Su voz era la que menos me apetecía escuchar en aquel momento. Sentí la tentación de colgar sin contestarle, pero luego recordé que había tenido muy pocos regalos aquel año, porque Pablo no me había regalado nada.

—¿Marisa?

—Sí, soy yo.

—Hola, soy Remi.

—Ya te había conocido.

—Te llamé varias veces la semana pasada, pero nunca estabas en casa…

—Sí, el lunes fue mi cumpleaños, y he salido bastante estos días.

—Felicidades. ¿Cuántos te han caído?

—Veintiocho… —mentí, pero me dio vergüenza, así que rectifiqué—… más tres, treinta y uno.

—Vaya, es una buena edad.

—Sí —él debía de tener cuarenta y cinco, por lo menos—, eso dicen.

—Bueno, yo te llamaba por un tema…

—Lo siento, tío, en serio, prefiero avisarte antes de que sigas, pero es inútil, estoy sin un duro, no me puedo permitir ningún lujo últimamente.

—No, no va por ahí…

—¿No? —su última frase me desconcertó. Nuestra relación se había limitado exclusivamente desde el principio a un solo aspecto, uno solo, muy bien definido.

—No. Esta vez no te llamo por lo de siempre, o sí, en realidad es algo parecido, pero no te va a costar ni una pela, tranquila…

—No te comprendo.

—Verás, es que tengo un cliente… especial, un tío de Alicante que se ha montado vendiendo apartamentos a jubilados alemanes y belgas, ya sabes…

—¿Y qué?

—Bueno, el caso es que el tío éste viene de vez en cuando en invierno a Madrid, a correrse una juerga, ¿entiendes?

—Entiendo.

—Oye, si te vas a cabrear conmigo, lo dejamos, ¿eh?

—No, no estoy cabreada contigo —me di cuenta de que mi última respuesta había sido demasiado brusca—. Sigue.

—Vale. El caso es que éste hace a todo, ¿sabes?, y… Bueno, que me ha pedido que le organice una fiestecita, y que invite también a alguna tía, y he pensado que a lo mejor te apetece venir, a los demás ya les conoces, Manolo, Jesús y algunos más, en fin, piénsatelo, sería pasado mañana…

—¿En la Encarna?

—Pues… No lo había pensado, pero si tú quieres puede ser allí, en la Encarna, a la una y media…

—¿Tan tarde?

—Sí, él tiene algo que hacer antes, una cena con los compañeros de la mili o no sé qué, no me lo ha explicado bien, y luego quedamos…

—No, mira Remi, de verdad, paso.

—Pero ¡si tú no tendrías que hacértelo con él! Tú no, él sólo quiere mirar, si se trae un chico, y una puta y todo…

—No me lo creo.

—Te juro que es verdad. ¿Para qué te iba a mentir? No me interesa llevarme mal contigo, tía, ya lo sabes.

—Da igual. No quiero, no voy a ir.

—Pues allá tú, porque si es verdad que andas mal de dinero, te podrías sacar una pasta, ¿sabes…?

A la hora de comer, estaba casi decidida a ir, aunque aquella tarde le había colgado el teléfono sin más apenas mencionó la cuestión del dinero.

Al principio me sentí fatal, me quedé horrorizada, y más que eso, espantada de mí misma. Me preguntaba qué clase de aspecto ofrecería para que Remi se hubiera atrevido a venirme con aquella proposición, pero él insistió, volvió a llamar un par de horas más tarde, y me atacó por mi punto más débil. Pero qué más te da, me dijo, ¿es que no es lo mismo estar en un lado que en otro? Yo le había comentado una vez que al principio me parecía más vergonzoso pagar que cobrar por acostarme con un hombre. Él me lo recordó y, lo que fue peor, adoptó el tono sincero y desinteresado de un hermano mayor para criticar mi falta de coherencia, lo que hubiera definido, de haber contado con el vocabulario suficiente para hacerlo, como una simple colección de prejuicios infantiles, pura ingenuidad. Me lo dijo de otra manera, si estás metida en esto, estás metida hasta el final, sácale algún provecho, tonta, qué más te da, has hecho lo mismo un montón de veces, por qué va a ser distinto ahora…

A la hora de comer, estaba casi decidida a ir.

La raya me tentaba, su proximidad ejercía una atracción casi irresistible sobre mí, la llamada del abismo, precipitarme en el vacío y caer, caer a lo largo de decenas, centenares, millares de metros, caer hasta estrellarme contra el fondo, y no tener que volver a pensar en toda la eternidad.

Luego, en casa, al salir de la ducha, me miré detenidamente en el espejo y me di cuenta de que estaba empezando a engordar. Me envolví en un albornoz, para no verme.

Las dudas brotaron después, a media tarde, mientras me preguntaba cómo debería vestirme para acudir a mi extraña cita, qué tipo de ropa escoger, algo negro, corto, estrecho, escotado, o un vestido normal, de mujer corriente.

Si no hubiera buscado la manera de desembarazarme de Inés, todo habría sido más fácil, pero ya le había pedido a mi hermana Patricia que fuera a buscarla al colegio para llevársela a dormir a casa de mis padres.

Aunque quizás no había sido mala idea, después de todo. Decidiera lo que decidiera al final, creo que no me habría gustado ver a mi hija aquella noche.

Dudaba.

El balance era nefasto.

Él no había querido escucharme, yo intentaba explicárselo, hablé, hablé sola frente a él durante horas, pero mis palabras se estrellaban contra sus oídos como las pelotas de tenis rebotan sobre un frontón.

No había querido escucharme, se aferró a la más reciente de mis convulsiones y no quiso ver más allá, se negó a escucharme, se negó a entender. Lo siento, dijo, lo siento mucho, la idea fue mía, sólo mía, y nadie se enteró, te juro que nadie se enteró, nadie sabe nada, les echamos a todos corriendo de casa… Es culpa mía, hace años que me rondaba por la cabeza, ya lo sabes… Marcelo no es sólo tu hermano, también es mi mejor amigo, y pensé… No sé lo que pensé, pero él no tuvo nada que ver, te lo digo en serio, todo se me ocurrió a mí, la idea fue mía, aunque la verdad es que no me costó demasiado trabajo convencerle… Los dos pensábamos que no tenía importancia, ya no tenéis edad para dejaros atrapar por una pasión fatal, ¿no? Eso pensábamos, pero no nos imaginamos que pudiera llegar a afectarte tanto… Puedes estar segura de que si lo hubiera sospechado, habría renunciado a tiempo, te juro que lo siento, Lulú, perdóname… Por favor, perdóname.

Yo intentaba explicárselo, lo intenté, hablé sola, sola durante horas. El incesto no había entrado nunca en mis planes, desde luego, y nunca pensé tampoco que Marcelo pudiera reaccionar de una manera tan natural después de una cosa así, porque ninguno de los dos volvió jamás sobre el tema, ni juntos ni por separado, aquí no ha pasado nada, lo leía en sus rostros, en sus gestos, en la imperturbable naturalidad de todas sus acciones, aquí no ha pasado nada, y habían pasado cosas, muchas cosas, pero no era eso, no era sólo eso.

Ya entonces había comenzado a cuestionar la calidad de las lecciones teóricas, de todas las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa.

La mitad de mi vida, ni más ni menos que la mitad de mi vida, había girado exclusivamente en torno a Pablo. Nunca había amado a nadie más, y eso me asustaba. Mi limitación me asustaba. Me sentía como si todos mis movimientos, desde que saltaba de la cama cada mañana hasta que volvía a ella por la noche, hubieran sido concebidos de antemano por él, y eso me abrumaba. Su seguridad me abrumaba. Entonces me convencí de que mientras siguiera a su lado nunca crecería, y cumpliría treinta y cinco» y luego cuarenta, y luego cuarenta y cinco, y luego cincuenta, cincuenta y cinco, y hasta sesenta y seis, la edad de mi madre, y no habría llegado a crecer jamás, sería una niña eternamente, pero no una hermosa niña de doce años, como cuando vivíamos en aquella casa falsa, enorme y vacía, en la que no pasaba el tiempo, sino un pobre monstruo de sesenta y seis años sumido en la maldición de una infancia infinita.

La autocompasión es una droga dura. Por eso me marché.

Pero nunca había podido olvidar que antes, cuando vivía con él, era feliz.

Al final elegí un vestido negro, corto, no demasiado escotado pero sí muy estrecho, de un tejido elástico que se me pegaba al cuerpo como un bañador.

Después, el aplicador del rímel, que sostenía con la mano derecha, me resbaló inexplicablemente de entre los dedos para dibujar tres finas líneas de tinta sobre el pómulo. Chasqueé los labios para expresar mi descontento conmigo misma y empapé en agua la punta de un pañuelo de papel para tratar de remediar el desaguisado. Al mirarme en el espejo, contemplé el rostro de una mujer de mediana edad, vieja, labios tensos enmarcados por un rictus familiar pero distinto, dos finas arrugas que revelaban conocimiento y edad, una mezcla compleja, la antítesis de la risa fácil, incontrolada, que solía trastocar en una mueca la sonrisa de aquella extravagante golfa inocente que fui una vez.

Mantuve los ojos fijos en esa mujer, durante algunos segundos, y decidí que no me gustaba.

El balance era nefasto.

Abrí el grifo del agua fría, me lavé la cara con jabón, la froté a conciencia con una esponja, haciendo espuma, hasta que la piel comenzó a tirarme, y me sentí mucho mejor.

Necesitaba llevar algo entre las manos, un objeto capaz de hacerme compañía, de sostenerme, de animarme. Sentía que no podía volver con las manos vacías.

De repente me acordé de ella, una bolsa de plástico naranja rajada y rota a la que siempre le había faltado un asa. Dentro, cinco piezas de porcelana, dos brazos, dos piernas, una cabeza, y un cuerpo relleno de lana, el vestidito sucio, y el gorro blanco, diminuto, amarillento ya, viejo, la holandesita despedazada, colega en los trabajos de la infancia eterna, que heredé en la cuna, junto con mi propio nombre, de la tía abuela María Luisa, a quien nunca conocí.

Llevaba veinte años prometiéndome a mí misma que al día siguiente, sin falta, la llevaría a arreglar al sanatorio de muñecas de la calle Sevilla, y nunca lo había hecho.

Él comprendería.

Todavía era muy pronto.

Compré una guía en el quiosco de la esquina y consulté la cartelera. Buscaba una señal, un sortilegio. En un cinestudio de Villaverde Alto ponían Milagro en Milán, pero Villaverde estaba demasiado lejos, y no fui capaz de encontrar ninguna otra vieja película maravillosa en ninguna parte.

Entonces elegí Fuencarral, mi calle favorita, y me metí a ver una comedia americana de estreno, una chorrada intrascendente con una espléndida actriz secundaria en el papel de madre del protagonista.

Al final, me decidí a usar la llave.

La casa estaba a oscuras. Avancé con precaución al principio, asiendo con las dos manos la bolsa naranja como si fuera un escudo, hasta que mis ojos se habituaron a la falta de luz. Entonces deposité a la pequeña inválida holandesa en una esquina del salón y comencé a sortear obstáculos con una agilidad desconocida.

La puerta del dormitorio estaba cerrada. Inmóvil en el pasillo, sin hacer ningún ruido, pegué la oreja a la puerta, crucé los dedos y no escuché nada. Me quité los zapatos, empujé el picaporte con dedos sigilosos y entré andando de puntillas.

Tardé unos instantes en asegurarme de que era Pablo quien dormía, solo, vuelto hacia el centro de la cama.

Respiré hondo, y sonreí.

Aquello no encajaba con la más favorable de mis hipótesis —nadie en casa, acostarme y esperar—, pero tampoco era la peor —encontrar a dos personas debajo de las sábanas.

Me desnudé en silencio, busqué la camisa que él se debía de haber quitado momentos antes, la encontré tirada encima de una silla, la miré, la toqué, la olí, la reconocí, me la puse y me tumbé en el suelo, a su lado, ejecutando el mejor plan que había sido capaz de concebir mientras aquellos dos imbéciles californianos se divorciaban y se reconciliaban sin parar en la pantalla grande. La hija pródiga vuelve a casa, se tira en el suelo como una perra, reconoce sus faltas e implora el perdón del padre, a quien sabe compasivo y magnánimo. No era un plan impecable pero tampoco estaba mal, dada la precipitación y lo espantosa que había resultado la película.

—Te quiero —susurré.

Ya está, pensé luego, todo ha sido muy fácil.

Cerré los ojos, estaba muy cansada, todo ha salido bien, me repetí, ahora podré dormir, dormir durante horas, cuando nos despertemos, él me descubrirá y comprenderá, todo ha sido muy fácil… El suelo, duro, me pareció infinitamente acogedor hasta que escuché el chasquido de un mechero, y a continuación su voz, fría.

—Levántate, Lulú. No cuela.

Al principio no me atreví a moverme, me quedé quieta, encogida, temblando, convenciéndome a mí misma de que no había escuchado nada porque nadie había dicho nada, pero él lo repitió, con voz clara.

—Ya es demasiado tarde, Lulú. Esta vez no cuela.

Me levanté de golpe, cerré las manos alrededor de las solapas de su camisa y separé los brazos con todas mis fuerzas.

Los botones fueron saltando al suelo, uno tras otro.

Hice pasar el vestido a través de mi cabeza, embutí como pude los brazos en las mangas y estiré el borde hacia abajo, salí huyendo al pasillo, me puse los zapatos y seguí corriendo.

—¿Adónde vas?

Llegué al salón, cogí mi bolso y agarré también la bolsa naranja, pero entonces me di cuenta de que él venía tras de mí, por el pasillo, y seguramente ya la había visto, no tenía tiempo para esconderla.

La vieja holandesita no podría hacerme compañía en el sitio al que me dirigía, así que volví a dejarla encima de una mesa.

—¿Adónde vas?

Salí dando un portazo, pero fallé, como de costumbre.

La hoja golpeó contra el marco un par de veces sin llegar a cerrarse.