La segunda vez recurrí a Sergio, reciente novio de Chelo, camarero en un bar de moda.

Quería mantenerme fuera del lumpen, quedarme en Malasaña. Allí me sentía cómoda, segura, allí me habían salido los dientes de adulta, horas y horas sentada en aquellos insoportables bancos de fábrica recubiertos por delgados cojines de gomaespuma, tan ineficaces, bebía vodka con lima, repugnante pero muy femenino, en aquella época, cuando hice las primeras risas, las primeras borracheras, las primeras vomitonas. Allí viví después con Pablo todo el tiempo, en un ático enorme, con las vigas al aire, allí seguía viviendo él, uno de los últimos supervivientes, y mi figura formaba ya casi parte del paisaje. Allí mis propósitos podían pasar inadvertidos, eso creía, y aún conocía a mucha gente, a casi toda la gente de antes, éramos muchos todavía, aunque muchos también se habían quedado por el camino, y todos comentábamos lo mismo, cómo ha cambiado el barrio, ya no es igual, aunque quizás los únicos que habíamos cambiado éramos nosotros, todos nosotros, diez, doce, quince años más tarde, los estigmas de la edad, calvas, barriguitas, canas, sujetadores debajo de las blusas, arrugas en la cara, cada noche un poco más profundas, la carne irremediablemente fofa, cada noche un poco más fofa, pero éramos los mismos, casi los mismos, nos reíamos mucho, todavía, y, en realidad, la plaza seguía igual, las calles, los bares seguían igual, poco más o menos.

Quería mantenerme fuera del lumpen, porque me daba pánico que Pablo se enterara de que yo andaba por ahí sola, de noche, soltando pasta para meterme en la cama con un par de maricones, o con tres, o con cuatro, me aterraba la posibilidad de que lo llegara a saber, y él tenía muchos contactos con el lumpen, extraños amigos, delincuentes habituales, gente que se había encontrado en la cárcel y fuera de la cárcel, gente que le adoraba y que me conocía, gente que le habría ido con el cuento a las primeras de cambio.

Quería quedarme en Malasaña, allí había conocido a Jimmy y a Pablito, y conocí a algunos más, pocos, bisexuales ávidos y bien alimentados, no todos hermosos, dispuestos sin embargo a compartir su novio conmigo por pura diversión, pero el filón se agotó pronto, muy pronto, y yo no tenía bastante, incumplí la regla de oro, una sola dosis de cada cosa, y no tenía bastante. Entonces sucedió lo peor que podía ocurrir. Renuncié a actuar a través de intermediarios, me dediqué a buscar por mi cuenta, y los resultados fueron nefastos. Algunos se rieron en mi cara, ellos sólo iban por allí a tomar copas, y mi cuerpo no les interesaba, mi dinero no les interesaba, mi curiosidad no despertaba su curiosidad, otros me despreciaban, y me lanzaban su desprecio a la cara, hasta que me hice famosa, eso fue lo peor, que me hice famosa, y algunos de mis amigos dejaron de saludarme, circularon rumores, Marisa está cada día más rarita… Al final, una vieja compañera de la facultad que se había apuntado muchos años atrás al multitudinario gremio de la hostelería, me lo dijo a las claras, mira, si quieres tíos de ésos, págatelos, debe de haberlos, a puñados, tiene que haber de todo, pero no aquí, joder, que aquí lo único que haces es espantarme a la clientela.

—Sin una sola pluma, eso lo primero, altos, un metro setenta y ocho como mínimo, grandes, convencionalmente guapos de cara, ya sabes, el tipo de chicos que les gustan a las colegialas, delgados pero musculosos, sin pasarse, culturistas no, de veinticinco a treinta y cinco años, uno de ellos puede ser más joven, solamente uno, y ninguno más viejo, piel preferiblemente morena, pelo preferiblemente oscuro, las piernas largas y, por favor, poco velludos, lo menos posible. Sería mejor que no estuvieran enamorados entre sí, lo ideal seria que se conocieran y que se gustaran, aunque ya sé que no se puede pedir de todo, la raza me da igual, siempre que no implique una subida de precio, con tal de que ninguno sea oriental, no me gustan los orientales, iahí y, si puede ser, me gustaría que al menos uno de ellos fuera bisexual, o si no bisexual, por lo menos capaz de hacérselo con una tía, vamos, conmigo, quiero decir, aunque no le guste, eso no me importa, no puedo aspirar a que encima le guste, luego, bueno, cuanto…, cuanto mejor dotados estén, pues… en fin, ya sabes, mira a ver lo que puedes hacer, la pasta no es problema, creo…

Lo solté de carrerilla, atropellándome, sin pararme a escuchar lo que decía, como una lección aprendida de memoria en la víspera de un examen oral. Quería terminar pronto, me daba mucha vergüenza haber llegado hasta ese punto.

Él asintió con la cabeza a cada uno de mis requisitos, dándome a entender que comprendía de sobra la naturaleza de mis exigencias, pero insistí por última vez, de todos modos.

—Quiero sodomitas, no mariquitas. ¿Está claro?

—Está claro —me contestó.

Era un tipo siniestro, Pablito ya me lo había advertido, siniestro, pero era también uno de los amos de la calle, controlaba a mucha gente, a muchos corderitos necesitados, descarriados, conmovedores. Yo pretendía mantenerme fuera del lumpen, quería quedarme al margen y lo intenté, pero no pude.

Cuando comprendí que no me quedaba otro remedio, tomé ciertas precauciones, renuncié a servirme de mis propios amigos, y rechacé a Ely, eso desde el principio, porque ella no me lo habría consentido jamás, estaba segura. Al fin y al cabo, yo era todo lo que ella intentaba ser, tenía todo lo que ella quería tener, y a ella le costaba tanto, tanta vergüenza, tantos quirófanos, tantas lágrimas… Para Ely, la humanidad se dividía en dos secciones muy bien delimitadas, y a mí me tocaba estar en el lado de los bienaventurados. Jamás habría tolerado tanto derroche.

Procuré moverme con discreción, citarme en lugares apartados de los circuitos clásicos, evitar todos los riesgos previsibles, pero tardé bastante tiempo en conocer a la gente adecuada en los lugares adecuados, transcurrieron meses antes de que el teléfono fuera suficiente. Me daba pánico que él se enterara de lo que estaba haciendo, y tomé ciertas precauciones, pero no me sirvieron de nada, la torpeza me ha perseguido siempre como una maldición. Me topé con Ely una vez, al principio, y a Gus, un camello amigo de Pablo, me lo encontraba por todas partes, mientras hacía la calle yo también, aunque en sentido inverso, solicitando en lugar de ofrecer, en busca de algo que llevarme a la cama. Llegué a sospechar que tanta coincidencia no podía ser casual, pero terminé por descartar esa hipótesis. Al fin y al cabo, tenía indicios suficientes para suponer que algunos de mis mejores contactos podían hallarse también entre sus mejores clientes. Luego, un buen día, Pablito me habló del chulo aquel, Remi.

A su lado, Jimmy parecía la madre superiora de las mercedarias con toca y todo, pero eso no impidió que llegáramos a entablar una larga y provechosa relación comercial. La primera vez me consiguió una pareja de tíos estupendos, muy guapos, muy caros también. Disfruté mucho con ellos. Después, uno, el más viejo, no mucho mayor que yo en cualquier caso, me interrogó cortésmente acerca de lo que él consideraba una pasión estrambótica. Qué sacas tú en claro de todo esto, fue lo que me preguntó.

Yo me había hecho la misma pregunta muchas veces, y aún me lo preguntaría muchas más a lo largo de las oscuras, febriles noches que sucedieron a aquella primera noche, qué sacaba yo en claro de todo aquello, qué me daban ellos, más allá de la saciedad de la piel.

Seguridad.

El derecho a decir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién.

Un lugar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes.

El espejismo de mi madurez.

Había otros caminos, intuía otros muchos caminos, itinerarios menos barrocos, menos intensos, menos agotadores, para alcanzar la misma meta, pero ninguno era tan cómodo para mí, porque yo no sabía muy bien hasta dónde quería llegar. Me había tropezado con ellos y me había dejado ir, pensaba, nada más, en cualquier momento podría volver sobre mis pasos, sin traumas y sin lamentaciones, era un pasatiempo inocente, sólo un pasatiempo inocente, y me sentía bien, tan mayor, tan superior, tan entera, mientras jugaba con ellos…

Tenía miedo, sin embargo, tenía cada vez más miedo, y no sólo por la cuestión del dinero. Eso llegaría a convertirse en un problema serio cuando se agotó la cuenta de Inés, el dinero que Pablo ingresaba todos los meses en aquella cuenta. Yo nunca le había pedido dinero, no quería más que el imprescindible para pagar a medias los gastos de la niña, pero él ingresaba de más, mucho más, de todas formas. Me resistí a gastármelo, al principio lo intenté, pero en aquellos tiempos mis buenos propósitos adolecían de una estructura tan endeble, y lo tenía tan a mano… Al final me lo gasté todo, me lo fundí muy deprisa, hasta la última peseta, y entonces la pasta comenzó a ser un problema, aunque nunca sería el más grave de los problemas.

Tenía miedo, miedo de no ser capaz de reaccionar, de no saber parar a tiempo. A ratos me sentía inútil para distinguir la frontera entre la fantasía y la realidad, amenazada por las sombras de un mundo sucio y ajeno al que jamás había creído poder pertenecer, pero que ahora estrechaba un cerco cruel, obsesivo, en torno a mí.

Debería haberlo hecho, me daba cuenta de que debería haberlo hecho, pero no podía renunciar a ellos, no podía, porque nada se les parecía, ningún deseo era comparable al que me inspiraban, ninguna carne era comparable a la que me ofrecían, ningún placer era comparable al que me proporcionaban, ellos eran lo único que tenía, ahora que había vuelto a vivir una vida trabajosa y monótona, hecha de días grises, todos iguales, ellos, un pasatiempo inocente, eran mi única posesión y mi única diversión al mismo tiempo.

La raya, una línea cada vez más nítida, concreta, perceptible, estaba cerca, muy cerca, y me daba miedo.

Pensaba mucho en Pablo entonces, porque con él siempre había sido todo muy fácil.

Les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa. Estaban tan guapos los dos, y parecían tan jóvenes, que les reconocí como los mismos de veinte años antes, aquella mañana de primavera.

El Retiro. Habíamos ido con las monjas a ver la Casa de Fieras, excursión, lo llamaban, cuatro paradas de autobús y lo llamaban excursión, pero era una auténtica fiesta en día lectivo, por más que las jaulas apestaran y que las fieras no fueran tales, apenas unas pobres bestias degradadas y flacas, con la piel deslustrada, llena de mataduras, y una nube de moscas sobre sus cansadas cabezas. El elefante era ya como de la familia, toda la vida mirándole, dándole unas pocas pesetas a su cuidador para que lo malalimentara con los mismos trozos de pan duro, los mismos cacahuetes, lo sentí mucho cuando murió por fin, el pobre, de viejo, como murió aquel desastre de zoológico que llevaba toda la vida cayéndose a cachos. Era bonito de todas formas, aunque apestara, y muy pequeño, tanto que terminamos enseguida, lo vimos todo en tres cuartos de hora, y a las monjas no les quedó más remedio que soltamos.

Ellos, los dos, estaban sentados en un banco, al sol, junto al estanque, qué envidia me dieron, deberían haber estado en clase aquella mañana, pero en la universidad las pellas no eran ni siquiera pellas, cómo me hubiera gustado ser como ellos, entonces me desmarqué del grupo, se lo avisé a Chelo, me voy con mi hermano, Pablo llevaba un libro, se subió al banco, Marcelo me mandó un beso y me hizo una señal con la mano, no quería que me acercara más, me senté en el suelo, a mirarles, Pablo carraspeó, enunció con voz fuerte y clara —Les fleurs du mal—, y comenzó a de* clamar, a bramar en francés, describiendo grandes círculos con el brazo libre, se encogía y se estiraba, ocultaba de vez en cuando la cara contra su hombro, presa de una dolorosa emoción, y me increpaba con dedos crispados de patetismo, a mí, que al principio era su única espectadora, aunque luego se fue formando un corrillo con ocho o diez personas, no más, algunos desconcertados, otros muertos de risa, yo imitaba a estos últimos por quedar bien aunque no me estaba enterando de nada, no tenía ni idea de por qué Marcelo se volvía hacia Pablo para mirarle con admiración, no sabía por qué fingía acusar cada palabra, imprimiendo sucesivamente a su rostro expresiones de pesar, de alegría, de pánico, de tristeza, de inseguridad, de miedo y hasta de desesperación… Al principio pensé que se habían vuelto locos. Luego, cuando empezaron a revolverse, incapaces de seguir aguantándose la risa, ya no supe qué pensar, porque sus convulsiones eran cada vez más violentas. Cuando terminó de hablar, Pablo saludó al personal haciendo una reverencia. Marcelo se subió entonces al banco con él, le señaló con el dedo y gritó —¡Camaradas, esto es el socialismo!—, y estallaron los aplausos, largos aplausos, no sé hasta qué punto conscientes, que no me impidieron percibir sin embargo la voz de mi tutora, cada vez más nerviosa —¡María Luisa Ruiz Poveda y García de la Casa, venga usted aquí!—, pero no le hice caso, desobedecí, me limité a chillar en su dirección —¡Me voy a casa con mi hermano mayor!—, y ellos me dieron la mano mientras un municipal se nos acercaba a toda prisa. Hicimos como que no le habíamos visto, y empezamos a caminar muy despacio en dirección contraria, atravesamos la verja sin ningún contratiempo, y me invitaron a tomar el aperitivo en una terraza, coca-cola y gambas a la plancha, todo un lujo.

En aquel momento decidí mutilar yo también mis apellidos por su parte más noble. Desde entonces soy Ruiz García, Ruiz García a secas. Marcelo firmaba así desde hacía muchos años, sólo por joder, y lo conseguía, eso desde luego, a mi padre se lo llevaban los demonios cada vez que cogía el teléfono o sacaba una carta del buzón. Él estaba muy orgulloso de la aristocrática eufonía de los apellidos de sus vástagos, de la casual coincidencia que barnizaba de nobleza nuestros dos linajes perfectamente plebeyos, y hacía mucho hincapié en la conjunción que los unía. No desdeñaba ningún recurso apto para fomentar la confusión, y por eso ninguno de nosotros tenía un solo nombre propio, sino varios escogidos con mucho cuidado, por si colaba. Yo tengo cuatro y de los más conseguidos, María Luisa Aurora Eugenia Ruíz-Poveda y García de la Casa, pero sólo soy Lulú Ruiz García desde aquel día, cuando me los encontré en El Retiro. En París lanzaban adoquines contra la policía, ellos se conformaban con declamar a Baudelaire en un parque público, pero eran jóvenes y guapos, les brillaban los ojos y se reían por cualquier cosa.

—¿Qué te pasa? —la voz de Marcelo me sonó muy lejana, pero cuando volví la cabeza casi tropecé con él—. ¿No estás bien todavía?

—Sí, sí, claro que estoy bien, ya no tengo fiebre… —le aseguré. Convalecía de una larga gripe mal curada, por eso habíamos cenado los tres en casa—. Es que me he quedado colgada de una historia muy vieja, aquella mañana del Retiro, Las flores del mal, ¿os acordáis? No sé por qué, pero hoy me recordáis mucho a vosotros mismos aquel día, os traéis algo entre manos, estoy segura, y eso os rejuvenece, no sé por qué… —se rieron mucho con mis comentarios, se miraron el uno al otro con una expresión significativa, pero permanecieron mudos—. ¿No me lo vais a contar?

—No —la respuesta de Pablo quedó ahogada por el ruido del timbre de la puerta, un atronador mecanismo de cuerda que tendría cerca de ochenta años de edad y habíamos conseguido salvar de milagro.

No sabía que esperáramos visita, pero llegó un montón de gente, entre ellos Luis, compañero del colegio de ambos, feo y viejo amigo en pleno proceso de desintoxicación posruptura sentimental muy grave, con cuernos dolorosos de por medio, que vino con dos tías. Una era pequeña, rubia, metida en carnes y femenina hasta el empacho, su tipo de toda la vida, nunca se cansaba de ellas. La otra, grande y huesuda, con acento sudamericano, me pareció muy rara, demasiado parecida a un tío, aunque el agudo tono de su voz desmentía esa impresión. Traté de indagar acerca de su auténtica naturaleza, pero Pablo no quiso contestar a ninguna de mis preguntas, y Marcelo decidió seguir su ejemplo.

Luis dirigía a Pablo de tanto en tanto miradas cargadas de interrogantes y creí adivinar por qué. Era evidente que había venido a echar una mano, pero estaba fuera del plan, cualquiera que éste fuera, y ni siquiera sabía cuándo le tocaba intervenir.

—Bueno —dijo por fin, respondiendo quizás a una señal que se me escapó—, ¿con quién empezamos?

—Bah, pero no me digas que todavía estás pensando en eso —Marcelo me miró de reojo, no me engañaba, quería picarme—. Yo paso.

—¿De qué pasas? —piqué, por supuesto. No les iba a privar de esa satisfacción, con el trabajo que se habían tomado, traer a Luis, y todo eso.

—Nada, no es más que una chorrada —fue el propio Marcelo quien me contestó—, la última chorrada, pero medio Madrid está como loco con ella…

—Pero, ¿qué es? —empezaba a sentir curiosidad—. Hace casi dos semanas que no salgo de noche, con lo de la gripe.

—Es un juego —Pablo me sonrió—, un juego tonto como el del pirata pata de palo… Aquel del medio limón, y el cuello de pollo, claro que tú eras muy pequeña, no sé si jugarías alguna vez.

—Sí, sí, claro, jugué muchas veces —todavía me acordaba del susto—, era muy divertido.

—¿Cómo se jugaba? —preguntó alguien.

—¡Oh! Era un juego iniciático, bastante complicado —expliqué—. Hacían falta por lo menos tres personas para organizarlo. Una esperaba sentada en una silla, en un cuarto a oscuras, con una mano llena de pegotes de plastilina, medio limón exprimido sobre la cara y un cuello de pollo crudo, lo más grande posible, entre las piernas, además de otras cosas que ya no recuerdo… Ah, sí!, también había un bastón, que hacía de pierna ortopédica. Una segunda persona elegía al inocente de tumo y le explicaba que le iba a llevar a ver al pirata pata de palo, le metía en la habitación a oscuras, le cogía una mano, se la pasaba por encima de los pegotes de plastilina y le contaba que era la mano leprosa del capitán. Luego le agarraba un dedo y se lo metía de repente en el medio limón, diciéndole que era la cuenca vacía del ojo que el corsario perdió en una batalla —¡qué asco!, exclamó la nueva novia de Luis, tan femenina—, al final, había que conducir la mano muy despacio a lo largo del cuerpo del supuesto pirata, para que la víctima supiera en todo momento por dónde iba, el estómago, la tripa… Un poco más abajo, de repente, se le cerraba la mano alrededor del cuello de pollo, que el otro colocaba en el ángulo adecuado, y os juro que era igual, igual, igual que la polla de un tío, un cilindro de carne húmedo y como lleno de nervios por dentro —me reí, acordándome de las risas y los chillidos con los que solía culminar cada sesión—. En ese momento, una tercera persona encendía la luz y se desvelaban todos los misterios, era muy divertido…

—¡Pero si es genial! —el/la sudamericano/a parecía entusiasmado/a—. ¡Juguemos ahora, por favor! No me digan que no les apetece también a ustedes…

—Sí, vamos a jugar. —Una morena espectacular, pálida y muy delgada, embutida en un traje de chaqueta de cuero morado, que había llegado con un grupo a cuyos integrantes sólo conocía de vista, se unió a los megos de nuestra ambigua invitada. Sus palabras pronto fueron coreadas por otras voces.

—Pero ¡si es una tontería! —Marcelo se resistía a aceptar las exigencias de lo que ya se perfilaba como un clamor popular.

—Bueno —insistió Luis—, ¿con quién empezamos?

—¿Clarita? —Pablo se dirigía a la novia de Luis. Le dirigí una mirada furibunda, él la captó, me de volvió una sonrisa malévola, no se atreverá, pensé, no se atreverá—. Muy bien, empezaremos con Lulú —no se atrevió—. Necesito cinco pañuelos grandes.

—Seis —le corrigió Marcelo.

—No —Pablo se sacó del bolsillo del pantalón una esfera de plástico rojo, levemente más pequeña que una bola de billar, atravesada por algo negro, una cinta, o una goma, y la hizo bailar en su mano—. Solamente cinco.

—Ahora mismo te los traigo…

—No —me detuvo—. Tú no puedes quedarte aquí, tienes que estar en otra habitación, ya te he dicho que era un juego muy parecido al de pata de palo,

Me cogió del brazo y me condujo a través del pasillo. Saqué cinco pañuelos de cabeza del cajón de la cómoda de mi cuarto y retrocedimos un tramo para entrar en lo que yo solía llamar la habitación de invitados, un dormitorio con una cama grande que solía utilizar la canguro de Inés.

—Te voy a vendar los ojos —Pablo miró a contraluz todos los pañuelos y eligió el más oscuro, lo enrolló sobre sí mismo y me lo colocó alrededor de la cabeza, apretando fuerte—. ¿Ves algo?

—No.

—¿Seguro? —insistió—. Es fundamental que no puedas ver nada, si no, el juego no tiene ninguna gracia.

—Seguro —le contesté—, no puedo ver nada.

Entonces dejó de hablar. Intuí que estaba moviendo la mano, o haciendo cualquier otra cosa que confirmara la eficacia de la venda.

—Vale, te creo, no ves nada. Túmbate en el centro de la cama, boca arriba…

—¿Para qué?

—Voy a atarte a los barrotes.

—Oye —todo aquello estaba empezando a inquietarme—. ¿Qué jueguecito es éste?

—Si quieres lo dejamos y se lo hacemos a Clarita…

—Ni hablar —me tumbé en el centro de la cama—, pues no faltaría más, átame.

Sin dejar de reírse, tomó la muñeca de mi brazo derecho y la fijó con un pañuelo a uno de los barrotes del cabecero. Luego repitió la operación con mi brazo izquierdo. Las ligaduras eran firmes pero bastante holgadas, no me hacían daño y me permitían una cierta capacidad de movimiento, si bien me resultaba imposible desprenderme de ellas.

—Luego no te enfades conmigo —mi tobillo izquierdo acababa de ser inmovilizado—, porque es una auténtica gilipollez, el juego, en serio, te va a decepcionar…

Cuando terminó con mi pierna derecha, se tumbó a mi lado y me besó. Su contacto me produjo una sensación muy extraña, porque no podía verle, ni tocarle, no sabía dónde estaba, retiró su boca de pronto y me quedé con la lengua fuera, tratando de atraparle, buceando en el aire, rió y volvió a besarme.

—Te quiero, Lulú.

Entonces empecé a sospechar que iba a ser inmolada, todavía no sabía de qué manera, ni en beneficio de quién, pero iba a ser inmolada. No dije nada, sin embargo. No era la primera vez.

Se separó de mí y le escuché caminar hacia la puerta. Antes de salir de la habitación me hizo una última advertencia.

—No te mosquees si tardamos en volver… Ahora hay que preparar bastantes cosas.

Se marchó, y escuché el ruido de la puerta que se cerraba tras él.

Esto era lo único que faltaba, pensé, lo demás ya se ha cumplido, con pequeñas variaciones de índole sobre todo económica, es cierto. Desde luego, el dinero tiene una nítida vertiente lujuriosa y no habíamos andado muy bien de dinero al principio, hasta que se murió mi suegro y comenzamos a disfrutar de los beneficios de la imprenta, sólido negocio familiar, pero eso nunca había sido demasiado importante. Me había sentido suficientemente querida, suficientemente mimada y malcriada a lo largo de todos aquellos años.

Nunca habíamos tenido criados, ni muchos ni pocos, sólo una asistenta doblemente madre soltera de un pueblo de Guadalajara, muy borde la pobre y bastante fea, claro que ya tenía lo suyo con lo que llevaba a cuestas, pero todo lo demás se había cumplido, antes o después.

Nunca habíamos tenido criados, ni muchos ni pocos, sólo una asistenta dos veces madre soltera de un pueblo de Guadalajara, muy borde la pobre y bastante fea, claro que ya tenía lo suyo con lo que llevaba a cuestas, pero todo lo demás se había cumplido, antes o después. Al principio no me acostumbraba, iba colocando trampas por toda la casa, un paquete de tabaco aquí, un libro allí, cuando me levantaba por la mañana estaban en el mismo sitio, parecía magia, abrir la puerta del congelador y descubrir que siempre había hielo, y cervezas frías, no se las había bebido nadie, comprarme un vestido, dejarlo dos semanas en un armario, ir a ponérmelo y tener que quitarle las etiquetas, después de dos semanas todavía tenía etiquetas, era increíble, y tener un cuarto para mí sola, eso sobre todo, anunciar —me voy a estudiar—, y encerrarme en mi cuarto, una habitación entera para mí sola, Dios de mi vida, ésa era la más intensa de las bienaventuranzas, no me lo podía creer, tardé bastante tiempo en acostumbrarme. La intimidad era una sensación tan novedosa para mí, que al principio me abrumaba.

A Pablo le divertía mucho mi actitud de perpetua sorpresa, y la fomentaba con regalos individuales, cosas maravillosas para mí sola, plumas estilográficas, peines, una caja de música con cerradura, un diccionario griego-esperanto, un tampón de goma con mi nombre completo grabado en espiral, unas gafas con cristales neutros, eso fue lo que me hizo más ilusión, nunca las he necesitado, pero me apetecía tanto tener unas gafas… Él no comprendía muy bien los mecanismos de mi alegría. Sólo tenía una hermana, y sus padres siempre habían sido ricos, mucho más ricos que los míos. Nunca había heredado nada de nadie, siempre había dormido solo, y siempre había creído, él también, que los hijos de familia numerosa se reían mucho y disfrutaban de la infancia más feliz de las posibles.

Yo tenía cinco años, nada más que cinco años, cuando dejé de existir. A los cinco años dejé de ser Lulú y me convertí en Marisa, nombre de niña mayor. Mamá llegó a casa con los mellizos y todo se acabó.

Me acostumbré a vagar por el pasillo yo sola con un cesto lleno de cacharritos, y a que nadie quisiera jugar conmigo, a que nadie me cogiera en brazos ni tuviera tiempo para llevarme al parque, ni al cine, los mellizos dan mucho trabajo, repetían. Fue entonces cuando Marcelo se fijó en mí. Siempre ha sentido debilidad por las causas perdidas, y yo nunca podré agradecérselo bastante, nunca. Su amor, un amor gratuito e incondicional, fue el único apoyo con el que conté durante mi atípica edad adulta, solamente le tuve a él entre los cinco y los veinte años, aquella horrible vida gris, hasta que Pablo regresó y su magnanimidad me devolvió a los placeres perdidos, a aquella infancia que me había sido tan brusca e injustamente arrebatada. El jamás me decepcionó. Nunca me ha decepcionado, pensé, esto es lo único que faltaba, todo lo demás se ha cumplido… Entonces volvieron.

No sabía cuántos, ni quiénes eran, porque debían de andar descalzos y, además, el sonido de una tijera, la tijera que uno de ellos abría y cerraba rápidamente, tris, tris, tris, ahogaba todos los demás ruidos, anulando mi única vía posible de conocimiento.

Sentí que alguien se dejaba caer sobre la cama, a mi lado, y me colocaba un cigarrillo en la boca.

—¿Quieres fumar? —era Pablo—. Luego no vas a poder…

Atrapé el filtro entre los labios y disfruté con ansiedad de la merced que se me concedía. Cuando había consumido casi todo el tabaco, el pitillo me fue retirado de la boca y, acto seguido, noté una extraña presión debajo de la oreja izquierda.

Lo que yo percibía como una bola lisa y de contornos regulares, que debía de ser de plástico, porque mi lengua no fue capaz de detectar en ella sabor alguno, me taponó la boca. Unos dedos rozaron mi oreja derecha para colocar algo debajo de ella. La bola se encajó entonces entre mis labios, y sobre cada una de mis mejillas se tensaron dos hilos, o cuerdas, que convergían en el centro. Incluso a ciegas, no me resultó difícil adivinar la estructura de mi mordaza. La esfera de plástico rojo que antes había visto en la mano de Pablo debía de estar perforada en el centro. A través de ella pasaba una goma doble, seguramente una goma forrada, como las que se usan para recoger el pelo, porque no me pellizcaba la piel, cuyos extremos se deslizaban debajo de las orejas para mantenerla tensa contra la boca. El concepto era tan sencillo como efectivo. Me impedía emitir cualquier sonido.

Inmediatamente después, volví a escuchar la tijera que se abría y se cerraba, esta vez a mi lado. En la otra punta de la cama, alguien me descalzó y acarició los dedos de mis pies, produciéndome unas cosquillas insoportables. Entonces noté el contacto de algo desagradable, duro y frío, debajo de la manga de mi blusa, junto a la axila. Tris, tris, tris, la tijera rasgó a la vez la tela y la hombrera del sujetador. Luego, Pablo, suponía que era él porque la presión contra mi costado se había mantenido invariable todo el tiempo, se inclinó encima de mí y repitió la operación en el otro lado. Después, la tijera se escurrió entre mis pechos y cortó el sujetador por el centro.

Aquello terminó de convencerme de que era Pablo, porque le encantaba romperme la ropa. A veces me cabreaba en serio con él, porque algunas cosas no me duraban ni dos horas, blusas y camisetas sobre todo, las elegía con mucho cuidado, me tiraba un montón de tiempo en la tienda, dudando, estudiándome delante del espejo, y luego ni siquiera llegaba a salir a la calle con ellas. Algunos meses, mi consumo de bragas alcanzaba cotas escandalosas —esto es una ruina—, me quejaba yo —no te haces ni idea de la pasta que nos cuesta esta manía tuya—, y él se reía —no las lleves—, me contestaba —por lo menos en casa, no las necesitas para nada—, y acabé haciéndole caso, como siempre, iba desnuda debajo de la falda porque casi nunca llevaba pantalones, a él no le gustaban, pero no llegué a acostumbrarme deL todo, y cuando aparecía alguna visita, como aquella noche, me iba al baño corriendo, tenía mudas de ropa interior estratégicamente repartidas por toda la casa, aunque casi siempre andaba medio desnuda, eso también se había cumplido, y ahora, cuando cualquiera hubiera optado por reducir el destrozo al mínimo desabrochando el sujetador por detrás, él lo desarboló de un tijeretazo y me despojó de todo en un par de segundos. Entonces se desplazó ligeramente hacia delante, y mis pies fueron abandonados.

Nadie hablaba, nadie generaba sonidos que yo pudiera identificar, no sabía cuántos, ni quiénes eran, pero intuía que mi hermano estaba entre ellos y no me gustaba esa idea. Nunca había sabido hasta qué punto conocía Marcelo los detalles de mi historia con Pablo y prefería que todo siguiera igual, pero aquella noche presentía que él también estaba allí, mirándome.

La enorme hebilla plateada de mi cinturón, un cinturón negro de ante, tan ancho que cubría buena parte de mi estómago, fue desabrochada de forma convencional. La tijera se deslizó entonces sobre mi ombligo, debajo de la falda, y prosiguió hacia abajo, tris, tris, tris, hasta seccionar completamente la tela por el centro. Alguien situado a mis pies tiró entonces de ella y noté cómo se escurría por debajo de mis riñones. Pensé que terminaría el trabajo con las manos, como era su costumbre, pero esta vez prefirió usar la tijera. Luego, volvieron a abrocharme el cinturón.

Entonces me quedé sola en la cama otra vez. Durante unos segundos no pasó nada. Yo trataba de imaginar el aspecto que tendría, atada a los barrotes del cabecero y de los pies, las piernas abiertas de par en par, los ojos vendados con un pañuelo negro, la boca taponada por aquel artilugio estrafalario cuyas gomas se me clavaban en las mejillas y me hacían arder las orejas, y me sentía muy incómoda, y más que avergonzada por mi estúpida credulidad.

Había caído en una trampa burda, infantil, a mi edad. No parecía capaz de espabilar, quizás nunca espabilaría del todo, y aunque ese punto no solía preocuparme demasiado, aquella noche me sentía mal, porque mi hermano estaba delante. Debería haber esperado algo por el estilo desde hacía años, sabía que Pablo jamás se quedaba con nada dentro, pero, al fin y al cabo, no había vuelto a mencionar ese tema desde la primera vez, la noche de la calle Moreto.

—¿Te gusta? —su voz expresaba una satisfacción que ya conocía. Solía mostrarse muy orgulloso de mí en aquellas ocasiones.

Si su interlocutor contestó, no lo hizo con palabras.

La afilada punta de una de las hojas de la tijera comenzó a dibujar retorcidos arabescos sobre mi escote. Después se detuvo en un punto concreto, y el giro que alguien imprimió al resto del instrumento consiguió que la otra punta describiera círculos cada vez más amplios, como si fuera un compás. Yo procuré no mover ni un músculo. No tenía miedo, porque sabía que no iban a hacerme daño, pero el contacto con el metal afilado me inquietaba. Las tijeras recorrieron todo mi cuerpo, acariciaron mi garganta, bailaron sobre mis pezones, resbalaron sobre mi vientre, llegaron incluso a aprisionar pequeñas porciones de piel, manteniéndome tensa, expectante, a merced de sus peligrosas caricias, hasta que de repente dejé de sentir la helada compañía del metal. Ya no volvería a encogerme bajo sus amenazas.

Entonces, alguien dejó caer una mano sobre mí. Yo me preguntaba de quién sería, quién controlaba esa mano que, tras un ligero azote inicial, comenzó a estrujarme, a amasarme la carne, a estrecharme por la cintura, a aplastarme los pechos, a hundirse en mi ombligo, a deslizarse sobre mis muslos, a hurgar por fin en la hendidura del sexo con los dedos, presionando más tarde con toda la palma contra él. Luego advertí otra, una segunda mano, y una tercera, eran dos personas, aún creí percibir una cuarta mano, aunque me resultaba muy difícil calcular, sobre todo porque la cama se llenó de gente, notaba su proximidad a ambos lados, escuchaba los crujidos del colchón, que acusaba sus desplazamientos, unos labios se posaron sobre mi cuello, besándolo muchas veces seguidas, y en ese mismo instante una lengua distinta se detuvo sobre mi axila, un dedo se introdujo en mí, un brazo se deslizó por debajo de mi cintura, una mano acarició mi mano derecha, una pierna rodó sobre mi pierna, una rodilla se me clavó en la cadera. Yo intentaba pensar.

Una era la sudamericana, estaba segura, otro era Pablo, porque jamás me había ofrecido a nadie sin tomar parte en el juego, y debía de haber un tercero, un segundo hombre, sin duda, porque creía notar predominio de formas masculinas, su contacto era anguloso y áspero, o tal vez la sudamericana fuera un tío después de todo. Estaba desconcertada, y ellos, quienes fueran, hacían todo lo posible por desorientarme todavía más, sus manos y sus bocas se movían sobre mi cuerpo muy deprisa, cambiaban al instante de objetivo, era imposible seguirles la pista, adivinar si la lengua que reaparecía ahora sobre mi dolorida oreja era la misma que segundos antes había desaparecido entre mis piernas, identificar las caricias, los mordiscos, no podía saber quiénes eran, algo demasiado gordo para ser un dedo se posó sobre mis párpados cerrados por encima de la venda y presionó alternativamente sobre mis ojos, un pene —no me atrevía a calificarlo de otra manera, estando así, a ciegas, con las manos atadas… ¿cómo saber si era una polla gloriosa, toda una verga incluso, o una simple picha triste y arrugada?— me dejó sentir su punta contra un pecho, rodeándolo primero, frotando el pezón después hasta impregnar la piel de baba pegajosa. Y Marcelo lo estaba viendo todo.

Durante un tiempo intenté contenerme, no abandonarme, estarme quieta, sin mostrar complacencia y con todo el cuerpo pegado a la colcha, la cabeza recta. Lo hacía por él, por mi hermano, porque no quería que me viera entregada, pero advertí que mi piel empezaba a saturarse. Conocía bien las etapas del proceso, los poros erizados al principio, después calor, una oleada que inundaba mi vientre para desparramarse luego en todas las direcciones, cosquillas inmotivadas, gratuitas, en las corvas, en la cara interior de los muslos, alrededor del ombligo, un hormigueo frenético que preludiaba el inminente estallido, hasta que un muelle inexistente pero de potencia fabulosa saltaba de pronto dentro de mí, me propulsaba con violencia hacia delante, y ése era el principio del fin, la claudicación de todas las voluntades, mis movimientos se reducían en proporciones drásticas, me limitaba a abrirme, a arquear el cuerpo hasta que notaba que me dolían los huesos, y mantenía la tensión mientras basculaba armoniosamente contra el agente desencadenante del fenómeno, cualquiera que fuera, tratando de procurarme la escisión.

Mi piel se estaba saturando, y yo no podía luchar contra ella.

—Cuando quieras… —la voz de Pablo, quebrada y ronca, inauguró una nueva fase.

Las manos, todas las manos, y todas las bocas, me abandonaron de repente. Unos dedos frescos y húmedos, deliciosos sobre la piel ardiente, resbalaron por debajo de una de mis orejas y la liberaron del pequeño tormento de la goma. Sus uñas no sobresalían más allá de la punta de los dedos. La sudamericana tenía las uñas cortas, lo recordaba porque me había fijado antes en sus manos, unas manos preciosas, finas y delicadas, impropias del resto de su cuerpo. La bola de plástico cayó de entre mis labios. Su ausencia me produjo una sensación tan agradable que apenas moví la mandíbula un par de veces para desentumecer la mitad inferior de mi rostro, me sentí obligada a manifestar mi gratitud.

—Gracias.

Alguien que no era Pablo, porque él jamás habría reaccionado así, reprimió una carcajada. El sonido me resultó casi familiar, pero no tuve tiempo de pararme a analizar sus posibles fuentes, porque no habían transcurrido más de un par de segundos cuando me encontré otra vez con la boca llena. Un desconocido sexo masculino se deslizaba entre mis labios.

—Yo sigo aquí, estoy a tu lado. —La aclaración era innecesaria, porque sabía de sobra que no era él. Percibí su aliento junto a mi rostro, y noté cómo una de sus manos penetraba entre mi nuca y la almohada para aferrarse a mis cabellos e impulsarme a continuación hacia arriba. Ahora Pablo marcaba el ritmo, guiando mi cabeza contra el émbolo de carne que entraba y salía de mi boca, una polla anónima, bastante más grande que la suya en la base desde luego, aunque de forma decreciente hacia la punta, que me parecía más corta y más estrecha. Al rato, cuando los movimientos de mi desconocido visitante se hacían más incontrolados por momentos, Pablo se incorporó y se arrodilló a mi lado. Supuse que iba a unirse a nosotros, pero no lo hizo.

Sus manos comenzaron a hurgar en el pañuelo que sujetaba mi muñeca derecha, hasta desprenderla del barrote dorado. Casi al mismo tiempo, otras manos, que no pude identificar con plena seguridad como propiedad de mi amante de turno, desataron mi mano izquierda. Él extrajo su sexo de mi boca, entonces.

Ya presentía que eran sólo dos, dos hombres, quizás desde el principio, lo de la sudamericana no debía de haber sido más que un espejismo. Habían bastado dos hombres para hacerlo todo, pero ahora, con tanto movimiento, ya no sabía quién era Pablo y quién era el otro, había vuelto a perder todas mis referencias.

Alguien deshizo las ligaduras que apresaban mis tobillos.

Alguien tomó mis dos muñecas y me las ató una contra otra, en medio de la espalda.

Alguien me empujó para darme la vuelta.

Alguien se aferró a mi cinturón, tiró de él para arriba y me obligó a clavar las rodillas en la cama.

Alguien, situado detrás de mí, me penetró.

Alguien, situado delante de mí, tomó mi cabeza entre sus manos y la sostuvo mientras introducía su sexo en mi boca. Era la polla de Pablo.

—Te quiero.

Solía repetírmelo en los momentos clave, me tranquilizaba y me daba ánimos. Sabía que su voz disipaba mis dudas y mis remordimientos, pero esta vez Marcelo lo estaba viendo todo, tal vez había escuchado también su última frase. Y sin embargo, en aquel momento yo ya estaba muy lejos de él, muy lejos de todo, estaba casi completamente ida, a punto de correrme.

—Déjame, Lulú —no dejaba de ser gracioso que me pidiera eso, que le dejara, cuando yo apenas era capaz de apartar la boca de su cuerpo sin ayuda, mis manos atadas, mi cuerpo inmovilizado también por las gozosas embestidas que me atravesaban—. Ahora me toca a mí…

Levantó mi cabeza con mucho cuidado y la depositó sobre la cama, mi mejilla izquierda en contacto con la colcha. Como impulsado por una cruel intuición, el desconocido salió de mí en el preciso momento en que mi sexo comenzaba a palpitar y a agitarse por sí solo, ajeno a mi voluntad.

—No me hagáis eso, ahora —apenas podía escuchar mi propia voz, un susurro casi inaudible—. Ahora no…

—Pero… ¿cómo puedes ser tan puta, querida? —la risa latía bajo las palabras de Pablo—. Si ni siquiera sabes quién es. ¿O ya te lo imaginas? —le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez—. Ay, Lulú, Lulú… ¡Qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta de la propia esposa de uno, es demasiado fuerte para un hombre de bien…

Los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo, mientras los segundos iban pasando sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que tomar una decisión y opté por intentar prescindir de ellos, aun a mi pesar. Estiré las piernas y traté de frotarme con la colcha. Fracasé en un par de intentos porque me costaba mucho trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular, aunque demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, mis movimientos acentuaban las necesidades de mi sexo en lugar de amortiguarlas, y mientras tanto Pablo seguía hablando, y su discurso me excitaba más que cualquier caricia.

—En fin, que estás hecha un putón, hija mía… Por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora…! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total, no pienso aguantar esto mucho más tiempo, ¿sabes? Me voy, me largo ahora mismo, no pienso seguir aquí, contemplando cómo liquidas mi honor… Pero, eso sí, te juro que de ésta te acuerdas, que te vas a acordar… —se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo inaccesible todavía—. Estoy pensando que te voy a dejar aquí encerrada un par de días. A lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, pero con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos…

—Por favor —dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas—, por favor, Pablo, por favor…

Entonces, unas manos me aferraron con violencia por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus dedos se hundieron de nuevo en mi cuerpo y me atrajeron deprisa hacia delante. Cuando por fin empezó a penetrarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una letanía, mientras me conducía hasta mi propia aniquilación. Pero ellos aún no tenían bastante.

Me penetraron por tumos, a intervalos regulares, uno tras otro, de forma sistemática y ordenada. Después, el que no era mi marido, me levantó por las axilas y me obligó a ponerme de pie. Le pedí que me sujetara, porque las piernas me temblaban, y lo hizo, me ayudó a caminar unos pasos y entonces escuché la voz de Pablo, quédate ahí, me dijo.

Él era el único que había hablado todo el tiempo, el otro aún no había despegado los labios, y yo seguía sin verle, no podía ver nada, el pañuelo firme sobre mis sienes, presentía que sí el placer no hubiera sido tan intenso ya me habría estallado la cabeza de dolor.

Pablo se colocó detrás de mí y me desató las manos.

—Súbete encima de él.

Sus brazos me guiaron, me arrodillé primero encima de lo que supuse que era una especie de chaise longue corta y muy vieja, tapizada de cuero oscuro, procedente del mobiliario del viejo taller-atelier de mi suegra. El desconocido me cogió por la cintura y me situó encima de sí. Una de sus manos sostuvo su sexo mientras con la otra me ayudaba a introducirme en él. Luego, ambas recorrieron mi cuerpo durante un breve, brevísimo período, tras el cual hicieron presa en mi trasero, amasando ligeramente la carne antes de estirarla para franquear un segundo acceso a mi interior.

Vaya, esta noche vamos a tener un fin de fiesta de gala, pensé, mientras me admiraba de la tranquila naturalidad con la que ambos, Pablo y el otro, se repartían mi cuerpo a partes iguales, como si estuvieran acostumbrados a compartirlo todo. Y enseguida fui penetrada por segunda vez.

El cuerpo del desconocido se tensó debajo de mí, sus manos modificaron mi postura, me obligó a tumbarme encima de él al tiempo que levantaba mis brazos para que apoyara las manos en el respaldo. Luego se quedó quieto. Sólo entonces Pablo comenzó a moverse, muy despacio pero de forma muy intensa a la vez. Sus acometidas me impulsaban contra el cuerpo del otro hombre, que me alejaba después de sí, las manos firmes en mi cintura, para facilitar un nuevo comienzo, y mientras el ritmo de la penetración se hacía cada vez más regular, más fácil y fluido, advertí que mi anónimo visitante abandonaba su pasividad inicial para elevar todo su cuerpo hacia mí, de forma casi imperceptible al principio, con progresiva nitidez después, aunque siempre con suavidad, acoplándose sin dificultades a la frecuencia que Pablo marcaba desde atrás. Sus sexos se movían a la vez dentro de mí, y yo podía percibir la presencia de ambos, sus puntas se tocaban, se rozaban a través de lo que sentía como una débil membrana, un leve tabique de piel cuya precaria integridad parecía resentirse con cada contacto, y hacerse más delgado, cada vez más delgado. Me van a romper, pensaba yo, van a romperme y entonces se encontrarán de verdad, el uno con el otro, me lo repetía a mí misma, me gustaba escuchármelo, van a romperme, qué idea tan deliciosa, la enfermiza membrana deshecha para siempre, y su estupor cuando adviertan la catástrofe, sus extremos unidos, mi cuerpo un único recinto, uno solo, para siempre, me van a romper, seguía pensándolo cuando les avisé que me corría, no solía hacerlo pero aquella vez la advertencia brotó por su cuenta de mis labios, me voy a correr, y sus movimientos se intensificaron, me fulminaron, no fui capaz de darme cuenta de nada al principio, luego noté que debajo de mí el cuerpo del desconocido temblaba y se retorcía, sus labios gemían, sus espasmos prolongaban mis propios espasmos, entonces, desde atrás, una mano arrancó el pañuelo que me tapaba los ojos, pero no los abrí, no podía hacerlo todavía, no hasta que Pablo terminara de agitarse encima de mí, no hasta que su presión se disolviera del todo.

Después permanecimos inmóviles un momento, los tres, en silencio.

Quizás, pensé, lo mejor sea no abrir los ojos, salir de él a ciegas, a ciegas dar la vuelta y meterme en la cama, acurrucarme en una esquina y esperar. Eso habría sido lo mejor, pero no fui capaz de resistir la curiosidad, y levanté muy despacio la cabeza, hundida hasta entonces en su hombro, esperé un par de segundos y le miré a la cara.

Mi hermano, sus rasgos aún distorsionados por las huellas del placer, me sonreía.

Luego acercó su cabeza a la mía y me besó en los labios, el signo que reservaba para las ocasiones importantes. Volví a cerrar los ojos y Pablo se ocupó entonces de mí, siempre lo hacía. Me metió en la cama, me tapó, me besó, cogió a Marcelo y salieron de la habitación, se quedó con él hasta que se marchó, le llevó un vaso de agua a Inés, que se había despertado, volvió junto a mí, me abrazó, me meció, me consoló, y me hizo compañía hasta que me quedé dormida.

Pablo tenía muy clara la frontera entre las sombras y la luz, y jamás mezclaba una cosa, una sola dosis de cada cosa, con la otra, la serena placidez de nuestra vida cotidiana.

Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome.

Luego, lo único que tenía que hacer era cerrar los ojos.

Él se encargaba de todo lo demás.