta de sus pantalones de cuero en el culo, moviéndose rítmicamente para impulsarme hacia delante. Manolo me había jurado un par de veces que era un homosexual puro, que sólo le gustaban los hombres, y de hecho jamás había follado conmigo, pero a veces me costaba trabajo creérmelo.
Como compensación, su novio, que se llamaba Juan Ramón, tenía cara de tonto y contemplaba la escena con expresión risueña, se calzaba cualquier cosa que le pusieran delante.
Se acercó a nosotros, se colocó ante mí y me abrazó. Sus manos tropezaban con las de su amigo, su boca se encontraba con la suya encima de mi hombro, su sexo, enfundado en unos vaqueros viejos que parecían a punto de estallar, tropezaba con el mío, sus caricias nos abarcaban a los dos.
No pude evitar que mis ojos se cerraran, que mi cuerpo se tensara, que mis brazos se ablandaran en cambio, inermes, que mi sexo comenzara a engordar, no pude evitarlo y tampoco me tomé el trabajo de intentarlo, porque ya todo me daba igual y ellos eran tan deliciosos, eso era lo único que no había cambiado, ellos seguían siendo deliciosos cuando jugaban conmigo, se lanzaban mi cuerpo mutuamente como si fuera una pelota grande, sentía cómo sus acometidas me impulsaban hacia delante y hacia atrás, balanceándome entre ellos, me apretaban, me daban calor, un placer fácil, primario, me gustaban, me gustaba lo que se hacían y lo que me hacían a mí, se besaban entre ellos y me besaban, se tocaban entre ellos y me tocaban, se chupaban entre ellos y me chupaban, y yo disfrutaba más con las miradas, las sonrisas, las palabras que se dirigían el uno al otro que con las miradas, las sonrisas, las palabras que me dirigían a mí, pero no se lo decía, ellos no lo entenderían, eran bastante brutos los dos, animalitos, sus manos se perdían de vez en cuando bajo mi vestido, y su contacto era muy distinto al que producían las manos de los otros hombres, no había violencia, ni ansias de reconocimiento en ellas, eso lo reservaban para sí mismos, y sus dedos, ligeros, no llegaban a detenerse sobre mí, si acaso me daban descuidados golpecitos, caricias pobres, rácanas, pero el simple roce de sus uñas me erizaba la piel, y yo acariciaba sus cabezas, hundía las manos en sus cabellos, pobrecitos, mis niños pequeñitos, de la que os habéis librado, qué incomprensible fallo el de la Naturaleza, privarme de la oportunidad de medirme con vosotros en igualdad de condiciones, relegarme a la condición de espectadora de vuestros juegos inocentes, habrían dejado de ser tan inocentes, conmigo, pero ya no hay remedio, pobrecitos, qué suerte habéis tenido, queridos, queridos míos.
Cuando ya lo habían arrugado por encima de mis pechos, ambos tiraron al mismo tiempo del vestido, obligándome a levantar los brazos y me lo sacaron por la cabeza. Entonces me anunciaron entre risas que iban a disfrazarme.
Jesús, que jamás me había puesto un dedo encima, nos miraba desde un rincón, ataviado de una forma extraña.
Parecía un héroe de cómic, un reluciente vengador galáctico, oscuro y peligroso, estúpido a la vez, con esas enormes hombreras, y los leotardos negros, abiertos por delante y por detrás, como esos pantys agujereados —pantys para follar, la cruda realidad es que ningún mito dura eternamente—, que ahora venden hasta en las mercerías más corrientes con la excusa de que no te los tienes que quitar para ir al baño, y así es más difícil hacerse carreras. Su sexo depilado colgaba aburrido sobre el látex que se pegaba a sus muslos como una segunda piel. Está ridículo, pensé, aunque en realidad me gustaba mirarle. Estaba ridículo pero muy pronto yo misma ofrecería un aspecto parecido al suyo.
Me pusieron unas botas negras muy altas, que me llegaban hasta la mitad del muslo, estrechas hasta la rodilla, más anchas después, con una plataforma salvaje, y los tacones más finos y empinados que había visto en mi vida.
—Yo no voy a poder andar con esto —les advertí, ellos se rieron—. En serio, que vosotros no me conocéis, pero yo me mato, fijo que yo con estas botas me mato…
Los restantes accesorios eran más cómodos, pero igual de estrambóticos, un cinturón adornado con tachuelas plateadas, que se prolongaba en varias tiras de cuero también tachonadas que había que abrochar de una en una y se cruzaban a distintas alturas sobre mis caderas, una especie de sujetador vacío, tres tiras de cuero que enmarcaban en un triángulo negro cada uno de mis pechos sin cubrirlos, y un collar de perro a mi medida, adornado con aros metálicos.
Lester me condujo hacia un espejo, me miré y me gusté, aquellos correajes me sentaban bien, me encontré guapa, se lo comenté a ellos y estuvieron de acuerdo conmigo, estás muy bien, me hubieran dicho lo mismo si hubiera llevado puesto un saco de patatas pero era agradable oírlo.
Luego me sujetaron por los brazos y me condujeron a la habitación del fondo, donde tres figuras, sentadas en una especie de diván con adornos de falsa madera dorada, saludaron mi aparición con estrépito.
El del centro —delgadísimo, bajito, semicalvo, la uña del meñique derecho muy larga, las otras solamente negras, con uno de esos ridículos bigotitos, una línea finísima que no llegaba a cubrir los confines del labio, sobre una paradigmática cara de vicioso— debía de ser el especulador inmobiliario alicantino.
A su diestra, un adolescente de belleza pueblerina, mofletes sonrosados, quince años, dieciséis todo lo más, se acariciaba constantemente la ropa. De uno de los codos de su americana, cachemira de diseño italiano con enormes hombreras, colgaba todavía el enganche de plástico de una etiqueta.
A su siniestra, una jovencita de mejillas macilentas, el brazo izquierdo surcado por un rosario de pequeños puntos sanguinolentos, no había tenido tanta suerte.
Había también un hombre muy alto, inmenso, con pinta de culturista, al que no conocía, y una mujer de unos treinta y cinco años, alta, robusta pero de carnes duras, guapa a pesar del maquillaje de bruja, pestañas postizas, enormes rabillos, labios granates y los pezones perforados por dos anillas plateadas.
Ella fue quien más se alegró de verme. Me señaló con un dedo, y luego arqueó las cejas, frunció los labios y me dedicó una sonrisa pavorosa.
Alguien me lo había contado, hacía muchos años, y me había parecido un chiste muy malo, sólo duelen las treinta primeras hostias, pero es verdad, la pura verdad, sólo duelen las veinte, las treinta primeras hostias, luego ya todo da lo mismo.
Y sin embargo, al principio me lo pasé bien, muy bien, la verdad es que confiaba en que se tratara de una cuestión de puro fetichismo, cuero, hierros, argollas y punto, a juzgar por sus comentarios iniciales, el de Alicante era un individuo muy simple, demasiado simple para que todo aquello fuera mucho más allá. Por eso permanecí tranquila cuando el inmenso desconocido fijó el extremo de la cadena en el aro posterior de mí collar, ensartando uno de los eslabones en un grueso clavo que había fijado antes en la pared. Pobre Encarna, pensé, te están jodiendo la casa.
Estaba todavía tranquila, y muy excitada por la atmósfera que espesaba el aire de la habitación, el deseo sólido, denso, que distorsionaba los rostros de algunos de los presentes, sólo dos ojos ávidos, enormes.
El culturista asumió el papel de maestro de ceremonias, agarró a Jesús por un brazo, le condujo al centro de la habitación y le tiró al suelo.
Juan Ramón se acercó lentamente, y le puso un pie encima de la nuca para impedir que se levantara, una pura concesión a la ortodoxia iconográfica, pensé, porque la víctima no mostraba signo alguno de disconformidad con su situación.
Mientras tanto, con la misma forzada parsimonia que caracteriza los últimos contoneos de una bailarina de strip-tease, aquella bestia hizo desaparecer buena parte de su brazo derecho dentro de un largo guante de cuero rígido, adornado con pequeños remaches puntiagudos, que le llegaba hasta el codo.
Luego, sonriendo para sí, cerró el puño y lo miró largo rato, como si necesitara concentrarse para apreciar la potencia de aquella bola erizada de puntas metálicas cuyo aspecto recordaba el de un arma medieval, antes de dirigirse hacia Jesús, que, sumido en el suelo, se había perdido el último acto.
Me descubrí a mí misma sonriendo, los dientes clavados en mi labio inferior, y me asusté, modifiqué enseguida la expresión de mi rostro, procuré adoptar un aire distante, neutro, como si todo aquello no fuera conmigo, pero no pude mantener esa apariencia de imperturbabilidad durante mucho tiempo.
Lo hizo. Nunca hubiera creído que fuera posible, que un cuerpo tan pequeño pudiera albergar una maza semejante, pero lo hizo, su antebrazo desapareció casi por completo dentro del menudo atleta, que chillaba y se retorcía, incapaz de levantarse bajo la presión del pie que ahora ya le aplastaba la nuca, lo hizo, y no contento con eso, comenzó a mover el brazo dentro de su envoltorio, recibiendo con una sonrisa los alaridos de dolor que arrancaba en cada recorrido. Lo hizo, pero él no era el único que parecía disfrutar con el espectáculo.
Lester se acercó a su novio, se apoyó lánguidamente en él y empezó a acariciarle por detrás con la mano derecha, mientras la izquierda liberaba el sexo deseado, lo encerraba en su puño y empezaba a agitar ambas cosas, acariciando la húmeda punta con la yema del pulgar. Pronto fue correspondido. Sin disminuir ni un ápice la presión del pie con el que mantenía a Jesús pegado al suelo, el otro consiguió desabrochar con la mano izquierda la hilera de corchetes que atravesaba los pantalones de cuero de mi favorito y, tras acariciar ligeramente su carne, tan dura, le hundió el dedo índice en el culo, toma, le dijo, Lester suspiró y puso cara de bobito, qué encantador, pensé, mientras advertí que mi sexo se licuaba, mi ser se escurría sin remedio entre mis muslos, nunca había podido resistir aquella visión, nunca.
El flamante adolescente de la ropa nueva también parecía muy excitado. Inclinado hacia delante, la boca entreabierta, jadeando, no se perdía un detalle. Su propietario también se había puesto cachondo, le besaba, le metía mano, le obligaba a hacer lo mismo con él, y le hablaba con una voz ronca, entrecortada. Todo esto te lo voy a hacer cuando volvamos a Alcoy, me vuelves loco, pero te encerraré en el sótano y ya no volverás a ver la calle, ni a tu madre, ni a tus hermanos, sólo me verás a mí cuando baje a pegarte con un látigo, mearé encima de tus heridas, no volveré a darte por el culo nunca más, encontraré otros más guapos y más jóvenes que tú y les llevaré a casa, me los tiraré delante de tus narices, nunca más follarás conmigo, nunca más follarás con nadie, usaré una barra de hierro para eso, te desgarraré con ella, te la dejaré dentro toda la noche, y te obligaré a que se la chupes a mi perro, eso será lo primero que hagas cuando te despiertes cada mañana, ya verás, no te servirá de nada llorar, ni suplicar, te arrastrarás de rodillas para pedirme que te dé de comer y dejaré que te mueras de hambre, te mataré, te destrozaré con un guante peor que ese de ahí, porque me vuelves loco, loco, todo esto te lo voy a hacer cuando volvamos a Alcoy…
La mujer de los pezones perforados, encaramada en una butaca, las piernas atravesadas sobre los brazos del mueble, los pies colgando en el aire, se masturbaba con un consolador metálico, negro, con la punta dorada. Me miró, sonrió, luego miró a la yonqui, le hizo una señal con la mano, acércate, la otra no se dio por enterada, entonces habló, acércate, le dijo, y por fin lo consiguió, la jovencita del brazo herido se levantó y fue hacia ella, la voz de aquella mujer acaparó toda la atención por un instante, luego extrajo su juguete de entre los muslos y apuntó con él a la boca de aquella torpe prostituta asustada, que mantuvo los labios cerrados incluso cuando el duro ex* tremo mojado se posó sobre ellos, no debe de llevar mucho tiempo en esto, pensé, y me compadecí de ella porque no sabía calcular, la bruja la agarró entonces del pelo, la levantó en vilo, el puño cerrado sobre la melena castaña, ella chilló, dejó escapar un grito sobrecogedor, y mantuvo la boca abierta hasta que el consolador se perdió entre sus dientes. Luego, manteniéndola bien sujeta, la mujer de los pezones perforados atrajo violentamente su cabeza hacia sí misma, y dejé de verle la cara, sólo escuchaba los sonidos ahogados que producía su lengua en contacto con el sexo desnudo de la otra mujer, que, abriéndose con una mano, usando la otra para guiar el instrumento del que obtenía un placer cada vez más intenso, se retorcía en su asiento, emitiendo débiles gritos que, por un instante, la acercaban a la condición de los seres humanos.
El gigante se cansó de penetrar a Jesús con su brazo enguantado y lo extrajo por fin de su cuerpo, manchado de sangre. Después se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, justo delante de la cabeza de su víctima, quien, libre ahora de toda presión, no se movió. No podía moverse, apenas arrastrarse con esfuerzo por el suelo, pero la misma mano que antes le había penetrado, desnuda ahora, se posó sobre su cabeza, revolviéndole el pelo, y como si respondiera a un signo convenido de antemano, el pequeño maltratado logró entonces incorporarse a medias, echó los brazos en torno al cuello de su torturador, le miró con ojos húmedos, tiernos, y le besó en la boca. Después, en silencio, dirigió los labios hacia la verga de su verdugo y empezó a lamerla con la punta de la lengua antes de hacerla desaparecer dentro de su boca, sin insinuar ningún reproche. Parecía contento. No lo podía creer, pero parecía que estaba contento a pesar del pequeño torrente rojo que descendía por sus muslos.
Las cosas comenzaron entonces a complicarse. Todo cambió muy deprisa, el alicantino reclamó a Juan Ramón y le habló al oído, cuando éste asintió, aquél le besó en la boca, abrazándole con repentina pasión, y se formaron dos nuevas parejas.
El adolescente protestó al principio, miró a su protector con ojos llorosos, alargó hacia él una mano patética, pero no le sirvió de mucho, Juan Ramón se lo llevó a una esquina, le tumbó boca abajo encima de una mesa y le dio un par de azotes, si te portas mal, yo me portaré todavía peor contigo, rey, aquello pareció tranquilizar al corderito, que se quedó inmóvil, tuve que esforzarme para distinguir lo que ocurría después, estaban demasiado lejos, el novio de Lester introdujo su polla en una especie de funda de goma con púas que incrementaba un perímetro ya de por sí bastante respetable, y después, sin avisar, abrió con las manos el culo del jovencito y se la metió dentro de golpe, hasta la base.
El cliente, desnudo, se había encaramado a cuatro patas encima del diván, para contemplar mejor el tormento de su favorito, cuando el mío, Lester, se acercó a él por detrás, con cara de circunstancias y el sexo enhiesto sólo a medias en una mano. Así y todo, no tuvo dificultad para hacerlo pasar a través del enorme hueco que se abría en aquel cuerpo añoso y blando, al tiempo que, con la otra mano, agarraba la escasa picha de su beneficiario y empezaba a agitarla mecánicamente, con desgana.
El alicantino, que no podía contemplar las divertidas muecas de asco que Lester me dedicaba mientras se lo follaba al ritmo más cansino de los posibles, no acusaba en absoluto esa falta de ardor, concentrado en la escena que se desarrollaba ante sus ojos, su pequeño chillando y revolviéndose ante las embestidas de un arma terrible, cuyas dolorosas consecuencias no era difícil calcular a la vista del miserable calibre del sexo que el pobre estaba acostumbrado a engullir. Sin embargo, en un momento determinado, la víctima dejó de chillar para generar sonidos diferentes, como si el dolor se hubiera diluido en sensaciones de otra naturaleza. Yo conocía muy bien ese proceso, podía anticipar sus consecuencias. Unos segundos después, ya era evidente para todos que le daba gusto, ahora se lo estaba pasando estupendamente. Apoyó las dos manos sobre la mesa, se irguió, comenzó a moverse, y nos dejó ver su polla, tiesa, contra el cristal.
Entonces su propietario se asustó, basta ya.
Me sonreí para mis adentros, no te va a servir de nada mandarle parar, pensé, te has pasado de listo y ya no volverá a disfrutar contigo, ha descubierto que existen cosas mejores que tú, imbécil.
Los acontecimientos me dieron la razón.
El grado de conformidad que mostraba Lester hacia su destino cambió de repente cuando su novio, sin haber desnudado su sexo aún, se dirigió hacia él con una sonrisa en los labios, se las arregló para encontrar un sitio donde apoyar las rodillas y le penetró, acariciándole el pecho con una mano. El alicantino tuvo que notar el cambio de situación, porque a juzgar por la expresión de felicidad que se dibujó en su cara, la polla de mi favorito tenía que haberse puesto como una piedra, y debía de ser capaz de llenar por fin del todo su holgado conducto, pero eso ahora no le importaba, porque el muñeco que se había traído de Alcoy se negaba a obedecer sus órdenes, y lejos de presentarse ante él, cruzó de rodillas, con la boca abierta, toda la habitación, para satisfacer después con la boca al eventual amante del amante de su amante, el magnánimo ser que le había abierto los ojos de una vez y para siempre, y se dedicó a lamer generosamente sus testículos antes de abrir su grupa con las manos para hundir la lengua en el orificio central. Juan Ramón, sin volverse, aceptó el regalo con un gruñido.
Me lo estaba pasando bien, muy bien, pero entonces, de repente, me di cuenta de que éramos nueve, y de que ocho, todos excepto yo, habían entrado ya en juego.
Entonces me asusté, adquirí conciencia por primera vez de mi inmovilidad, e intuí que mi destino era ser el plato fuerte de la velada.
Ella vino hacia mí, me cogió por las muñecas y apretó mis manos alrededor de sus pechos perforados haciendo lo mismo conmigo, al principio sólo me acariciaba, sus dedos, sus uñas, producían una sensación agradable, pero sus dedos se desplazaron sin avisar hacia mi sexo, estiraron de mis labios hacia abajo y los pellizcaron varias veces con sus afiladas puntas, me estaba haciendo daño, así que, aunque intuía que el efecto de mi acción resultaría tal vez peor que su causa, lancé una de mis rodillas contra su cuerpo y conseguí tirarla al suelo mientras chillaba con todas mis fuerzas, llamando a Encama a gritos, confiando todavía en poder escapar indemne de allí, nunca más, me juré a mí misma, nunca más, pero no vino nadie, nadie, los demás participantes en aquella fiesta me miraron un instante con curiosidad y ninguna intención de ponerse de mi parte, excepto la yonqui, que tenía los ojos llenos de lágrimas y lo intentó, aunque la detuvieron antes de que lograra acercarse a mí, tú no te metas, le dijo alguien, esto no es asunto tuyo, a las dos nos va a salir muy cara la dosis de esta noche, me dije, entonces esa mujer se levantó por fin, me miró, me sonrió, y agarrándome de los pies, primero el derecho, luego el izquierdo, desgajó los tacones de mis botas, tuve que agarrarme con las dos manos a la cadena para impedir que la presión provocada por la súbita disminución de mi estatura me rompiera el cuello, y conseguí un cierto equilibrio poniéndome de puntillas a cambio de la inmovilidad más absoluta, mi verdugo soltó una carcajada antes de alojar su puño en mi estómago, pero ni siquiera entonces olvidé que no podía moverme, ella también lo sabía, sus uñas se clavaron en mi escote y se desplazaron hacia abajo para marcar caminos largos, rojizos, más tarde recurrió a procedimientos más sutiles, dos pequeñas pinzas plateadas que apresaron mis pezones, unidos por una cadenita de la cual ella estiró hacia sí para que todo mi cuerpo fuera detrás de mis pechos, que yo sentía cada vez más lejos, como si fueran a rasgarse de un momento a otro, así jugó conmigo un buen rato, impulsándome hacia delante y hacia atrás con simples movimientos de su muñeca, forzándome a columpiarme sobre mis precarios apoyos, las manos desolladas ya por el roce con los eslabones de la cadena, los brazos cada vez más débiles, los músculos casi dormidos, pero también de eso se aburrió, y me concedió un par de minutos de descanso mientras iba a buscar algo que no pude distinguir muy bien al principio, luego, mientras lo golpeaba contra la palma de su mano, advertí que se trataba de un objeto bastante corriente, un calzador de metal montado sobre una caña de bambú, y no vi nada más, ella me dio la vuelta con las manos, volviéndome contra la pared, para dar comienzo a una nueva fase, y entonces fue cuando recordé aquel viejo chiste malo, porque sólo me dolieron las treinta primeras hostias, descargó el primer golpe contra mis pantorrillas y fue ascendiendo poco a poco a lo largo de mis muslos, concentrándose en el tramo que se extendía al borde de las botas, no me pegaba con las aristas, sino con el dorso del calzador, no me rompía la piel, pero el dolor era insoportable, sobre todo cuando, después, en contra de lo que yo imaginaba, se detuvo poco tiempo en mis nalgas para desencadenar a cambio una espantosa avalancha de golpes un poco más arriba, a la altura de los riñones, pero eso no era suficiente todavía, volvió a darme la vuelta y repitió el proceso en sentido inverso, de arriba abajo esta vez, azotando salvajemente mis pechos en primer lugar, me di cuenta de que eso le gustaba y me asombré al comprobar que todavía era capaz de pensar, en aquel momento el gigante se acercó a nosotras, y rodeó mis costillas con un brazo, para levantarlos e impedir que temblaran después de cada golpe, ella desprendió la pinza de mí pezón izquierdo, cerró los dientes alrededor de él, y yo pensaba que la carne estaría tumefacta, insensible ya, pero no era así, su mordisco vino a demostrarme que el estado de inconsciencia en el que confiaba sumirme de un momento a otro estaba todavía muy lejos, los golpes se redoblaron, y al final, él hizo pasar sus brazos bajo mis corvas y me sujetó con firmeza, liberando por el momento mis manos de la dolorosa obligación de sujetar la cadena, para que ella se ocupara de la piel interior de mis muslos, aproximándose poco a poco a mi sexo, lo esperaba, y esperaba desmayarme entonces de una vez, pero sentí el impacto del calzador sobre la carne contraída, temblorosa, y no pude escapar del dolor, tuve que soportarlo íntegramente, durante minutos lentos como siglos, mientras me consolaba pensando que aquello no iba a durar mucho más, porque si el calzador no me mataba, cuando él dejara de sujetarme, abandonándome otra vez a mi suerte, no iba a tener fuerzas para sujetar la cadena ni media hora más, y acabaría rompiéndome el cuello dentro del rígido collar de perro.
Qué desperdicio, pensé, porque en ningún momento pude dejar de pensar, derrochar tanto color, tanto patetismo, en la muerte de una mujer insensible, tan incapaz de disfrutar con los finales trágicos.