Ya me habían desaparecido las agujetas.

No sabía si alegrarme o entristecerme, sentí algo de las dos cosas, supongo, cuando por fin conseguí sentarme en una silla sin el acostumbrado y agudo pinchazo, la única consecuencia objetiva de la noche de Moreto, nunca hasta entonces había mantenido las piernas tan abiertas, durante tanto tiempo. Pero ya me habían desaparecido las agujetas, habían pasado dieciséis días, me acuerdo perfectamente porque los había ido contando hasta aquella tarde, aquella tarde hacía la tarde número diecisiete.

Cuando llegué del colegio, me encontré con que Amelia desfallecía, deshecha en llanto, entre los fofos brazos de mi madre. Estaban tan familiarizada con el patetismo de escenas como aquélla que me fui a la cocina, y me preparé un bocadillo de tomate y cebolla en rodajas con aceite de oliva y sal, mi bocadillo preferido. Luego volví a mi cuarto con la intención de estudiar enseguida Filosofía, tenía un examen al día siguiente. Fue mi madre quien habló, con el tono frío y aséptico que solía adoptar para comunicar las noticias inesperadas.

—Supongo que a ti también te interesa, Marisa, hija, al fin y al cabo, él siempre dice que eres su niña favorita… —los sollozos de Amelia me impidieron escuchar el final de la frase.

—¿El qué? —Okham estaba bien, no tan entretenido como los sofistas pero mucho más tolerable que san Agustín, desde luego, comenzaría por Okham.

—Pablo se va, se marcha a vivir al extranjero.

—¿Qué Pablo?

—¿Qué Pablo va a ser? —mi madre se me quedó mirando, perpleja—. Pablo Martínez Castro, el amigo de Marcelo, no sé qué te pasa últimamente, Marisa, estás como atontada, hija…

No contesté, tampoco me moví. No quería enseñarle la cara a nadie, y por eso escondí la nariz en el libro mientras me animaba a mí misma a reaccionar deprisa. París, está muy pasado de moda, pero tampoco se llevan mucho los místicos, ni irse a vivir fuera de España, ahora que el viejo está ya más para allá que para acá, a punto de diñarla… A París se puede ir en tren, el Puerta del Sol, lo sé, no debe salir muy caro un billete de tercera, o de lo que sea, de lo último, no puede ser muy caro, está cerca, París…

—Se va a una universidad americana, no sé cómo se llama, en Filadelfia, o cerca de Filadelfia, no sé dónde ha dicho tu hermano…

En alguna parte se había roto algo de cristal. Escuché un ruido como de campanilla y el repiqueteo de los fragmentos sobre el suelo. No tenía fuerzas para preguntarme a mí misma cuánto costaba un billete en avión para ir a Filadelfia.

Levanté la cara del libro y decidí conservar la calma. Nadie tenía por qué enterarse, y menos ellas dos, de nada. Se me escapó una especie de reproche universal, sin embargo.

—No puede ser, pero si ni siquiera tiene treinta años…

—¡Anda! —mis palabras despertaron la curiosidad de mi hermana, que hasta entonces había permanecido en el doliente mutismo que mejor convenía a su papel— ¿y eso qué tiene que ver?

—Bueno, todos se van a una universidad americana, pero más mayores…

—¿Y tú qué sabes?

—No hay más que leer los periódicos.

Me lo repetí otra vez, todos se van, él también. ¿Por qué no iba a irse él también? Las piezas encajaban, los detalles completaban una historia verosímil, posible, cierta. Era verdad. Pablo se iba. A Filadelfia. Filadelfia, en la otra punta del mundo.

—Profesor de literatura española, ¿no?

Mi madre asintió con la cabeza.

—El Siglo de Oro, creo.

—¡Qué original!

El llanto de Amelia se recrudeció, mi madre se volvió hacia ella, yo estaba de pie, en el centro de la habitación, con la mente en blanco. Tenía el libro todavía en la mano, el bocadillo mordisqueado me daba náuseas, pero aún no me daba cuenta de nada, no tenía ni idea de la que se me venía encima.

—¿Está Marcelo en casa, mamá?

—No, hace dos días que no se le ve el pelo, ésa es otra, tu hermano se cree que esta casa es una pensión, me trae la ropa sucia y se vuelve a marchar, me va a matar a disgustos…

—Bueno, pues me voy a su cuarto a estudiar. Mañana tengo un examen de Filosofía.

Cuando salía por la puerta, las oí cuchichear. Amelia instaba a mi madre —díselo mamá, díselo—, ella la tranquilizaba —no te preocupes.

—Oye, Marisa… ¿a que no te importa que Amelia se ponga esta tarde tu vestido amarillo, ése que te regaló la abuela?

—Sí que me importa, no lo he estrenado todavía.

—Pero mujer, si nunca vais juntas, ni tenéis las mismas amigas, ¿qué más te da?

Cualquier otro día hubiera peleado, protestado, chillado y amenazado, tal vez llorado, y no me habría servido de nada. Aquel día accedí a la primera. Lo único que me apetecía era estar sola, encerrarme en el cuarto de Marcelo para estar sola, sola, pero no habían pasado ni diez minutos cuando la vi entrar por la puerta sin haberse tomado la molestia de llamar antes.

Generalmente, no se tomaba la molestia de anunciarse.

—Marisa, hija, tengo que hablar contigo —reconocí al instante el tono de además-de-tu-madre-soy-tu-mejor-amiga que había adquirido en sus retiros espirituales para padres de familia numerosa de signo posconciliar.

—Ahora no, mamá, no tengo ganas de hablar —movía muy deprisa las pestañas para alejar las lágrimas de mis ojos—. Tengo que estudiar, y además no me importa que Amelia se haya puesto mi vestido, si es eso lo que te preocupa, te juro que no…

—No jures, Marisa.

—Perdona, mamá, quiero decir que no me importa, en serio, con tal de que no me lo reviente.

—Sí, Amelia está más gorda que tú, y es mucho más fea, también… —hablaba casi en un susurro—. Mírame, hija, deja ese libro.

La miré. Me habían intrigado mucho sus últimas palabras. Ella advirtió las señales del llanto en mis ojos. Estaba sentada encima de la cama de Marcelo, acababa de cumplir cincuenta y un años, pero aparentaba casi quince más. Llevaba un vestido camisero de lana estampado en azul marino y negro, y medias gruesas, de color tostado, de esas que venden en las farmacias para las varices. Tenía las piernas reventadas, las sangre formaba una intrincada red de charcos rojizos y morados bajo su piel blanquecina, transparente. Nueve hijos y once embarazos, once, en diecisiete años. Ya no tenía cuerpo, apenas un saco encorvado, relleno de vísceras agotadas, rendidas, dadas de sí. Y todavía lloraba por los hijos que no había tenido, aquel que nació muerto entre Vicente y Amelia, y los dos abortos, en sólo cuatro años, dos abortos, desde que yo nací hasta que llegaron los mellizos. Me daba pena, pero también, en algunos momentos raros de lucidez, momentos como aquél, si la miraba con atención sentía algo parecido al asco. Ahora no, ahora me daba cuenta de que no había dejado de quererla, pero no la soportaba.

—¡Claro que te ha molestado lo del vestido! —me ofreció una sonrisa compasiva—, tienes quince años, es lógico que te moleste… Yo pienso mucho en ti, aunque no lo creas, te quiero mucho, Marisa, ven aquí conmigo.

—No, si no te importa, casi prefiero seguir aquí. —Habían pasado unos cinco meses, pensé, desde su arranque maternal más reciente—. Tengo que estudiar, y…

—Tú tienes muchas cosas de las que darle gracias a Dios, hija. Eres guapa, eres lista, te gusta estudiar, sacas buenas notas, tienes carácter, y fortaleza, sabes encarar los problemas, los disgustos… No me preocupas, aunque eso no quiere decir que no te quiera.

Se quedó callada un momento. Entonces intervine, traté de acelerar su confesión.

—Ya… —era evidente que yo no la preocupaba.

—Quiero decir que tú no me necesitas, tú saldrás adelante sin la ayuda de nadie, irás a la universidad, terminarás la carrera con buenas notas, y tendrás éxito, te casarás con un chico guapo y rico, en fin, tendrás un montón de hijos sanos, y no engordarás. Serás un gran apoyo para mí, cuando sea vieja… —me sonrió pero yo no le devolví la sonrisa, aquello me parecía el colmo de la desfachatez—. Amelia, en cambio, está tan acomplejada, ella me necesita, necesita mi ayuda, todavía, igual que Vicente, que tiene poco carácter, es tan débil, y José, tan impulsivo, y los pequeños, por supuesto… Marcelo no, Marcelo es como tú, fuerte e inteligente, aunque se nos ha hecho un rojo, todavía no entiendo por qué, no sé qué ha visto de malo en esta casa —aquí estuvo a punto de echarse a llorar—, y un gamberro, trasnochador, y un golfo… Lo de la política me preocupa mucho. Isabel, que era tan formalita, se está metiendo cada vez en más follones… En fin, Dios me ha dado nueve hijos y todos los días le doy las gracias por ello, pero no puedo ocuparme de todos vosotros a la vez, y tú eres tan inteligente, tan responsable, y tan dura a la vez, no quiero decir que no seas sensible, pero pareces tan segura de ti misma, no te dejas afectar por nada, creas tan pocos problemas… Marisa, hija mía, ¿entiendes lo que quiero decir?

Asentí con la cabeza. Me hubiera gustado contestarle, gritarle que mi aspecto físico y mis buenas notas no significaban que no necesitara una madre, sacudirle y chillarle que no podía seguir así toda la vida, con un hermano como única familia. Me hubiera gustado abrazarla, refugiarme en sus brazos y llorar, como había visto llorar a Amelia antes. Me hubiera gustado decirle que la quería, que la necesitaba, que necesitaba que me quisiera, saber que me quería, pero me limité a asentir con la cabeza porque ya era inútil, demasiado tarde para todo lo demás.

Se acercó a mí, me besó y me dijo que tenía que irse a la cocina a pelar judías verdes. Antes de que atravesara la puerta, le pregunté cuál había sido la causa del berrinche de Amelia, y ella no quiso contestarme enseguida. Se me quedó un rato mirándome, dudando.

—¿Me prometes que nunca te reirás de ella?

—Sí, mamá.

—Amelia está enamorada de Pablo, desde hace muchos años. Él nunca le ha hecho caso, pero la pobre no se lo puede quitar de la cabeza.

Estupendo, pensé, en esta casa ni siquiera puede una llorar sola.

Ella, la directora del internado, sufrió diversas transformaciones antes de estabilizarse como una mujer de treinta y cinco años más o menos, guapa, con gafas, de tipo nórdico, el estereotipo de bibliotecaria ninfómana que había visto alguna vez en las revistas de Marcelo, yo saqueaba sistemáticamente sus estanterías por aquel entonces, devoraba todos los libros forrados, él se daba cuenta, supongo, pero nunca me dijo nada.

El pelo estirado, recogido en un moñito alto, una blusa blanca y una falda oscura, aspecto severo, sentada muy tiesa, detrás de una mesa enorme, atiborrada de papeles, ella, la directora, era siempre quien hablaba primero.

—Lo siento mucho, pero tiene que hacerse usted cargo de ella, no podemos tenerla aquí por más tiempo.

Pablo la miraba. No estaba enfadado, la historia le parecía divertida, y eso irritaba todavía más a la directora del internado. Él tenía cuarenta años, pero conservaba el aspecto de cuando tenía veintisiete. Su personaje también había cambiado bastante. Al principio, era mi tutor, el albacea del testamento de mis padres, o algo así. Luego resultó que me había comprado en algún sitio y se gastaba el dinero en hacerme estudiar por alguna razón desconocida. Al final era mi padre, simplemente, y mantuvo ese cargo durante la mayor parte de mi adolescencia.

—¿Le importaría volver a contármelo con más detalle? No me he enterado bien de cuál es el problema que la preocupa tanto. Hace muchos años que no veo a mi hija…

—Bueno, Lulú…, es una niña muy sucia —la directora se inclinó hacia delante, y miró a mi padre por encima de las gafas. Estaba muy excitada, siempre se excitaba cuando hablaba de mí—. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No —Pablo sonreía.

—Pues… es muy precoz, está obsesionada por el sexo, no lleva nada debajo de la falda, ¿sabe?, dice que la tela le molesta, y se sienta siempre con las piernas muy abiertas, se acaricia durante las clases, obliga a las demás a que la acaricien, revuelve a sus compañeras, en fin, me da vergüenza admitirlo, pero se lió con la profesora de matemáticas, yo misma las sorprendí, y no se lo va usted a creer, pero era ella, Lulú, la que llevaba la voz cantante…

—¿Se quedó usted mirándolas, entonces? —Pablo la interrumpió. En sus labios se dibujaba una sonrisa perversa.

—Sí, yo… Tenía que estar segura antes de tomar una decisión, y las vi, su hija estaba desnuda, tumbada en la cama, se pellizcaba los pezones con los dedos, lleva las uñas largas, ¿sabe?, y pintadas de rojo, está prohibido pero no hay manera de que obedezca las normas, su hija, y Pilar, la profesora, tenía la cabeza escondida entre sus muslos, se la estaba comiendo, hasta que se detuvo, levantó la cara y dijo algo así como no puedo más, mi amor, en serio, me duele la lengua, ya te has corrido tres veces. Entonces Lulú se incorporó y le pegó una bofetada, y yo intervine.

Al llegar aquí, la directora se callaba. Estaba muy salida y se frotaba con la mano. Aquí había una variante. En la versión clásica no pasaba nada. En la versión rápida, cuando yo notaba que me iba a correr sin remedio antes de que me tocara salir a escena, Pablo bromeaba con la última frase de la directora, que incluía el verbo intervenir —¿quiere eso decir que se metió usted en la cama con ellas?— y la otra asentía con la cabeza, muy avergonzada de repente, y le contaba el episodio mientras se levantaba la falda lentamente, para que mi padre viera los horrorosos cardenales que yo le había impreso en la piel. Pero eso casi nunca ocurría.

La directora llamaba por teléfono y, al rato, yo aparecía por la puerta. Pablo se volvía para mirarme. Mi figura también experimentó vaivenes considerables, sobre todo en lo referente a la edad. Al principio yo era muy mayor, quince años, los que tenía en realidad. Eso no concordaba muy bien con algunos aspectos de la historia, así que me quité un año, catorce. Me daba miedo seguir bajando hasta que un día pensé, pero qué estupidez, si es todo mentira, y decidí quedarme en los doce años, aun conservando un cuerpo demasiado definido para una niña de esa edad. Llevaba un uniforme muy distinto al mío, a mi uniforme de verdad, una falda tableada cortísima, azul marino, con tirantes en forma de H en el delantero.

Pablo me miraba con mucho interés.

—¡Cómo has crecido, Lulú!

Yo me acercaba a él, le besaba en la cara, y me sentaba en el brazo de su butaca. Él deslizaba discretamente una mano por detrás, debajo de mi falda, para comprobar que, en efecto, no había nada debajo. Después la directora le preguntaba qué pensaba hacer.

—Había pensado llevarte a casa conmigo, una temporada. —Pablo me parecía maravilloso—. Hemos estado separados mucho tiempo… ¿Tú qué opinas?

Yo le contestaba, quiero irme contigo, a tu casa, nos despedíamos de la directora y montábamos en un coche enorme, oscuro, que conducía un chófer a veces negro, a veces rubio, muy guapo siempre.

—Así que tu coñito no te deja vivir en paz, ¿eh?

Entonces yo comprendía que él me deseaba, aunque fuera mi padre, y yo le deseaba a él, más que a ninguna otra cosa en este mundo, y además no quería estudiar, no quería volver a ningún internado, era una desaprensiva total, yo, y siempre tenía ganas, se lo explicaba con mi vocecita inocente, retorciendo entre los dedos un pico de mi falda, echando la cintura hacia delante y levantando ligeramente la tela para que él pudiera observar mi vientre desnudo.

—Yo no tengo la culpa, papá, eran ellas, siempre, no me dejaban ni un momento, la directora también, ésa era de las peores, me pegaba con una vara cuando me negaba a comérselo, es una puta, la tía esa, pero me daba tanto gusto, cuando estaba de buenas, y yo no puedo evitarlo, es que me pica tanto, aquí —tomaba su mano y alargaba hasta que rozaba mi sexo, seleccionaba uno de sus dedos y me frotaba con él—, ya soy mayor, lo necesito, papá…

—Ya lo veo.

Pablo me miraba con los ojos brillantes, se inclinaba sobre mí y me besaba, bromeaba con el chófer —¿qué te parece mi hija?—, me había desabrochado la blusa y me acariciaba los pechos, encajados en el travesaño de tela que unía los dos tirantes —es preciosa, señor, será magnífico tenerla entre nosotros, nos hará muy felices—, entonces atravesábamos una verja muy grande, negra, con boliches dorados, llegábamos a una casa enorme, él me cogía en brazos y me la enseñaba. Estaba vacía, llena de habitaciones vacías, no había casi muebles, todo era muy espacioso, y yo vivía allí, no tenía hermanos ni hermanas, solamente a Pablo, y los criados, muchos criados, y siempre había percebes para cenar, y podía comerme una bandeja entera sin que nadie me dijera nada, yo sola.

Todos sabían que yo me acostaba con mi padre y lo encontraban natural. Él me llevaba a la ciudad, de vez en cuando, y me compraba ropa, mucha ropa que me gustaba, y chocolate, me mimaba, y yo era una completa malcriada, a él le divertía, le gustaba mimarme, yo era feliz, andaba por la casa medio desnuda, le quería mucho, y follaba con él todo el tiempo. En este punto, casi siempre muy cercano al orgasmo, se desplegaban infinitas variantes.

Estábamos sentados a una mesa de gala, tres o cuatro señores mayores, él y yo, yo con un vestido blanco y vaporoso, algunas veces yo me levantaba la falda y me acuclillaba encima de la silla, con las piernas muy abiertas, para que él pudiera empapar cada bocado en mi sexo antes de llevárselo a la boca, otras veces él me sentaba sobre sus rodillas, me levantaba la falda, me enseñaba a sus amigos, todos coincidían es una preciosidad, tu hija, él me besaba en la mejilla, no podría vivir sin ella, yo me acariciaba lentamente con mi dedito, para que me vieran todos aquellos señores, Pablo me izaba hasta sentarme encima de la mesa, apartaba de un manotazo copas, platos y floreros, me echaba para atrás, y me penetraba allí mismo, delante de todo el mundo, yo me corría, cuando él terminaba invitaba a sus amigos, podéis seguir vosotros, si queréis, no soy celoso, y ellos venían, me penetraban todos, uno detrás de otro, pero ninguno me daba tanto placer como él.

Otras veces estaba enfadado. Yo había hecho algo malo, no importaba qué, y él me castigaba, me ponía encima de sus rodillas, me levantaba la falda y me pegaba en el culo, eran humillantes, sus azotes, me daba fuerte, yo lloraba y me retorcía, le prometía que no lo haría nunca más, pero él solía mostrarse implacable entonces, me ataba a alguna parte, y se iba, me dejaba sola durante horas, días incluso, a veces venía una criada, o un criado, me traían comida pero yo no podía comer porque tenía las manos atadas, a veces me pegaban ellos también, otras veces me obligaban a que les hiciera cosas, o me las hacían ellos a mí, y luego Pablo volvía, volvía siempre, me metía la polla en la boca, yo me la tragaba sin rechistar, hasta que se ablandaba, me desataba y me follaba encima de un suelo de piedra, eran deliciosas, las reconciliaciones.

Nos despertábamos juntos, en una cama muy grande, él me acariciaba un rato, luego me destapaba, sigue tú sola, quiero verte, bajábamos a desayunar por una escalera enorme, tengo una sorpresa para ti, estoy muy contento contigo, te he comprado un juguete, ahora lo verás pero termínate el desayuno primero, y me cogía de la mano, me llevaba a la biblioteca, nos esperaba un jovencito vestido con un mono azul, es tuyo, puedes hacer lo que quieras con él, me acercaba al aprendiz de jardinero, le bajaba la cremallera, tenía una hermosa verga, yo estaba desnuda, él me abrazaba con torpeza, parecía un oso, me chupaba las tetas y me mordía, no sabía hacerlo, me hacía daño, nos tumbábamos en el suelo, se movía sobre mí como un animal, estaba hambriento, al principio tenía gracia, pero luego se volvía aburrido, déjame, Pablo estaba sentado en su sillón, nos miraba, no me gusta, papá, no me gusta, atrapaba su sexo con la mano y me sentaba encima, recibía un placer instantáneo de él, sabía moverse tan despacio, eres deliciosa, Lulú, me hablaba en un susurro, deliciosa, te quiero tanto…