Aquella noche todo nos salió mal.
Comer sí comimos, comimos un montón de cosas venenosas, cientos de miles de calorías, y con pan, pero eso no consiguió ponernos de buen humor. Beber, también bebimos, pero nos dio triste, una borrachera llorona y gris. Chelo no sabía qué iba a hacer con su vida si suspendía las oposiciones, después de tantos años. Yo había abandonado a Pablo para disponer de la mía, de mi propia vida, y ahora tampoco sabía qué hacer con ella. Me sobraba por todas partes.
Bebíamos en silencio, cada una con lo suyo, Chelo tenía todavía los ojos brillantes. Yo estaba empezando a notar que los míos iban por el mismo camino cunado me levanté, la copa a medias, y anuncié que nos íbamos, que ya estaba bien. No me gusta llorar en lugares públicos.
Cuando arranqué, había decidido volver, dejar a Chelo en casa y volver otra vez. Por aquel entonces, mis días consistían en dos ocupaciones básicas, decidir volver y decidir que no volvería. Entretanto, se nos había hecho muy tarde, pero la calle estaba llena de gente, gente que se reía en grupitos o recorría las terrazas de arriba a abajo, mirando en todas direcciones al acecho de una mesa libre, gente que se había sacado las copas a la calle, para mirar y dejarse ver, gente corriente que parecía divertirse. Hacía mucho calor todavía, parecía que el verano no iba a terminar nunca.
Chelo seguía viviendo en el mismo barrio de cuando éramos pequeñas. Enfilamos una calle muy familiar para las dos, ancha, elegante y aparentemente desierta, pero sabíamos que estaban allí. Estaban allí, semiescondidas en los portales, emperifolladas y tambaleantes sobre sus sandalias de tacones puntiagudos, embutidas en minifaldas de cuero algunas, otras en pantalones muy ceñidos de tela brillante, o feroz, toda una manada de leopardos sintéticos sobre sus misteriosos vientres lisos, los escotes magnánimos, las tetas perfectas, perfectas, envidiables, labios rojísimos, pestañas postizas empastadas de rimmel de colores y peinados infantiles. Se debían haber pasado de moda las melenas de leona y ahora casi todas llevaban coletitas con gomas y lazos de colores, sus cabecitas cosidas con horquillitas, maripositas y manzanitas.
No pude evitarlo. Obedecí a un impulso incontrolable, disminuí la velocidad y me pegué a la acera. Chelo protestó, pero no le hice caso. Entonces la vi, estaba muy arriba, casi en la esquina con Almagro, vestida con una especie de pijama naranja, un cinturón negro muy ancho adornado con cadenas y monedas doradas, en medio de un grupito, besando a todos las demás, su melena intacta todavía, era una clásica.
Me acerqué a su lado, llamándola a gritos por la ventanilla, y ella se volvió enseguida, aunque tardó algún tiempo en reconocerme porque yo no solía conducir, antes conducía siempre Pablo.
—¡Lulú! —me saludó por fin, con grandes aspavientos— ¡Qué alegría!
En el coche aparcado al lado del mío, un hombre apenas un par de años mayor que yo, bien vestido y con aspecto de ejecutivo en ascenso, feliz padre de familia quizás, negociaba discretamente con dos travestis, uno alto y corpulento, el otro pequeñito, con aspecto aniñado. Les miré de reojo miebtras Ely me plantaba dos besos muy sonoros, uno en cada mejilla, antes de saludar a Chelo con el mismo entusiasmo. No tenía buen aspecto, estaba muy avejentada, yo siempre había sentido miedo por ella, Pablo no, pero yo presentía que acabaría mal.
—¿Qué haces aquí? —La última vez que la vi, hacía casi un año, me había contado que se marchaba a vivir al sur—. Creí que estabas en Sevilla…
—¡Ahg! No me hables —se echó el pelo para atrás, con una mano, llevaba las uñas pintadas de blanco nacarado, nunca se las había visto así, a lo mejor se creía que le hacían más joven—. Los sevillanos son demasiado… sevillanos, para mí. Me cansé de ellos muy pronto, echaba de menos la capital, el ambiente, no sé. Además, estoy enamorada otra vez, no puedo evitarlo, en fin, ya sabes…
Había bajado la voz para confesarlo, estoy enamorada, como si esa circunstancia fuera capaz de explicar por sí misma su traslado, estoy enamorada, lo dijo en un tono dulce y tímido, casi con unción, menuda zorra estás hecha pensé, cuando hablaba de amor olvidaba que era un hombre en realidad y no podía evitar pensar en ella en femenino.
Chelo la felicitó estruendosamente, añadiendo que tuviera cuidado, que los hombres eran muy malos. Ely le contestó que a quién se lo iba a decir, pero que de todos modos, no se podía vivir sin ellos. Eso sí, Chelo estaba de acuerdo. Yo escuchaba su diálogo, pendiente del trato que se estaba cerrando a mi izquierda. Pensé que tendría que mover el coche para dejarles salir, pero se instalaron los tres en el asiento de atrás, el cliente en el centro, y empezaron a meterse mano los unos a los otros.
—¡Oye! —el potente acento extremeño de Ely me obligó a volverme hacia ella—. ¡Vi a tu chico en la tele, hace un par de meses, en Sevilla! Sale mucho, ahora…
Asentí con la cabeza, sonriendo. Pablo tenía ya cuarenta y dos años, pero para Ely siempre sería mi chico, igual que para Milagros la desteñida era la chica de Pablo, por lo visto. Por lo demás no me extrañó. Su último libro había tenido tan buena crítica y tan pocos lectores como los demás, pero él se había puesto de moda de repente.
—Pero ¿por qué sale siempre hablando del cura ése?
—¿De qué cura? —no le entendía. Además, últimamente procuraba no ver a Pablo por la televisión.
Los restantes participantes del coloquio, el debate, el programa o lo que fuera, solían resultar tan imbéciles que el aplomo de mi marido, su sabiduría, su media sonrisa torcida, cargada de mala leche, me recordaban que le quería, que le quería terriblemente, a pesar de todo, y eso me producía insoportables deseos de volver, me hacía añorar el lazo rosa y la piel blanca, suave, aborregada, que había vestido durante tanto tiempo.
—Pues de ese cura, de ése que lleva muerto tantos años, ahora no me sale el nombre, por Dios, sí, tienes que saber quién es, ése que estaba liado con la monjita, ésa sí que me cae bien, debía de ser muy buena persona, la monjita, y muy lista.
—Pero ¿qué monja?
—¿Cuál va a ser? Esa de las yemas, mujer, la santa, la de Ávila…
—¡Ah! San Juan…
—Eso, San Juan de no se qué, siempre sale hablando de lo mismo, no sé cómo no se aburre, claro que el otro día estuvo muy bien, salió un yanqui diciendo que, en realidad, cuando se machacaban con el látigo y esas cosas, lo hacían para correrse, que al final se corrían, eran masocas, ¿comprendes? —asentí con la cabeza, sabía de cuál imbécil me estaba hablando—. A mí me pareció muy simpático, dijo cosas muy graciosas, pero tu chico se cabreó mucho con él, estuvo grosero incluso, yo encantada, ya sabes que me encanta Pablo cuando se altera, se pone muy guapo, y además las canas le dan ahora algo especial, no sé qué, pero está muy bien.
Mi vecino estaba muy ocupado. Había deslizado las manos debajo de la ropa de sus dos acompañantes para extraer sus respectivos sexos, que sostuvo un momento sobre las palmas, contemplándolos apreciativamente. Uno de ellos —el pequeñito de aspecto aniñado— tenía una polla muy respetable. El otro, alto y llamativo, devoto de la estética de la vedette de revista, con boa de plumas y todo, poseía un pequeño pene tonto y encogido, que constituía a todas luces el más endeble y miserable de todos sus miembros. Desde luego nunca se sabe, eso debió de pensar también su cliente, que emitió un pequeño grito de sorpresa y alborozo antes de comenzar a acariciarles equitativamente, sin discriminar, todos son criaturas de Dios al fin y al cabo, a cada uno con una mano, mientras ellos hacían lo propio con él, besándose en la boca todo el tiempo. Ely me preguntó algo, pero no le escuché. Repitió la pregunta, en voz más alta.
—¡Que dónde está Pablo!
—La verdad es que no lo sé. Ya no vivimos juntos.
Si le hubiera dicho que la tierra se estaba abriendo debajo de sus pies, no se habría sorprendido más. Se quedó callado, mirándome a los ojos, sin saber qué decir. Luego, comprendí que era más fuerte que él, acercó su cabeza a la mía muy sigilosamente.
—No se habrá pasado a la acera de enfrente, ¿verdad? —sonreí, allí iba a estar él, la Ely, para sacarse la primera entrada, casi sentí darle un disgusto.
—No, lo siento pero creo que no, anda liado con una pelirroja.
—Más joven que tú, claro.
Estuve a punto de mandarle a la mierda, pero me contuve.
—Sí, más joven que yo.
—Así que Pablo te ha dejado por una pelirroja…
—No —procuré hablar despacio, recalcando las palabras—, yo le he dejado a él, y él, después, se ha liado con una pelirroja.
Me había equivocado en mis apreciaciones antes. Ahora me miraba mucho más sorprendido que antes, la cabeza torcida, sonriéndome con sorna.
—¿Que tú has dejado a Pablo? —él también recalcaba las palabras—. ¿Te piensas que yo me voy a creer que tú has dejado a Pablo…? ¡Venga ya, Lulú!
—¡Vete a tomar por culo! —Eso es todo lo que fui capaz de contestarle, vete a tomar por culo. Estaba furiosa, y no quería que me viera llorar, el maricón ése, ¡venga ya, Lulú!, me cago en sus muertos, vete a tomar por el culo y a ver si te lo rompen de una puta vez; él me miraba como si estuviera loca, generalmente respondía con un ¡muchas gracias! o un ¡Dios te oiga!, y me hacía reír, pero aquella vez se dio cuenta de que iba en serio, vete a tomar por culo, arranqué de golpe, casi nos estrellamos con el de atrás, menos mal que acababa de recoger la mercancía e iba todavía despacio, a mi izquierda había empezado el movimiento, el ejecutivo vestido de azul se había puesto al pequeñito encima, se la iba a meter de un momento a otro, el otro se la meneaba con la mano, lo sentí por eso, me iba a perder lo mejor.
Chelo me miraba, asustada.
—¿Qué te pasa? —no contesté—. Pero… ¿por qué te pones así? Al fin y al cabo, Ely siempre ha estado enamorada de Pablo ¿no?, eso dice él, por lo menos. ¡Por favor, Lulú, ten cuidado! Nos vamos a matar…
La busqué por todas partes, en todos los armarios, en todos los cajones, en los escondites de Pablo, y en los míos, pero no pude encontrar mi blusa blanca cuando me marché de casa.
Una noche, casi un año después de que la conociéramos, Pablo apareció en casa con Ely. Había estado firmando en la feria, una obligación que detestaba, y se la había encontrado, ella se había presentado con uno de sus libros en la mano y se había quedado haciéndole compañía toda la tarde, porque como de costumbre no se acercó casi nadie a la caseta. Pablo en compensación la invitó a cenar, y ella misma hizo la cena. Llevaba una camiseta de raso rosa pálido, con tirantes muy finos y encajes en el escote, muy bonita.
—Es preciosa, la camiseta.
—Te la regalo —estaba muy graciosa, con uno de mis delantales, cociendo raviolis—. Va en serio, Lulú, quédatela, tengo otras iguales, de colores distintos.
—Me estará pequeña, seguro, soy mucho más tetona que tú…
—Uy, no creas.
—… pero podrías decirme dónde la has comprado, me gusta mucho.
Así que quedamos para ir de compras, una tarde. Primero fuimos a merendar tortitas con nata, primero, a mí también me encantan, confesó, y luego me llevó a cuatro sitios. Solamente uno de ellos era una tienda, con puerta en la calle y cartel luminoso, dependientas y todo eso. Los demás eran tres pisos, todos bastante cerca de Sol, y el último estaba en un sexto sin ascensor.
Cuando llegamos allí no tenía ningunas ganas de subir. Había comprado kilos de ropa interior, y me había divertido mucho probándome delantales minúsculos, de tela brillante, con cofias a juego, corsés de los que se abrochan por detrás y bragas altas hasta la cintura pero completamente abiertas por debajo. Ely me ayudaba y me aconsejaba, eso no te sienta bien, eso sí, cómprate algo de cuero negro, da muy buenos resultados… No le hice ni caso, debía de estar harta de mí, porque no escogí nada negro, ni rojo… La verdad es que me hubiera gustado tener algún liguero de aquellos, tan chillones, me sentaban bien y eran muy clásicos, pero sabía que a Pablo le horrorizarían esos colores, y me mantuve firme en el blanco, casi todo blanco, algo beige, rosa, amarillo, incluso una especie de cosa indescriptible, híbrido de camisón y bañador, lleno de tiras y de agujeros por todas partes, incomodísimo pero divertido por lo barroco, de color verde agua, muy pálido. Después de eso, no me apetecía nada subir a un sexto andando, pero subí, resoplando sobre los peldaños de madera que olían a lejía rancia, subí por no decepcionar a Ely, porque ella me había dicho que ese sitio, que ni siquiera tenía un cartel encima del balcón, ni una placa de latón en el portal, nada de nada, era el mejor y que por eso lo había dejado para el final.
La dueña tenía aspecto de haber sido flamenca en otros tiempos, el pelo teñido de negro azulado, estirado hacia atrás, y recogido en un moño aplastado, justo encima de la nuca. Llevaba las cejas dibujadas de gris claro y los párpados pintados de azul rabioso, el lápiz de labios era muy parecido al que solía usar Ely, rojo escarlata pasión o un nombre similar, colorete a juego, muy morena, con un par de dientes de oro, su cara parecía el mapa físico de algún país muy accidentado.
Me preguntó si era andaluza. Cuando le contesté que no, me miró, un tanto decepcionada. Luego quiso saber dónde trabajaba. No supe qué contestar, seguía luchando con Marcial por aquel entonces, y no supuse que mis batallas fueran a interesarle mucho. Ely me sacó del apuro explicándole que yo era una mujer decente, bueno, decente más o menos. Ya, retirada, la flamenca se quedó satisfecha con su deducción, pero me miró con cierta desconfianza, como si por alguna razón, yo no le gustaba.
A pesar de eso, gorda como una foca, vestida con una bata estampada, nos guió a través de un pasillo eterno hasta el que parecía el único cuarto exterior de la casa, una sala bastante grande amueblada con vitrinas de cristal en las que, además de ropa, se podían ver toda clase de artilugios. El efecto era muy extraño, como un sex-shop instalado en el cuarto de estar de una casa cualquiera, iluminado con luz natural, las cortinas corridas y la Puerta del Sol al fondo, pero no me detuve mucho en esa imagen porque la vi enseguida, colgada de una percha.
Era diminuta, blanca, casi transparente, la batista era tan fina que parecía gasa. El cuello, cerrado por arriba, terminaba en dos solapas minúsculas, rematadas con volantes. Justo debajo de éstos, dos mariposas sostenían una guirnalda de flores muy pequeñas, bordadas con hilo satinado y perlitas. A ambos lados del bordado, cuatro jaretas muy finas. Y nada más. Las mangas eran cortas, de farol, terminaban en una tira que se abrochaba con un botón pequeño, de nácar. La blusa también era muy corta, se abrochaba por detrás, con botones de reflejos rosados, y el último, a la altura de la cintura, no se veía, un lacito ocultaba el ojal sobre una tira de tela similar a la que remataba las mangas pero más ancha. Era una camisita de recién nacido, hecha a la medida de una niña grande, de doce o trece años.
Cuando me volví hacia atrás, con la percha en la mano, Ely me miraba con extrañeza. La flamenca no, ésa ya debía de haber visto de todo, a sus años.
—¿Le gusta?
—Sí, me gusta mucho, pero no me la puedo llevar, es muy pequeña. ¿No las tiene más grandes?
—No, fue un encargo que nunca vinieron a recoger.
—¿Quién la encargó? —de repente me asaltó una sospecha estúpida.
—Oh, no sé cómo se llamaba. Un señor como de cuarenta y cinco años, con acento catalán, no sé.
—¿Vino con la niña? —ahora sentía curiosidad, solamente. La flamenca empezaba a estar molesta.
—¿Con qué niña?
—Bueno, por el tamaño esta blusa es para una niña, ¿no?
—Él trajo las medidas apuntadas en un papel, yo nunca hago preguntas, oiga, no me importa para quién era la blusa, sólo sé que me he quedado con ella, y no la voy a colocar en mi vida… —se quedó mirándome con cara de susto y se volvió hacia Ely—. Oye… ésta no será de la madera, ¿verdad?, no serás tan hijo de puta como para haberme metido a la madera aquí, ¿verdad?
Ely negó con la cabeza, yo intervine.
—No, lo siento, perdóneme, era sólo curiosidad.
—Ya… —pareció tranquilizarse—. Podemos hacérsela, si quiere.
Asentí con la cabeza y salió por la puerta, ya aparentemente segura de la bondad de mis intenciones, anunciando que iba a buscar un metro.
Ely se acercó, la cogió con la mano, y la estudió detenidamente.
—¿Te gusta de verdad, esto?
—Sí, y a Pablo le encantará, estoy segura, más que cualquier otra cosa que hayamos visto hoy.
—¿Esto? —estaba auténticamente perplejo—. ¿Estás segura? Nunca me lo hubiera imaginado, tu chico debe de ser todavía mucho más vicioso de lo que parece…
La flamenca, metro en ristre, escuchaba nuestra conversación desde el umbral de la puerta, sin inmutarse. Le encargué tres blusas, iguales, todas blancas, y eso ya le sorprendió más. Después de pedirme una señal abusiva, me dijo que podría ir a recogerlas a los quince días. Como Ely se había encargado una especie de quimono corto, negro, con dibujos de dragones de colores, horroroso, que a ella le parecía muy elegante, se ofreció a recogerme las blusas. Cuando tendí la mano a la dueña de la casa para despedirme, ella me cogió por los hombros, me dio dos besos y me decidió tutearme.
—Si dentro de una temporada necesitas volver a trabajar, ven a verme. Te podrías sacar una pasta, ahora que las morenas se han vuelto a poner de moda, sobre todo en verano, los guiris, ¿sabes?, nórdicos, belgas, alemanes, también franceses, parece mentira, aunque están tan cerca les gustan mucho las tías como tú, a los franceses, tendrías que decir que eres andaluza, pero de todas formas… —se detuvo para sonreírme, creyó haber interpretado correctamente la expresión de mi cara, pero se equivocaba, yo no estaba enfadada, ni ofendida, no tenía ni siquiera margen para eso porque no me podía creer lo que estaba escuchando—. No te hagas ilusiones. Te dejará pronto, con esos gustos que tiene… Eres guapa, muy guapa, eso sí, y él no debe de ser muy viejo todavía, pero con los años le gustarán cada vez más jóvenes, rubias y delgadas, y al final, las niñas pequeñas, como al catalán, que andaba liado con su hija, el muy cerdo, una niña preciosa, daba pena verla… La verdad es que no entiendo por qué te ha elegido a ti, aunque no le conozca, no lo entiendo, hay por ahí tantas tías mayores que parecen parvulitas y tú, que debes ser tan joven, aparentas más años de los que tienes, es curioso… —ahora me hablaba con simpatía, como una anciana tía sinceramente preocupada por mi futuro—. En fin, ven a verme, si necesitas volver a trabajar…
Yo ya había pensado en eso muchas veces, pero nunca le había dado importancia. Lo comenté con Ely cuando salimos a la calle, al fin y al cabo Pablo me había conocido en la cuna, era distinto, había jugado conmigo muchas veces de pequeña, y podía seguir considerándome una niña si quería, no le debía de costar mucho trabajo, yo no creía hacer nada especial para fomentárselo, en realidad.
Ely me miraba sin comprender bien lo que decía. Entre airadas protestas —pero cuántos años te crees que tengo yo, a estas horas, ni que fuera una abuela, a mí todavía no me gustan esas cosas—, le arrastré a tomar una taza de caldo mientras pensaba que era increíble que pudiera ser tan torpe después de llevar tantos años dedicado a la prostitución.
Había pensado en eso muchas veces, sin darle mucha importancia, pero aquella noche, mientras conducía como una bestia, las palabras de la flamenca, y las de Ely también —mucho más joven que tú, claro—, se me clavaban en el cerebro como agujas largas y dolorosas, porque mi blusa blanca no había aparecido, era la última que quedaba, las otras se habían ido rompiendo y a ésta le faltaba poco, cinco años y pico, casi seis, había durado, no estaba mal. Al principio pensé que era un buen presagio, no había aparecido, Pablo la había guardado para quedársela, yo no me iba para siempre, no sabía si me iba para siempre, en realidad no sabía para qué me iba, ésa era la verdad, pero ella a lo mejor la llevaba puesta ahora, mi camisita de recién nacida, seguramente le sentaría mejor que a mí, era más joven.
Cuando llegamos, Chelo me obligó a subir, no puedes irte así a casa, me dijo. Estaba un poco asustada incluso, siempre he sospechado que sospecha que estoy loca, un poco desequilibrada, como ella diría. La cinta de vídeo estaba metida en su estuche, encima de la televisión, la vi nada más entrar. Chelo me dijo que se iba a duchar y me preguntó si quería ducharme yo también. Le dije que no, era lo último que me faltaba aquella noche, que Chelo se me pusiera tonta. Ya acepté la última vez que salimos a cenar juntas, y luego me costó un sino quitármela de encima.
—Tiene gracia… —me había dicho—, vuelves a tener pelos en el coño, después de tanto tiempo.
Me serví una copa, la enésima, y cogí el estuche. En la cubierta aparecían tres seres resplandecientes, morenos y sanos. A la izquierda se veía a un hombre muy guapo, de pie, con una toalla blanca enrollada a la cintura y otra sobre un hombro. Era Lester, pero yo aún no le conocía. A su lado otro tío, más alto y más grande todavía, castaño y risueño, impresionante, con unos vaqueros viejos, blanquecinos, me pareció el hombre más guapo que había visto en mi vida. Una mujer rubia, pequeña, de expresión graciosa y totalmente desnuda, sentada en una silla, completaba la composición por la derecha. Más o menos encima de su cabeza aparecía un símbolo que no había visto nunca, tres circulitos, los dos primeros con una flechita, el tercero con una crucecita también ascendente, entrelazados entre sí.
—¿Qué es esto, Chelito?
—¿Qué? —cruzó desnuda la habitación, en dirección a mí—. ¡Ah!, eso, es una película, la trajo Sergio ayer, pero no la vimos, porque, bueno, da igual, no sé de qué va… —en su voz había un ligero acento de disculpa.
La miré. Tenía un arañazo largo encima del pecho izquierdo. Aunque había tomado la precaución de colocarse de espaldas a la luz, pude distinguir otras señales repartidas por todo su cuerpo. Estaban frescas. Entonces me miró a los ojos y me puso la mano encima del hombro. Sabía lo que yo estaba pensando y sabía también que no haría ningún comentario. Era inútil, después de tantos años, me aseguraría que había sido algo accidental, pero que nunca más, como otras veces.
Pablo nunca me había pegado.
—Oye, mira, Chelo, si no te importa, me acabo la copa y me voy a casa. Estoy muy cansada y ya es tarde…
—Sí, bueno, haz lo que quieras, por supuesto —me interrumpió antes de que pudiera de terminar la frase.
Estaba dolida conmigo, ella era así, yo ya me había acostumbrado a su manera de pensar, a ese blando y ambiguo, lacrimoso concepto de la amistad. El camarero de turno, anoche, le había pegado una buena paliza, y ahora necesitaba consuelo y cariño, algo suave y delicado, un placer puramente sensitivo, como ella decía. Formaba parte del juego, por lo visto, fingir desvalimiento y ternura, adobar la piel amoratada con lágrimas y suspiros para impresionar a cualquier jovencita incauta, en las exactas antípodas del animal noble que la había embestido sin rechistar unas pocas horas antes, porque aquélla era su forma de hacerlo, había contemplado alguna vez los prolegómenos, les provocaba y les insultaba, iba soltando cuerda poco a poco, hasta que ellos entraban al trapo, y entraban siempre, porque ya se cuidaba ella de buscarlos entre los más inocentes, siempre los elegía de la misma clase, camareros, motoristas, botones recién desembarcados en Madrid, ingenuos todavía, como ingenuas debían de ser ellas para tragarse el cuento de la violación y las dolorosas cicatrices, a mí ya ni siquiera intentaba colocármelo, ni siquiera cuando calculaba mal y él resultaba menos manejable de lo previsible, que también los había de ésos, con ideas propias. Luego, trataba de vengarse de mi estricta impasibilidad frente a sus trucos recordándome que no soy una persona sensible, pero eso tampoco me afectaba ya, después de tantos años.
Escuché el portazo, y el ruido del agua escapando de la ducha. Todavía tenía la cinta en la mano, y seguía intrigada por el símbolo desconocido, la cadena de circulitos iguales y distintos. Me acerqué a la puerta del baño y chillé.
—¿Te importa que me la lleve? La película, quiero decir.
No me contestó. Insistí otras dos veces.
—¡Haz lo que te dé la gana! —estaba enfadada conmigo, en efecto.
Metí la cinta en el bolso y salí sin hacer ruido. Ya estaba empezando a pensar que quizá no me estaba comportando como una buena amiga, después de todo, y ella era perfectamente capaz de lanzar por sorpresa un último ataque a la desesperada.