Encontré aparcamiento a la primera, una suerte inaudita en noche de viernes. Cuando estaba cerrando la puerta del coche, uno de ellos tropezó conmigo.

—Perdón —el tono de su voz, dulce y afectada, me pareció tan inequívoco que me dediqué a estudiarles mientras bajaban la cuesta.

Eran dos. El que se había disculpado tenía el pelo castaño, muy corto, rapado por encima de las orejas. Un flequillo largo y lacio, teñido de rubio, le tapaba media cara, con su correspondiente ojo. El otro, cuyo rostro no pude ver, era moreno. Se había recogido el pelo, rizado, en una pequeña coleta, a la altura de la nuca.

Caminaban acompasadamente, por el centro de la calzada empedrada. El más pequeño se retiraba el flequillo de la cara a cada paso. Llevaba una cazadora estampada, con reflejos brillantes, y unos pantalones oscuros muy ajustados al cuerpo. Su amigo, que me pareció mucho más interesante, por lo menos de espaldas, estaba tan moreno como si acabara de volver de la playa. Un foulard naranja, atado a modo de cinturón, ponía un toque llamativo en su sobrio atuendo, una escotada camiseta negra de tirantes, unos pantalones muy anchos, también negros, y una chaqueta de cuero del mismo color.

Les seguí a distancia. Tenía tiempo de sobra.

Dos esquinas más allá, un tío apoyado en un coche, debajo de una farola, les saludó levantando el brazo. Éste iba vestido de blanco, todo de blanco, desde las deportivas hasta la cinta del pelo. Era muy guapo, y tan joven que aún conservaba el aire frágil de los adolescentes.

Me paré delante de un escaparate y les miré a través del cristal. El más bajo llegó primero y depositó un ligero beso en los labios del jovencito. Él se levantó, entonces, y se dirigió hacia el que iba vestido de negro, que se estaba cruzado de brazos, en medio de la acera. Se colgó de su cuello y le besó en la boca. Pude ver cómo se mezclaban sus lenguas mientras se abrazaban con una pasión que me pareció sincera. Luego, siguieron bajando la cuesta, los tres juntos, el del flequillo solo, a un lado, los otros dos entrelazados por la cintura, el moreno acariciando con una mano el trasero del que iba vestido de blanco para darle de vez en cuando algún azote. Yo les seguía sin un propósito determinado, encantada de haberlos encontrado. Después de dejarle que la reclamara un par de semanas, no había tenido más remedio que devolverle a Chelo la película que me llevé de su casa, y ahora, de repente, me tropezaba con una versión de carne y hueso para mí sola. Eso era tener suerte.

Torcieron por una callejuela. Atisbé desde la esquina y vi cómo entraban en un bar que yo había frecuentado bastante en los tiempos de la facultad. Me hizo gracia, no me imaginaba aquel nido de rojos convertido en un salón de gays, y de hecho, al pasar por delante de la puerta, no les vi. A cambio, en la barra encontré un par de cuarentonas con pinta de funcionarias progresistas, lo que en otro tiempo se hubiera llamado solteronas modernas, y una pareja de jovencitos, chico y chica, que coqueteaban sin estridencias. Eso me animó a entrar para llamar por teléfono. Echá un vistazo al local y les vi de pie, en una esquina, pero allí había de todo, gente de todos los plumajes, así que decidí quedarme. Me acodé en la barra y pedí una copa.

—¿Sí? —escuché la voz de mi hermano, al otro lado de la línea.

—¡Marcelo? Oye, soy yo, mira, lo siento mucho pero no voy a poder ir a cenar —procuré hablar con la boca pastosa—. Llevo toda la tarde tomando copas con una amiga recién separada y estoy bastante mal ¿sabes? Prefiero irme a casa a dormir, dile a Mercedes que lo siento muchísimo, que la semana que viene…

—Pato, ¿estás bien? —parecía preocupado. Ya sabía que me lo iba a preguntar.

—Claro que sí, borracha pero bien. —Desde que había dejado a Pablo, Marcelo parecía obsesionado por mi bienestar.

—¿Seguro? —no me creía.

—Que sí, Marcelo, que estoy bien, me he pasado bebiendo, nada más.

—¿Quieres que vaya a buscarte?

—Oye, tío, que ya tengo treinta años, puedo volver sola a casa, vamos, creo yo…

—Es verdad, siempre se me olvida, perdóname. —Nunca había dejado de tratarme como a una niña, en eso era igual que Pablo, pero a mí tampoco me molestaba, también le he adorado siempre, a mi hermano—. Llámame mañana, ¿vale?

—Vale.

Mientras empezaba la copa, me preguntaba a mí misma para qué había entrado allí, por qué había renunciado a cenar en casa de Marcelo, qué podía esperar de todo aquello. Al rato me contesté que no esperaba nada. Había entrado allí para mirarles, y eso fue lo que hice.

Ellos seguían de pie, en la otra punta del bar. Desde mi observatorio, semiescondida por el teléfono, en un extremo de la barra, podía observarles a placer sin que me vieran. El jovencito y el de negro eran novios, estaba casi segura de eso. Hacían muy buena pareja. Más o menos de la misma estatura, ambos por encima del metro ochenta, compartían cierto aspecto sano y relajado. El moreno tenía un cuerpo magnífico, griego, hombros enormes, torso macizo, piernas y brazos largos y fuertes, ni una sola gota de grasa, los músculos en el límite exacto de lo deseable. Se lo trabaja a conciencia, pensé, como mis niños californianos. Tenía la cara larga y angulosa, los ojos oscuros, muy grandes, no era feo, desde luego, pero en conjunto su rostro resultaba demasiado duro, no pegaba mucho con la coleta ni con su condición de sodomita. Para bien o para mal, tenía cara de macho mediterráneo, de esos que atizan a la mujer con la correa, y eso no se lo iban a arreglar en ningún gimnasio.

Su novio era adorable, y mucho más ambiguo. Muy delgado, su cuerpo poseía cierto toque lánguido, evocador del encanto de los efebos clásicos, aunque resultaba demasiado grande, demasiado voluminoso, demasiado masculino en suma como para asociarlo al modelo tradicional. Eso era lo que más me gustaba de él, no soporto a los efebos aniñados, afeminados, no me dicen nada. Tenía un culo perfecto, duro y redondo, sus líneas se dibujaban con precisión bajo la ligera tela del pantalón abombado, réplica exacta del que lucía su compañero. El óvalo de su rostro era también perfecto. Las mejillas sonrosadas, las pestañas largas y rizadas sobre dos ojos castaños, almendrados, de expresión dulce, los labios, sin embargo, finos y crueles, la nariz pequeña, el cuello sutil, interminable, debe volverles locos, pensé.

Hablaban entre ellos, mirándose de frente, al principio se sonreían con una intención cómplice, pero luego su conversación cambió de rumbo. El del flequillo teñido, que no me gustaba nada, demasiado parecido a los mariquitas de toda la vida a pesar de la ausencia de signos convencionales, se metió por medio. El jovencito adoptó entonces una actitud muy complaciente. Acariciaba los brazos de su amigo, deslizaba las manos sobre sus músculos, escondía la cabeza en su hombro, le besaba en el cuello, parecía decirle que le amaba, le amaba sin duda alguna, pero el moreno iba de duro. Sus gestos eran distantes, luego incluso bruscos, sobre todo a medida que avanzaba lo que creí identificar como una discusión. El adolescente estaba dispuesto a todo para congraciarse con él, le pedía perdón con su cara, con sus manos, con todos sus gestos, pero era inútil, llegó un momento en que fue rechazado, los brazos del atleta le alejaron de sí, el del flequillo hizo un gesto de alborozo, estaba contento, pero también se llevó lo suyo, el moreno le chilló y le zarandeó sin contemplaciones. Se comportaba como si estuviera harto de los dos. El más joven le dio la espalda, se apoyó en la repisa que había en la pared y escondió la cabeza entre los brazos, como si estuviera desesperado. Eso ablandó a su compañero, que al final se acercó y le abrazó por detrás, acariciando su pelo, rubio natural. El jovencito se hizo de rogar un rato, pero cuando por fin se dio la vuelta, los dos se besaron con tanta pasión como cuando se habían encontrado, y al rato, estaban como si tal cosa. Yo me estaba divirtiendo mucho, y pedí otra copa sin quitarles los ojos de encima. Entonces escuché una extraña advertencia.

—Los homosexuales solamente son personas humanas como cualquiera.

Me volví muy sorprendida, no tanto por la peculiar sintaxis de la frase como por la misteriosa identidad de mi interlocutor. Detrás de la barra, un jovencito de aspecto similar al del flequillo me dirigía una mirada furiosa.

—Por supuesto —le contesté, mientras me colocaba frente a él.

—Pues entonces, no sé por qué miras tanto a Jimmy. —Éste era muy feo, el pobre.

—No sé quién es Jimmy.

—¿En serio? —entonces empezó a mirarme de otra manera, como si mi respuesta le hubiera descolocado.

—En serio —afirmé.

—Es ése de negro, pero no entiendo, si no le conoces…, ¿por qué le miras tanto?

—Porque me gusta.

—¿Que te gusta? —soltó una carcajada—. Pues lo llevas claro, tía, es gay, ¿sabes?, de toda la vida, ese rubito de ahí es su tronco.

—De eso ya me he dado cuenta —le miré con ojos serios e hice una pausa—. Soy una tía, pero no soy gilipollas, ¿está claro? —no le di tiempo para asentir—. Además, me gusta porque es gay, solamente por eso, ¿entiendes?

—No. —Su desconcierto me hizo sonreír.

—Pues… El caso es que no hay otra manera de explicarlo. Me gustan los homosexuales, me excitan mucho.

—Sexualmente… ¿quieres decir?

—Sí —se quedó inmóvil, con el vaso en la mano, como paralizado, fulminado por mis palabras—. No creo que sea nada del otro mundo, a los hombres, quiero decir a los hombres heterosexuales, les gustan las lesbianas, las lesbianas guapas por lo menos, y a todo el mundo le parece natural.

—Pues yo es la primera vez que lo oigo en mi vida…

—Habrás vivido poco. —Aunque no tenía datos al respecto, me negaba a creer que mi deseo fuera inédito. Los deseos inéditos no existen.

—La primera vez… —repitió aturdido, moviendo la cabeza, mientras me ponía la copa.

Me dejó sola y se quedó un rato pensando, apoyado en la pared, pero un par de minutos después volvió sobre el tema.

—Perdona, pero… No sé si te he entendido bien. ¿Quieres decir que te gustaría acostarte con ellos…, aunque no te hicieran nada, quiero decir, estar allí mirándoles, por ejemplo? —su cara no había recuperado la expresión normal, me miraba como a un bicho raro, espantado todavía.

—Por ejemplo —le contesté—, eso me encantaría.

—¿Quieres que hable con ellos?

Le estudié con disimulo. Parecía solícito, pero desprovisto de móviles mercantiles, por lo menos en aquel momento.

—Por favor —le contesté, y solamente entonces me di cuenta de la movida en la que me había metido yo solita, sin ayuda de nadie.

Desapareció por una puerta abierta detrás de la barra. Le volví a ver unos segundos después, hablando con Jimmy y con su novio, o lo que fuera. Les estaba contando el episodio como si fuera un chiste, y se reía a carcajadas mientras tanto. El rubito también lo encontró gracioso. Jimmy no. Él sólo me miraba. Le sostuve la mirada mientras me preguntaba qué haría si me pedían dinero. Era vergonzoso, pagar para acostarse con un hombre, mucho más vergonzoso que cobrar, desde luego, pero, por otra parte, ellos no eran hombres, es decir, no contaban en ese sentido.

Estuvieron deliberando un rato, al margen del intermediario. Entonces Jimmy llamó al individuo del flequillo, y éste se unió a la discusión, mirándome todo el tiempo con los ojos como platos. Tardaron mucho en llegar a un acuerdo. Luego, el rubito intercambió unas palabras con el camarero y vinieron hacia mí los dos juntos. El novio de Jimmy se me acercó y me plantó dos besos en las mejillas.

—Hola, me llamo Pablo.

—¡Ah! Cojonudo…

—¿Por qué dices eso? —mi observación, poco cortés desde luego, le había ofendido.

—No, por nada, es una manía, en serio…, no tiene importancia. —No movió un solo músculo de la cara, así que se lo conté—. Verás, es que mi marido también se llama Pablo, y como le acabo de dejar…

—Ya —me sonrió—. ¡Vaya, qué coincidencia!

—Sí… —no sabía qué decir.

—¿Te puedes poner de pie? —me preguntó—. Mi amigo quiere verte.

Eso sí que no me lo esperaba, pero me levanté y di una vuelta completa, girando sobre mis tobillos. Luego me volví a sentar y miré en dirección a Jimmy. Su novio también le miraba. Él levantó una mano con el pulgar alzado. El tipo del flequillo seguía a su lado.

—Bueno —el rubio me miró—. ¿Habría pasta?

—Podría haberla… —creo que nunca en mi vida he pronunciado una frase con menos convicción.

—Treinta talegos para cada uno.

—¡Sí hombre! ¿Y qué más? —era consciente de mi inexperiencia, y hasta podía comprender que aprovecharan la ocasión para robarme, pero no tanto—. Veinte, y vais que os matáis.

—Veinticinco…

—Veinte —le miré a la cara, pero no pude leer nada en ella—. Veinte talegos. Es mi última oferta. Total, sólo voy a mirar…

—De acuerdo —aceptó enseguida. Parecía tan contento que me felicité a mí misma, bravo, Lulú, ya hemos vuelto a hacer el canelo.

—Veinte para cada uno —repitió, y ya estuve segura de que habría aceptado quince, incluso doce.

—Cuarenta… —lo repetí dos o tres veces con aire pensativo, como si fuera capaz de valorar la cifra. Me parecía carísimo, una auténtica burrada, pero en fin, podía permitirme ese capricho, no muy a menudo desde luego, pero, bueno, una vez en la vida… En realidad, ni siquiera tenía idea de cuánto valía una puta, y éstos debían ser más caros, o a lo mejor no, pero al ser una mujer el cliente, serían más caros, o no lo serían, ¿cómo iba a adivinarlo? Pablo seguramente sabría qué hacer, pero ni siquiera había querido decirme cuánto le había dado a Ely aquella noche. Ely era un travesti, pero éstos ni siquiera parecían profesionales, estaba hecha un lío.

—No. Sesenta —la sorprendente afirmación del rubito puso un brusco final a mis elucubraciones.

—¿Cómo que sesenta? —le miré con cara de indignación—. Hemos quedado en veinte para cada uno. Veinte y veinte, cuarenta.

—Es que somos tres.

—¿Y quién es el tercero?

—Mario, ése que está con Jimmy…

—¿El del flequillo? —asintió con la cabeza—. Ni hablar, ése no entra, no me gusta nada.

—Es que… —me miraba con expresión suplicante, como si estuviera atrapado o a punto de perderse— es que, si no viene él, Jimmy no va a querer.

—Y ¿por qué no?

—Bueno, es que… —se estaba poniendo colorado—. Mario es su tronco.

—Pero, ¿Jimmy no estaba liado contigo?

—Sí… —afirmó—, pero también está liado con Mario.

—¿Sois un trío? —era una posibilidad, pero él de negó con la cabeza a toda prisa—. Ya… —de repente comprendí, la discusión de antes me dio la clave—. Sois dos parejas con un miembro intercambiable, y nunca mejor dicho… —Le miré con atención, para comprobar que de cerca era todavía más guapo—. Lo que no entiendo…, lo que no entiendo es cómo eres tan gilipollas, tú. Tú no tendrías por qué compartir un tío con nadie, en la vida, jamás, tú debes tenerlos a cientos, esperando…

—Eso no es asunto tuyo.

—Eso es verdad —admití—. Bueno, al del flequillo no lo quiero, si tiene que venir que venga, pero os voy a dar cuarenta papeles, ni uno más, luego, si queréis, os apañáis entre vosotros, yo no quiero saber nada.

Me miró un momento, en silencio. Luego se dio la vuelta, y fue a informar al comité, con la cabeza gacha. Los otros dos discutieron con él, no les debía parecer un buen trato, el rubito se encogía de hombros, al final se pusieron de acuerdo y él regresó para hablar conmigo.

—Bueno, de acuerdo, pero les he dicho que eran cuarenta y cinco, quince para cada uno —me miró como pidiendo disculpas—. No podía hacer otra cosa, en serio… Tú luego me pagas a mí, yo me quedo sólo con diez, y ya está.

—¡Tú eres imbécil, chaval! —Estaba realmente indignada, lo de aquel chico me parecía un desperdicio.

Se quedó parado, sin decir nada. Pero yo todavía tenía que averiguar algunas cosas.

—¿Dónde lo vamos a hacer?

—En tu quel… —me miró sorprendido—. ¿O no?

Tuve que pensármelo un rato. Inés estaba pasando el fin de semana con Pablo, así que eso no era problema, pero no estaba muy segura de querer meterlos en casa. Claro que ir a un hotel decente me saldría mucho más caro, tendría que pagarlo yo, y con las cuarenta mil pelas que me iba a costar la broma ya tenía bastante. Tampoco podía dejarles elegir a ellos, no podía fiarme de la clase de antro en el que me meterían. Así que, al final, pensé que lo mejor era ir a casa.

—Vale —le dije—. No tenéis coche, ¿verdad?

—No, pero Jimmy tiene una moto. Puede ir a buscarla. Yo iré contigo, si no te importa, y no vuelvas a insultarme, por favor.

Le apunté mi dirección en una servilleta de papel y se la llevó a su amigo. Le dio un largo beso de despedida en la boca.

Me dieron asco, Jimmy me dio asco, de repente. Estaba a punto de arrepentirme de todo y salir corriendo cuando el rubito volvió y se me colgó del brazo.

Le apunté mi dirección en una servilleta de papel y se la llevó a su amigo. Le dio un largo beso de despedida en la boca. Me dieron asco, Jimmy me dio asco, de repente. Estaba a punto de arrepentirme de todo y salir corriendo cuando el rubito volvió y se me colgó del brazo. Salimos a la calle y caminamos hacia mi coche sin decir nada. Pero el silencio era demasiado duro para los dos, así que saqué un tema de conversación vulgar, el encanto del Madrid viejo o algo así, y él se animó. Fuimos charlando por el camino, y me contó su vida, como todos.

—Soy un tío muy raro, no creas —me confesó—. No quiero a mi vieja, por ejemplo.

—Yo tampoco quiero a mi madre —le contesté—. Así que, ya ves, ya tenemos algo en común.

Me dijo que tenía veinticuatro años, pero no le creí, tal vez ni siquiera había cumplido los veinte. Estaba muy enamorado de Jimmy, era su primer hombre, me contó la historia y su relato confirmó mi impresión de que su novio no era más que un macarra repugnante.

—A veces daría cualquier cosa porque me gustaran las tías, de verdad, cualquier cosa.

Era solamente un crío, un crío torpe y encantador. Por eso paré en un banco con el portal iluminado y saqué treinta mil pelas de un cajero automático. Quería quedarme con diez para la compra del día siguiente, y en casa solamente tenía cinco mil duros.

Recuerdo retazos, fragmentos, detalles insospechadamente intensos.

Él era el favorito, estaba segura, a pesar de las humillaciones, constantes.

No le dejaron intervenir al principio. Sentado a mi lado, tuvo que verlo todo. Jimmy calentó a Mario durante mucho tiempo. Sus labios le susurraban frases tiernas, palabras de amor y de deseo, sus brazos le abrazaban con suavidad, luego la presa se hizo más intensa, al final le dio la vuelta, le obligó a dar un par de pasos casi en volandas y se colocaron enfrente de nosotros. Entonces una de sus manos presionó el sexo de su amigo, que separó las piernas, la otra se deslizó a lo largo de su grupa, y ambas comenzaron a moverse, a frotar la carne por encima de la tela, las puntas de los dedos se rozaban entre los muslos y regresaban al punto de partida, las palmas se agitaban sobre el pantalón oscuro como si quisieran abrillantar su superficie, cada vez más rápido, y el sexo crecía, adquiría consistencia, se dibujaba con nitidez más allá de su envoltorio, tenso ahora, a punto de reventar, de sucumbir a la presión de la carne aguda, los muslos le temblaban, la lengua le asomaba entre los labios, su rostro se transformaba, se deformó hasta adquirir una expresión bestial, la cara de un retrasado mental que gruñe y jadea, incapaz de hablar, de mantener los ojos abiertos, de sostener la cabeza.

Son como animales, pensé, como animales, pequeñas y hermosas bestias sumidas hasta las cejas en el fango de un placer inmediato, absoluto, suficiente en sí mismo.

Le bastaron un par de segundos para deshacerse de cualquier obstáculo, entonces asió firmemente el sexo de su amante con una mano, hundió el índice de la otra en el canal de su grupa, lo dejó resbalar sin prisa hacia abajo y le penetró con él al mismo tiempo que comenzaba a masturbarle, mirándome a los ojos.

Mario se dobló hacia delante en un gesto incontrolado, yo dejé caer los párpados un instante y miré a Pablito, él les miraba con los ojos enrojecidos, mordiéndose el labio inferior, amoratado ya, era el favorito, sin duda, pero no se daba cuenta, demasiado joven para comprender, me hubiera gustado hablarle, contarle, los hombres mayores tienen extrañas formas de amar a veces, sé cómo te sientes, yo también he pasado por eso, pero la compasión no fue capaz de desterrar ni siquiera un instante el deseo, así que me limité a darle la mano, él la apretó sin mirarme, Jimmy se dio cuenta de todo, le llamó, me miró con una expresión desafiante, le devolví la mirada, estaba de acuerdo, no volvería a inmiscuirme en su compleja vida sentimental, él daría las órdenes, yo miraría solamente, y entonces dio comienzo la previsible ceremonia del envilecimiento de Pablito, muñeco articulado, objeto entre los objetos, recuerdo retazos, fragmentos, detalles insospechadamente intensos, los otros se miraban a los ojos, se acariciaban con dedos lánguidos, mientras él los satisfacía a la vez, sus labios finos y crueles deformados en una mueca grotesca, hasta que un pie le rechazaba, lanzándole lejos, con fuerza, caía a mis pies, se quejaba, esperaba a ser requerido de nuevo, y de nuevo obedecía, volvía a darles placer a cambio de golpes y de insultos, Jimmy le amenazaba mientras abría con sus manos la grupa de Mario, encaramado a cuatro patas sobre el sofá, él acercaba la cabeza, sacaba la lengua y la hundía sin un reproche en la carne detestada, lamiendo a su rival, que gimoteaba como un bebé insatisfecho, las manos de Jimmy no le soltaban, pero eso no le impedía cambiar de posición, se retorcía para poder llegar con la boca al sexo enhiesto, morado y tieso, suspiraba para anunciarse y luego lo chupaba, despacio, mucho tiempo, haciendo mucho ruido, para que Pablito, que no podía verle, le escuchara, y lo supiera, supiera por qué el tercero entre ellos se deshacía de gusto, se estaba deshaciendo, y después, por último, la humillación suprema, cuando yo ya no me podía contener, había decidido no hacérmelo hasta que se hubieran marchado, me parecía indigno retorcerme allí, ante sus ojos, tan sola, y tan distinta a ellos, resultaría cómico, triste, pero ya no podía más, me rozaba los pezones con la punta de los dedos, me acariciaba los muslos, vestida aún, y advertía que todo mi cuerpo estaba duro, y tenso, entonces Jimmy me preguntó si no pensaba desnudarme, su voz parecía una invitación y la acepté sin pararme a pensar en lo que estaba haciendo, me desnudé y le escuché —mira, eso de ahí es una tía, y está bastante buena además—, Pablito me miraba, estaba inquieto, Mario se reía a carcajadas —¿no te gusta?—, Pablito no contestó, yo me sentía infinitamente sucia, porque era un macarra repugnante, un chulo de la peor especie, pero en aquel momento le habría limpiado las suelas de los zapatos con la lengua si me lo hubiera pedido, lo hubiera hecho, sin más, y me acerqué a él, me tumbé en la mesa, una mesa baja, boca arriba, siguiendo sus instrucciones, él seguía hablando —tú nunca te has follado a una tía, ¿verdad?—, Pablito protestó, dijo que sí, que por supuesto que lo había hecho, pero mentía, hasta yo me di cuenta —pues ya va siendo hora, ya eres mayorcito para probar—, Mario se ahogaba de risa —no te preocupes, yo te ayudaré—, me incorporé sobre los codos para mirarles, Pablito estaba llorando, rogaba y suplicaba, no quería hacerlo, Jimmy le sujetaba, sonriendo de una forma siniestra, yo me preguntaba cómo pensaba obligarle a follarme con aquel sexo flojo y mustio que le colgaba entre los muslos —ponte de rodillas encima de la mesa—, él vino hacia mí y lo hizo, los hombros encorvados, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, la cabeza inclinada, lloraba y me miraba, y yo ya no sentía ninguna compasión por él, ya no, ahora era solamente un animal, un perro apaleado, maltratado, infinitamente deseable —y ahora te voy a romper el culo, mi vida—, se acercó a él por detrás, le acariciaba el pecho, le pellizcaba los pezones con las uñas —ahora te (a voy a meter por el culo y te vas a morir de gusto—, sus dos manos atraparon el sexo de Pablito al mismo tiempo, y comenzaron a acariciarlo y masajearlo con gestos expertos pero se resistía a crecer de todas formas, Jimmy tenía una voz acorde con su cuerpo, una magnífica voz de hombre —se te pondrá dura, ya lo sabes, no lo vas a poder evitar, cuando yo te la meta se te pondrá dura, seguro, y entonces lo único que tendrás que hacer es metérsela a esta chica por el coño, ese agujerito de ahí, vamos, a lo mejor te gusta y todo—, Mario volvió a reír, Pablito cerró los ojos, ya no lloraba aunque estaba sufriendo, pero eso no impidió que su sexo comenzara a crecer, Jimmy se inclinó sobre él y le habló al oído, no pude escuchar sus palabras, pero sí observé sus efectos, una erección fulminante, luego le empujó hacia delante, le obligó a permanecer a cuatro patas encima de mí y le penetró, arrancándole un alarido impropio de un ser humano, su mano no abandonó el sexo de su amigo, le masturbó al mismo tiempo que le barrenaba hasta que decidió que ya era suficiente —tú, levanta el culo—, inserté mis puños cerrados debajo de mis riñones y me elevé sobre ellos todo lo que pude, mis piernas temblaban, mi sexo temblaba, él mismo guió a su novio, y fue su mano la que sostuvo la polla de Pablito mientras entraba en mí, y entonces, casi al mismo tiempo noté que algo presionaba contra mi cabeza, levanté los ojos y comprendí que eran los muslos de Mario, se había acercado a la mesa por el otro lado y ahora sostenía su sexo en la mano, lo acariciaba delante de las narices de Pablito, que lo miró un segundo y luego, con una especie de suspiro de resignación, se lo metió en la boca, y estuvimos así un buen rato, él lleno, exprimido, aprovechado hasta el último resquicio, complaciéndonos a los tres, transmitiéndome a la fuerza, contra su voluntad, los impulsos que recibía de su amante, y la conciencia de que él no disfrutaba de mí no disminuía en absoluto la intensidad del placer que yo recibía de él, al contrario, estaba satisfecha, se cumplían todas mis expectativas, eran como animales, deliciosos, brutales, sinceros, violentos, esclavos de una piel ansiosa, caprichosos como niños pequeños, incapaces de aguantarse las ganas de nada, y ahora yo tampoco me aguantaba nada, me deshacía de placer debajo de Pablito, mientras veía cómo pagaba su última prenda, la polla de Mario entrando y saliendo de su boca, y luego el estremecimiento definitivo, yo inicié la cadena, no podía más, y me abandoné a un orgasmo furioso, un coro de gemidos se unieron a los míos, y todo comenzó a estremecerse a mi alrededor, todo se movía, una gota de semen me resbaló por la mejilla al mismo tiempo que Pablito conseguía culminar satisfactoriamente su tardía y forzosa iniciación, vaciándose por fin dentro de mi cuerpo.

Mañana pensaré en todo esto.

Estaba mordisqueando una pasta hojaldrada, ya no me quedaba ninguna con piñones, cuando escuché el timbre de la puerta.

Mañana pensaré en todo esto, en la horrible resaca que se me ha venido encima, la sensación de frío y de vergüenza que me invadió al final, cuando me dejaron sola, desnuda, encima de la mesa, y sólo podía pensar en que tenía que pagarles, me sentía tan mal, tan desamparada, ellos hablaban entre sí, no significaban nada para mí, no les conocía ni ellos me conocían a mí, pero tenía que pagarles y lo hice. Luego me despedí con palabras torpes, dejé a Pablito contando los billetes, y me metí en el cuarto de baño pensando que todavía había tenido suerte, podían haberme robado, yo qué sé, sólo a mí se me ocurre meterles en casa, abrí la ducha y esperé, cuando escuché el portazo salí para comprobar que me había quedado sola y me metí debajo del chorro caliente, humeante, para derretir las gotas de agua tibia que pudieran quedar sobre mi piel, mañana pensaré en todo esto, me lo repetía a mí misma, mañana, mientras me dirigía a abrir la puerta. Al otro lado estaba Pablito, llorando, la cara oculta por un brazo, el codo apoyado en el marco.

Tras unos minutos de silencio, rotos tan sólo por los sollozos que estaban a punto de reventarle el tórax, busqué algo que decir. Como no encontré nada mejor que una estupidez, la solté de todos modos.

—¿Te has dejado algo?

Se quitó el brazo de la cara, me miró y negó con la cabeza. Cuando ya parecía que se estaba calmando, rompió a llorar de nuevo, y su llanto creció, se magnificó, se elevó hasta adquirir un volumen estentóreo. Entonces le obligué a pasar. Si seguía llorando de aquella manera, iba a despertar a todos los vecinos.

Le pasé un brazo por el hombro, estaba conmovida, nunca había visto llorar a nadie de esa manera, nunca había percibido un desvalimiento semejante, es infeliz, muy infeliz, pensé, y por eso le pasé un brazo por el hombro, pero él cerró los dos alrededor de mi cuello y se abandonó sobre mí. Seguía llorando, pero como pesaba mucho más que yo, desconsolado y todo, me di cuenta de que nos íbamos a caer. Como no me pareció correcto decirle que me soltara, maniobré con los pies tan deprisa como pude, y por lo menos nos caímos encima del sofá.

Le acaricié el pelo, recogido todavía en una coleta diminuta, durante casi veinte minutos, hasta que estuvo en condiciones de hablar.

—¿Puedo quedarme a dormir aquí? —Su petición me sorprendió casi más que su ataque de llanto—. Es que no tengo ningún sitio adonde ir…

—Claro que puedes quedarte a dormir, aunque no lo entiendo. —Le miré un buen rato, busqué heridas, señales, picotazos, algo que se me hubiera escapado antes, pero no descubrí nada nuevo, nada capaz de explicar su situación, parecía cualquier cosa menos un tirado—. ¿No tienes casa?

—Sí, vivo con Jimmy, pero hemos discutido…, me ha dicho que no piensa aguantar mis ataques de celos, que soy una histérica…, va a dormir con Mario…, hoy…, después de lo que me ha obligado a hacer…, ahora ni siquiera me deja dormir con él… —su discurso apenas era tal, más bien una confusa sucesión de palabras inconexas, ahogadas, desfiguradas por el llanto— y yo no puedo ir allí, me moriría…, si fuera a casa me moriría, no lo soportaría, y además, me ha quitado todo el dinero, lo tuyo, por cierto, oye… —levantó los ojos hacia mí y se esforzó por hablar más claro—. Muchas gracias de todas formas por las cinco mil de más, me las ha quitado también, y otras tres mil pelas que llevaba encima, estoy sin un duro, por favor, déjame quedarme aquí.

—Menudo regalo de novio que tienes, hijo… —Supuse que mis palabras no iban a hacerle ningún bien, pero me sentí en la obligación de pronunciarlas—. Puedes quedarte, por supuesto.

Movió la cabeza para darme las gracias, y continuó llorando, hasta que se quedó sin lágrimas. Cuando le juzgué lo bastante sosegado como para volver a emitir sonidos articulados, le pregunté dónde prefería dormir.

—Puedes acostarte conmigo, en una cama grande o dormir en el cuarto de mi hija, que no está en casa, como quieras…

—¿Tú tienes un hijo? —parecía muy sorprendido por la noticia.

—Sí, tengo una hija de cuatro años y medio, Inés —la expresión de su cara se acentuó—. ¿Te extraña?

—Sí, nunca hubiera pensado que fueras mamá, no te pega nada…

—Muchas gracias, me encanta que me digan eso.

—¿Por qué? —ahora sonreía—. No lo entiendo siempre se tienen los mismos años, con hijos o sin ellos.

—Supongo que no puedes entenderlo, tú estás en otra parte —con eso di por zanjada la cuestión—. Bueno, ¿dónde prefieres dormir?

—Pues, no lo sé… Supongo que es mejor que duerma contigo, meterme en la cama de una niña de cuatro años, no sé, me da cosa… —remató la frase con una carcajada.

—Muy bien, pues vámonos a la cama, estoy muy cansada, y supongo que tú estarás cansado también hoy ha sido un día especial —intenté imprimir a mi sonrisa una nota de complicidad—. Las primeras veces siempre son agotadoras.

Volvió a reírse. Su risa me sentaba bien, me reconfortaba, porque de alguna forma me sentía muy cerca de él. En definitiva, pensé, los dos somos ovejitas del mismo rebaño, blancas y lustrosas, mullidas, con un lacito alrededor del cuello, el mío de color rosa y demasiado cómodo, el suyo supongo que rosa también, aunque mucho más doloroso.

Cuando volví de lavarme los dientes le encontré acurrucado en mi lado de la cama.

—¿Te importaría correrte hacia la derecha? —me quité el albornoz y las zapatillas—. Ese es mi lado…

—¿No te vas a poner nada encima, para dormir?

—No, siempre he dormido desnuda. —No era cierto, hasta los veinte años dormí vestida, con camisones de tirantes que me llegaban un palmo por debajo de la rodilla, pero Pablo no quería camisones, no quería más ropa que la imprescindible, y para dormir no hace falta ninguna, esa fue una de las primeras cosas que aprendí—. ¿Por qué…? ¿Te doy asco?

—No, no es eso… —me dio la sensación de que estaba incluso un poco asustado—. Es que nunca he dormido con una mujer.

—No te preocupes —trataba de tranquilizarle, pero no pude evitar reírme—, no te voy a atacar por la espalda, te lo prometo.

Me metí en la cama, y él se quedó mirándome. Luego me besó en los labios con suavidad y se acurrucó lo más lejos de mí que pudo, a pesar de todo.

Cuando me desperté, era él quien me atacaba por la espalda. Notaba sus brazos, alrededor de mi cintura, apretándome, y su sexo, erguido, golpeándome entre las nalgas. Todo su cuerpo se movía rítmicamente contra mí, pero él estaba dormido.

Le cogí una mano y la puse encima de uno de mis pechos. La dejó caer apenas la solté, aunque el contacto no pareció desanimarle. Mira qué bien, pensé, igual me toma por un travesti. Lo intenté de nuevo con los mismos resultados y dejé escapar una risita, regocijada por el desenlace del experimento. Hasta entonces había sido tan inexorable como una ley física, lo primero que hace un tío al despertarse pegado a la espalda de una tía es alargar una mano para agarrarse a sus pechos, no me había fallado nunca hasta entonces, pero éste se negaba a hacerlo, era divertido. Cuando estaba a punto de insertar una de sus manos entre mis muslos para averiguar si se le bajaba o seguía igual de tiesa, sonó el timbre de la puerta.

De repente me di cuenta de que ya lo había escuchado antes, debía de haberme despertado por eso, era ya la segunda vez que llamaban. Miré el reloj, las doce menos cuarto, me eché encima el albornoz a toda prisa e imaginé que sería Marcelo. Sabía que mi disculpa telefónica no le había convencido, pero el caso es que los timbrazos, una ensordecedora avalancha de sonidos agudos, cortos y repetidos, parecían dignos de Inés.

Era Inés. Pablo la llevaba en brazos, envuelta en una gabardina mojada, él estaba empapado, el agua le chorreaba por la cara.

—Hola —el tono de su voz hubiera podido inducir a cualquiera a creer que hacía solamente un par de horas que no nos veíamos—. ¿Te hemos despertado? —asentí con la cabeza—. Lo siento, pero es que se ha echado el frío encima de repente, se ha puesto a llover, y hemos venido a coger un abrigo y un pijama de invierno para Inés…

Esperaba un beso, pero no lo hubo.

—Hola, mi amor. —Mi hija sí se me echó encima para besarme, y Pablo le quitó el impermeable antes de trasvasarla de sus brazos a los míos. Luego entró en mi casa como si fuera la suya.

—Esta es Cristina. —Me miró un instante, con los ojos duros—. Cristina, te presento a mi mujer.

Entonces me di cuenta de que eran tres. Ella, la pelirroja, no tan desteñida como Chelo me había contado, estaba semiescondida detrás de la hoja de la puerta. Avanzó un par de pasos y amenazó con seguir, le tendí la mano antes de que llegara a acercar sus labios a mi cara. Ella la estrechó, confusa. Pablo intervino en su auxilio.

—Marisa no soporta los besos no sentidos…

—No me llames Marisa, por favor. —De un tiempo a esta parte cultivaba con una odiosa asiduidad esa pequeña técnica de venganza personal, muy efectiva por cierto. Se me rompía algo por dentro cada vez que le escuchaba.

—Por qué no? Es un diminutivo cariñoso —se volvió hacia su novia—. Bueno, ella no deja que la bese cualquiera, es muy especial para eso, elige siempre, ¿sabes? No está muy bien educada, claro que eso es más culpa mía que suya…

Inés empezó a reírse como una loca. Tenía la costumbre de estallar en carcajadas cada dos por tres, sin ningún motivo. Aquella vez, su explosión resultó oportuna, sin embargo. El cuarto de estar conservaba intactas las huellas de la batalla nocturna, un chorro de semen seco dibujaba una extraña ese sobre el cristal de la mesa, pero nadie se atrevió a hacer comentarios.

—Voy a hacer un café —deposité a Inés en el suelo. Pablo se sentó en el sofá, la pelirroja se dejó caer a su lado, intentó cogerle el brazo, él se lo impidió—. ¿Queréis tomar algo?

Querían café, ambos.

Era guapa, muy guapa, y muy joven, desde luego, veinte o veintiún años, podría ser su hija. Yo jamás habría podido pasar por su hija, ni siquiera aunque lo hubiera intentado, que nunca lo hice, pero ella era delgada y flexible, elástica, ágil, tenía las piernas feas, demasiado flacas, eso me reanimó, pero sus ojos verdosos eran enormes, y su pelo rojizo, espeso y brillante, era muy guapa y tenía las tetas de punta, los pezones se le adivinaban a través del jersey, pechos de adolescente, todavía.

Inés arrastró a Pablo a su cuarto para enseñarle la carpeta en la que guardábamos sus trabajos del colegio. Ella me siguió hasta la cocina y se quedó en el umbral de la puerta, mirándome.

—Yo te admiro mucho, ¿sabes? —parecía tranquila y segura de sí misma.

—No, mira, por favor… —no iba a soportarlo, eso sí que no—. Soy una borde, ya lo sabes, y si hay algo que me pone de mala leche son las sesiones de confidencias de mujer a mujer, así que te agradecería que me ahorraras las tuyas.

—No me refería a nada de eso —su voz aún era firme—. He leído tu libro.

—Lo dudo —le contesté—. Yo no he escrito ningún libro.

—Claro que sí —insistió, sorprendida—. Pablo me lo dejó, el libro de los epígrafes. Y me gustó mucho.

—Epigramas.

—¿Qué? —daba la sensación de que nada le importaba demasiado.

—Epigramas, no epígrafes.

—Ah, bueno —emitió una risita—, es lo mismo.

—No —chillé—, no es lo mismo, por supuesto que no es lo mismo.

Calló y bajó los ojos. Ahora ofrecía un blanco perfecto.

—Ese libro no es mío. —Se me estaba desparramando todo el café, aquella cafetera me iba a costar una fortuna—. Yo sólo lo traduje, escribí las notas y un prólogo, nada más. El texto es de Marcial —me miró con extrañeza, Marco Valerio Marcial, un tío de Calatayud, y no te gustó ni mucho ni poco porque no lo has leído, y no tengo ganas de continuar esta conversación, tú no me admiras, solamente sientes curiosidad por mí porque te estás acostando con mi marido, pero ese sentimiento no es recíproco, ¿entiendes? Tú a mí me pareces una jovencita bastante vulgar, así que no tiene sentido seguir hablando. Lárgate y déjame en paz de una puta vez.

Yo jugaba con ventaja. Ella tenía las tetas de punta, y nada más. Yo tenía treinta años, pero estaba casada con él. Me miró un momento, roja como un tomate. Luego se dio la vuelta y desapareció.

Marcial, recordé. La época dorada de mi vida, aquel maravilloso trabajo, tan económicamente ruinoso, dos años de pequeñas satisfacciones personales, estaba tan orgullosa de mí misma cuando por fin salió el libro, Pablo estaba tan orgulloso de mí…

Cerré la cafetera y la puse en el fuego. Es guapa, muy guapa, pensé, y muy joven, conserva el aíre frágil de los adolescentes. Medité un instante, tratando de recordar quién me había producido la misma impresión no hacía mucho tiempo. Cuando lo logré, la cafetera ya pitaba. Apagué el fuego y salí corriendo, pero llegué tarde.

Pablito seguía dormido, desnudo, espléndido y tan empalmado que su sexo parecía el poste central de una carpa de circo. Inés, sentada en el borde de la cama, lo señalaba con un dedo.

—¿Qué es eso, papá?

Pablo, acuclillado a su lado, sonreió.

—Oh, eso… Es que echa de menos a mamá.

—¿Es huerfanita, la pobre? —lo preguntó con un tono de sincera compasión.

—No, Inés —Pablo se rió—. No es huerfanito, echa de menos a mamá, a tu mamá, a Lulú, ¿comprendes?

—Tú no tienes de eso cuando duermo contigo, y también dices que echas de menos a mamá… —se volvió hacia él, parecía intrigada.

—Es que no es lo mismo dormir con mamá que dormir contigo, ¿sabes? Y además, yo soy mucho más viejo que él.

—¡Pero si es una chica, tonto! —Lo que interpretaba como un grave error de su padre la llenó de regocijo, le encantaba pillarnos en un renuncio, a cualquiera de los dos—. Lleva coleta, como yo… —Se tocó el pelo, me gustaba mirarla, se parecía mucho a mí, Pablo solía decírmelo, quiero tener una hija igual que tú, yo me tocaba la tripa y me reía, pero al final se salió con la suya y tuvimos una hija igual que yo.

—No, Inés —hablaba en voz muy baja, con un tono muy sereno, sedante, el que usaba para explicar las cosas importantes, a ella le fascinaba aquella voz, y a mí también—. Eso no tiene nada que ver, yo también podría llevar coleta, si dejara de cortarme el pelo. Es un chico, mírale bien, tiene una bolita en la garganta…

—Elisa también tiene bolita y es una chica —Inés siempre había llamado Elisa a Ely, le quería mucho, encontraba muy divertidos sus gestos, su acento, su forma de andar y, sobre todo, su nuez.

—Pero Elisa tiene tetas y éste no, mira —Pablo señaló el pecho liso de Pablito e Inés se quedó mirándolo, asintiendo con la cabeza, ése era un argumento definitivo para ella.

Yo me había preguntado muchas veces si aquélla era la manera adecuada de educar a una niña, se lo pregunté a Pablo también, una noche que Ely estaba en casa, había venido a ver Cómo casarse con un millonario, la daban por la tele, ¡me pido ser Marilyn!, anunció nada más entrar por la puerta. Entonces llamó por teléfono un amigo francés, de los tiempos de Filadelfia, que estaba en Madrid de paso y quería vemos. No encontrábamos canguro, y al final aceptamos el ofrecimiento de Ely, que se quedó cuidando a Inés. En aquella época nuestra hija acababa de cumplir dos años, y le pregunté a Pablo si aquélla era la manera adecuada de educar a una niña, y él me contestó que le parecía mejor que educarla como me habían educado a mí para luego haber acabado dando con un tío como él. Pero la estamos privando del placer de ser pervertida, objeté. Él insistió, creo que es mejor en cualquier caso, sonreía.

—¿Cómo se llama? —Inés creía que su padre lo sabía todo, en mis conocimientos confiaba mucho menos.

—Pablo —ambos se volvieron para mirarme—. Se llama Pablo, igual que papá, y está muy cansado, así que vamos a dejarle dormir. Además —me dirigí a Inés—, Cristina te estaba buscando antes, me ha dicho que quería jugar contigo a la gallinita ciega…

—Pero si nunca le apetece… —balbuceó. No me extraña nada, pensé, jugar a la gallinita ciega con Inés era una tortura, no se cansaba nunca y hacía trampas todo el tiempo.

—Pues hoy lo está deseando —Pablo soltó una carcajada—. Yo que tú aprovecharía la ocasión…

Se levantó y salió corriendo. Él también se levantó, y salimos de la habitación.

—¡Vaya, vaya! —su voz era cruel, otra vez—. ¿De dónde has sacado ese pedazo de carne?

Todas mis esperanzas, cualesquiera que fueran, se desvanecieron de golpe.

—Yo podría preguntarte lo mismo… —musité.

—¿Cristina? —me miró sorprendido—. No, por Dios, en ella es mucho menos evidente, y tú lo sabes.

—Pero es muy joven, eso es lo que te gusta, ¿no? —me miró con ojos duros, todavía más duros. Luego pareció tranquilizarse. Se preparaba para hacerme daño.

—Tiene diecinueve años, pero está creciendo muy deprisa.

—Todas crecemos —le dirigí una mirada de triunfo pero me dio miedo sostenerla. Los ojos le echaban chispas, las aletas de la nariz, de su nariz demasiado grande, palpitaban cada vez más deprisa, sus labios estaban tensos, conocía bien todos esos síntomas, iba a estallar en cólera de un momento a otro.

—¡Tú no! —sus palabras hirieron mis oídos, sus dedos se clavaron en mis brazos, sus ojos fulminaron los míos, dejé caer los párpados, me encogí y me mantuve inmóvil, blanda como un muñeco de trapo, sabía que iba a zarandearme y permití que lo hiciera—. Tú no, Lulú, tú no has crecido jamás ni crecerás en tu vida, maldita seas… Nunca has dejado de jugar y sigues jugando ahora, eso es lo que estás haciendo, jugar a lo que te han contado que es ser una mujer adulta. Te has puesto unos deberes a ti misma y procuras hacerlos con buena letra, como una alumna atenta y aplicada, pero no te salen bien… Has dejado de ser una niña brillante para convertirte en una mujer vulgar, y lo peor es que no comprendo por qué, no lo he comprendido todavía, por qué te asustaste, por qué te marchaste con la gente corriente. No entiendes nada, Lulú, y no has crecido, tú no. Nosotros no éramos gente corriente, no lo somos, aunque tú ya lo hayas echado todo a perder… —me soltó, yo no me atrevía a moverme, me tomó de la barbilla y me levantó la cara, pero no quise mirarle—. Nunca te lo perdonaré, nunca.

Se dio media vuelta y se alejó de mí, pero volvió sobre sus pasos enseguida. Yo seguía apoyada en la pared. Le miré. Parecía derrotado.

—No pensaste mucho en mí, ¿verdad?

Antes, mientras hablaba con Inés, le había visto sonreír, comportarse con una entereza que le pertenecía tanto como su propio nombre. Pablo era fuerte, tranquilo, entero, siempre había sido así, y sin embargo ahora, mientras estábamos solos en el pasillo, ante ningún testigo, ningún espectador de nuestras palabras, de nuestros gestos, me di cuenta de que no estaba bien. Tenía la piel muy pálida, los ojos enrojecidos, los párpados hinchados, todas las señales de una resaca monumental. Eso hizo que me sintiera todavía peor, porque pensaba que ahora, con lo de la pelirroja y el simple paso del tiempo, lo habría dejado. Prefería no acordarme de todo aquello, de todo lo que ocurrió antes del verano, cuando me fui de casa. Marcelo dejó de hablarme una temporada, mi propio hermano, todos me señalaban con el dedo. Pablo no, él nunca lo hizo, pero bebía mucho, mucho, estaba todo el día borracho, entonces.

—No me queda mucho tiempo, ¿sabes? Me estoy haciendo viejo, me siento cada vez más ridículo, con todas estas niñatas. No tengo de qué hablar con ellas, y no me apetece enseñarles nada, ya, a ninguna, a veces pienso que estoy empezando a chochear… No me cuesta trabajo encontrarlas, eso sí, las consigo fácilmente, ésa es una de las pocas cosas para las que sirve ser poeta en estos tiempos, para vender libros no, desde luego, pero para ligar y para tomar copas gratis es bastante útil, ya lo sabes. Y sin embargo yo estoy cansado, estoy muy cansado… A este paso, cualquier día de estos voy a empezar a acostarme con mis alumnas… No quiero ni pensarlo.

Esperé cualquier señal, cualquier indicio, para arrojarme a sus pies. Habría bastado con que repitiera la frase que antes había dicho Inés, habría bastado con que dijera que me echaba de menos, pero me dio la espalda y se dirigió al cuarto de estar sin añadir ni una sola palabra más. Estoy perdiendo facultades, pensé de todas formas. En ese momento, Pablito salió por la puerta y me miró con sus habituales ojos de disculpa. Lo había oído todo.

—¿Quieres tomar un café? —asintió con la cabeza.

El desayuno fue breve. Pablo no volvió a despegar los labios. Cristina intentaba impresionar a mi invitado, que se la quitaba de encima con suma facilidad. Inés estaba muy pesada. Quería que todos jugáramos a la gallinita ciega. Aseguraba que siendo muchos era más divertido.

Pablo ni siquiera se despidió de mí cuando se fueron.

—¿Ese es tu marido? —Pablito se había arrellanado en un sillón, sin dar señales de estar pensando en marcharse—. Ah, pues está muy bueno, con esas canas, me gusta mucho. Los hombres mayores tienen un morbo especial…

Cuando le escuché no supe qué hacer, si reírme o echarle de casa, pero no quería quedarme sola. Tal vez ya no pueda volver, no pueda volver nunca, pensaba.

—Bah, no creas —me esforcé por desechar de inmediato aquella hipótesis—, tu novio la tiene más gorda.

—Bueno, eso es sólo psicológico.

—Ya —le contesté—, y los Reyes Magos son los padres.

Me miró con cara de extrañeza, como si no me hubiera entendido.

—Tú le pedías juguetes a los Reyes Magos cuando eras pequeño, ¿no? —Me dio la razón con la cabeza, le sonreí—. Y seguiste pidiendo juguetes a tus padres cuando te enteraste de que lo de los Reyes era un camelo ¿no? —volvió a asentir—. Y ¿cuándo te hacían más ilusión los juguetes, antes o después de enterarte de todo?

—Antes, pero eso no tiene nada que ver con el tamaño de la polla de tu marido.

—Con el de la suya específicamente no, pero sí tiene que ver con el tamaño de las pollas de los tíos en general, porque las dos cosas, las pollas grandes y los Reyes Magos, son la misma cosa, son dos mitos ¿comprendes? —No, no comprendía, lo leí en sus ojos—. Mira, el rollo de los camellos, de los zapatos en el balcón, la cabalgata, no alteraba la cantidad ni la calidad de los juguetes, pero les añadía algo, a ti te hacían más ilusión, ¿no? Pues es lo mismo, el tamaño de la polla de Pablo no altera la calidad ni la cantidad de sus polvos, pero Jimmy la tiene más gorda, ¿lo entiendes ahora? Vivimos en un mundo repleto de mitos, el mundo entero se asienta sobre ellos, y ahora tú me sales con que es sólo psicológico… ¿Por qué empezar por el mito de las pollas grandes, por qué derribar ése antes que los demás? Los mitos son necesarios. Ayudan a vivir a la gente…

—Pues ¿sabes lo que te digo? —Adiviné que no le había convencido—. Que me encantaría acostarme con tu marido, aunque no la tenga tan gorda como el mío.

—A mí también me encantaría acostarme con él —aquello iba en serio, ya no tenía ganas de seguir jugando—, pero está cada vez más difícil, de un tiempo a esta parte…