Mi profesor de griego me examinaba con expresión irónica, apoyado en una de las gruesas columnas del vestíbulo.
—¿Adónde vas con esa pinta?
Le sonreí mientras buscaba una excusa discreta para justificar mi aspecto, pero no la encontré. Noté que me temblaban las manos, y me las metí en los bolsillos. Me temblaban los labios también, así que me decidí a hablar.
—Anda, Félix, invítame a una copa…
—Estás muy equivocada si piensas que voy a comprometer la sólida reputación que me he labrado en esta casa dejándome ver con una chica vestida así.
—Pero ¿de qué reputación hablas? Vamos, invítame a un café —le cogí del brazo y comenzamos a andar en dirección al bar del sótano.
Félix era un excelente profesor de griego, un hombre muy inteligente y un viejo amigo mío. Un par de años antes, después de una cena de fin de curso y borrachera, acabé acostándome y me gustó hacerlo. Pero tenía un defecto. Era muy cotilla, y, por tanto, la última persona con quien habría querido toparme allí, aquella tarde, mientras las cosas se negaban a salirme bien.
Me había puesto tan nerviosa yo sola, esperando en casa, que finalmente decidí salir media hora antes de lo previsto. Como mis cálculos ya incluían llegar a la facultad con media hora de adelanto para poder escoger un asiento en el centro de la primera fila, en el momento de mi encuentro con Félix disponía de casi una hora libre, demasiado tiempo para seguir dando vueltas delante de las puertas de la sala, cerradas a cal y canto. No se me había ocurrido pensar que las puertas pudieran estar cerradas, no se me había ocurrido comprobarlo, y eso que pasaba por delante todas las malditas mañanas. Por fin, me dije que lo mejor sería bajar al bar, sentarme en una mesa un poco apartada y anestesiar mis nervios con alcohol, cualquier remedio fuerte, contundente. Tenía tantas ganas de registrar presagios favorables que llegué a pensar que, después de todo, mi encuentro con Félix había sido afortunado.
—Llevas algo debajo del abrigo? —me examinaba con auténtico interés.
—¡Pues claro que llevo algo! Ropa. Voy completamente vestida —intenté parecer ofendida—. De verdad, no adivino por qué le das tanta importancia a mi aspecto, ni que fuera disfrazada de…
—Vas disfrazada. Por desgracia no sé de qué, pero desde luego vas disfrazada. —No iba a ser capaz de engañarle, así que me limité a cambiar de tema.
Cuando me acerqué a la barra a pedir las bebidas, los ocupantes de una de las mesas delanteras, un grupo de alumnos de primero, dejaron escapar una irregular secuencia de risitas a mi paso, mientras se llamaban la atención los unos a los otros con el codo, y me pregunté si no habría cargado demasiado las tintas.
El abrigo no me preocupaba demasiado, era muy llamativo, los abrigos de lana blanca siempre lo son, pero lo había pedido prestado precisamente por eso, porque necesitaba llamar la atención. Más extrañas resultaban las medias de sport, de un tono beige indefinido y escolar, que llevaba arrugadas en los tobillos. No había sido fácil conseguirlo. Los elásticos habían opuesto una resistencia tenaz, pero al cabo, después de haberlas hervido tres veces y embutido a presión en la base de sendas botellas de champán durante un par de días, logré que se me deslizaran pierna abajo con auténtica naturalidad, a pesar de que las acababa de comprar y era la primera vez que me las ponía. Aunque quizá las medias no resultaran tan ridículas en sí mismas, y lo peor fuera el conjunto que formaban con los zapatos. Recordé el corrillo de dependientas que se formó en la zapatería cuando, después de pedir que me trajeran el treinta y nueve del modelo con más tacón que tuvieran en marrón, saqué una media del bolso, me la arrugué en el tobillo y me probé un montón de zapatos estudiando el efecto en los espejitos adosados a las columnas, antes de decidirme por un modelo de salón, muy sencillo, que me levantaba unos nueve centímetros por encima de mi estatura habitual. Y eso que el día de la zapatería llevaba medias de nailon, normales. Aquella tarde no me había puesto nada, las piernas desnudas, en enero, y el abrigo, en cambio, abrochado hasta el último botón.
Tal vez había cargado demasiado las tintas, pero ya no había remedio, así que me senté junto a Félix y esperé. Un bedel me había informado de que las puertas de la sala solían abrirse unos diez minutos antes de la hora que figuraba en las convocatorias. Cinco minutos antes de los diez minutos, me escabullí anunciando que tenía que ir al baño, me obligué a subir despacio por las escaleras, llegué al vestíbulo y me colé por las puertas abiertas para sentarme en el centro de la primera fila. Durante un buen rato fui la única persona de todo el auditorio.
Me había enterado por pura casualidad. La Facultad de Filología Hispánica organizaba cada dos por tres actos por el estilo y nunca había prestado mucha atención a los folletos y carteles que aparecían en el corcho. Pero andaba buscando clases particulares, necesitaba dinero, estaba decidida a irme aquel verano a Sicilia como fuera, y me habían comentado la aparición de un par de anuncios nuevos, dos nuevas bestias bachilleres encasquilladas con toda probabilidad en los usos del dativo.
Entonces vi su nombre, letras pequeñitas, en medio de muchos otros nombres.
Miedo, pánico a la realidad, a una decepción definitiva, porque luego ya no podría recuperarle, no podría devolverle a la casa grande y vacía donde nos amábamos, miedo a perderle para siempre.
Había pasado mucho tiempo.
Para mí había sido muy fácil retenerle, porque yo vivía una vida trabajosa y monótona, estaba sola, sobre todo después de que Marcelo se marchara de casa, mis días eran todos iguales, igual de grises, la eterna lucha por conquistar un espacio para vivir en una casa abarrotada, la eterna soledad en medio de tanta gente, la eterna discusión —no pienso hacer Derecho, papá, te pongas como te pongas—, el eterno interrogatorio sobre la fortaleza de mi fe religiosa, sobre la naturaleza de mis ideas políticas —me había afiliado al Partido, por razones más sentimentales que de otra índole, aunque ellos, los dos, se habían marchado ya—, la eterna invitación a llevar a mis sucesivos novios a cenar una noche —mi madre se empeñaba en creer que eran mis novios todos los tíos con los que me acosté durante aquellos años—, el eterno ejercicio solitario de un amor triste y estéril, todos los días lo mismo.
Quizás hubiera podido ser feliz si él no hubiera intervenido en mi vida, pero lo había hecho, me había marcado veintitrés días antes de marcharse a Filadelfia, y todo el tiempo transcurrido desde entonces no contaba para mí, no era más que un intermedio, un azar insignificante, un sucedáneo del tiempo verdadero, de la vida que comenzaría cuando él volviera. Y había vuelto. Vi su nombre en el corcho, en letras pequeñitas, y desde entonces mi cuerpo era un puro hueco.
Me retorcía de deseo por dentro, y la ambición de mis objetivos había disminuía a una velocidad alarmante un día tras otro, mientras preparaba la puesta en escena. Fui a ver a Chelo para pedirle la bolsa de plástico que me había guardado en su armario durante los tres últimos años, desde aquella tarde en que mi madre me comentó que el vestido amarillo que llevaba Patricia era aquel que estrenó Amelia, el que me había regalado la abuela, cómo ha crecido esta niña, está casi tan alta como tú. No esperé a que me lo reclamara, lo quité de en medio un par de meses antes, y después anduve todo el verano con cara de alucinada, repitiendo que parecía cosa de brujas, el misterio del uniforme desaparecido.
Cometí el error de preguntarle a Chelo si estaría dispuesta a hacerme un favor muy gordo, claro que sí, ya lo sabes, aféitame el coño, ¿qué?, es que me da un poco de miedo hacérmelo yo sola, ¿qué?, que me afeites, entre las dos sería más fácil… Se negó, por supuesto que se negó, ya me lo esperaba, porque le había contado lo de Pablo, sabía que era para él, y le ofendió mucho mi proposición, jamás, jamás le perdonaría su negligencia contraceptiva, que ella siempre había creído doble. En aquella época Chelo no había descubierto todavía las delicias de la carne macerada, y sólo le gustaban los chicos muy, muy progres, valoraba el coitus interruptus como una mezcla de gesto cortés y declaración de principios en la igualdad de oportunidades, y al final me lo tuve que hacer yo sola, furtivamente, en el cuarto de baño de mi casa y a las tres de la mañana, la única hora en que podía estar segura de que nadie iba a venir a aporrear la puerta. Descolgué el espejo sin hacer ruido y tardé casi dos horas porque iba muy despacio, como soy tan torpe, pero al final conseguí un resultado bastante aceptable, sentía mi piel desnuda y lisa otra vez, mientras permanecía allí, sentada en el centro de la primera fila, rogando a todos mis adorados dioses olímpicos que intercedieran ante él para que me aceptara, para que no me rechazara, ya sólo me atrevía a pedir eso, que no me rechazara, que me tomara por lo menos una vez antes de volver a marcharse.
Poco a poco, la sala se fue llenando de gente. Un señor bajito, calvo y con patillas fue el primero en sentarse sobre el estrado. Pablo, que llegó hablando con un barbudo de aspecto histórico que le abrazó efusivamente al pie de la escalerilla, ocupó uno de los extremos, en último lugar.
Habían pasado cinco años, dos meses y tres días desde la última vez que le vi. Su rostro, la nariz demasiado grande, la mandíbula demasiado cuadrada, apenas había cambiado. Las canas tampoco habían prosperado mucho, su pelo seguía pareciendo negro. Estaba bastante más delgado, en cambio, eso me extrañó. Marcelo comentaba siempre que en Filadelfia se comía bastante bien, pero él había adelgazado y eso le hacía todavía más alto y más desgarbado, ésa era una de las cosas que más me gustaban de él, que parecía siempre a punto de descoyuntarse, demasiados huesos para tan poca carne. Le sentaban bien los años.
Mientras el tipo de las patillas presentaba a los asistentes con una lentitud exasperante, él encendió un cigarro y echó una ojeada a la sala. Miraba en todas las direcciones con excepción de la mía, y yo sentía que el hueco me devoraba. Tenía mucho calor, y mucho miedo. No me atrevía a mirarle de frente, pero detecté que se había quedado quieto, y entonces, por fin, mis ojos se atrevieron a buscarle. Los suyos me miraba fijamente, con los párpados entornados y una expresión extraña. Luego me sonrió y sólo después movió los labios en silencio, dos sílabas, como si pronunciara mi nombre. Me reconocía.
Actué según el plan previsto y me desabroché el abrigo muy despacio para dejar al descubierto mi horroroso uniforme marrón del colegio. Trataba de parecer segura, pero por dentro me sentía como un malabarista viejo y malo, que guarda a duras penas las apariencias mientras espera a que los ocho bolos de madera que mantiene bailando en el aire se le desplomen, todos a la vez, encima de la cabeza. Pablo se tapó la cara con una mano, permaneció así durante unos segundos, y luego volvió a mirarme. Seguía sonriendo.
Habló muy poco, aquella tarde, y habló muy mal, se quedó en blanco un par de veces, balbuceaba, daba la impresión de que tenía que esforzarse para construir frases de más de tres palabras, no me quitaba los ojos de encima, mis vecinos me miraban con curiosidad.
Cuando el viejo de las patillas anunció que la siguiente pregunta sería la última, me levanté de mi asiento. Para mi sorpresa, las piernas aún me sostenían y recorrieron el pasillo sin ningún tropiezo hasta transportarme fuera de la sala. Crucé el vestíbulo sin mirar para atrás, atravesé las cristaleras de la entrada y sólo tuve tiempo de dar ocho o nueve pasos antes de que él me detuviera. Su brazo se posó sobre el mío, me cogió por un codo, me obligó a darme la vuelta y, tras estudiarme durante unos segundos, me tocó con la varita mágica.
—¡Qué bien, Lulú! No has crecido nada…
Aceptó todos mis dones con una elegancia exquisita. Interpretó todos los signos sin hacer comentarios. Habló poco, lo justo. Cayó de cabeza y por su voluntad en cada una de mis trampas. Me dejó enterarme de todo lo que quería saber. Pagó la cena y luego me llevó a su casa. Vivía solo en un ático muy grande y atestado de libros, en el centro.
—¿Qué ha pasado con Moreto?
—Mi madre lo vendió hace un par de años —parecía lamentarlo—. Se ha comprado un chalet muy hortera, en una urbanización de adosados, en Majadahonda.
Nos sentamos en un sofá y durante un buen rato los dos estuvimos callados, quietos, en la actitud de quien acaba de llegar a una casa para hacer una visita formal, él mirándome, sonriendo, y yo sin saber muy bien qué hacer, otra vez, después de tantos años. Sus ojos me recorrían en silencio, de punta a punta, y pensé que me estaba mirando como se mira a una desconocida. Pero se acercó a mí y sostuvo mis brazos con sus manos hasta situarlos encima de mi cabeza. Los mantuve en esa posición mientras tiraba de mi jersey hacia arriba, hasta despojarme de él. Me desabrochó la blusa, me la quitó y me miró a la cara, sonriendo, porque aquella noche yo no llevaba sujetador y él se acordaba de todo, todavía. Luego, se inclinó hacia adelante, me asió por los tobillos, y los levantó de golpe para tirar de mis piernas hacia sí, hasta colocarlas encima de las suyas. Me quedé tumbada, atravesada encima del sofá, mientras él me desabrochaba los cierres de la falda. Antes de quitármela, me cogió una mano, la acercó a su cara y la miró con atención, deteniéndose en las puntas de mis dedos, redondas y romas. Se me había pasado por alto ese detalle. Aun a sabiendas de que no debería hacerlo, rompí el silencio.
—¿Te gustan las uñas largas, y pintadas de rojo?
Todavía con mis dedos entre los suyos, me dirigió una sonrisa irónica.
—¿Importa mucho eso?
No podía contestarle que sí, que sí importaba, mucho, así que hice un vago gesto de indiferencia con los hombros.
—No, no me gustan —admitió al final; menos mal, pensé al escucharle.
Terminó de desnudarme, siempre despacio. Me descalzó, me quitó las medias, y volvió a ponerme los zapatos. Me miró un momento, sin hacer nada. Luego alargó una mano abierta y la deslizó con suavidad sobre mi cuerpo, desde el empeine de los pies hasta el cuello, varias veces. Parecía tan tranquilo, sus gestos eran tan sosegados, tan ligeros, que por un momento pensé que en realidad no me deseaba, que sus acciones eran sólo el reflejo de un deseo antiguo, irrecuperable ya. Tal vez había crecido demasiado, después de todo.
Como si pudiera leer mi pensamiento y quisiera desmentirlo, en ese instante me pasó un brazo por debajo de las axilas y me incorporó hasta dejarme sentada encima de sus rodillas. Entonces me rodeó con sus brazos y me besó. El solo contacto de su lengua repercutió en todo mi cuerpo, mi espalda se estremeció, y mi cerebro sucumbió a una emoción aún más violenta. Él es la razón de mi vida, eso fue lo que pensé. Parecía una estupidez, pero en aquel momento fue un pensamiento grave, solemne, y algo más, porque aquella noche, mientras Pablo me besaba y me mecía en sus brazos, era también la verdad, la verdad pura y simple, él era la única razón de mi vida. Por eso atrapé una de sus manos, me la llevé a la cara y cubrí mi rostro con ella. La mantuve quieta un momento hasta notar el calor, la presión de sus yemas, y deposité un beso largo y húmedo encima de la palma antes de doblar los dedos, uno por uno, para esconder el pulgar bajo los otros cuatro. Después rodeé su puño con mis manos y apreté mis mejillas, mis labios, contra sus nudillos. Trataba de explicarle que le quería.
—Tengo una cosa para ti…
Me apartó con mucho cuidado, se levantó y cruzó la habitación. Cuando volvió, traía una caja larga y estrecha que había sacado de uno de los cajones de su escritorio.
—Te lo compré hace tres años, más o menos, en un momento de debilidad… —me sonrió—. No se lo cuentes a nadie, creo que ahora hasta me da vergüenza, pero entonces me daba la ventolera de vez en cuando, sobre todo cuando estaba solo, cogía el coche y me largaba a Nueva York, a la calle 14 con la Octava avenida, un sitio muy divertido, ¿cómo te lo podría explicar para que lo entendieras…? —se quedó callado, pensando, un momento. Después su cara se iluminó—. Sí, verás, la calle 14 es como una especie de Bravo Murillo a lo bestia, llena de gente, de bares y de tiendas, y yo me metía dos horas y pico de ida y otro tanto de vuelta para comer empanada de bonito y cantar "Asturias, patria querida" en un bar de un tío de Langreo, bebía hasta caerme y luego me sentía mejor. En uno de esos estúpidos arrebatos nostálgicos, te compré esto —se sentó a mi lado y me alargó la caja—. Aunque resulte una grosería decirlo, me costó mucho dinero y entonces no lo tenía, pero te lo compré de todos modos, porque te lo debía. No sé si me creerás, pero la verdad es que me he sentido responsable de ti durante todos estos años. Sin embrago, aunque pensé muchas veces en mandártelo, nunca me atreví a hacerlo. Temía encontrarte hecha una mujer, y las mujeres no siempre saben apreciar los juguetes…
La caja, envuelta primero en un papel rosa, brillante, con un lazo de colores, y después todavía en celofán transparente, contenía una docena de objetos de plástico de color blanco, beige y rojo, un vibrador eléctrico con la superficie estriada rodeado por una serie de fundas y accesorios acoplables. Había también dos pilas pequeñas, metidas en una bolsa, y un tubito de plástico blanco con el aspecto de una muestra de crema, o de pomada, de esas que regalan en las farmacias. Cuando lo vi, sonreí, me reí, volví a sonreír. No me costó ningún trabajo mostrarme satisfecha. Estaba muy contenta, y no solamente porque él se hubiera acordado de mí.
—Muchas gracias, me gusta mucho. Pero deberías habérmelo mandado, me hubiera venido muy bien. Supongo que será de mi talla… —me miraba y se reía—. Si te apetece, puedo probármelo…, ahora.
No esperé a que respondiera. Rasgué el celofán y estudié el contenido de la caja con mucha atención. Encontré enseguida el depósito para las pilas y cargué el vibrador. Giré una ruedecita que tenía en la tapa de abajo y comenzó a temblar, luego incrementé la potencia hasta hacerlo bailar en la palma de mi mano. Era divertido, igual que en la mañana de Reyes, de pequeña, cuando después de encajar dos pilas en su espalda, una muñeca normal y corriente, inerte, comenzaba a hablar o a mover la cabeza. Me di cuenta de que estaba sonriendo. Miré a Pablo, él sonreía también. Vacié la caja, extendí el celofán en el suelo, y dispuse encima todos los accesorios con la única excepción del tubo de lubricante, que le devolví en un alarde de chulería que estaba segura de poderme permitir.
—Esto no me va a hacer falta —le dije, para que fuera haciéndose una idea de lo que le esperaba.
—Nunca se sabe —contestó él, y se lo guardó en un bolsillo.
Pasé por alto aquel comentario y decreté un ataque masivo, incondicional.
—¿Cuál crees que será el mejor de todos? —su manera de responderme fue levantarse del sofá para ir a sentarse frente a mí, en un sillón adosado a la pared opuesta, unos tres metros y medio más allá.
Ahora verás, pensaba yo, ahora verás si he crecido o no he crecido, me sentía bien, segura, presentía que aquélla era mi única baza, había pensado mucho en ello durante los últimos días y no había sido capaz de elaborar un plan definido, una táctica concreta, pero él me lo había puesto todo muy fácil, le gustaba yo, todavía me acordaba, y le gustaban las niñas sucias, pues bien, yo le demostraría que podía ser sucia, muy sucia, recordé las palabras de la directora del internado y me di ánimos a mí misma, lo único que me preocupaba era que mi actuación resultara demasiado teatral, inverosímil de puro histérica. Lo demás me daba igual. El pudor me estorba poco cuando me estoy divirtiendo, y aquella noche me estaba divirtiendo de verdad.
Me senté en el suelo, apoyé la espalda contra el sofá y deslicé uno de mis dedos a lo largo de mi sexo, sólo una vez, antes de empezar a hablar.
—Creo que voy a empezar con éste —extraje de la caja una especie de funda de plástico de color carne que encarnaba una representación bastante fidedigna del original, con nervios y todo—. ¿Sabes una cosa? Ya no me gusta ser tan alta, antes estaba muy orgullosa de medir más de un metro setenta, pero ahora creo que habría salido ganando si me hubiera parado unos veinte centímetros más abajo, como Susana, ¿te acuerdas de Susana?
—¿La de la flauta? —su expresión, sabia y risueña a la vez, era la misma que yo me había esforzado por retener durante todos aquellos años.
—Justo, la de la flauta, tienes buena memoria… —le miraba a los ojos todo el rato, trataba de aparentar el aire de frío cálculo que distingue a las mujeres lascivas y expertas, pero mi sexo, vacío aún, crecía y se esponjaba sin parar, y esa sensación nunca ha sido demasiado compatible en mí con la impasibilidad—. Ya está, pero ¡ahora es enorme!… Supongo que no te dará vergüenza que me lo meta aquí mismo, ¿verdad?
Negó con la cabeza. Yo me froté un par de veces con el nuevo juguete antes de enterrarlo dentro de mí con una ceremoniosa parsimonia. A pesar de que se trataba del objetivo principal del espectáculo, me despisté y no pude observar su reacción. Era la primera vez que usaba un utensilio semejante y las mías, mis propias reacciones, me absorbieron por completo.
—¿Te gusta? —su pregunta deshizo mi concentración.
—Sí, me gusta… —callé un momento y le miré, antes de seguir hablando—. Pero no es tan parecido a un hombre como yo pensaba, porque no está caliente, en primer lugar, y además, como tengo que moverlo yo misma, no existe el factor sorpresa ¿comprendes?, no hay cambios de ritmo, ni paradas, ni acelerones bruscos, eso es lo que más me gusta, los acelerones…
—Desde la última vez que nos vimos, te has hartado de follar, ¿no?
—Bueno, digamos que me he defendido… —ahora agitaba la mano más deprisa, bombeaba con fuerza aquel simulacro de hombre contra mis paredes y me gustaba más, cada vez más, me estaba empezando a gustar demasiado, por eso paré de pronto y decidí cambiar de funda, no quería precipitar las cosas—. ¿Esta que tiene púas es para hacer daño?
—No lo sé, no creo.
—Bueno, veremos…, pero yo te estaba contando algo… ¡Ah, sí!, lo de Susana, que como no mide más que un metro y medio, todos los tíos le parecen enormes, es genial, siempre que le pregunto me contesta lo mismo, la tenía así —separé exageradamente las palmas de mis manos—, y gordísima, pero quejándose, no lo entiendo, siempre se está quejando, a mí me encantaría, pero como soy tan grande, pues nunca me llenan del todo, por eso creo que es una desventaja ser tan alta, lo tienes todo demasiado largo…
—Ya… —se reía a carcajadas y me miraba, le gustaba todo aquello, estaba segura de que le gustaba, por eso me atreví a empalmar aquella historia con otra de procedencia bien distinta, nunca me habría creído capaz de contárselo, pero entonces no me pareció importante.
—Oye, ¿sabes que las púas no hacen daño? Ahora voy a ponerle esto encima, a ver qué pasa. —Cogí una especie de capuchón corto, de color rojo, recubierto de pequeños bultitos, y lo encajé en la punta—. Por cierto, que tiene gracia, hablando de Susana, hace un par de meses soñé contigo una noche, y los consoladores tenían mucho que ver con el sueño —me paré un momento, quería estudiar su rostro, pero no fui capaz de detectar nada inquietante en él—. El caso es que Susana se ha vuelto muy formalita de un tiempo a esta parte, de pequeña era la más guarra del curso, pero hace un par de años se echó un novio formal, muy formal, un tío supertarra, de veintinueve tacos…
—Yo tengo treinta y dos —al principio me miró con la misma sonrisa que solía dedicarme mi madre cuando me pillaba hurgando en la despensa, y luego la reemplazó con una serie de carcajadas francas y sonoras.
—Ya, pero tú no eres tarra.
—¿Por qué?
—Porque no, igual que Marcelo, él tampoco es tarra, aunque ya esté casado y tenga un hijo y todo… Por cierto, que se casó con tu novia.
—Bueno, Mercedes había sido su novia antes de ser la mía.
—Y total, tú no parabas de ponerle los cuernos…
—Sí —sonrió—, tú también tienes buena memoria. Pero, al fin y al cabo, ella seguía acostándose con tu hermano…
—¿Ves por qué vosotros no sois tarras?
—Te advierto que el amor libre se está pasando de moda muy deprisa.
—Ya, pero no es eso. Es que…, bueno, no sé, que el novio de Susana no se os parece en nada. Tiene mucho dinero, eso sí, una agencia de servicios editoriales, y ni una pizca de sentido del humor. En fin, que la otra noche fuimos a cenar, ellos dos, Chelo, que llevó un tío bastante gracioso, y yo, que no tenía nadie con quien ir. —Me miró levantando las cejas, como si no pudiera creerlo—. En serio, mira, si lo hubiera tenido, a lo mejor me habría llevado esto puesto me saqué el consolador y lo despojé de todos sus vestidos, porque ya me costaba trabajo hablar y actuar al mismo tiempo, y supuse que desnudo resultaría menos efectivo—. El caso es que nos emborrachamos, Susana también, y acabamos contando la historia de la flauta. El amigo de Chelo se rió mucho, le encantó aquello, pero el novio de Susana se cabreó, dijo que no tenía ninguna gracia y que a él, desde luego, no le excitaban ese tipo de tonterías. ¡Jo, qué maduro!, dije yo, y añadí que me extrañaba, porque tú, que eras profesor en la universidad, y poeta, y todo, te habías puesto muy cachondo cuando te enteraste, ¿a que sí?
—Sí.
—¿Me has traído también una flauta de Nueva York?
—No.
—¡Qué pena!
Al llegar a ese punto no pude evitar la risa, pero a los pocos segundos conseguí rehacerme y seguí.
—Bueno, el caso es que aquella noche soñé que íbamos los dos en un coche muy grande y muy caro, conducido por un chófer negro muy guapo, que te llamaba señor y la tenía muy gorda, no sé por qué pero yo sabía que la tenía muy gorda —la expresión de su sonrisa, distinta ahora, me hizo temer que sospechaba a qué categoría pertenecía realmente mi sueño, así que empecé a disparatar, para dotar a mi relato de un paradójico barniz de verosimilitud, la verosimilitud propia de las historias que se sueñan—. Yo llevaba un vestido largo, gris perla, a la moda del siglo XVI, un escote enorme, gola blanca y falda armada con alambres, con un polisón de tul encima del culo y un montón de joyas por todas partes, pero tú ibas vestido con unos pantalones y un jersey rojo, normal y corriente, y parábamos en la calle Fuencarral, que era Berlín, aunque todos los carteles estaban en castellano, igual que ahora, todo era igual en realidad, y entrábamos en una zapatería, con los escaparates llenos de zapatos, claro… Oye, ¿no te ofenderás si sigo con el dedo, un ratito nada más? Necesito descansar.
—Tú misma…
—Gracias, muy amable, en fin ¿por dónde iba…? ¡Ah, sí!, dentro de la zapatería había un dependiente vestido de paje, de paje antiguo, pero sus ropas no se parecían demasiado a las mías, llevaba un traje de aspecto francés, como Luis XIV mucho encaje y peluca empolvada, ya sabes, y entonces yo me senté muy modosita en un banco, tú te quedaste de pie a mi lado y el dependiente se acercó y te dijo, usted dirá, porque lo más divertido de todo es que no te puedes imaginar qué relación teníamos tú y yo, esa no te lo imaginas…
—¿Padre e hija?
—Sí… balbucí. ¿Cómo lo has adivinado?
—Bah, he dicho lo primero que se me ha pasado por la cabeza.
—¿Y no te parece increíble? —el estupor, un estupor con el que se mezclaban algunas notas de vergüenza, vergüenza auténtica pese a mi proverbial falta de pudor, amenazaba con paralizarme de un momento a otro.
—No. Me gusta mucho —sus palabras disiparon mis dudas—. Y ¿qué pasaba? Supongo que no fui a equiparte para el curso escolar.
—No, qué va —reí, aquella desagradable sensación se había disuelto por completo, y yo me sentía cada vez mejor, más convincente, volví a acariciarme para que él me viera, moviéndome lentamente sobre la alfombra, calentándole a distancia, eso me excitaba, mucho, pero al mismo tiempo en el deseo de ir hacia él, de tocarle—. Tú le dijiste al dependiente que te ibas a Filadelfia un par de semanas, para dar un cursillo sobre san Juan de la Cruz a aquellos pobres salvajes, los indios, quiero decir, y que te daba miedo dejarme sola así, sin más, porque estaba muy salida y era capaz de cualquier cosa, y que por eso habías pensado en insertarme una prótesis que me consolara y me hiciera compañía durante tu ausencia. El dependiente te dio la razón, estas niñas de hoy día, ya se sabe, dijo, su actitud me parece muy prudente. Entonces aquel individuo se marchó a la trastienda y volvió con dos percheros, bueno, no eran eso exactamente, pero no sé cómo llamarlos, un par de palos de metal que terminaban en un redondel, y los puso delante de mí, uno a cada lado, entonces yo, que sabía lo que tenía que hacer, me levanté las faldas, abrí las piernas y metí cada uno de mis tacones en los agujeros de la parte superior de los percheros, y me quedé como en la consulta de un ginecólogo. Llevaba unos pololos blancos, largos hasta la rodilla, pero abiertos por debajo, con un ojal bordado con florecitas, y el dependiente me metió un dedo, te miró y dijo, así no puedo probarle nada, está completamente seca, si a usted le parece bien, puedo intentar arreglarlo, y tú asentiste, entonces él se arrodilló delante de mi y empezó a comerme el coño, y lo hacía muy bien, y me daba mucho gusto, pero cuando estaba empezando a correrme le dijiste que ya estaba bien, y él paró…
—¡Qué actitud tan desagradable, la mía! —sonreía, tamborileando con los dedos encima de su bragueta.
—Desde luego —le contesté—, estuviste muy grosero. Bueno, entonces el tío aquél empezó a calzarme consoladores dorados, grandes, cada vez más gordos, y como yo estaba muy puesta ya, pues me corrí en medio de la prueba. A ti te gustó, pero al dependiente no le pareció muy bien, aunque no se atrevió a decir nada, y al final me metió uno horrible, que me hacía mucho daño. Tú estabas encantado y dijiste, ése, ése, entonces él empujó un poco más y se me quedó dentro, todo, y no podía sacármelo, lloré y protesté, no quiero éste, te lo dije bien claro, pero tú te fuiste a la caja, pagaste, me ayudaste a levantarme y me sacaste fuera, diciendo que ibas a perder el avión, porque te ibas a Filadelfia en avión, desde París, ¡uy!, quiero decir Berlín, y yo no podía andar, no podía, tenía que mantener las piernas abiertas, y la notaba dentro, aquella mole. Cuando entramos en el coche el chófer se interesó por mí y tú me levantaste la falda para que lo viera, él me metió la punta de un dedo y exclamó, la talla 56, magnífico, ésa es la mejor, y yo te dije, lloriqueando, pero cómo vamos a despedirnos si llevo esto dentro, y tú me dijiste, no te preocupes, Lulú, tu cuerpo es mucho más completo de lo que te crees. Entonces me obligaste a arrodillarme encima del asiento trasero, me levantaste la falda por detrás, te bajaste la cremallera, y justo entonces, cuando estaba a punto de empezar lo mejor, de repente fui y me desperté… —entonces se echó a reír, y yo reí con él, y le miraba, le miré durante mucho tiempo antes de volver a hablar—. ¿Te ha gustado, el sueño?
—Mucho. Sería muy feliz si tuviera una hija como tú.
—Oye, Pablo… —sus palabras, y sus ojos, me convencieron de que había tenido éxito. Ahora él ya lo sabía, sabía lo sucia que podía llegar a ser, y seguramente sabía también algunas cosas más, pero todavía no era suficiente, tenía que llegar hasta el final—. Estoy empezando a echar algo de menos. No es que no me haya gustado tu regalo, pero, en fin…
Se bajó la cremallera, extrajo su sexo con la mano derecha y comenzó a acariciarlo.
—Te estoy esperando.
Recorrí de rodillas la distancia que me separaba de él, me incliné sobre su polla y me la metí en la boca. Aquello empezaba a parecerse a un reencuentro de verdad.
—Lulú…
—Hummm —yo no tenía ganas de hablar.
—Me gustaría sodomizarte.
Ni siquiera abrí los ojos, no quise enterarme de lo que decía, pero sus palabras se quedaron bailando en mi cabeza durante unos segundos.
—Me gustaría sodomizarte —repitió—. ¿Puedo hacerlo?
Liberé mis labios de su absorbente ocupación y levanté los ojos hacia él, mientras deslizaba su sexo contra mi mano.
—Bueno, no hay que tomarse las cosas tan a la tremenda… —solamente pretendía impresionarle, pensé, eso era cierto, quería impresionarle, pero no tanto—. Creer en los sueños no es racional, y además, ya te he dicho que estoy acostumbrada a que no me llenen del todo, no hace falta que te tomes tantas molestias…
—No es ninguna molestia —me miró, riéndose, me había pillado, me había pillado bien. Sentí que nunca llegaría a ser una mujer fatal, una mujer fatal como Dios manda. Mi estrategia se había vuelto contra mí, y ahora ya no se me ocurrían más suciedades, nada ingenioso que decir—. Además, por lo que he podido ver, y sobre todo escuchar, supongo que ni siquiera sería la primera vez.
—Pues, ya ves, creo que sí… —ahí me quedé callada, le miré un momento, sus ojos brillaban, y brillaban sus dientes, que mordían una esquina de su labio inferior, entonces me dije que lo mejor sería restablecer el orden de antes, así que volví a cerrar la boca alrededor de su sexo y desplegué todo el catálogo de mis habilidades, una detrás de otra, muy deprisa, pensando que así a lo mejor se le pasaban las ganas, pero apenas unos minutos más tarde la presión de su mano me obligó a abandonar.
—¿Y bien? —insistió en tono cortés.
—No sé, Pablo, es que… —trataba de despertar su compasión mirándole con ojos de cordero degollado, no tenía que esforzarme mucho, estaba confundida, porque no podía decirle que no, a él no se lo podía decir, pero no quería, eso lo tenía muy claro, que no quería—. ¿Por qué me preguntas esas cosas?
—¿Hubieras preferido que no te lo preguntara?
—No, no es eso, no quiero decir que me parezca mal que me lo hayas preguntado, pero es que yo, yo qué sé, yo…
—Da igual, no importa, era sólo una idea.
Sus brazos se deslizaron bajo mis axilas, para indicarme que me levantara. Cuando estuve de pie, frente a él, hundió su lengua en mi ombligo, durante un instante, y después se levantó, me abrazó, y me besó en la boca durante mucho tiempo. Sus manos fueron ascendiendo lentamente desde mi cintura, a lo largo de mi espalda, hasta afirmarse en mis hombros. Entonces, cuando menos lo esperaba, me dio la vuelta, me puso la zancadilla con su pie derecho, me derribó encima de la alfombra y se tiró encima de mí. Aprisionó mis muslos entre sus rodillas para bloquear mis las piernas y dejó caer todo su peso sobre la mano izquierda, con la que me apretaba contra el suelo, entre mis dos omoplatos. Noté un pegote blando y frío, algo que al principio no pude identificar. Luego me acordé de aquel tubo que se me había ocurrido entregarle en lo que me había parecido una impecable demostración de arrogancia y empleé algún tiempo en insultarme a mí misma, ¡hay que ver lo lista que eres, Lulú, hija mía, desde luego, es que eres gilipollas pero perdida, vamos…! Mientras tanto, uno de sus dedos, alarmantemente perceptible por sí mismo, entraba y salía de mi cuerpo. Luego fueron dos, moviéndose a la vez, distribuyendo el sobrante alrededor de la entrada, soltándome al fin la lengua.
—Eres un hijo de puta.
Él chasqueó varias veces la suya contra los dientes.
—Vamos, Lulú, ya sabes que no me gusta que digas palabrotas.
Lancé las piernas hacia delante, y conseguí golpearle en la espalda un par de veces. Intentaba hacer lo mismo con los brazos cuando noté la punta de su sexo, tanteándome.
—Estate quieta, Lulú, no te va a servir de nada, en serio… Lo único que vas a conseguir, si sigues haciendo el imbécil, es llevarte un par de hostias —no estaba enfadado conmigo, me hablaba en un tono cálido, tranquilizador incluso, a pesar de sus amenazas—. Pórtate bien, no va a ser más que un momento, y tampoco es para tanto… —me abrió con la mano derecha, notaba la presión de su pulgar, estirándome la piel, apartando la carne hacia fuera—. Además, tú tienes la culpa de todo, en realidad, siempre empiezas tú, te me quedas mirando, con esos ojos hambrientos, tomas decisiones, aciertas, te equivocas… Esta noche estás muy bien, ¿sabes?, pero al final has cometido un error gravísimo. Nunca deberías haberme contado que no has hecho esto antes. Eso es superior a mis fuerzas, no puedo soportarlo, no lo soporto. Y ya sé que no debería decirlo, y mucho menos pensarlo, que no queda bien, que no es progresista, pero la verdad es que me encanta estrenarte… La verdad es que no hay nada en este mundo que me guste más…
Su mano derecha, que imaginé cerrada en torno a su polla, presionó contra lo que yo, a pesar del trabajo de sus dedos, seguía sintiendo como un orificio frágil y diminuto.
—Eres un hijo de puta, un hijo de puta…
Luego ya no pude hablar, el dolor me dejó muda, ciega, inmóvil, me paralizó por completo. Jamás en mi vida había experimentado un tormento semejante. Rompí a chillar, chillé como un animal en el matadero, dejando escapar alaridos agudos y profundos, hasta que el llanto ahogó mi garganta y me privó hasta del consuelo del grito, condenándome a proferir intermitentes sollozos débiles y entrecortados que me humillaban todavía más, porque subrayaban mi debilidad, mi rotunda impotencia frente a aquella bestia que se retorcía encima de mí, que jadeaba y suspiraba contra mi nuca, sucumbiendo a un placer esencialmente inicuo, insultante, usándome, igual que yo había usado antes aquel juguete de plástico blanco, me estaba usando, tomaba de mí por la fuerza un placer al que no me permitía ningún acceso.
Aunque no pensé que fuera posible, el dolor se intensificó, de repente. Sus embestidas se hicieron cada vez más violentas, se dejaba caer sobre mí, penetrándome con todas sus fuerzas, y luego se alejaba, y yo sentía que la mitad de mis vísceras se iban con él. La cabeza me empezó a dar vueltas, creí que me iba a desmayar, incapaz de soportar aquello ni un solo minuto más, cuando empezó a gemir. Adiviné que se estaba corriendo, pero yo no podía sentir nada. El dolor me había insensibilizado hasta tal punto que no era capaz de percibir nada más que dolor.
Después, se quedó inmóvil, encima de mí, dentro de mí todavía. Me mordió la punta de la oreja y pronunció mi nombre. Yo no le contesté. Noté que me abandonaba, pero permaneció allí dentro al mismo tiempo, como si el hueco que había abierto se resistiera a cerrarse. Me dio la vuelta, moviéndome con suavidad. Yo no le ayudé en absoluto, mi cuerpo era un peso muerto, no me movía, no me movía, seguía quieta, con los ojos cerrados, no quería mirarle, no quería que me viera mirarle, no estaba segura de lo que ocurriría si le miraba, si veía cómo me apartaba las lágrimas de los ojos, cómo me acariciaba la cara con la punta de los dedos. Se inclinó sobre mí y me besó en los labios. No le devolví el beso, pero me besó otra vez.
—Te quiero —eso no me lo había dicho antes, ningún hombre me lo había dicho nunca.
Sus labios recorrieron mi barbilla, descendieron por mi garganta, se cerraron alrededor de mis pezones, y aún su lengua prosiguió hacia abajo, resbaló a lo largo de mi cuerpo, atravesó el ombligo y recorrió mi vientre. Cuando no pudo seguir, sus manos me doblaron las piernas para separarlas después, y entonces sentí calor, el color de una vergüenza inédita, un sonrojo íntimo y hondo, rabioso y público, porque nunca lograría guardarlo sólo para mí. Seguía estando callada, inmóvil, con los ojos cerrados y los brazos pegados al cuerpo, pero él estaba descubriendo ya que a pesar de todo, de su crueldad, de mi indignación, del dolor que las confirmaba en cada segundo, mi sexo estaba húmedo.
Sus dedos se posaron encima de mis labios y los aplastaron, uno contra otro. Relajaron un instante la presión para juntarse de nuevo, iniciando un movimiento de pinza que se desplazó poco a poco cada vez más arriba, produciendo un sonido sordo, parecido a un gorgoteo. Cuando llegó al final, su mano estiró mis labios para desnudar completamente mi sexo, dejando al descubierto la piel rosa, tirante, que me escocía como una herida a medio cerrar.
La aplacó con la lengua, recorriéndola despacio, de arriba a abajo, y luego se concentró en el insignificante vértice de carne al que se reducía ya todo mi cuerpo, resbalando, presionando, acariciándolo, notaba el extremo de su lengua, dura, frotándose contra él, y mi carne que engordaba, engordaba a ritmo escandaloso, y palpitaba, entonces lo atrapó entre sus labios y lo chupó, volvió a hacerlo y lo sorbió para adentro, lo mantuvo dentro de su boca y siguió lamiéndolo, y eso ya me obligó a moverme, a doblarme, a impulsar mi cuerpo en vilo hacia él, ofreciéndome por fin para no desperdiciar ningún matiz. Introdujo dos dedos en mi sexo y comenzó a agitarlos siguiendo el mismo ritmo que yo imprimía a mi cuerpo contra su lengua. Poco después, deslizó otros dos dedos un poco más abajo, a lo largo del canal que él mismo había abierto antes. Yo ya no podía pensar, no podía decidir, pero sentía, y el recuerdo de la violencia añadió una nota irresistible a la presencia del placer para desencadenar un final exquisito y atroz.
Su lengua siguió allí, firme, hasta que cesó la última de mis pequeñas sacudidas. Sus dedos aún me penetraban cuando apoyó la cabeza encima de mi ombligo, y sólo entonces me atreví a meditar, a calcular las consecuencias de lo que había ocurrido en la segunda noche más larga de mi vida. La posibilidad de interpretar aquella batalla como un pacífico empate, me reconfortó por un instante. Hemos hecho tablas, quise pensar, hemos intercambiado placeres individuales, me ha devuelto lo que antes me había arrebatado. Era un punto de vista, discutible desde luego, pero no dejaba de ser un punto de vista. Supongo que en aquel momento no me di cuenta de que ya era capaz de elaborar mis propias clases teóricas, pero lo cierto es que no tuve que esforzarme demasiado para convencer a mi única alumna, que era yo misma.
—Te quiero.
Entonces recordé que ya me lo había dicho antes, te quiero, con el mismo tono solemne, grave, con el que me había advertido una vez que el amor y el sexo no tienen nada que ver, y me pregunté hasta dónde llegarían, qué significarían en realidad aquellas dos famosas palabras, mi entras él se tumbaba a mi lado, me besaba, y se daba la vuelta para quedarse boca abajo. No quería perderlo tan pronto, así que me encaramé con cierta dificultad sobre su cuerpo, coloqué mis piernas encima de las suyas, cubrí sus brazos con los míos y apoyé la cabeza en el ángulo de su espalda. Él me recibió con un gruñido gozoso.
—¿Sabes, Pablo?, te estás convirtiendo en un individuo peligroso —sonreí para mis adentros—. Últimamente, cada vez que te veo, estoy una semana sin poder sentarme.
Todo su cuerpo se agitó debajo del mío. Era agradable. No había terminado de reírse, cuando me llamó.
—Lulú…
Le respondí con algo que debía de parecerse a un sonido. Estaba demasiado absorta en mis sensaciones. Nunca lo había hecho antes, tenderme encima de un hombre, de aquella manera, pero me produjo una impresión deliciosa, su piel estaba fría y el relieve de su cuerpo bajo el mío, tan distinto al habitual, resultaba sorprendente.
—Lulú… —comprendí que ahora hablaba en serio. No me sorprendió, incluso lo esperaba. Pese a mi exhibición previa, estaba preparada para digerir una nueva despedida, era inevitable, pero a pesar de todo, acerqué mi boca a su oído. No estaba segura de que mi voz no me traicionara.
—¿Sí?
—¿Quieres casarte conmigo?
Cuando era pequeña me enseñó a jugar al mus y me convirtió en su pareja de las tardes de verano. Habíamos ganado muchas partidas juntos, porque era el mejor mentiroso que había conocido jamás. Estaba segura, casi segura de que iba de farol, pero le dije que sí, de todos modos.