Había sido uno de mis juegos favoritos tiempo atrás, cazar travestis.
Sabía que se trataba de un pasatiempo absurdo, una tontería e incluso algo injusto, maligno, pero me parapetaba detrás de mi solidaridad, una vaga solidaridad de sexo para con las putas clásicas, mujeres auténticas con tetas imperfectas, descolgadas, y muelas picadas, que ahora lo tenían cada vez más difícil, con tanta competencia desleal, las pobres.
Pablo me lo consentía, siempre me lo ha consentido todo, y se pegaba a la acera, conducía muy despacio, mientras yo me arrebujaba en mi asiento para no llamar demasiado la atención, para que le vieran solamente a él, y entonces salían de sus madrigueras, los veíamos a la luz de las farolas, se plantaban con los brazos en jarras sólo unos metros por delante del coche, Pablo iba casi parado, ellas se abrían la ropa, despegaban los labios, movían la lengua, y cuando estaban a la distancia justa, zas, acelerábamos, les dábamos un susto mortal, razonablemente mortal, porque nunca nos acercábamos tanto como para que pensaran que iban a morir atropellados, no, sólo queríamos, quería yo, en realidad, que era la inventora del juego y de sus normas, verles saltar, salir corriendo, con todos sus complementos, collares, pamelas de ala ancha, chales que flotaban al viento, eran graciosas, resbalaban sobre los tacones, se caían de culo, pesadas y grandes, no estaban todavía familiarizadas con sus ropas y corrían levantándose las faldas, cuando las llevaban, con el bolso en la mano, corrían con los meñiques estirados, era divertido, algunas, con cara de odio, nos insultaban agitando el puño en el aire, y nos reíamos, nos reíamos mucho, siempre me he reído mucho con él, siempre, y nunca con él me sentía culpable después. Hasta que debieron de aprenderse nuestras caras, quizás nuestra matrícula, de memoria, y una noche, cuando estábamos empezando y nos movíamos muy despacio al lado de la acera, vino uno por la izquierda y le soltó a Pablo la hostia que llevábamos tanto tiempo buscándonos.
Apenas tuve tiempo de verlo, un puño cerrado, un puño temible, rematado por una enorme uña roja, a través de la ventanilla, y Pablo que se tambaleaba, pisaba el freno y se llevaba las manos a la cara.
Entonces me salió la raza, todavía no entiendo por qué, pero me salió la raza. Salí del coche y empecé a increpar a la vaporosa figura que se alejaba rápidamente calle abajo. Tú, hijo de puta, ven aquí si te atreves. Los testigos de la escena, colegas del agresor, formaban corrillo en las aceras. Yo seguía chillando, te mato, cerdo, te mato, cobarde, maricón, te voy a matar… Se detuvo y se dio la vuelta muy despacio, como si ejecutara un paso de baile bien ensayado, mientras en las casas de los alrededores comenzaban a encenderse las luces, ¡ya está bien!, ¡todas las noches igual! Los vecinos no parecían disfrutar con las escenas pasionales, pero Pablo, con la mano en la mejilla todavía, se estaba riendo a carcajadas.
Comenzó a subir en dirección a mí. Los espectadores estaban desconcertados, yo furiosa, borracha perdida y furiosa. Tú, hijo de la gran puta, cómo te has atrevido tú a pegar a mi novio —no podía llamarle mi marido, aunque lo fuera, llevábamos ya casi tres años casados, pero no me salía—, te advierto que como le vuelvas a tocar un pelo de la cabeza te voy a sacar los ojos, te saco los ojos, por éstas, chulo de mierda…
Ahora le tenía delante. Su cara reflejaba la misma expresión de extrañeza que se había dibujado antes en los rostros de sus compañeros. Pablo me chillaba que volviera al coche que lo dejara ya.
Le estudié un instante. No era muy alto para ser un hombre, pero sí para una mujer, abultaba poco más o menos lo que yo. Era muy joven, o al menos lo parecía, uno de los travestis más jóvenes que había visto en mi vida, yo tenía veintitrés, entonces, y ella aparentaba casi los mismos. Tenía la cara redonda, cara de torta, no había nada agudo en aquel rostro, a pesar de la espesa capa de colorete con la que había pretendido crear la ilusión de unos pómulos salientes. Era guapa, no guapo, antes de cambiar de bando debía de haber sido un hombre feo, chocante, con esa cara de niña de primera comunión. No me daba miedo.
Nos agarramos del moño. Nos agarramos del moño, era divertido. Él olía a Opium. Yo no olía a nada, supongo, no uso nunca colonia. Forcejeamos un buen rato, abrazadas la una a la otra. Sus amigas le animaban a que me matara, escuchaba sus gritos, gritos de odio, violentos, me llamaban de todo, pero ella no quería hacerme daño, me di cuenta de que no quería pegarme fuerte, y abandoné la idea de soltarle una patada en los huevos. Al final, todo terminó en un par de bofetadas.
Pablo nos separó. Estaba serio. Me agarró por los codos y me apretó contra sí, para que no me moviera. Seguí pataleando un par de segundos, por inercia, y entonces mi contendiente dijo algo extraño, lo último que yo podía esperar de ella, pero aún no no sabía que coleccionaba frases de John Wayne. Le fascinaban los sheriffs de las películas del oeste.
—Cuídala tío. Tienes suerte, no es una mujer corriente.
Estas asombrosas palabras me tranquilizaron. Pablo se desenvolvía muy bien en este tipo de situaciones, con este tipo de personajes.
—Eso ya lo sé —trataba de parecer sereno—. Perdónanos, ha sido todo culpa nuestra, pero es que mi mujer es como una niña pequeña, le gusta jugar a juegos crueles.
—Culpa vuestra desde luego, más que culpa, es una cabronada vamos, lo que hacéis… —nos miraba con curiosidad, no parecía enfadado, el corrillo se disolvía ya, decepcionado—. Me llamo Ely, con y griega.
Alargó la mano. Pablo se la apretó, sonriendo, le había gustado lo de la y griega, estaba segura.
—Yo me llamo Pablo, ella Lulú.
—¡Ay, qué gracia! A mí también me encantaría que mi novio me llamara así…
Entonces yo también sonreí, aunque no era la primera vez que escuchaba algo parecido. Aquel era un error muy común. La mayoría de la gente que me había conocido con Pablo pensaba que Lulú era un nombre reciente, que había sido él quien me había bautizado así, nadie parecía dispuesto a creer que se tratara en realidad de un diminutivo familiar, derivado de mi propio nombre, que me había sido impuesto en mi infancia sin contar con mi opinión. De todas formas, no era el momento de dar explicaciones, sino el de pedir perdón. Eso fue lo que hice, antes de estrechar yo también su mano. Luego Pablo le contó que íbamos a cenar, aquella noche habíamos salido a celebrar uno de los infrecuentes pero generosos donativos espontáneos de mi suegro, y le invitó a venir con nosotros. Era todo muy divertido. Ella dudó un momento, en realidad estaba trabajando, dijo, pero al final aceptó, y nos lo pasamos muy bien los tres, nos reímos mucho.
Fuimos a un restaurante bastante caro y tirando a fino, donde nos miraba todo el mundo. Pablo lo había escogido precisamente por eso y Ely estaba encantada, le encanta escandalizar. Llevaba una minifalda azul eléctrico de plástico, imitando cuero, unas sandalias altísimas atadas con cordones y una blusa de gasa con dibujos blancos, morados y azules. En el cuello, un foulard de la misma tela.
Se sentó muy erguida, casi estirada, y se dedicó a fumar con boquilla mientras se tocaba sin parar el pelo. Tenía una melena larga y cardada, inflada como un algodón de azúcar, con las puntas tan dobladas hacia atrás como si hubieran padecido segundos antes una descarga eléctrica. Llevaba mechas rubias, pero le hacía falta un repaso, se le veían mucho las raíces oscuras.
Yo no podía quitarle la vista de encima. Los pezones se le transparentaban a través de la tela. Ella se dio cuenta.
—¿Quieres que te las enseñe?
—¿El qué?
—Las tetas.
—¡Ay, sí!
Se estiró la blusa hacia delante y metí la nariz dentro de su escote. Vi dos pechos perfectos, pequeños y duros, que terminaban en punta. Debía de estar estrenándolos todavía. Tuve ganas de tocarlos, pero no me atreví.
—Impresionante —le dije—. Ya quisieran muchas…
—Desde luego. ¿Tú quieres? —se dirigía a Pablo.
Él negó con la cabeza, se reía y me miraba.
Ely empezó a contarnos su vida, aunque no quiso desvelarnos su edad, ni su nombre de pila. Hubiera preferido llamarse Vanessa, o algo así, pero estaba ya muy visto y había optado por un diminutivo, que quedaba fino. Parecía andaluza, pero era de un pueblo de Badajoz, cerca de Medellín. Tierra de conquistadores, dijo, guiñándome un ojo.
Cuando tuvo la carta en la mano, dejó de hablar para estudiarla con detenimiento. Luego, con una voz especial, melosa y dulce, mucho más femenina que la que yo lograré tener jamás, miró a Pablo y preguntó.
—¿Puedo pedir angulas?
Podía pedirlas, y lo hizo. Comió como una lima, tres platos y dos postres, estaba muerta de hambre, aunque intentaba disimularlo, sostenía que no solía comer mucho para guardar la línea y que se reservaba para ocasiones especiales como aquélla, pero los hombres habían cambiado mucho, por eso le gustaban tanto las películas antiguas, en blanco y negro, ahora era distinto, cada vez había menos caballeros dispuestos a pagarle una cena decente a una chica, hablaba y comía sin parar, mientras en la mejilla de Pablo empezaba a dibujarse una mancha sonrosada que luego se volvería morada, con rebordes amarillentos y reflejos verdosos. Le había atizado bien.
—¡Qué horror, cuánto lo siento! —le acariciaba la cara con la mano—. Esto no he conseguido arreglarlo, con las hormonas, quiero decir…
—No importa —Pablo se dejaba acariciar, y sonreía, era siempre así con las criaturas que iba recogiendo por la calle.
Entonces, Ely dio un brinco y se le ocurrió que para celebrarlo podíamos terminar todos en la cama, gratis, claro. Pablo le dijo que no. Ella insistió y Pablo volvió a rechazarla con suavidad.
—Bueno, pues por lo menos déjame que te la chupe… Podemos hacerlo en el coche mismo, no es muy romántico pero estoy acostumbrada…
Yo me reía a carcajadas. Pablo no, se limitaba a sonreír, negando con la cabeza. Ely también sonreía.
—Este chico es muy clásico —me hablaba a mí.
—Sí, qué le vamos a hacer… —decidí pasarme al enemigo—. ¡Anímate Pablo, vamos! Hay que probarlo todo en esta vida —me volví hacia la solicitante—, te advierto que es una pena, tiene una buena pieza…
—¡Ahg, por Dios!
Echó todo el cuerpo hacia atrás, ahuecándose la melena con la mano, exageraba todos sus gestos, ahora se estaba haciendo la loca aposta y lo hacía muy bien, era muy divertida.
—¡Por Dios, déjate! —fingía desesperación, aunque tampoco ella podía dejar de reírse—. ¡Pero qué más te da! Si no te voy a hacer nada raro, te lo juro, si en la boca no tengo más que una lengua y muchos dientes, como todo el mundo. ¡Déjate, déjate! ¡Oh, qué país éste! Vamos, te pagaré la cena, y te gustará, soy muy buena…
Estábamos chillando, armando un escándalo considerable. Nos trajeron la cuenta sin haberla pedido. Pablo pagó y salimos a la calle.
Ely nos pidió que le dejáramos donde le habíamos cogido. Es pronto, dijo, puedo ligar todavía, dijo, pero durante el camino siguió dando la lata sin parar. Había bebido bastante, nosotros también. Yo dudaba. Ignoraba si me estaría permitido hacerlo o no, no quería pasarme de la raya. En realidad, no sabía dónde estaba la raya. A él parecía divertirle todo lo que yo hacía, pero debía de existir un límite, una raya, en alguna parte.
Al final, le pedí que parara y me pasé al asiento de atrás. Preferí no mirarle a la cara. Ely me dejó sitio. Estaba sorprendida. Me abalancé sobre ella y le metí las dos manos en el escote. Levanté la vista para encontrarme con los ojos de Pablo clavados en el retrovisor. Me estaba mirando, parecía tranquilo, y supuse, me repetí a mí misma, que eso significaba que la raya estaba todavía lejos.
La carne estaba tan dura que casi se podían notar las bolas, las dos bolas que debía de llevar dentro. Le estrujaba y le amasaba las tetas, estirándole los pezones y lamentando, en algún lugar recóndito, no tener las uñas largas, para clavárselas y marcarle con su propia sangre. Aquel ser híbrido, quirúrgico, me inspiraba una rara violencia. Me dio un beso en la mejilla pero aparté la cara. Nunca he sido tan considerada como Pablo y no quería besos de ella. Le puse la mano en la entrepierna. Se había empalmado. No me pareció lógico. Pablo seguía inmóvil, mirándonos por el retrovisor a la luz lechosa de las farolas. Volví a tocarle. Se había empalmado, desde luego. Entonces le levanté la blusa y me metí una de sus tetas en la boca sin apartar la mano. Era monstruoso.
Me colgué de su teta, la besaba, la chupaba, la mordía y movía la mano sobre su sexo, lo frotaba a través del plástico azul, tan arremangado sobre sus muslos que rozaba el borde con la muñeca, y lo notaba crecer. Ella me cogió la mano e intentó llevarla debajo de la falda, pero no le dejé, no tenía ganas.
—Eres una mujer de carácter, ¿eh?
Le pegué un mordisco en el pezón que la hizo chillar. Estaba como loca.
Ella empezó a sobarme las tetas, mis propias tetas mucho más grandes que las suyas, por encima de la camiseta, y le dijo a Pablo que siguiera, que iríamos a tomar la última a un bar que él conocía, y le dio una dirección.
Pablo arrancó, y Ely siguió comportándose de una forma extraña. Yo también llevaba falda, una falda larga, blanca, de verano. Ella me acarició los muslos primero y luego me metió la mano por debajo, me la metió hasta el final, y noté sus uñas, dos dedos, luego tres, dentro, haciendo fuerza contra el fondo, moviéndose hacia delante y hacia atrás, despacio al principio, luego cada vez más deprisa, más deprisa, me cortaban la respiración, sus dedos, y le escuchaba hablar con Pablo —esta tía es una zorra—, él se reía —te va a costar la salud, seguir con esta tía—, mientras yo permanecía colgada de su teta, ya me dolía el cuello por la postura, tanto tiempo, pero seguía colgada de él, balanceándome contra su mano mientras ella me clavaba los dedos, las uñas, hablando sin alterarse, como si estuviera en la peluquería —deberías probar con una de nosotras, en serio, nos conformamos con mucho menos, nosotras—, hasta que me corrí.
Debíamos llevar un buen rato parados. Cuando abrí los ojos, vi los de Pablo, vuelto hacia mí, que me miraban. Luego abrió la puerta y salió.
Caminamos en fila india, Pablo delante, Ely detrás y yo en medio. Estábamos en un barrio caro, moderno y elegante, que de noche se poblaba de putas caras, modernas y elegantes. Resultaba difícil imaginar que un travesti callejero se moviera mucho por allí, pero ella se encaminó con decisión hacia un local que parecía cerrado y llamó con los nudillos a una puerta de madera, de estilo castellano, con cuarterones. Se abrió una ventanita y asomó la cara de un tío. Empezaron a hablar. No vi lo que pasaba porque Pablo me había abrazado y me besaba en la mitad de la acera.
Ely le preguntó si le quedaba dinero, nos había salido por un pico la cena, con todo lo que había comido. Pablo movió afirmativamente la cabeza, sin sacarme la lengua de la boca, tenía dinero, en momentos como aquél siempre tenía dinero.
Se abrió la puerta y entramos. Aquello no era un bar propiamente dicho, había una especie de vestibulito, un mostrador diminuto, como en algunos restaurantes chinos y una puerta con un cristal que daba a un pasillo, un pasillo largo, entelado con una moqueta tono verde relajante y con puertas a los lados, un pasillo que terminaba de golpe y no llevaba a ninguna parte.
—¿Qué vamos a beber? —Ely había recuperado la compostura, aunque llevaba la blusa desabrochada y se dirigía a nosotros con un tono distinto, como de anfitriona elegante.
—Ginebra.
—¡Ay, no!, ginebra no, qué horror, champán.
—No me gusta el champán. —Era verdad, no le gustaba, y a mí tampoco, me había acostumbrado a beber ginebra con hielo, como él—, pero tú puedes tomarlo si quieres.
—Sí, sí, sí, sí —movía los ojos y los labios a la vez—, entonces dos botellas, una de cada…
Pablo se había parapetado detrás de mí, me abrazaba así muchas veces, me rodeaba la cintura con su brazo izquierdo, me acariciaba el pecho con la otra mano y me frotaba la nariz contra la nuca, mientras me repetía al oído una de las frases favoritas de mi madre, la sentencia fulminante, definitiva, con la que daba por concluidas todas las broncas en otros tiempos.
—Tú acabarás en el arroyo…
El hombre que había hablado con Ely colocó dos botellas y tres vasos en una bandeja de metal y comenzó a andar por delante de nosotros. Abrió la tercera puerta a la derecha, depositó las bebidas en una mesa pequeña y baja, con superficie de cristal, y desapareció.
Estábamos en un cuarto ciego, bastante pequeño. El respaldo de un banco muy ancho, de aspecto mullido, tapizado de un terciopelo azul eléctrico que se daba patadas con el verde de la pared, corría a lo largo de una de las paredes. Alrededor de la mesa, cuatro taburetes tapizados con la misma tela completaban el mobiliario con excepción de un buró, un buró bastante feo, de madera, con puerta de persiana, que estaba adosado a una esquina, un buró completamente vacío —registré a conciencia todos los cajones—, que no pintaba nada en aquel sitio. No había ninguna silla.
Nos sentamos en el banco, los tres, Pablo en medio. Ely se puso seria, dejó de hablar. Frente a nosotros, un espejo muy grande nos devolvía una imagen casi ridícula. Ely miraba hacia abajo, Pablo fumaba, siguiendo la evolución del humo con los ojos, y yo miraba a los tres en el espejo, estaba preocupada, no sabía cómo iba a terminar todo aquello, hasta que empecé a reírme, a reírme a carcajadas, ya deshacerme de risa. Pablo me preguntó qué me pasaba y a duras penas pude articular una respuesta.
—Parece que estamos en la sala de espera de un dentista…
Mi comentario aflojó la tensión, y los dos rieron conmigo. Ely volvió a parlotear y descorchó el champán con muchos ¡oh! y estrépito. Se sirvió una copa, se la bebió y se volvió a callarse. Pablo también callaba, me miraba con una expresión divertida, casi sonriente, pero sin despegar los labios, como si supiera que yo había supuesto desde el principio que él haría algo. Él solía dirigir la situación en casos como éste, pero aquella vez no parecía dispuesto a mover un dedo, y al rato volvimos a estar los tres quietos y callados, como en la sala de espera de un dentista, yo cada vez más nerviosa, Ely cortada, y supongo que cabreada, debía estar pensando que la habíamos llevado, que la había llevado yo, hasta allí para nada, y Pablo imperturbable, como si la cosa no fuera con él.
Cuando el silencio se hizo insostenible, me acerqué a su cara y le dije al oído que hiciera algo, cualquier cosa. Me respondió con una carcajada sonora.
—No querida, la que tiene que hacer algo eres tú, tú eres la que te has montado todo esto, tú solita. Yo me he limitado a invitar a tu amiga a cenar…
Ely me miró. Estaba perpleja. Yo no. Yo había comprendido. Le miré un momento. No parecía enfadado con migo, quizás un poco sorprendido, nada muy grave al fin y al cabo.
Me arrodillé delante de él con las piernas muy juntas, me senté sobre mis talones y le desabroché el cinturón. Le miré. Me sonrió. Me daba permiso. Seguí adelante y miré a Ely, que se había inclinado hacia mí, pero ella no me miraba, tenía los ojos fijos en los movimientos de mis manos.
Mientras tanto, yo trataba de analizar la repentina impasibilidad de Pablo. Antes, durante la cena, había rechazado a Ely varias veces seguidas, la había rechazado de plano, me había sentido incluso un poco avergonzada por su inflexibilidad, sus tajantes negativas de machito estirado en la silla, negando con la cabeza sin palabras, sin matices, sin ninguna broma, no, simplemente no, un no seco, un no mudo, no quiero. Ahora, en cambio, se dejaba hacer.
Lo cierto es que era yo quien actuaba, Ely no se había movido de su sitio, pero éramos tres. Quizás no fuera la primera vez. A lo mejor se había acostado alguna vez con un hombre. A lo mejor muchas veces. A lo peor con mi hermano. Marcelo y Pablo en una cama de matrimonio desnudos, besándose en la boca… Era divertido, supongo que debería haberme parecido horrible pero me pareció divertido, sonreí para mis adentros y decidí no pensar en más tonterías. Ely no se había movido ni un milímetro cuando volví a mirarle, con la polla de Pablo en la mano ya.
Sacudí los hombros hacia atrás, me erguí todo lo que pude, levanté la cabeza y dejé caer la mano izquierda sobre mi falda blanca, esparcida sobre el suelo. Trataba de adoptar una actitud sumisa y digna a la vez, mirando a Ely a los ojos, con el sexo de Pablo en la mano. Los fantasmas se habían disipado, estaba segura de que nunca le habían gustado los hombres, le gustaba yo, mírame, es mío, hace lo que yo quiero, y yo le quiero, le hablaba en silencio pero ella se negaba a mirarme. Pablo había desaparecido, ocurría a veces, nunca del todo, una sola palabra suya habría bastado para trastocar cualquiera de mis palabras, cualquiera de mis acciones, pero desaparecía, y yo seguía mirando a Ely y se lo repetía en silencio, mírame, hace lo que yo quiero, y sabía que no era exactamente así, aquello no era del todo verdad, pero la verdad también desaparecía, y yo seguía pensando lo mismo, y era agradable, me sentía alguien, segura, en momentos como ése, era curioso, tomaba conciencia de mi auténtica relación con él cuando había alguien más delante, entonces él siempre me distinguía, y yo comprendía que estaba enamorado de mí, y lo encontraba justo, lógico, algo que casi nunca ocurría cuando estábamos solos, aunque él se comportara igual, porque yo recelaba siempre, le seguía encontrando demasiado hermoso, demasiado grande y sabio, demasiado para mí. Le amaba demasiado. Siempre le he amado demasiado, supongo.
Me metí su polla en la boca y empecé a desnudarle. Nunca le ha gustado follar vestido. Le quité los zapatos, uno con cada mano, y los calcetines, mientras movía los labios aplicadamente, con los ojos cerrados. Le puse las manos en las caderas y se irguió lo justo para que yo pudiera tirar de sus pantalones hacia abajo. Después con las manos libres otra vez, me volqué encima de él, superada ya cualquier pretensión de componer una grácil figura de tanagra adolescente, un objetivo por otra parte muy superior a mis capacidades de gracilidad, que son nulas, y me concentré en hacerle una mamada de nota, tenía que ser de nota, porque quería que Ely me viera.
Cuando consideré que ya había sacado a relucir habilidades suficientes como para infundir el debido respeto, cuando, después de habérsela chupado, mordido, besado y frotado contra mis labios y mis mejillas, toda mi cara, me la tragué entera y aguanté con ella dentro un buen rato, que mi trabajo me había costado aprender, aprender a engullirla toda, a mantenerla toda dentro de mi boca, presionando contra el paladar, engordando contra mi lengua, cuando por fin la devolví a la luz, morada ya, tumefacta y pringosa, dura, y escuché a Pablo, sus ruidos adorables, la respiración frágil, y miré a Ely, y vi que por fin él me devolvía la mirada, y me miraba a los ojos con la boca entreabierta, le hice una señal con la cabeza y le sugerí que se uniera a la fiesta.
Podría haberse tirado sobre Pablo sin levantarse del asiento, pero prefirió arrodillarse a mi lado. Siempre ha sido una esteta.
Yo no la había soltado, mantenía la polla de Pablo sujeta con la mano derecha y no permití que mi nueva acompañante la tocara siquiera. Yo decidiría cuándo le correspondía o no entrar en el juego. Era mía, y por eso la recorrí de nuevo con la lengua, de abajo arriba, y torcí la cabeza, para hacerla correr sobre mi boca, moviendo los labios cada vez más deprisa, como si me lavara los dientes con ella, hasta que me dolió el cuello, y empezó a quemarme la oreja, comprimida contra el hombro, sólo entonces la acerqué a la boca de Ely, que estaba a mi lado, la dirigí con la mano hasta colocársela encima de los labios, la besó, pero apenas la rozó me la llevé, para acercársela otra vez, y ver cómo la lamía, con toda la lengua fuera, entonces saqué mi propia lengua, para lamerla yo, y se la pasé de nuevo, estuvimos así un buen rato, hasta que la atrapó con las labios y ya no me atreví a tirar, fui yo hacia ella y empezamos a chuparla entre los dos, cada una por una cara, cada una a su aire, era imposible ponerse de acuerdo con Ely, era una loca hasta para eso, cambiaba de ritmo cada dos por tres, de forma que decidí comérmela, comérmela yo sola, un ratito, y luego se la ofrecí a ella, yo la seguía sujetando con la mano, y ella mamaba, me encantaba verla, los pelos teñidos, la barra de labios, rojo escarlata, corrida por toda la cara, la nuez moviéndose en medio de su garganta, come hijo mío, aliméntate, pero no abuses, y presionaba con la mano hacia arriba hasta que la obligaba a abandonar, y volvía a tragármela, la tenía un rato dentro y se la volvía a meter en la boca, ya no se la pasaba, se la metía yo en la boca, quería verla, ver cómo se le ahuecaban las mejillas, cómo mamaba de un hombre como el que ella había sido.
Me aparté un momento, sin soltar todavía mi presa, para mirarla. Miré a Pablo también, pero él no podía verme, tenía los ojos fijos en algún punto del techo. La expresión de su cara me llevó a pensar que Ely se hacía propaganda con justicia, parecía muy bueno, muy buena, como había dicho antes. Decidí dejarle el campo libre, después de todo. Aflojé la mano poco a poco, hasta desprenderla por completo, me tiré en el suelo y miré a mi izquierda. Ely se estaba masturbando. Debajo de la falda azul, empuñaba con su mano izquierda un pene pequeño, blancuzco y blando. Me estaba preguntando si sus tetas tendrían algo que ver con el penoso aspecto que ofrecía aquella especie de apéndice enfermizo cuando los muslos de Pablo temblaron una vez.
Me incorporé enseguida. Quería ver cómo se corría en su boca. Me coloqué a su lado, una rodilla clavada en el banco, el otro pie en el suelo, me veía en el espejo, de perfil, veía su cabeza encajada entre mis pechos y mi barbilla. Tomé su rostro con una mano y me incliné hacia él. Le besé, movía la lengua dentro de su boca mientras saboreaba por anticipado el momento de volverme hacia Ely, sumido allí abajo, en el suelo, y empezar a dar órdenes, a chillarle, trágatelo todo, perra, trágatelo, pero aquel momento no llegaría nunca, la abofetearía si una sola gota se quedaba fuera, pero nunca lo haría, porque Pablo me cogió por sorpresa, me izó de repente por debajo de la rodilla izquierda, me hizo girar hasta colocarme enfrente de él, me soltó un momento para romperme las bragas, estirando la goma con las manos, y me obligó a montarle.
Le rodeé el cuello con los brazos y comencé a subir y bajar sobre él. Siempre que lo hacíamos así me acordaba de cuando mucho tiempo atrás, a mis cinco, a mis siete, a mis nueve años, tras rogárselo yo sin compasión horas y horas, me sentaba encima de sus rodillas me cogía por las muñecas y me atraía hacia sí primero, dejándome caer luego, hasta que mi cabeza rozaba el suelo, aserrín, aserrán, los maderos de San Juan, los del rey, sierran bien, los de la reina, también… La última vez que lo hicimos yo tenía casi catorce años, y él veinticinco, no había nadie en el cuarto de Marcelo, él estaba sentado en la cama, y yo se lo pedí, y me contestó que no, que ya era muy mayor para jugar a esas cosas, y yo insistí, la última vez, por favor, la última vez, y accedió, pesas mucho ya, aserrín, aserrán, y aquella vez fue muy largo, duró mucho tiempo, y cuando terminamos yo estaba mojada y él tenía algo duro, inhabitual, debajo de los vaqueros, aquélla iba a ser la última vez, pero fue la primera.
Se lo repetía muy bajito, aserrín, aserrán, los maderos de San Juan, al oído, mientras bajaba y subía encima de él. Me levantó la falda por detrás y me cubrió la cabeza con ella, hasta que el borde me rozó la frente. Luego me asió con firmeza por la cintura y me chupó los pezones por encima de la camiseta de algodón, hasta dejar una gran mancha húmeda alrededor de cada pezón.
Un instante después, todas las cosas comenzaron a vacilar a mi alrededor. Pablo se apoderaba de mí, su sexo se convertía en una parte de mi cuerpo, la parte más importante, la única que era capaz de apreciar, entrando en mí, cada vez un poco más adentro, abriéndome y cerrándome en torno a él al mismo tiempo, taladrándome, notaba su presión contra la nuca, como si mis vísceras se deshicieran a su paso, y todo lo demás se borraba, mi cuerpo, y el suyo, y todo lo demás, por eso tardé tanto en identificar el origen de aquellas caricias húmedas que de tanto en tanto me rozaban los muslos como por descuido, contactos breves y levísimos que tras segundos de duda y un instante de estupor me indicaron que Ely seguía allí abajo, clavado de rodillas en el suelo, lamiendo lo que yo no aprovechaba, meneándose aquella pequeña picha suya, tan blanca y tan blanda, mientras yo follaba como una descosida, indiferente a aquel pintoresco animal callejero que, de espaldas a mí, se cebaba en las sobras de mi banquete particular, hasta el punto de que había llegado a olvidar por completo su existencia.
Me hubiera gustado verlo, ésa fue la última idea coherente que fui capaz de concebir antes de dejarme ir, cuando comencé a sentir los efectos de mis choques con Pablo, cada vez más bruscos, más cerca de la cabeza, y ya no pude controlar más, me dejé ir para que él, tres o cuatro empellones más, agónicos y brutales, los últimos, me triturara por fin la nuca, me la rompiera en millares de pequeños pedacitos blandos, antes de dejarse atrapar él también entre las paredes elásticas de mi sexo, repentinamente autónomo, que estrangularon el suyo más allá de mi propia voluntad.
Después, consciente de mi incapacidad para hacer otra cosa que no fuera quedarme allí, quieta, tratando de recuperar el control sobre mí misma, me mantuve inmóvil un buen rato, abrazada a Pablo, colgada de él, echando de menos mi casa, estar en casa, una cama próxima, pero era agradable de todas formas, el calor, el roce con su piel todavía caliente. Él volvía mucho antes que yo, su cuerpo era más obediente que el mío, y no estábamos en casa, de manera que me besó en los labios, me levantó un momento para desligar mi sexo del suyo, y me empujó muy con suavidad hacia un lado, para dejarme tumbada encima del banco. Me quedé allí un buen rato, encogida, las rodillas apretadas contra el pecho, los ojos cerrados, mientras él se vestía, y de nuevo recordé a Ely, que se me había vuelto a olvidar.
Cruzaron unas pocas palabras en voz baja, una voz que no era la de Pablo musitó una expresión de despedida y escuché el ruido de una puerta que se cerraba.
Me incorporé. Él estaba apoyado contra la pared, los brazos cruzados, y sonreía. Me puse de pie para vestirme y me di cuenta de que estaba vestida. Mis bragas, rotas, estaban en el suelo. Las cogí, no sé por qué, era indecente ir dejando bragas rotas por ahí, y las metí en el bolso. Al pasar junto a la mesa me di cuenta de que la botella de ginebra seguía allí, intacta, ni siquiera habíamos roto el precinto. La cogí, y también la metí en el bolso. No están los tiempos como para ir dejando botellas llenas y pagadas por ahí. Pablo se echó a reír con una risa transparente, sin dobleces. No estaba enfadado, y eso me hizo sentirme bien, así que yo también reí, y salimos juntos, riéndonos, a la calle.
Cuando nos metimos en el coche, volví a pensar en Ely y sentí curiosidad.
—¿Le has dado dinero?
—Sí.
—¿Y lo ha cogido?
Contestó a mi pregunta con una carcajada.
—¡Claro que lo ha cogido! —me miró como diciéndome eres tonta, y yo sabía que quería decir precisamente eso, pero en él no era un insulto, más bien lo contrario, mientras siguiera riéndose de mis tonterías, de ese tipo de tonterías, todo iría bien—. ¿Por qué no lo iba a coger? Vive de eso, ¿sabes?… Oye, ¿dónde hay una gasolinera?
—¿Por aquí…? Cerca de Jumbo hay una, pero no sé si estará abierta a estas horas.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, flanqueadas por altos edificios de esqueleto de acero y hormigón, rostros de cristal, todos parecidos, limpios, casi higiénicos, como recién salidos del mismo paquete. De una pequeña isla verde, precedida por una hilera de setos bien recortados, arrancaba un caminito de cemento que culminaba en una puerta acristalada del tipo de casa donde a mi madre le hubiera encantado vivir.
Lo decía siempre pasábamos por delante de una casa así, con un portal así, una descarnada pero enorme estancia de mármol de color neutro, a mí no me gustan, siempre los he encontrado muy parecidos a los vestíbulos de los ambulatorios nuevos de la Seguridad Social, la misma atmósfera neutra y aséptica, iguales, excepto por el mármol y el mostrador del portero, de madera barnizada de oscuro. Al parecer, los portales son muy importantes para las señoras madrileñas de cierta edad, y mi madre siempre abominaba del portal de casa, largo, estrecho, austecomo el de un convento muy oscuro. Eugenio, que era adorable, sesenta años y subía las bombonas de butano de dos en dos por la escalera, no tenía un mostrador, sólo un chiscón al otro lado de la puerta, y además iba vestido siempre con un mono azul. Yo le quiero mucho, a Eugenio, de pequeña me daba caramelos, y cuando me casé me regaló un joyero horroroso, fabricado a mano con conchas de moluscos teñidas con anilinas de colores, y una leyenda, «Recuerdo de El Grove», escrito con letra cursiva sobre la tapa. Su mujer, que es gallega, lo había encargado expresamente para la ocasión, y desde entonces es uno de mis objetos favoritos. Pobre Eugenio, él siempre tan simpático, tan atento con mamá, subiéndole las bolsas de la compra hasta el tercero, y ella abominando de su mono azul, pero en el pecado lleva la penitencia, pobre mamá, no se moverá ya de Chamberí en la vida, se le ha pasado la época de tener portal de mármol, portero con traje azul y gas ciudad.
Circulábamos por calles amplias y desiertas, lo único que se movía a nuestro paso eran las banderas de las embajadas, trapitos pequeños y ridículos contra la potencia uniformadora de las grandes fachadas de cristal. No son Madrid —era una idea que me asaltaba con frecuencia, cada vez que pasaba por allí—, no caben en esta ciudad-no ciudad, caótica e híbrida, desastre teórico y práctico, desastre urbanístico, desastre viario, desastre circulatorio, desastre educativo, desastre político, desastre sanitario, desastre eclesiástico —no hay catedral—, desastre pornográfico —tampoco hay barrio chino—, en suma, un auténtico desastre, el único sitio donde se puede vivir a gusto, en medio del desastre, donde nadie pregunta nada porque todo el mundo es nadie, y puedes salir a comprar el pan con zapatillas y bata de boatiné y no te mira nadie, y te regalan un par de boquerones en vinagre con cada caña en bares ruidosos con el suelo alfombrado de servilletas de papel arrugadas, y huele siempre a garbanzos cocidos en los patios de las casas, las vecinas cantan tendiendo la ropa, Ay Campanera, aunque la gente no quiera…, en los patios de las casas de Madrid, que son casas de pueblo, de un pueblo fantasma de porteros preguntones, y usted a qué piso va, y a usted qué coño le importa, un pueblo provinciano, aburrido y pretencioso en medio de una ciudad, una ciudad enorme de la que todos dicen que no es más que un pueblo grande.
Un par de calles más allá estaba Tetuán, Tetuán de las Victorias, bonito nombre, Bravo Murillo, el caos, gambas a la plancha y tiendas con un cartel amarillento ya por el tiempo, liquidación por cambio de negocio, nunca cambian de negocio, pero siempre hay algún incauto que pica al reclamo de las rebajas perpetuas, inexistentes, nosotros seguíamos del otro lado, atravesamos la Castellana, pasamos junto al Bernabeu, Pablo sacó la mano por la ventanilla, el índice y el meñique en alto, le puso los cuernos al estadio del enemigo, era como un rito, nunca se le olvidaba, y seguimos, chalecitos a izquierda y derecha, y entonces volví a acordarme de Ely, seguramente sería del Madrid, como todos los recién llegados. ¿Podría un hombre español reprimir la pasión por el fútbol al decidir convertirse en una mujer?, pero a los maricas por lo general no les gustaba el fútbol, ¿o sí?, se lo pregunté a Pablo, oye, ¿a los maricas les gusta el fútbol?, y yo qué sé, él tampoco lo sabía, teníamos algunos amigos a los que no les gustaba el fútbol pero yo sospechaba que era por pura pose, una trasnochada pose de progre, porque habíamos sido progres mucho tiempo, progres de libro, y hacíamos muchas cosas sólo por eso, porque quedaba progre…
La idea seguía allí, en la parte posterior de mi cabeza, golpeando contra mis sienes. Pensé en ir dando rodeos, pero al final lo solté a bocajarro.
—Pablo, ¿te has acostado alguna vez con un hombre?
Risitas, risas luego, más consistentes, y al final carcajadas, carcajadas largas y ruidosas. Yo no me reía. Aquel tema no me hacía ninguna gracia.
—Eso es lo que pasa con los aprendices de brujo, que al final se os va la mano…
Nada más. Pero yo no pensaba darme por satisfecha con eso.
—No me has contestado.
Sus ojos me miraron con una expresión risueña, me está tomando el pelo, pensé, y no me gustó, porque era capaz de seguir jugando conmigo durante semanas enteras antes de responder. Pero estaba equivocada. Aquella noche tenía ganas de hablar.
—Si lo que quieres saber es si alguna vez he deseado a un hombre lo suficiente como para meterme en la cama con él, la respuesta es no, no lo he hecho nunca. Nunca me han gustado los hombres.
—Y sin embargo… —había aprendido a detectar las menores oscilaciones de su voz, al menos cuando decía la verdad, y me di cuenta de que quedaba algo colgando detrás de sus palabras.
—¿De verdad quieres saberlo todo? ¿No te da miedo enterarte de algo que no te guste?
Sí me daba miedo, un poco, pero quería saberlo. Pablo se había puesto serio, pero eso no significaba nada, siempre había sido un magnífico mentiroso. A pesar de eso, negué con la cabeza. De repente sentía que necesitaba saberlo.
—¿Dónde fue?
—En el trullo, hace muchos años.
La cárcel. Lo recordaba muy bien, un domingo a las siete de la tarde, chocolate con picatostes y un concurso por televisión. El teléfono, la histeria de mi madre, llantos, gritos, pisadas, han detenido a Marcelo otra vez, Pablo estaba con él, han detenido a Pablo también, y a un montón de gente más. Detenidos, procesados y condenados, cuatro años, para cada uno. No era la primera vez, pero entonces los cargos habían sido insignificantes, posesión de propaganda subversiva, más o menos, y mi padre había intercedido, había recurrido a todas las viejas amistades de su padre, mártir de la cruzada, y había conseguido muchas promesas y una celda individual. Ocho meses. Para Pablo tampoco era la primera vez. Él también había cumplido ocho meses, siempre ocho meses, antes que Marcelo. Ahora, por lo menos, les habían trincado juntos.
Aquella vez, primavera del 69, yo tenía once años y mi padre se negó a intervenir a pesar de los ruegos de mi madre, que en casos extremos siempre se volcaba del lado correcto, como todas las madres. A mí se me cayó la casa encima. Marcelo en la cárcel, cuatro años. Eso era la soledad más absoluta, algo peor que la soledad, la orfandad, una orfandad cruel y repentina en una casa llena de gente. Pero mi padre fue tajante, allí le enderezarían, en la cárcel, a ese cabrón, que le pagaba así todos sus esfuerzos por darle una educación, una carrera, una… Ahí siempre le fallaba el discurso, se quedaba colgado, no se le ocurría nada más. Y, además, ni un duro, ni un duro, repetía, en Carabanchel no le haría falta dinero, allí estaría comido y vestido, no necesitaba nada más.
Pablo me tocó el hombro. Habíamos llegado a la gasolinera y había cola, las cinco y veinte de la mañana y teníamos tres coches delante. Yo estaba sorprendida. Él jamás hablaba de la cárcel, a pesar de que se habían chupado treinta meses, dos años y medio al final, les redujeron la condena por no sé qué y salieron a la calle con libertad provisional a los treinta meses, les habían robado treinta meses, treinta y ocho meses de vida en total, a los dos. Marcelo volvió a casa, nunca entendí por qué vivía en casa si pagaba un piso de alquiler que usaba para follar y para poco más, años después me enteré de que era por algún asunto político, lo de seguir en casa. Pablo me zarandeó, ¡eh! ¡qué te pasa?, no me pasaba nada, y se lo dije, nada.
—Pues tú tuviste mucho que ver en todo eso… —estaba de buen humor, sonreía.
—¿Yo…?
—Sí, tú. Nos escribías todas las semanas, primero sólo a Marcelo, luego una carta para cada uno, al final una sola, muy larga, para los dos…, ¿no te acuerdas?
Sí, me acordaba. Me acordaba de la angustia también, de lo que contaba la gente, yo me lo creía todo, palizas, torturas, violaciones, mi hermano, que era como mi padre y mi madre a la vez, y mi novio, porque me gustaba pensar que era mi novio, allí, en la cárcel, a merced de esa pandilla de hijos de puta, sangrando por la nariz, por la boca, retorciéndose bajo los golpes de una toalla mojada, me acordaba, yo les escribía y les contaba todo lo que me pasaba, para que se rieran un poco, para que se acordaran de mí. Me contestaban, de vez en cuando.
—Cuando cumpliste doce años, mandaste una carta en la que anunciabas la llegada de un giro postal. Siempre parecías muy preocupada por el dinero…
—Claro, papá le contaba a todo el mundo que no le mandaba ni un duro a Marcelo.
—Pero no era verdad.
—Ya, de eso me enteré después…
—Teníamos dinero, pero tú nos ibas a mandar todo el que habías sacado por tu cumpleaños, para que comiéramos bien, te encantaba jugar a las mamás con nosotros.
Me acarició la cara pero yo no le miré, me daba un poco de vergüenza acordarme de aquello, le había dicho a mi madre que iba a hacer una obra de caridad aquel año, pedí dinero a todo el mundo en vez de regalos, dije que las monjas del colegio nos habían propuesto hacer canastillas y llevarlas a un barrio de chabolas, más allá de Vallecas, mamá se quedó sorprendida, canastillas en a primeros de marzo, eso se solía hacer en Navidad, pero era una obra de caridad al fin y al cabo, y no podía negarse, mentí con convicción y me creyeron, saqué mil quinientas setenta y cinco pesetas, mil quinientas setenta y cinco pesetas del 69, una pasta, y las mandé a Carabanchel, para que comieran bien, era verdad.
—Te juro que al principio nos quedamos de piedra, nos llegó al alma, en serio, a Marcelo casi se le saltaron las lágrimas, pero luego tuvo un arrebato de genialidad, una de esas chifladuras que le dan a tu hermano de vez en cuando, y me llevó a un rincón, y me dijo, el dinero de Lulú nos lo gastamos con el portugués, ¿qué te parece?, yo me reía, pero él iba en serio, y pensé que, después de todo, podríamos intentarlo, ya llevábamos allí once meses, se me estaba empezando a hacer un callo en la mano…
El coche de delante se movió.
—¿Quién era el portugués?
—Un marica, no sé, estaba allí porque había apuñalado a su novio, en una bronca, celos, creo, no le había matado y el otro iba a verle cuando podía, le había perdonado, el portugués repetía que había sido por amor.
—Pero vosotros erais políticos…
—¿Y qué? Los homosexuales estaban en nuestra galería, y también veíamos a todos los demás, en el patio, en el comedor, la verdad es que eran mucho más interesantes que los presos del Partido. Allí encontré a Gus, y a más gente que conoces.
—¿Gus? ¿Pasaba ya?
—No, abría coches, pobre, era un chorizo de poca monta, un crío. Empezó a picarse allí, en Carabanchel.
—¿Y qué pasó? —ya no estaba preocupada, pero aún sentía curiosidad.
—Nada, el portugués era la novia de la prisión, algún funcionario que otro incluido. Era muy versátil. Hacía pajas, mamadas, daba y tomaba, según lo que estuvieras dispuesto a pagar. Se sacaba un pastón, estaba ahorrando para comprarle un piso a su novio, como desagravio, supongo. No era el único, había más como él, pero éste era joven, bastante guapo, y tenía la boca sana. Tenía un pollón, además, por lo que se contaba por ahí, y era el que más éxito tenía.
Pablo me miraba sonriendo, como si hubiera estado de vacaciones, en la cárcel, una temporadita. Yo estaba desconcertada.
—Y os gastasteis mi dinero con el portugués… —no era una pregunta, lo repetía sólo para creérmelo de una vez.
—Sí, casi todo, en tu honor, como decía Marcelo. Estuvimos discutiendo bastante sobre el procedimiento. Una paja era demasiado poco, así que optamos por un francés, un francés con un portugués, quedaba muy internacional, pero yo estuve a punto de estropearlo todo, porque cuando fuimos a la enfermería, a contratar, digamos…
—¿Por qué a la enfermería?
—Él trabajaba allí, era uno de los sitios más cómodos, siempre conseguía lo mejor, porque tenía muchos amantes, en todas partes, bueno, yo le pregunté que si nos hacía alguna rebaja por chupárnosla a los dos a la vez, y entonces se cabreó.
De repente se puso serio. Calló un momento, me miró.
—No sabes cómo era aquello, no lo sabes.
Llegamos al surtidor, llenamos el depósito y nos fuimos a casa. Pablo siguió callado todo el camino. Luego, cuando yo ya estaba en la cama, se tumbó a mi lado.
—¿Quieres saber el final de la historia?
No me atreví a admitir que sí, pero él me lo contó, de todas maneras.
Mi dinero había dado para diez mamadas, ni una más ni una menos, a ciento cincuenta pesetas unidad, cinco para cada uno. Le habían gustado, y a Marcelo también le gustaron, de forma que siguieron pagándoselas ellos solos, de su propio dinero, racionándose el placer para no enviciarse, tenían miedo de enviciarse, e iban a la enfermería una, dos veces al mes, cada uno por separado, hasta que un día, el portugués le propuso a mi hermano que dijera que tenía la gripe o algo así, que le conseguiría una cama, que le cuidaría bien y que no le cobraría. Por lo visto, se había encoñado con Marcelo, pero él dijo que no le apetecía, le dio miedo, y lo dejó. Pablo no, él siguió hasta el final, llegó a pensar incluso en follárselo, me lo dijo sin inmutarse, meditó durante cierto tiempo sobre la posibilidad de darle por culo, qué pasaría, no podía ser una sensación muy distinta a la de metérsela por el culo a una mujer, y eso era agradable, hasta que un día, cuando estaba casi decidido, tuvo un rapto de lucidez, lo llamó así, un rapto de lucidez, viéndole desnudo de cintura para arriba, el pecho lleno de pelos, coqueteando con un par de cincuentones en el patio, y entonces se dijo que él estaba en la cárcel por ser comunista, como si el comunismo fuera un seguro de virtud, y aquello le sostuvo y se echó para atrás.
—De todas maneras, ya sabíamos que no íbamos a cumplir la condena entera, que saldríamos pronto. Si hubiera sabido que me quedaban diez años más, o veinte, como a algunos, seguramente lo habría hecho, y supongo que me habría gustado. Lo que haces, dices o piensas fuera no vale en la cárcel, ése es un mundo distinto.
Se quedó un momento callado. Luego siguió hablando, daba la impresión de que quería vaciarse, contarlo todo, después de años sin mencionar aquella época, no le gustaba, podría haber ido de mártir, años atrás, cuando todo el mundo presumía de que también a ellos les habían detenido una vez y les habían enseñado la ventana de la Puerta del Sol, aunque fuera mentira. Él nunca quiso presumir, nunca se había quejado, podría haberlo hecho pero no lo hizo, y jamás me había hablado de aquello hasta entonces.
—Prométeme que no le dirás jamás a Marcelo que lo sabes. Cuando le conté que estaba enrollado contigo fue lo primero que me pidió.
Se lo prometí con la cabeza. Estaba conmovida por todo aquello. No les quería menos, si acaso más que antes, y ya no me importaba en qué se hubieran gastado mi dinero.
—Creo que fue allí donde empecé a enamorarme de ti.
—¿De mí? Pero si era una cría.
—Tenías once años, y luego doce, y luego trece, cuando salí ya habías cumplido los trece, pero escribías cartas de persona mayor, tan preocupada, eran las más sinceras que recibí allí dentro, y apenas tenían tachaduras, eso era un consuelo, las de Mercedes y los demás eran casi ilegibles, las tuyas no, y además, tenía tus olores.
—¿Qué olores?
—¡No me digas que no te has llegado a enterar nunca! —me miró con asombro, sonriendo.
—¿De qué me tenía que enterar?
—Lo llamábamos el episodio surrealista, Marcelo y yo… —se recostó contra el cabecero de la cama y encendió un cigarrillo. Me lo pasó, lo cogí y encendió otro para él, aquello iba para largo—. Un buen día, el abogado de tu hermano, que era también el mío y el de otros diez o doce de por allí, le anunció una visita de tu madre para la semana siguiente. Quería consultar con él un problema familiar. El abogado no sabía de qué se trataba, era algo privado, dijo. Marcelo se preocupó. Tu madre no había ido a verle desde la primera semana, tu padre se lo tenía prohibido. Solía venir Lola, e Isabel algunas veces, tú nunca viniste.
—No me dejaron.
—No importa, te hemos perdonado —se volvió un instante para mirarme, me dio un beso ligero, en la mejilla, y después volvió a clavar los ojos en el techo y siguió hablando—. Vino tu madre por fin, y la visita fue muy corta. Yo estaba en la celda, no había venido nadie a verme aquel día, y Marcelo subió al poco rato, descojonándose de risa, se le saltaban las lágrimas de risa. El problema familiar grave y privado consistía en que te había pillado una mañana desnuda, sentada en la cama, con el camisón pegado a la nariz, repitiendo todo el tiempo, me ha cambiado el olor, y le pusiste el camisón a tu madre, la pobre, debajo de las narices, diciendo, mira mamá, huele, me ha cambiado el olor —se reía a carcajadas, y yo también me reía, era una historieta divertida—, ¿no te acuerdas de eso?
Sí, me acordaba, aunque hacía mucho que no pensaba en ello, fue hace tanto tiempo. Un buen día, como tres semanas antes de la primera regla, noté que me había cambiado el olor, era una sensación muy extraña, me había cambiado el olor, por completo, me sentí una persona diferente y me concentré plenamente en investigar el fenómeno. No olí solamente el camisón, olí también mi sudor, mi ropa, mis sábanas, las de mis hermanas… Las cosas de Patricia no olían a nada, las de Amelia tenían un olor parecido al mío, pero distinto, desde entonces me esfuerzo en almacenar en la memoria los olores de las personas, el de Pablo sobre todo, él ya lo sabía, era capaz de reconocer su olor casi en cualquier circunstancia.
—Sí, me acuerdo —confirmé—, pero no entiendo por qué mamá fue a ver a Marcelo por eso, a mí no me dijo nada, se negó a oler mi camisón, me dijo que no hiciera más tonterías, y salió de mi cuarto, nada más.
—Pues estaba muy preocupada, por lo visto —Pablo alternaba su discurso con breves accesos de risa, carcajadas contenidas que no me dejaban entender bien lo que decía—, quería que Marcelo te escribiera y te aconsejara que no volvieras a hacerlo, jamás, porque era peligroso, o algo parecido.
—Pero ¿por qué? —no acababa de entenderlo.
—Tú todavía no tenías doce años, y ella pensaba que aquello estaba conectado con algún turbio conflicto sexual, no fue capaz de precisar, no tenía la imaginación suficiente como para formular una hipótesis concreta, pero estaba aterrada. Según tu hermano, tenía miedo de que aquello degenerara en un vicio, de que te convirtieras en una viciosa, y además, en cualquier caso, no estaba bien. —Carcajada, ya no podía más, esperé unos segundos a que se recuperara, sonriendo yo también—. Carmela te había sorprendido olisqueando la cama de tus padres, su propia cama…
—Sí, la verdad es que resultó menos interesante de lo que yo esperaba… —mi tono objetivo, casi científico, le hizo reír— y Marcelo se negó, ¿no?
—Por supuesto que se negó, se negaba a todo lo que le pedía tu madre, eso por principio, y luego, además, todo aquello resultaba tan ridículo… —su expresión se suavizó poco a poco, la risa se deshizo en una sonrisa melancólica—. Él en la cárcel, hecho polvo, cumpliendo una condena absurda, en un país absurdo, y tu madre preocupada porque tú ibas oliendo todo lo que se te ponía por delante… Le ha cambiado el olor, le dijo, bueno y qué, a todo el mundo le cambia, antes o después, y además sus olores son suyos, ella puede hacer lo que quiera con ellos, se dio la vuelta, muy digno, y se volvió arriba, ahogado de risa —estuvo callado durante unos segundos. Yo no me atreví a decir nada—. Yo me reí con él, al principio, pero acabé pensando igual que tu madre, presentí que eras una pequeña viciosa, una perdida potencial. La imagen se me quedó grabada en la cabeza, tú, desnuda, oliendo el camisón y repitiendo en voz baja, me ha cambiado el olor, aquella noche me masturbé con eso, fui construyendo una fantasía sólida, enloquecida, alrededor de esa imagen una noche detrás de otra, tú escondiéndote por los rincones, despistando a todos tus hermanos y hermanas para desnudarte y olerte, barriendo con la nariz la cama de tus padres para tocarte después. Eras encantadora, claro que te imaginaba más mayor. Cuando salí y volví a verte, me asombré de que fueras tan pequeña todavía, pero ya había decidido que merecía la pena esperar, para intervenir en tu perdición, y esperé…
Hizo una pausa y me miró. Yo le miraba con la boca abierta. No sabía qué decir, porque tenía ganas de reír y de llorar al mismo tiempo.
—Ahora ya sabes —dijo él entonces— cuál es el verdadero principio de esta historia.