Fue un día extraño, un día raro desde el principio, y no sólo por el calor, este calor seco, africano, tan poco habitual ya a finales de septiembre.
Mi cuñada me llamó a primera hora. Quería saber si tenía un hueco para ella, y contarme de paso que a Pablo le iba muy bien con su chica nueva, la llamó así, su chica, a esa especie de musa desteñida jovencísima a la que se había ligado en la Menéndez Pelayo. Aquel verano, el primero que no pasábamos juntos desde que volvió de Estados Unidos, se había apuntado a todos los bolos del mundo, dos meses de curso en curso mientras nuestra hija veraneaba con mis padres, en la sierra. Yo me había quedado sin vacaciones, hacía muy poco tiempo que había empezado a trabajar, pero me escapaba a Miraflores los fines de semana y allí me enteré de que venía a recoger a la niña de ven en cuando, siempre en días laborables. No volví a verle hasta que me lo encontré en la puerta del colegio de Inés, el primer día de curso. Su hija se alegró tanto de que hubiera venido que él le prometió que aquella semana iría a recogerla al cole todas las tardes, y había cumplido su promesa, pero nunca la llevaba a mi casa después del parque. La dejaba en casa de Marcelo, que estaba muy cerca de la mía, cinco minutos antes de que yo llegara. Inés ya conocía a la pelirroja, le caía muy bien, decía que era muy simpática, y ahora Milagros llamaba para recordármelo. No era la mejor manera de empezar el día.
Yo trabajaba en una agencia de servicios editoriales que no andaba demasiado bien. Susana me había metido allí por amistad, y no porque realmente hiciera falta gente. Milagros, por lo que me contó, necesitaba nuestro tiempo más de lo que nosotros necesitábamos su dinero, pero le contesté que estábamos muy ocupados y que no podíamos hacernos cargo de otro libro. Así fue como me aseguré de seguir sintiéndome mal durante todo el día, y luego, lo demás se complicó. No fui capaz de encontrar una mecanógrafa disponible, la composición no entregó a tiempo los positivos del anuncio de los alemanes y uno de nuestros clientes más constantes anuló un encargo de cierto volumen. Me pasé toda la mañana colgada del teléfono para nada. Mi puesto de trabajo pendía de un hilo, y si no llamé a mi cuñada para suplicar su encargo a destiempo fue porque estaba segura que ya lo habría aceptado alguien en alguna empresa de la competencia. El sector no estaba muy boyante, y tampoco era fácil que existiera otra editora tan imbécil como yo.
A mediodía recibí una llamada del colegio de Inés. La tutora quería quedar una tarde conmigo para hablar de mi hija. En mayo había ido a verla, le había explicado que Pablo y yo íbamos a separarnos, le había pedido que observara a la niña, y al final de curso ella me aseguró que la encontraba normal, igual que siempre. Ahora era distinto. Eso suele pasar, ¿sabes?, me dijo, hay niños que reaccionan antes y otros después, pero encuentro a Inés un poco ausente, desanimada, tristona, no os preocupéis, no es nada grave, pero deberíais estar un poco pendientes de ella, al fin y al cabo sólo tiene cuatro años. Cuando colgué, estaba tan deprimida que decidí ser indulgente conmigo misma, pero Pablo tenía el contestador automático puesto. Había pensado invitarle a comer con el pretexto de comentarle los problemas de Inés, y el verdadero propósito de comprobar hasta qué punto había perdido mi poder sobre él, pero no me atreví a dejarle ningún mensaje. Después, por si todo lo demás fuera poco, Chelo llamó a primera hora de la tarde.
Estaba peor que yo, con una de esas depresiones húmedas que le disparan las secreciones, lágrimas, mocos, babas, la lengua gorda, sílabas ininteligibles, sórdidos sonidos viscerales que saltan no se sabe cómo a la línea telefónica, la víctima goza, saborea su último llanto sobre la piedra de los sacrificios, el acero sobre su cuello frágil, dispuesto para ejercer la justicia, la injusticia suprema.
Esta vez me contó algo acerca del tribunal de las oposiciones, casi se podrían llamar «sus» oposiciones, después de tantos años, y le colgué el teléfono. No la soporto, no soporto sus accesos de histeria. No soy una persona sensible, al parecer. Me he acostumbrado a vivir bajo esa sombra.
Todavía puedo recordarlo como si estuviera empezando a vivirlo.
Cuando volví del colegio, mi hermano Marcelo estaba en la cama, y Pablo, que ya era su mejor amigo cuando yo nací, sentado a sus pies. Tenía veintisiete años, era profesor de Filología Hispánica en la Complutense, y acababa de publicar su primer libro de poemas, que había obtenido críticas muy buenas, aunque no tan abundantes como las que los periódicos habían dedicado a su edición crítica del Cántico Espiritual. De todas formas, eso todavía no me impresionaba, quizás porque no se parecía nada a los poetas que aparecían en mi libro de Literatura. Era alto, grande, y ya tenía algunas canas. Yo le conocía desde que tenía memoria, y le amaba de una manera vaga y cómoda, sin esperanza.
Aquella tarde, un cantautor de moda iba a dar en Madrid un recital muy esperado, todo un acontecimiento para la castigada oposición democrática. Pablo insistía en que tenían que ir, y Marcelo le escuchaba con cara de pena, los ojos cerrados como si no tuviera fuerzas para levantar los párpados, creo que esta es la peor resaca de mi vida, dijo por fin, la peor, en serio, ten piedad de mí… Entonces me ofrecí, era ya como un reflejo. Improvisé una expresión ansiosa, cerré los puños, intenté que mis ojos brillaran y repetí como un papagayo que me encantaría, me encantaría, me encantaría, de verdad que me encantaría ir contigo, Pablo, si Marcelo no puede salir, voy yo y así no desperdiciáis la entrada… Nunca había dado resultado, pero esta vez me miró de arriba abajo y le pidió a mi hermano su opinión. Marcelo, con una cara que, para mi asombro, expresaba más recelo que otra cosa, meditó un momento, le recordó mi edad y luego le dijo que hiciera lo que quisiera. Pablo volvió a mirarme. Yo estaba tranquila porque sabía que me iba a rechazar. No lo hizo.
Se levantó, me cogió del brazo y empezó a meterme prisa. Si no salíamos enseguida llegaríamos tarde, y no había demasiadas esperanzas de que el recital durara más de diez minutos. Si nos perdíamos el principio, apenas llegaríamos a escuchar las sirenas de los coches de policía. Yo intenté resistirme. No me había dado tiempo a cambiarme, llevaba puesto el uniforme del colegio, y sólo el jersey era nuevo, de mi talla. Ya era la más alta de todas mis hermanas. La falda la había heredado de Isabel y me quedaba muy corta, un palmo por encima de la rodilla. La blusa era de Amelia, otra herencia, los botones parecían a punto de estallar. Cuando comenzó el curso, mi madre se había mostrado menos dispuesta que nunca a gastar dinero, total, aquel era mi último año. Las medias estaban desgastadas, el elástico se había aojado y no podía dar dos pasos sin que se me enrollaran en el tobillo. Los zapatos eran espantosos, con una suela de goma de esa que parece tocino cocido de dos dedos de alto. Y todo, excepto la trenka verde, perteneciente en origen a uno de mis hermanos varones, de un espantoso color marrón. Cuando una nace la séptima de nueve hermanos, sobre todo cuando los dos últimos son mellizos, no suele estrenar ni el uniforme, por eso le pedí que me dejara cambiarme de ropa, le prometí que no tardaría nada, pero fue inútil. No estaba dispuesto a esperar ni un minuto, aunque teníamos tiempo de sobra.
—Estás muy guapa así.
Cuando salíamos por la puerta, Marcelo me llamó, y me dijo que era mejor que Pablo se fuera primero y que, mientras tanto, yo le contara algo a Amelia, que me iba a estudiar a casa de Chelo, o algún otro cuento por el estilo. No comprendí el sentido de aquella advertencia, pero Pablo sí pareció entenderlo, se le quedó mirando y le dijo algo todavía más extraño.
—¡Vamos, Marcelo, pero por quién me tomas!
Mi hermano se rió, y no dijo nada más.
Él salió primero. Cuando bajé, me estaba esperando en el portal. Faltaba menos de un mes para Navidad. Hacía frío. La trenka no era más larga que la falda, y el borde áspero me rozaba los muslos al andar, pero eso no me molestaba tanto como su aspecto masculino, tosco, feo, más propio de un colegial de doce años que juega al fútbol en el patio del colegio que de una chica mayor que va a un concierto. Para intentar arreglarlo, me abroché el primer botón y me levanté la capucha, pero al mirarme de reojo en el pequeño espejo empotrado en la fachada de madera de una vieja mantequería, decidí que la capucha no me favorecía. Me di cuenta también de que no se me veía una sola punta del uniforme. Podría no haber llevado ropa debajo del chaquetón verde.
Pablo tenía un 1500 de segunda mano, bastante destartalado, pero coche al fin. Yo estaba muy excitada, era la primera vez que salía con él, la primera vez que salía de noche y la primera vez que salía con un tío que tuviera coche.
El trayecto fue largo. La Castellana estaba atascada de punta a punta, pero él no perdió la calma en ningún momento. Tampoco dejó de hablar, en un tono siempre malévolo, chismoso, contándome chistes, historias inverosímiles, exagerando, el tipo de conversación con la que antes solía desarmar a mi madre cada vez que llegaba a casa y se encontraba a Marcelo castigado sin salir. Entonces pensé que me trataba como a una niña. Le pillé un par de veces mirándome las piernas y no fui capaz de sacar conclusiones.
Cuando aparcamos, bastante lejos del pabellón, se volvió hacia mí y empezó a darme instrucciones. No debería separarme de él para nada. Si aparecía la policía, no tenía que ponerme nerviosa. Si había hostias, no tenía que chillar ni llorar. Si había que correr, le daría la mano y saldríamos de naja, sin rechistar. Le había prometido a Marcelo devolverme entera a casa. Dramatizaba deliberadamente, para excitarme con la perspectiva del riesgo y la carrera, y al terminar me preguntó si sería capaz de comportarme como una niña buena y obediente. Yo le contesté que sí, muy seria, me lo había creído todo. Él se acercó a mí y me besó dos veces, primero posando apenas los labios en el centro de mi mejilla izquierda, después sobre el borde de la mandíbula, casi en la oreja. Mientra tanto, había aprovechado mi rapto de muchachita en peligro para ponerme una mano en el muslo. Ya tenía una extraña facilidad para sobar a las mujeres con elegancia.
mEn la puerta comenzó el rito de los saludos, los besos y las enhorabuenas. Me sentía ridícula entre tantos adultos, con mi trenka verde y las medias enrolladas en los tobillos. Pablo parecía absorto en su propio éxito social, así que le solté el brazo e intenté retrasarme. Pero a pesar de las apariencias, estaba marcándome de cerca. Me agarró de la muñeca y me obligó a quedarme a su lado. Luego, siempre sin mirarme, me cogió de la mano, no me la dio como se la suelen dar los novios, los dedos entrecruzados, sino que tomó mi mano y la apretó entre su índice y su pulgar, como se coge a los niños pequeños en los pasos de cebra. Nunca me daría la mano de otra manera.
Un hombre mayor de aspecto socarrón, un escritor consagrado que destacaba entre la multitud por su expresión desganada, como si en realidad le importara muy poco el acontecimiento, fue el único que reparó en mi presencia. Me miró mucho tiempo, sonriente. Cuando pasamos a su lado, ensanchó la sonrisa y se volvió hacia nosotros, hablando en voz muy baja.
—¡Vaya, Pablito…!
El aludido soltó una carcajada.
—Le has gustado. ¿Sabes quién es?
Sí, lo sabía.
La gente empezaba a desfilar, y fuimos a ponernos en la cola. Poco después comenzó el barullo. Los maromos de la puerta, servicio de orden, bloquearon la entrada y se pusieron a chillar que allí no entraba nadie sin pagar. Los causantes del conflicto, un grupo de quince o veinte adolescentes, contestaron que no estaban dispuestos ni a pagar ni a moverse de allí. Así estuvimos un buen rato, hasta que alguien empezó a empujar desde el fondo de la cola. La primera carga me descolocó. Ahora estaba detrás de Pablo, pegada a Pablo, su nuca me rozaba la nariz. Los de atrás volvieron a chillar, como si quisieran tomar impulso, y desencadenaron una segunda avalancha. Los seis botones de mi trenka, una especie de barritas de plástico marrón veteado de blanco que pretendían imitar la apariencia del cuerno de algún animal, supongo, se clavaron en su espalda.
Le pregunté si le había hecho daño. Me contestó que sí, un poco. Me desabroché la trenka. La multitud daba calor. Desde atrás seguían empujando. El aire se volvió espeso, olía a gente. Pablo me cogió de las muñecas y me obligó a abrazarle. Tenía que sentir mi cuerpo contra el suyo, mi aliento en la nuca. Yo estaba bien. Sentía que aquella muchedumbre me garantizaba cierta impunidad. No me atrevía a besarle, pero comencé a restregarme contra él. Lo hacía por mí, solamente, para tener algo que recordar de aquella noche, estaba segura de que él no se daba cuenta. Me movía muy despacio, pegándome y despegándome de él, clavando mis pechos en su espalda y mordiendo diminutas porciones de su jersey granate hasta que la aspereza de la lana me chirrió en los dientes. Entonces el tumulto se deshizo en un instante, igual que se había formado. Volvía a hacer frío. Me desasí de Pablo, lo más deprisa que pude. Y él comenzó a comportarse de una forma extraña.
Primero miró el reloj, estuvo un buen rato mirándolo, como si necesitara fijar los ojos en él para poder pensar en otra cosa. Luego se apartó de la cola y comenzó a caminar en dirección contraria, muy decidido.
—Vámonos.
Obedecí, sin comprender muy bien qué había pasado.
—¿Fumas canutos?
El tono de su voz había cambiado, ya no lo reconocía. Permanecí callada porque no sabía qué decir.
—Contéstame.
Sí los fumaba, pero no se lo dije. Había dejado de confiar en él. Negué con la cabeza, muy seria, y él sonrió, como si supiera que acababa de mentirle. Después, sin dejar de andar, sacó una china de un bolsillo, la calentó y me pasó un cigarrillo. No me atreví a preguntarle qué quería que hiciera con él. Lamí el papel, lo despegué y vacié el tabaco en la palma de la mano. Entonces se detuvo un momento para cogerlo y liar un canuto. Lo encendió, le dio dos chupadas y me lo ofreció, pero yo me quedé parada y volví a negar con la cabeza.
—¡Por Dios, Lulú, deja de comportarte como una imbécil!
Él, Chelo y mi padre eran las únicas personas que me seguían llamando así. Marcelo solía llamarme Pato, Patito, porque era, lo sigo siendo, muy torpe.
Por fin cogí el canuto, lo chupé un par de veces y se lo devolví. Seguimos andando, y fumando, como si no hubiera pasado nada. Al rato me atreví a preguntar.
—¿Por qué no hemos entrado?
Él volvió a sonreír.
—¿De verdad te gusta ese tipo?
—No… —solamente le dije la verdad a medias. En realidad, por aquel entonces ni siquiera sabía que cantaba en catalán.
—A mí tampoco me gusta. Así que… ¿por qué íbamos a entrar?
Pasamos al lado de su coche pero él siguió adelante.
—¿Adónde vamos?
No me contestó. Nos metimos por una calle pequeñita. A pocos pasos de la esquina había un toldo rojo con letras doradas. Pablo abrió la puerta. Antes de entrar me fijé en los dos laureles pochos que flanqueaban la entrada, y en la luz amarillenta que despedía el quinqué atornillado en el muro. Dentro estaba oscuro.
—¡Ten cuidado, Pato! Hay escalones. —A pesar de todo, estuve a punto de caerme.
Pablo descorrió una pesada cortina de cuero y entramos en un bar. Me quedé paralizada de vergüenza. La mayoría de los hombres llevaban corbata. La edad media de las mujeres no debía bajar mucho de los treinta años. Las mesas camillas, diminutas, en torno a las que estaban sentados, casi todos por parejas, estaban vestidas con faldas de tonos rojizos. La luz era escasa y la música muy baja. Los pelos se me habían escapado de la coleta y me caían sobre la cara. La conciencia del uniforme me torturaba. Sentía que todos me miraban, y aquella vez era verdad. Todos me estaban mirando.
Nos sentamos en la barra. El taburete era alto y redondo, muy pequeño. Las tablas de la falda se desparramaron sobre mis muslos. Ahora parecía todavía más corta. Crucé las piernas y resultó peor, pero ya no me atreví a moverme otra vez.
Pablo hablaba con el camarero, que me miraba de reojo.
—¿Qué quieres? —Me quedé pensando, en realidad no lo sabía—. No me irás a decir que también eres abstemia…
El camarero se rió y me sentí mal. Engolé la voz y pedí un gin-tonic. Pablo se dirigió al camarero, sonriendo.
—Se llama Lulú…
—¡Oh!, le pega llamarse Lulú…
—Lo que pasa es que me llamo María Luisa —no sé por qué me sentí en la obligación de dar explicaciones.
—Lulú, saluda al caballero —Pablo apenas podía hablar, se reía a carcajadas, yo no entendía nada.
—Tengo hambre.
No se me ocurrió nada mejor que decir. Tenía hambre. Me pusieron delante un platito con patatas fritas y comencé a devorar. Él me regañó, aunque su sonrisa desmentía el rigor convencional, casi proverbial, de sus palabras.
—Las señoritas bien educadas no comen tan deprisa.
Volvía a mostrarse amable y risueño, pero su voz seguía sonando distinta. Me trataba con una desconcertante mezcla de firmeza y cortesía, él, que nunca había sido firme conmigo, y mucho menos cortés.
—Ya, pero es que tengo hambre.
—Y las señoritas bien educadas siempre dejan algo en el plato.
—Ya…
Bebía ginebra con hielo. Apuró su copa y pidió otra. Yo había terminado la mía e hice ademán de imitarle.
—Tú, de momento, ya no bebes más. —Antes de que dispusiera del tiempo necesario para despegar los labios y empezar a protestar, lo repitió con firmeza—: No bebes más.
Cuando nos marchamos, el camarero se despidió de mí con mucha ceremonia.
—Eres una niña encantadora, Lulú.
Pablo volvió a reírse. Yo ya estaba harta de sonrisitas enigmáticas, harta de que me trataran como a un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello, harta de no controlar la situación. No es que no fuera capaz de imaginar posibles desarrollos, es que los descartaba de antemano porque me parecían inverosímiles, inverosímil que él quisiera de verdad perder el tiempo conmigo, no entendía por qué insistía de hecho en perder el tiempo conmigo, por qué lo perdía.
Fuera hacía mucho frío. Él me pasó un brazo por el hombro, un signo que no quise interpretar, derrotada por el desconcierto, y anduvimos en silencio hasta el coche, pero cuando estaba abriendo la puerta volví a preguntar, aquélla fue una noche cargada de preguntas.
—¿Me vas a llevar a casa?
—¿Quieres que te lleve a casa?
En realidad sí quería, quería meterme en la cama y dormir.
—No.
—Muy bien.
Dentro, todavía se quedó un instante mirándome. Después, en un movimiento tan bien sincronizado como si lo hubiera ensayado muchas veces, me metió la mano izquierda entre los muslos y la lengua en la boca y yo abrí las piernas y abrí la boca y traté de responderle como podía, como sabía, que no era muy bien.
—Estás empapada…
Su voz, palabras que expresaban más satisfacción que asombro, sonaba muy lejos. Su lengua estaba caliente, y olía a ginebra. Me lamió toda la cara, la barbilla, la garganta y el cuello, y entonces decidí no pensar más, por primera vez, no pensar, él pensaría por mí.
Intenté abandonarme, echar la cabeza atrás, pero no me lo permitió. Me pidió que abriera los ojos. Se volvió contra mí e insertó su pierna izquierda entre mis dos piernas, empujando para arriba, obligándome a bascular contra su pantalón vaquero. Yo sentía calor, sentía que mi sexo se hinchaba, se hinchaba cada vez más, era como si se cerrara solo, de su propia hinchazón, y se ponía rojo, cada vez más rojo, se volvía morado y la piel estaba brillante, pegajosa, gorda, mi sexo engordaba ante algo que no era placer, nada que ver con el placer fácil, el viejo placer doméstico, esto no se parecía a ese placer, era más bien una sensación enervante, insoportable, nueva, incluso molesta, a la que sin embargo no era posible renunciar.
Me desabrochó la blusa pero no me quitó el sujetador. Se limitó a tirar de él para abajo, encajándomelo debajo de los pechos, que acarició con unas manos que me parecieron enormes. Luego me mordió un pezón, solamente uno, una sola vez, apretó los dientes hasta hacerme daño, y sus manos me abandonaron, aunque la presión de su muslo se hacía cada vez más intensa. Entonces escuché el inequívoco sonido de una cremallera. Me cogió la mano derecha, me la puso alrededor de su polla y la meneó dos o tres veces.
Aquella noche, su polla también me pareció enorme, magnífica, única, sobrehumana, y seguí yo sola. De repente, me sentía segura. Esa era una de las pocas cosas que sabía hacer, pajas. El verano anterior, en el cine, había practicado bastante con mi novio, un buen chico de mi edad que nunca había sido capaz de emocionarme. Lo que sentía en aquel momento era muy distinto. Estaba conmovida, deslumbrada, excitada, contenta, un poco asustada también. Por eso procuré concentrarme, hacérselo bien, pero él me corrigió enseguida.
—¿Por qué mueves la mano tan deprisa? Si sigues así, me voy a correr.
No entendí su advertencia. Yo creía que había que mover la mano muy deprisa. Yo creía que él quería correrse y que nos iríamos a casa. Yo creía que eso era lo natural, pero, por alguna extraña inspiración, no lo dije.
Su mano agarró mi muñeca para imprimirle un nuevo ritmo a mi mano, un ritmo perezoso, cansino, y la condujo hacia abajo, ahora le estoy rozando los huevos, y otra vez hacia arriba, ahora tengo la punta del pellejo entre los dedos, muy despacio. Estuvimos así un buen rato. Yo miraba mi mano, estaba fascinada, él me miraba a mí, sonreía. Entretanto, habían desaparecido las ansias, la violencia inicial. Ahora todo parecía muy suave, muy lento. Mi sexo seguía hinchado, se abría y se cerraba.
—Siempre he confiado mucho en ti —su voz era dulce.
Aquel pedazo de carne resbaladiza y enrojecida se había convertido en la estrella de la velada. Él ya no me tocaba, no me hacía nada. Se había ido moviendo muy despacio, para no estorbarme, hasta recuperar la posición inicial. Volvía a ocupar el asiento del conductor, el cuerpo arqueado hacia delante, los brazos colgando hacia atrás. Cunado tuvo algo más que decir, se limitó a mover la cabeza para acercar la boca a mi oreja.
—¿Has…? —no terminó la frase, se quedó callado, pensativo, como si estuviera eligiendo las palabras—. ¿Le has comido la polla a un tío alguna vez?
Dejé de mover la mano, levanté los ojos y los clavé en los suyos.
—No —aquella vez no mentía, y él se dio cuenta.
No dijo nada, seguía sonriendo. Alargó la mano y giró la llave de contacto. El motor se puso en marcha. Los cristales estaban empañados. Fuera debía de estar helando, una cortina de vapor se escapaba del capó. Él volvió a reclinarse contra el asiento, me miró, y yo me di cuenta de que el mundo se estaba viniendo abajo, el mundo se me estaba viniendo abajo.
—Me da asco.
—Lo comprendo.
Puso un pie encima del acelerador y lo apretó dos o tres veces. Ya solo le faltaba meter la marcha atrás, y nos iríamos de allí, y todo se habría acabado. Suelo morderme la lengua durante una fracción de segundo antes de tomar una decisión importante.
Bajé la cabeza, cerré los ojos, abrí la boca y decidí que, después de todo, no había nada malo en asegurarse primero.
—No me mearás, ¿verdad?
Aquello le hizo mucha gracia, casi todas mis palabras, casi todas mis acciones le hicieron mucha gracia aquella noche.
—No, si tú no quieres.
Me puse muy seria.
—No quiero.
—Ya lo sé, tonta, era sólo una broma.
Su sonrisa no me tranquilizó demasiado, pero ya no podía volverme atrás, de modo que volví a bajar la cabeza, y a cerrar los ojos, y abrí la boca y saqué la lengua. Era mejor empezar con la punta de la lengua, primero, la idea de lamerla me resultaba menos intolerable. Pablo se arqueó más, se estiró como un gato y me puso una mano encima de la cabeza. Empuñé su polla con la mano derecha y empecé por la base, apoyé la lengua contra la piel y la mantuve quieta un momento. Después comencé a subir, muy despacio. La mayor parte de mi lengua seguía dentro de mi boca, de forma que, según ascendía, barría la superficie con la nariz, pasaba la lengua y después, el labio inferior seguía el surco de mi propia saliva. Cuando llegué al reborde, regresé abajo, a la base, para volver a subir muy despacio.
Pablo suspiraba. Los pelos me hacían cosquillas en la barbilla.
La segunda vez me atreví con la punta.
Sabía dulce. Todas las pollas que he probado en mi vida sabían dulce, lo que no quiere decir por cierto que supieran bien. Estaba dura y caliente, pringosa desde luego, pero en conjunto, y para mi sorpresa, resultaba menos repugnante de lo que había imaginado al principio, y yo me sentía cada vez mejor, más segura, la idea de que él estaba vendido, de que me bastaría cerrar los dientes y apretarlos un instante para acabar con él, me reconfortaba.
Recorría su hendidura con la punta de la lengua, bajaba por lo que parecía una especie de costura invisible al grueso reborde de carne y me instalaba justo debajo de él, para seguir su contorno. Lo hacía todo muy despacio —en coyunturas como ésta nunca ha hecho falta decirme las cosas dos veces— y estaba empezando a pensar que lo hacía muy bien.
Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad, si acaso el contacto con una carne nueva, cuya naturaleza mi lengua percibía con mucha más precisión que nunca antes mis manos. Objetivamente, no extraía ningún placer de aquella actividad y sin embargo estaba cada vez más excitada. En algún lugar de mi cabeza, lo bastante lejos como para no molestar, lo bastante cerca como para hacerse notar, palpitaban mi minoría de edad, seis años todavía para los veintiuno —la mayoría de edad estaba entonces en los veintiuno, a mí me daba igual, total, no votaba nadie—, el drama del pantano, cuando me desmayé dentro del agua y Pablo me salvó la vida, recuerdos de los veranos de mi infancia, mi hermano y él metiéndole mano a dos chicas en el columpio del jardín mientras yo les espiaba, y las palabras de mi madre, hablando con sus amigas, Pablo es de la familia, casi como uno de mis hijos…
Marcelo, en casa, debía pensar que estábamos todavía haciendo el gilipollas con un mechero. Yo procuraba no olvidar que estaba dentro de un coche, en plena calle, chupando la polla de un amigo de la familia, y sentía oleadas de un placer intenso. Me reconocía a mí misma deshonrada, era delicioso, recordaba las acostumbradas amonestaciones —los chicos sólo se divierten con esa clase de chicas, no se casan con ellas—, y era consciente también de la peculiar relación que se había entablado entre nosotros. Tras los besos y demostraciones necesarios para ganarme, él observaba una pasividad casi total. Sentado, erguido y vestido, se dejaba hacer. Yo, tirada encima del asiento, medio desnuda, encogida e incómoda, aceptaba sin dificultad aquel estado de cosas.
Mi madre solía repetir que me hubiera dejado ir con él al fin del mundo, y yo estaba empezando a verlo ya.
Cuando iba a preguntarme si ya estaría lo suficientemente familiarizada con ella como para metérmela en la boca, él decidió nuevamente por mí. La mano que reposaba encima de mi cabeza la empujó hacia abajo de repente. Me pilló desprevenida y me tragué un buen trozo. Retiré los labios tan deprisa como pude pero su mano seguía ahí, inalterable, presionando hacia abajo. Repetimos el juego cinco o seis veces. Era divertido, intentar resistirse.
Tenía la boca llena. Notaba los pequeños bultos de las venas, los imperceptibles accidentes de la piel rugosa, que subía y bajaba obedeciendo los impulsos de mi mano, sabía dulce y sabía a sudor, la punta me golpeaba en el paladar, intenté tragármela entera, metérmela toda en la boca y tuve que contener un par de arcadas. Pablo me quitó la goma, deslizó la mano debajo del pelo y la cerró un poco más arriba de la nuca, atrapando un puñado de cabellos muy cerca de las raíces. Los estrujaba y tiraba de ellos hacia sí, guiándome nuevamente. Sus nudillos se me clavaron en la cabeza. Me dolía, pero no hice nada por evitarlo. Me gustaba.
Ahora él también se movía, levemente, entraba y salía de mi boca.
—Siempre he sabido que eras una niña sucia, Lulú —hablaba despacio, masticando las palabras, como si estuviera borracho—, he pensado mucho en ti, últimamente, pero nunca creí que sería tan fácil…
Mi sexo acusó inmediatamente el golpe, acabaría estallando en pedazos si seguía engordando a ese ritmo.
Mantenía los ojos cerrados y estaba completamente concentrada en lo que hacía. Me había doblado tanto hacia adelante que estaba prácticamente tumbada de costado encima del asiento, con las piernas encogidas, la manivela de la ventanilla contra el muslo, intentando que mi mano siguiera el compás de mi boca, un desafio tan intenso para mi congénita torpeza, tan intensamente que tardé algún tiempo en advertir el profundo cambio de la situación.
Porque nos estábamos moviendo.
Al principio supuse que era solamente una sensación subjetiva, aquella noche habían pasado muchas cosas, estaban pasando muchas cosas, pero, de repente, el coche se llenó de luz, abrí los ojos, miré hacia arriba y allí estaban, todas las farolas de la Castellana, devolviéndome la mirada. Estupor, primero. ¿Cómo podía mover la palanca de cambios sin que yo me diera cuenta? Pero es que debajo de mí no había ninguna palanca de cambios, me llevó algún tiempo recordar que en aquel coche la palanca estaba sujeta al volante. Terror, después. Pánico.
Salté como impulsada por un resorte invisible. Cuando por fin pude acomodarme en el asiento de la derecha, me di cuenta de que estaba medio desnuda. Me tapé como pude, con el jersey y con las manos, para componer una patética estampa de mujer ultrajada un instante antes de que Pablo pisara el freno. Nos quedamos parados en el carril central, entre los estridentes pitidos de un autobús que nos esquivó por la derecha. Cuando pasaba a nuestro lado, pude distinguir al conductor, gesticulando con un dedo sobre la sien. Mi opinión no era muy diferente de la suya.
—Pero ¿que haces? —estaba muy asustada—. Nos hemos podido matar.
—Lo mismo que tú.
—No te puedes parar así, en medio de la calle…
—Tú tampoco podías, y te has parado.
De repente me di cuenta que ya no parecía un adulto. Había perdido todo su aplomo para convertirse en un adolescente contrariado, enfurruñado. Su plan había fallado y era conmovedor contemplarle ahora, con la bragueta abierta y el gesto serio, mirando con expresión ofendida un punto fijo, en la lejanía. Por primera vez en mi vida, primera y última vez en mi vida con él, sentí que era una mujer, una mujer mayor. Era una sensación agradable, pero no podía detenerme en ella. Pablo estaba furioso.
Traté de recuperar la calma para evaluar correctamente la situación. Me volví hacia la ventanilla y comprobé que los conductores que desfilaban a mi lado eran solamente torsos, cuerpos cortados poco más allá de los hombros. Dudaba.
—Te voy a llevar a casa. Perdóname, estoy borracho.
Eso dijo, y de repente tuve ganas de llorar.
El espejismo se había disipado. Su voz era grave y serena, la voz de un adulto que pide perdón sin sentirlo, perdón, estoy borracho, una fórmula de cortesía para una niña que, después de todo, no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella, me miró un momento, sonriéndome, y la suya era una sonrisa formal, amable, desprovista de cualquier complicidad, una sonrisa de adulto condescendiente, un amigo de la familia, de toda la vida, sinceramente apenado por haber sacado los pies del plato.
Empequeñecí de golpe, me hacía cada vez más pequeña, más pequeña. Estaba muy nerviosa. Ahora íbamos bastante deprisa, mi casa no estaba tan lejos, después de todo, mi casa no estaba lejos, eso era todo lo que acertaba a comprender, me había bloqueado, no podía pensar pero tenía que hacerlo, tenía que pensar deprisa, el tiempo se me escapaba, se me escurría entre los dedos, y aquello era importante, era importante.
Me volví para mirarle. En algún momento se había subido la cremallera sin que yo me diera cuenta. Él tampoco advirtió mi siguiente movimiento. Me abalancé sobre él, dejé caer todo mi cuerpo hacia la izquierda y empecé a manipular su pantalón, pero estaba nerviosa, muy nerviosa, y mis manos se estorbaban entre sí, como si no jugaran en el mismo equipo. Conseguí abrirle el cinturón y me golpeé yo misma en la mejilla con uno de los extremos. Volvía a tener ganas de llorar, pero de rabia, porque no conseguía hacer las cosas más deprisa. Le desabroché el botón, le bajé la cremallera y se la saqué, y estaba pequeña, nada que ver con el agudo esplendor de hacía tan sólo unos instantes, y me la metí en la boca y ahora me cabía entera, y comencé a hacer todo lo que sabía, y más, quería congraciarme con ella a toda costa, pero no crecía, la maldita no crecía y así, pequeña y blanda, era todo más difícil.
La tenía en la boca, volvía a tenerla en la boca y la chupaba, y de repente pensé que ahora me gustaba, y luego rechacé la idea, no era eso, no me gustaba en realidad, era sólo que tenía que crecer, tenía que crecer como fuera, me la sacaba a ratos de la boca y la lamía como había hecho al principio, la recorría entera con mi lengua, la rebozaba de saliva, de la punta a la base y otra vez a la punta, y me la volvía a meter en la boca, la sacudía entre mis labios, y me la tragaba, y movía la lengua dentro de mi boca, solamente la lengua, como si chupara la sangre de una herida inexistente, y después, desde fuera, mientras mi mano la sostenía con firmeza, buceaba más allá de la base, y seguía penetrando en el exiguo espacio que mediaba entre la tela y la carne, hasta llenarme la boca de pelos, para volver otra vez al principio…
Lo primero que noté fue que habíamos empezado a ir mucho más despacio, y que nos movíamos todo el tiempo de un lado a otro, cambiando de carril. Luego volví a sentir su mano encima de la cabeza, nuevamente. Sólo al final me di cuenta de que estaba empalmado otra vez, de que lo había empalmado yo, otra vez.
Nos paramos. Un semáforo. No me atreví a levantar la cabeza ni un instante, pero entreabrí los ojos para intentar calcular dónde estábamos. Un puente metálico cruzaba la calle, en dirección perpendicular a la nuestra.
Soy madrileña. Me sé la Castellana de memoria.
El fantástico Papá Noel de neón de El Corte Inglés debía de estar saludándonos con la mano. Me la metí en la boca y empecé a moverme sobre ella, de arriba abajo, marcando un ritmo mecánico, bueno para pensar. Teníamos que seguir un buen trecho, de todos modos. Aquél era el camino obligado para ir a mi casa, para ir a la suya también.
Desde entonces traté de calcular cada metro que avanzábamos, a ciegas, y la calle ya no era la calle, no había gente y si había gente no importaba, era sólo una distancia, la distancia era lo único importante ahora. La primera contraseña fue el ruido de la fuente, ya estaba empezando a pensar que no llegaría a escucharlo jamás, nos movíamos tan lentamente que aquella inmensa mole gris había llegado a parecerme eterna. Dejamos el ruido del agua y seguimos adelante. Primer sobresalto gozoso. Había dejado a la derecha el camino más corto. Avanzábamos en línea recta. Unos minutos más tarde volví a mirar de reojo para asegurarme de que habíamos llegado a Colón. Certeza. No íbamos a mi casa. Sorpresa. Tampoco íbamos a la suya. ¿Adónde me llevaba? Agua. Dejamos atrás a la vieja señora y seguimos adelante. Aquello empezaba a parecerse al chiste del paleto que solamente sabía conducir en línea recta. Todavía pasaríamos junto a otra fuente, agua, pero aquella sería la última. Doblamos hacia la izquierda, torcimos un par de veces y el morro del coche, ¡alehop!, pegó un bote. Aquella vez casi me la trago de verdad.
El motor se detuvo, pero no me atreví a imitarle. Pablo me cogió de la barbilla, me sostuvo mientras me enderezaba, me abrazó y me besó. Cuando nos separamos, se echó un momento hacia atrás para mirarme. No dijo nada, pero interpreté que trataba de adivinar si tenía miedo.
—Esta no es mi casa —intentaba parecer ingeniosa.
—No —rió—, pero tú ya has estado aquí.
Cuando salimos a la calle, vi que había atravesado el coche en diagonal encima del bordillo. Siempre ha sido muy fino para eso.
La casa, un edificio gris y oscuro, con un siglo a sus espaldas más o menos, no me decía nada. El portal, un hermoso portal modernista, culminaba en una enorme puerta doble de madera, con vidrieras emplomadas de cristal de colores. El pomo de la puerta, grande, dorado, rematado por una cabeza de delfín, me resultaba vagamente familiar, pero no logré averiguar por qué. Pablo caminaba delante de mí. Se detuvo ante una puerta con una placa dorada en el centro y entonces recordé.
Entrábamos en el taller de su madre, el atelier como solía llamarlo ella, una modista de cierta fama, que diseñaba ya cuatro o cinco colecciones al año, y repetía como un lorito lo de la tensión de la creación, la responsabilidad social del creador y el impacto del prêt-à-porter en los modos de vida urbanos contemporáneos, una imbécil. Mi madre había sido clienta suya hacía muchos años, antes de que se subiera a la parra. Yo la acompañaba a veces a las pruebas, y me sentaba en un sillón con una pila de revistas de moda francesas, modelos guapísimas con pendientes enormes y sombreros aparatosos, me encantaba mirarlas.
Él seguía caminando delante de mí. Al pasar junto a uno de los sofás del pasillo cogió con la punta de los dedos, sin detenerse, dos grandes cojines cuadrados. Al final se abría una gran puerta doble, la sala de pruebas. Encendió la luz, tiró los cojines en el suelo, me hizo un gesto vago con la mano para indicarme que entrara, y desapareció.
El sillón seguía allí, en el mismo sitio, habría jurado que era el mismo, con otra tapicería.
—Lulú…
No recordaba los espejos, sin embargo, las paredes estaban forradas de ellos, espejos que se miraban en otros espejos que a la vez reflejaban otros espejos y en el centro de todos ellos estaba yo, yo con mi espantoso jersey marrón y la falda tableada, yo de frente, yo de espaldas, de perfil, de escorzo…
—¡Lulú! —ahora chillaba, desde no sé dónde.
—Qué…
—¿Quieres una copa?
—No, gracias.
…yo, un corderito blanco con un lazo rosa atado alrededor del cuello, como la etiqueta del detergente que anunciaban, todavía lo anuncian, en televisión.
Pablo volvió con un vaso en la mano y se sentó en el sillón, a mirarme. Yo me `puse colorada pero él no lo notó, nadie lo nota nunca, soy demasiado morena, y seguía allí plantada en medio de la sala, no me había movido porque no sabía qué tenía que hacer, adónde tenía que ir.
—Desde luego, en mi vida he visto unos zapatos tan horribles.
No bajé la vista porque me los sabía de memoria y desde luego eran horribles.
—¿No os dejan llevar tacones en el colegio?
Pues no, claro que no, menuda tontería, no podías llevar zapatos de tacón en un colegio de monjas, ni siquiera en sexto, aunque te dejaran salir a fumar en los recreos.
—No, no nos dejan —le respondí, de todas formas.
—Quítatelos —sus palabras sonaban como si fueran órdenes, eso me gustó, y me descalcé—. Ven aquí —se dio una palmada sobre el muslo.
Me acerqué y me senté encima de él, encajando mis piernas entre su cuerpo y los brazos del sillón. Antes, instintivamente, nunca he llegado a saber por qué ni tampoco importa, me levanté hacia atrás la falda, que quedó colgando sobre sus rodillas, mientras la parte posterior de mis muslos rozaba la tela de sus pantalones. Aquello le sorprendió mucho.
—Dónde has aprendido eso? —su cara reflejaba de nuevo una especie de asombro satisfecho, en el que volví a detectar más satisfacción que asombro.
—¿El qué? —no entendía, no era consciente de haber hecho nada en especial.
—A levantarte la falda antes de sentarte en las rodillas de un tío. No es un gesto natural.
Es posible que tuviera razón, quizás no sea un gesto natural, pero no sabía de qué me estaba hablando.
—No sé —dije—, no te entiendo.
—Da igual —daba igual. Él estaba contento, sonreía—. Quítate el jersey y ahora pórtate bien, no hables, no te rías. Voy a llamar por teléfono.
Me saqué primero la manga izquierda, luego me lo pasé por el cuello, cuando estaba terminando con el brazo derecho me quedé helada.
—¿Marcelo? Hola, soy yo —al otro lado debía de estar mi hermano, no hay muchos Marcelos por ahí—. Nada, muy bien…
Me arrancó el jersey de las manos, se encajó el teléfono entre la barbilla y el cuello y empezó a desabrocharme la blusa, apenas dos botones cojos, yo no me movía, no respiraba siquiera, estaba paralizada, bloqueada, muda…
—No, no ha estado mal, en serio, al tío no hay un Dios que lo aguante, ya sabes, pero la gente se lo ha pasado bien, ha chillado, ha llorado y se ha ido a casa entusiasmada —adoptó un tono épico, como los locutores de televisión cuando transmiten un partido de la selección nacional—, total, que te has perdido otra jornada de gloria para el socialismo español, camarada, una más, estamos embalados… —Podía escuchar las carcajadas de mi hermano, al otro lado del teléfono. Pablo también se reía, ni siquiera yo sé mentir mejor.
Me pasó las manos por detrás y me desabrochó el sujetador, un Belcor enorme, modelo juvenil años setenta, color carne, escote recto, cuadraditos en relieve y tres florecitas de tela en el centro, cuya contemplación le había provocado exagerados y mudos espasmos de horror. Tapó el auricular con la mano, me pasó un dedo por debajo de la hombrera y me habló al oído:
—¡Joder con tu madre! ¿Que pasa, que no los hacen blindados? —Yo me reía sin hacer ruido— ¿O es que quiere asegurarse de que vais a llegar todas vírgenes al matrimonio?
Me quitó la blusa y el sujetador, cambiándose el teléfono de mano, sujetándolo con la barbilla cuando hacía falta.
—¡Ah! Lulú…, Lulú ha sido mi buena acción del día… —me miraba y sonreía, estaba guapísimo, más guapo que nunca, disfrutando de su papel de concienzudo pervertidor de menores satisfecho de sí mismo—. Una roja más, tío, he hecho una roja más, sin cursillo, ni Gorki, ni nada. Se lo ha pasado de puta madre, en serio —hablaba despacio, mirándome, y recalcando las palabras, hablaba para Marcelo y para mí al mismo tiempo, y me pasaba el vaso por los pezones, dejando una estela húmeda, gratuita, porque tenía los pechos de punta desde que empezó, aunque el hielo provocaba una sensación contradictoria y agradable—, no te lo imaginas, ha levantado el puño, ha chillado como una histérica, ha venido cantando La Internacional en el coche todo el tiempo, en fin, el repertorio completo, ya sabes —me miró—, y nunca he visto a nadie mover la boca con tanto entusiasmo, estaba encantada de la vida… —sonreía, y yo le devolvía la sonrisa, ya no tenía miedo, y sí ganas de reírme, aunque no podía hacerlo.
Traté de acelerar las cosas y me desabroché la hebilla del primer cierre de la falda, pero él negó con la cabeza, y me dio a entender que me la abrochara otra vez.
—Lo que pasa es que nos hemos encontrado con mucha gente, hemos estado bebiendo por ahí, y ahora está con un pedo que no se sostiene —me metió la mano libre debajo la falda y comenzó a acariciarme la cara interior de los muslos con la punta de los dedos—. ¡No me jodas, Marcelo! Y yo qué sé… —me coló el dedo índice debajo del elástico y comenzó a moverlo de arriba abajo, muy despacio, recorriendo con el nudillo la línea de la ingle—. ¿Pero qué dices? Yo no la he llevado a beber, hemos ido a tomar una copa, solamente, y se ha emborrachado ella solita, ya es mayor, ¿no?, pero, ¿tú qué te has creído? No iba a estar toda la noche pendiente de la cría, por muy hermana tuya que sea. Se ha escabullido un par de veces, ha bebido de mi copa y de las de los demás, yo qué sé… Estaba muy excitada, le entraba bien, y al llegar aquí se ha quedado frita, no se tenía en pie. Ahora está dormida, la hemos acostado y he pensado que se podía quedar aquí, si no te importa, no me apetece nada llevarla a casa, ahora —la punta de su dedo seguía barriendo muy despacio la grieta de mi sexo, y con la otra mano, sin soltar el teléfono, me empujó hacia él, tuve que apoyar las manos en el respaldo del sillón para mantener el equilibrio—. ¿Qué? No, estamos en Moreto, en el taller de mi madre, y no me jodas, Marcelo, ¿qué más te da? No tiene por qué enterarse nadie. ¿No ha dicho ella ya que se iba a estudiar a casa de una amiga? Pues se queda a dormir con la amiga y ya está. Total, la boda era en Huesca ¿no? No creo que tu madre tenga las antenas tan largas… No, no sé dónde está su colegio, pero ella me lo dirá, creo recordar que tiene lengua… Que no, Marcelo, te lo juro, que no le he hecho nada, nada, ni se lo pienso hacer.
Se movió hasta que mis pechos le quedaron justo encima de la cara. Suponía que quería chuparlos, o morderme como antes, en el coche, pero no hizo nada de eso. Metió la cara en el surco y la restregó sobre mi piel, notaba su mejilla, su boca, cerrada, y su nariz demasiado grande, moviéndose sobre mí, apretándose contra mi carne, escondiéndose en ella como si estuviera ciego y manco, como un recién nacido que solamente dispone del tacto, el engañoso tacto del rostro, para reconocer el pecho de su madre, y cuando volvió a hablar distinguí por fin una leve sombra de alteración en su voz.
—No, no podía ir a casa, Merceditas está estudiando. Tiene un examen mañana y no quería molestarla. Además… —me regaló una mirada cómplice—, además, estoy con una tía… Sí, sí la conoces, pero me está haciendo gestos con la cabeza… No quiere que sepas quién es… —en su rostro se dibujó una expresión de cansancio—. ¿Tu hermana? Pero tío, ¿tú no sabes pensar más que en tu hermana? Tu hermana está durmiendo la mona dos cuartos más allá. La estoy oyendo roncar. No se entera de nada —Marcelo debió decir algo gracioso, porque él se rió—. Pero tío, en serio, no te pases de sensible. ¿Qué coño le importa a Lulú que yo le ponga los cuernos a mi novia? ¿Por qué se iba a sentir herida? Aunque ella crea que está enamorada de mí, no es más que una niña. Los tíos no se acuestan con niñas pequeñas, sólo en las novelas, y ella se dará cuenta, supongo, no es tonta —me puse todavía un poco más colorada, la cara me quemaba—. Además…, ¿cuántos años tiene? Si nos ve, mejor para ella, ya tiene edad para matarse a pajas —de momento, no reaccioné—. ¿Sí? Vaya, vaya…
Abrió la boca y se agarró firmemente a uno de mis pezones, estirando de tanto en tanto la carne entre los dientes. Luego, de repente, se separó de mí, se echó para atrás y se quedó mirándome, con los ojos como platos y la boca entreabierta, pasándose la lengua por el borde de los dientes. Su dedo cambió de posición. Salió del elástico y se posó en el centro de mi sexo. Su movimiento se hizo inequívoco. Ya no me rozaba, ni me acariciaba. Me estaba masturbando por encima de las bragas.
—Pero… ¿qué cojones es una flauta dulce?
Sentí que me moría de vergüenza. Nunca hubiera creído que Marcelo fuera capaz de hacer una cosa así, pero lo hizo. Se lo contó. Se lo contó todo. Pablo me miraba con expresión incrédula. Yo me sentía mal. Tenía los ojos fijos en mi falda.
—¡Qué pena de país, tío, qué vergüenza! —aquello era como una jaculatoria, Marcelo y él lo repetían a cada paso, por cualquier cosa—. Una flauta dulce… ¡Pobre Lulú, qué bestia!
Me sentía dividida entre dos sensaciones muy distintas. Muerta de vergüenza por un lado, incapaz de mirar a Pablo a los ojos, y a punto de correrme, de correrme con las manos quietas, al mismo tiempo, porque me lo estaba haciendo muy bien, a pesar de la tela, o quizás precisamente gracias a la tela, su dedo presionaba con la intensidad justa, no me hacía daño, ni me irritaba la piel, como el contacto zafio, exasperante pero no agradable, de los demás.
—¿Cómo te enteraste? ¡Te lo contó ella! Y por cierto, ¿de quién era la flauta? ¡De Guillermito! ¡Bien por Lulú! Lenta pero segura…
Sin dejar de tocarme, me cogió por la barbilla y me levantó la cara.
—Mírame —un susurro casi inaudible.
Le miré. Estaba sonriendo, me sonreía. Volví a bajar la vista.
—No me extraña que te la pusiera dura, tío, me la estás poniendo tú a mi por teléfono… Sí, tiene gracia, es una nueva experiencia, después de tantos años. Y tú ¿qué hiciste? Si yo hubiera estado en tu lugar, te juro que me la hubiera follado sin pensarlo… Ya, siempre he sido peor hermano que tú, o mejor, vete a saber. En fin, tío, pobre Lulú —risitas— no te preocupes, yo la llevo al colegio mañana, ya te llamaré, hasta luego.
—Una flauta dulce… —había colgado el teléfono. Me estaba hablando a mí—. Mírame —y su dedo se detuvo.
No me atrevía a mirarle, ni a hacer nada, aunque le echaba de menos entre las piernas. Él esperó alguna reacción durante un par de segundos. Luego me sujetó por los hombros y me sacudió.
—¡Me cago en la hostia! Lulú, mírame porque te juro que te visto ahora mismo y te llevo a tu casa.
La misma amenaza, el mismo resultado. Levanté otra vez la cabeza y le miré. Salía de una bañera llena de agua tibia, templada, y no tenía toalla para secarme, a Pablo le brillaban los ojos, en su rostro había una expresión casi animal, me apretaba con tanta fuerza que me estaba haciendo daño.
—¿Por dónde te la metiste, por la boquilla o por el extremo de abajo?
—Por arriba.
—Y ¿te gustó?
—Sí, me gustó, aunque era demasiado estrecha, no la notaba mucho, de verdad, sólo la boquilla, lo demás no lo notaba… De todas maneras Amelia me pilló enseguida, casi no me había dado tiempo a enterarme, de verdad, Pablo, te lo juro…
Empecé a verle borroso. Tenía dos lágrimas enormes en la punta de los ojos. En tonces fue él quien se asustó. Cambió de tono, me acarició los brazos que antes había atenazado, y me habló, me dijo casi lo mismo que me había dicho Marcelo, aquella noche, cuando fui a contárselo, aterrada, porque su cuarto era el único sitio del mundo adonde podía ir.
—Perdóname. Te he asustado y no quería asustarte, en realidad no hay de qué asustarse. Vamos, pero si no pasa nada. Es que tiene gracia, una flauta dulce, la flauta de Guillermito, todavía me acuerdo, cuando nacieron los mellizos los odiabas, habías dejado de ser la pequeña y los odiabas, ahora te has vengado de él en su flauta, me he reído solamente por eso, en serio. Las demás no tienen tanta imaginación, se conforman con un dedo. Eres una chica mayor, una chica sana, ejerces un derecho y…, y… no me acuerdo, las feministas tienen una frase para casos como éste, pero ahora no me acuerdo, de todas maneras da igual, está bien, es lógico… Todo el mundo lo hace, aunque las mujeres no lo digan —me secó las lágrimas con la punta de los dedos—. Si dejas de llorar, te portas bien y me lo cuentas todo, te compraré en alguna parte un consolador de verdad, para ti sola.
—Nunca he tenido nada para mí sola.
—Ya lo sé, pero yo te lo regalaré para que pienses en mí cuando lo uses. Ya sé que no es una idea muy original, pero me gusta —la última observación la debió de hacer para sí mismo, porque no la entendí. Por lo demás, casi siempre pensaba en él cuando me masturbaba, aunque, por supuesto, eso no se lo iba a decir—. ¿De acuerdo?
Asentí con la cabeza, sin saber muy bien en qué estábamos de acuerdo. Nunca en mi vida había estado tan confusa.
—Ponte de pie.
Me levanté y nos besamos un rato muy largo, frotándonos el uno contra el otro. Luego me enrolló completamente el borde de la falda en la cintura, dejando mi vientre al descubierto, para que los espejos me devolvieran una extraña imagen de mí misma.
—Siéntate y espérame, ahora vengo.
Se dirigió a la puerta y entonces, a pesar de mi aturdimiento, me di cuenta de que tenía algo importante que decir. Le llamé y se volvió hacia mí, encajando el hombro contra el quicio de la puerta.
—Nunca me he acostado con un tío, antes…
—No vamos a acostarnos en ninguna parte, boba, por lo menos de momento. Vamos a follar, solamente.
—Quiero decir que soy virgen.
—¿Sí? No me digas.
Me miró, y yo sonreí con él. Luego me miró un momento y desapareció. Me senté y le esperé. Traté de analizar cómo me sentía. Estaba caliente, cachonda en el sentido clásico del término. Cachonda. Volví a sonreír. Me había llevado cientos de bofetadas sin entender por qué, después de pronunciar esa palabra, uno de los términos más habituales de mi vocabulario. Cachonda, sonaba tan antiguo… La pronuncié muy bajito, estudiando el movimiento de mis labios en el espejo.
—Pablo me ha puesto cachonda —era divertido. Lo dije una y otra vez, mientras me daba cuenta de que estaba guapa, muy guapa, a pesar de las espinillas de la frente. Pablo me había puesto cachonda.
Él estaba ahí, con una bandeja llena de cosas, mirando cómo movía los labios, quizás incluso me había oído, pero no dijo nada, cruzó la habitación y se sentó delante de mí, con las piernas cruzadas como un indio. Pensé que iba a comerme, al fin y al cabo me lo debía, pero no lo hizo. Me quitó las bragas, me atrajo bruscamente hacia sí, obligándome a apoyar el culo en el borde del asiento, y me abrió todavía más, encajándome las piernas sobre los brazos del sillón.
—Venga, empieza, te estoy esperando.
—¿Qué quieres saber?
—Todo, quiero saberlo todo, de quién fue la idea, cómo te pilló Amelia, qué le contaste a tu hermano, todo, vamos.
Cogió una esponja de la bandeja, la sumergió en un tazón lleno de agua tibia y se dedicó a frotarla contra una pastilla de jabón, hasta que se volvió blanca. Yo ya había comenzado a hablar, hablaba como un autómata, mientras le miraba y me preguntaba qué pasaría ahora, qué iba a pasar ahora.
—Bueno…, es que no sé qué decirte. A mí me lo dijo Chelo, pero la idea fue de Susana, por lo visto.
—¿Quién es Susana? ¿Una alta, castaña, con el pelo muy largo?
—No, ésa es Chelo.
—Ah, entonces… ¿cómo es Susana? —sumergió la esponja en la taza hasta que se llenó de espuma.
—Es baja, muy menuda, también castaña pero tirando más a rubia, tienes que haberla visto en casa.
—Ya, sigue.
No me podía creer lo que estaba pasando. Había alargado la mano y me estaba enjabonando con la esponja. Me lavaba como a una niña pequeña. Aquello me descolocó por completo.
—Pero… ¿qué haces?
—No es asunto tuyo, sigue.
—Si el coño es mío, lo que hagas con él también será asunto mío —mi voz me sonó ridícula a mí misma, y él no me contestó, así que seguí hablando—. Pues, Susana lo hace mucho, por lo visto, quiero decir, meterse cosas, y entonces le contó a Chelo que lo mejor, lo que más le gustaba, era la flauta, entonces decidimos que lo probaríamos, aunque la verdad es que a mí me parecía una guarrada, por un lado, pero lo hice, Chelo al final no, siempre se raja, y bueno, ya está, ya lo sabes, no hay nada más que contar.
Colocó una toalla en el suelo, justo debajo de mí. Me resultaba imposible no mirarme en el espejo, con el pelo tan blanco como si fuese una vieja.
—¿Cómo te pilló Amelia?
—Bueno, como dormimos en el mismo cuarto, ella, yo y Patricia…
—Patricia, ella y yo… —me corrigió.
—Patricia, ella y yo —repetí.
—Muy bien, sigue.
—Creí que estaba sola en casa, sola por una vez en la vida, bueno, Marcelo estaba, y José y Vicente también, pero viendo la televisión, y como estaban poniendo un partido, pues pensé… —se sacó una cuchilla de afeitar del bolsillo de la camisa—. ¿Qué vas a hacer con eso?
Me miró a la cara con su mejor expresión de no pasa nada, aunque me sujetó firmemente los muslos, por lo que pudiera suceder.
—Es para ti —contestó—. Te voy a afeitar el coño.
—¡Ni hablar! —me eché hacia adelante con todas mis fuerzas, intentaba levantarme, pero no podía, él era mucho más fuerte que yo.
—Sí —parecía tan tranquilo como siempre—. Te lo voy a afeitar y te vas a dejar. Lo único que tienes que hacer es estarte quieta. No te va a doler. Estoy harto de hacerlo. Sigue hablando.
—Pero… ¿por qué? No lo entiendo.
—Porque eres muy morena, demasiado peluda para tener quince años. No tienes coño de niña. Y a mí me gustan las niñas con coño de niña, sobre todo cuando las voy a echar a perder. No te pongas nerviosa y déjame. Al fin y al cabo, esto no es más deshonroso que calzarse una flauta escolar, dulce, o como se llame…
Busqué una excusa, cualquier excusa.
—Pero es que en casa se van a dar cuenta y como Amelia me vea se va a chivar a mamá, y mamá…
—¿Y por qué se va a enterar Amelia? No creo que os hagáis cosas por las noches.
—No —me había puesto tan histérica que ni siquiera tuve tiempo de ofenderme por lo que acababa de decir—, pero ella y Patricia me ven cuando me visto y cuando me desnudo, y los pelos se transparentan —aquello me tranquilizó, creí haber estado brillante.
—Ah, bueno, pero no te preocupes por eso, te voy a dejar el pubis prácticamente igual, sólo pienso afeitarte los labios.
—¿Qué labios?
—Estos labios —dejó que dos de sus dedos resbalaran sobre ellos. Yo había pensado que haría exactamente lo contrario, y me pareció que el cambio era para peor, pero ya había decidido no pensar, por enésima vez, no pensar, al paso que íbamos, el cerebro se me fundiría aquella misma noche.
—Ábretelo tú con la mano, por favor… —lo hice—, y sigue hablando. ¿Qué hiciste cuando te vio Amelia?
Noté el contacto de la hoja, fría, y sus dedos, estirándome la piel, mientras volvía a hablar, a escupir las palabras como una ametralladora.
—Bueno, pues, no sé… Cuando quise darme cuenta, ella ya estaba allí delante, chillando mi nombre. Salió corriendo de la habitación, con el paraguas, dando un portazo… —la hoja se deslizaba suavemente encima de aquello que acababa de aprender que se llamaban también labios. No sentía dolor, era más bien como una extraña caricia, pero no lograba quitarme de la cabeza la idea de que se le podía ir la mano. Apenas le veía la cara, sólo el pelo, negro, la cabeza inclinada sobre mí—, y yo salí corriendo detrás de ella. No fue al cuarto de estar, menos mal, se fue derecha por la puerta de la calle, con el paraguas, debía de haber venido solamente a buscarlo. Entonces pensé que no tenía a nadie más que a Marcelo, y fui a contárselo, todavía llevaba la flauta en la mano… —la cuchilla se desplazó hacia fuera, me estaba rozando el muslo—, él estaba en su cuarto, tenía un montón de papeles encima de la mesa y no sé qué hacía con ellos, se rió, se rió mucho, y me dijo que no me pusiera nerviosa, que él le taparía la boca a Amelia, que no se chivaría por la cuenta que le traía, y me habló como tú hace un rato…
Yo pensaba que no me escuchaba, que me hacía hablar a lo loco, como cuando me operaron de apendicitis, para tenerme ocupada en algo, pero me preguntó qué me había dicho exactamente.
—Pues eso, que era normal, que todo el mundo se hacía pajas y que no pasaba nada.
—Ya… —su voz se hizo más profunda—. ¿Y no te tocó?
Recordé lo que había dicho antes por teléfono —yo en tu lugar me la hubiera follado sin pensarlo—, y me estremecí.
—No… —debía de haber dado por concluido mi labio derecho porque noté el escalofrío helado de la hoja sobre el izquierdo.
—¿No te ha tocado nunca?
—No. ¿Pero tú qué te has creído? —sus insinuaciones me sonaban como a ciencia ficción.
—No sé, como os queréis tanto…
—¿Tocas tú a tu hermana?
Me respondió con una carcajada, tuve miedo de que le temblara la mano.
—No, pero es que mi hermana no me gusta.
—¿Y yo sí te gusto? —Mis amigas decían que jamás hay que preguntarle eso a un tío a la cara, pero yo no pude evitarlo. Él se echó para atrás y me miró a los ojos.
—Sí, tú me gustas —hizo una pausa—. Mucho. Me gustas mucho, y estoy seguro de que le gustas a Marcelo también, y quizás hasta a tu padre, aunque él jamás lo reconocería —sonrió—. Eres una niña especial, Lulú, redonda y hambrienta, pero una niña al fin y al cabo. Casi perfecta. Y si me dejas acabar, perfecta del todo.
Fue en aquel momento, a pesar de lo extravagante de la situación, cuando mi amor por Pablo dejó de ser una cosa vaga y cómoda, fue entonces cuando comencé a tener esperanzas, y a sufrir. Sus palabras —eres una niña especial, casi perfecta— retumbarían en mis oídos durante años, viviría años, a partir de aquel momento, aferrada a esas palabras como a una tabla de salvación. Él volvió a inclinarse sobre mí, e insistió en un susurro.
—De todas maneras, creo que nos lo deberíamos montar alguna vez los tres, tu hermano, tú y yo… Eso estaría bien. —La cuchilla volvió a desplazarse hacia fuera, esta vez al lado contrario—. Muy bien, Lulú, ya casi está. ¿Ha sido tan terrible?
—No, pero me pica mucho.
—Lo sé. Mañana te picará más, pero estarás mucho más guapa —se había echado un instante hacia atrás, para evaluar su obra, supongo, antes de esconderse otra vez entre mis piernas—. La belleza es un monstruo, una deidad sangrienta a la que hay que aplacar con constantes sacrificios, como dice mi madre…
—Tu madre es una imbécil —me salió del alma.
—Por supuesto que lo es… —su voz no se alteró en lo más mínimo—, y ahora estate quieta un momento, por favor, no te muevas para nada. Estoy terminando.
Podía imaginar perfectamente la expresión de su cara aun sin verla, porque todo lo demás, su voz, su manera de hablar, sus gestos, su seguridad infinita, me eran muy familiares. Estaba jugando. Jugaba conmigo, siempre le había gustado hacerlo. Él me había enseñado muchos de los juegos que conocía y me había adiestrado para hacer trampas. Yo había aprendido deprisa, al mus éramos casi invencibles. Él solía hacer trampas, y solía ganar.
Cogió una toalla, sumergió un pico en otra taza y la retorció por encima de mi pubis que, fiel a su palabra, estaba casi intacto. El agua chorreó hacia abajo. Repitió la operación dos o tres veces antes de comenzar a frotarme para llevarse los pelos que se habían quedado pegados. Me di cuenta de que yo misma podría hacerlo mucho mejor, y más deprisa.
—Déjame hacerlo a mí.
—De ninguna manera… —hablaba muy despacio, casi susurrando, estaba absorto, completamente absorto, los ojos fijos en mi sexo.
Me besó dos veces, en la cara interior del muslo izquierdo. Luego, alargó la mano hacia la bandeja, cogió un bote de cristal color miel, lo abrió y hundió dos dedos, el índice y el corazón de la mano derecha, en su interior. Era crema, una crema blanca, grasienta y perfumada. Rozó con sus dedos mis labios recién afeitados, depositando su contenido sobre la piel. Sentí un nuevo escalofrío, estaba helada. Entonces pensé que quedaba todavía mucho invierno y que los pelos tardarían en crecer. No iba a ser muy agradable. Mientras tanto, Pablo recopilaba tranquilamente todos los objetos que habían intervenido en la operación, devolviéndolos a la bandeja, que empujó a un lado. Después, también él se desplazó hacia mi derecha, desbloqueando el espejo que tenía delante.
Mi sexo me pareció un montoncito de carne roja y abultada. A ambos lados de la grieta central, se extendían dos largos trazos blancos. La visión me recordó a Patricia, de bebé, cuando mamá le ponía bálsamo antes de cambiarle los pañales.
Pablo me miraba y sonreía.
—¿Te gustas? Estás preciosa…
—¿No me la vas a extender?
—No. Hazlo tú.
Alargué la mano abierta, preguntándome qué sentiría después. Mis yemas tropezaron con la crema, que se había puesto blanda y tibia, y comenzaron a distribuirla arriba y abajo, moviéndose sobre la piel resbaladiza, lisa y desnuda, caliente, igual que las piernas en verano después de la cera, hasta hacer desaparecer por completo aquellas dos largas manchas blancas. Luego, me resistí a abandonar. La tentación era demasiado fuerte, y dejé que mis dedos resbalaran hacia dentro, una vez, dos veces, sobre la carne hinchada y pegajosa. Pablo se acercó a mí, me metió un dedo con delicadeza, lo extrajo y me lo llevó a mi boca. Mientras lo chupaba, le oí murmurar:
—Buena chica…
Estaba arrodillado en el suelo, delante de mí. Me cogió de la cintura, me atrajo hacia él y me hizo caer del sillón. El choque fue breve, me manejaba con mucha facilidad, a pesar de que era, soy, muy grande. Me dio la vuelta hasta que me quedé con las rodillas clavadas en el suelo, la mejilla apoyada en el asiento y las manos rozando la moqueta. No podía verle, pero le escuché.
—Acaríciate hasta que empieces a notar que te corres y entonces dímelo.
Jamás había imaginado que sería así, jamás, y sin embargo no eché nada de menos. Me limité a seguir sus instrucciones y a desencadenar una avalancha de sensaciones conocidas, preguntándome cuándo debía detenerme, hasta que mi cuerpo comenzó a partirse en dos, y me decidí a hablar.
—Me voy…
Entonces me penetró, lentamente pero con decisión, sin detenerse.
Desde que lo había anunciado, desde que me lo había advertido —vamos a follar, solamente—, me había propuesto aguantar, aguantar lo que se me viniera encima, sin despegar los labios, aguantar hasta el final. Pero me estaba rompiendo. Quemaba. Yo temblaba y sudaba, sudaba mucho. Tenía frío. Mi resistencia fue efímera, antes de que quisiera darme cuenta, ya le estaba pidiendo que me la sacara, que me dejara por lo menos un momento, porque no podía, no lo soportaba más, pero él no me contestó, ni me hizo caso. Cuando llegó hasta el fondo, se quedó inmóvil, dentro de mí.
—No te pares ahora, Lulú, porque voy a empezar a moverme y te va a doler.
Su voz desarboló mis últimas esperanzas. No iba a servir de nada protestar, pero tampoco me podía quedar allí parada, sufriendo. No estoy hecha para soportar el dolor, por lo menos en grandes dosis. No me gusta. De forma que decidí seguir sus instrucciones, otra vez, e intenté recuperar el ritmo perdido. Él me imprimía un ritmo distinto, desde atrás. Aferrado a mis caderas, entraba y salía de mí a intervalos regulares, atrayéndome y rechazándome a lo largo de aquella especie de barra incandescente que ya no se parecía nada al inocuo juguete con resorte que me había llenado la boca una hora antes, y mucho menos todavía a la célebre flauta dulce.
El dolor no se desvanecía, pero sin dejar de ser dolor, adquiría rasgos distintos. Seguía siendo insoportable en la entrada, allí me sentía estallar, resultaba asombroso no escuchar el rasguido de la piel, tensa hasta la transparencia. Dentro, era distinto. El dolor se diluía en notas más sutiles, que se manifestaban con mayor intensidad a medida que me acoplaba con él, moviéndome con él, contra él, mientras mis propios manejos comenzaban a demostrar su eficacia. El dolor no se desvaneció, siguió allí todo el tiempo, latiendo hasta el final, hasta que el placer se desligó de él, creció y, por fin, resultó más fuerte. Cuando sentía ya los últimos espasmos, y mis piernas dejaban de temblar para desaparecer del todo, Pablo se desplomó sobre mí, emitiendo un grito ahogado, agudo y ronco a la vez, y mi cuerpo se llenó de calor. Permanecimos así un buen rato, sin movernos. Él había escondido la cara en mi cuello, me cubría los pechos con las manos y respiraba hondo. Yo todavía no era capaz de comprender muy bien lo que había ocurrido, estaba aturdida, como borracha, contenta e inmersa en una sensación nueva, desconocida para mí, que era también gratitud, aunque aún no lo sabía. Tampoco me había recuperado cuando Pablo se separó de mí y le oí caminar por la habitación, pero al intentar moverme sentí que me dolía todo. Me costó mucho darme la vuelta porque algo parecido a las agujetas, unas agujetas espantosas, me paralizaban de cintura para abajo.
Él me ayudó a levantarme. Cuando le rodeé el cuello con los brazos para besarle, me levantó por la cintura, me encajó las piernas alrededor de su cuerpo y comenzó a andar conmigo en brazos, sin hablar.
Salimos al pasillo, que era largo y oscuro, un clásico pasillo de casa vieja, con puertas a un lado. La última estaba entornada. Entramos, se las arregló para encender la luz con el dorso de una mano, y me depositó en el borde de una cama grande. Me quitó la falda y las medias, sonriéndome. Luego apartó la colcha y me empujó dentro. Se despojó de su camisa, lo único que llevaba puesto, y se deslizó conmigo debajo de las sábanas. Aquellas notas de clasicismo, la cama y mi propia desnudez, me conmovieron y me aliviaron a un tiempo. Se habían acabado las rarezas, por lo menos de momento.
Ahora me besaba y me abrazaba, haciendo ruidos extraños y divertidos. Me peinaba con la mano, estirándome el pelo hacia atrás, y se detenía un instante, de tanto en tanto, para mirarme. Era delicioso. Notaba su piel fría y dura, su pecho desnudo —a pesar de lo establecido al respecto, siempre me han repugnado los hombres peludos—, e intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión. La profundidad de ese pensamiento me sorprendió a mí misma mientras rodábamos encima de la cama, que ahora resultaba un reducto caliente y cómodo. Eso que me devolvió a planos menos trascendentales, sugiriéndome que en la calle debía hacer un frío espantoso, idea placentera por excelencia, mientras yo seguía allí, cobijada y segura.
El recuerdo del placer había desterrado las huellas del dolor a algún lugar remoto de mi memoria. Más cerca latía una cuestión que me venía obsesionando desde hacía tiempo.
—¿He sangrado mucho?
—No has sangrado nada —parecía divertido.
—¿Estás seguro? —su respuesta me había decepcionado, aunque intuí que él no lo entendería.
—Sí.
—¡Vaya por Dios!
No había sangrado nada. Nada. Aquello sí que era un desastre. Había pasado algo importantísimo, decisivo, algo que no se volvería a repetir jamás, y mi cuerpo no se había dignado a conmemorarlo con un par de gotas de sangre, un mínimo gesto dramático. Me había defraudado mi propio cuerpo. Yo había imaginado algo más truculento, más acorde con la vertiente patética de la cuestión, toda una hemorragia, un desmayo, algo, y solamente había tenido un orgasmo, un orgasmo largo y distinto, incluso de algún modo doloroso, pero un orgasmo más, al fin y al cabo.
Él, que debía de estar seguro de que algún día, no demasiado lejano, yo aprendería a valorar de un modo distinto el saldo de aquella noche, se reía, se estaba riendo de mí otra vez, así que escondí la cara contra su hombro y renuncié a contarle lo que pensaba. Entonces alargó la mano hacia el suelo y recogió un paquete de tabaco.
—¿Un pitillito de película francesa? —su voz era risueña todavía.
—¿Por qué dices eso?
—No sé… En las pelis francesas siempre fuman después de follar.
—¿Y por qué dices siempre «follar», en vez de «hacer el amor», como todo el mundo?
—Ah, ¿y a ti quién te ha dicho que todo el mundo dice «hacer el amor»?
—Pues no sé…, pero lo dicen. —Había aceptado, por supuesto. Era un placer adicional, fumar, otra cosa que no se debía hacer.
—Decir «hacer el amor» es un galicismo y una cursilada —había adoptado un tono casi pedagógico—, y además, aun siendo una expresión de origen extranjero, en castellano «hacer el amor» ha significado siempre «cortejar», «tirar los tejos», no «follar». «Follar» suena fuerte, suena bien, y además tiene un cierto valor onomatopéyico, se parece mucho a fuelle… Joder también vale, aunque está muy desvirtuado, se ha quedado antiguo.
—Como «cachonda»…
—Exacto, como «cachonda», pero esa palabra me gusta —me sonrió, seguramente me había oído, antes—. Finalmente, el sexo, es decir, follar, follar a secas, es algo que no está necesariamente relacionado con el amor, de hecho son dos cosas completamente distintas…
Entonces comenzó la clase teórica, la primera.
Habló y habló en solitario, durante mucho tiempo. Yo apenas me atrevía a interrumpirle, pero me esforzaba por retener cada una de sus palabras, por retenerle a él, en mi cabeza, mientras hablaba del amor, de la poesía, de la vida y de la muerte, de la ideología, de España, del Partido, de Marcelo, de la edad, del placer, del dolor, de la soledad. Después apagó el último pitillo, se quedó mirándome de una forma extraña, intensa, sonrió como si quisiera borrar de su rostro esa intensidad, y me dijo algo así como «bah, no me hagas ni caso».
Apartó la sábana y comenzó a recorrer mi cuerpo con una mano. Yo miraba su mano y le miraba a él, y le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí. Le habría acariciado. Le habría besado y mordido, le habría arañado, no sé por qué, sentía que debía hacerle daño, atacarle, destruirle, pero tenía miedo de tocarle. Me penetró otra vez, de una forma muy distinta, despacio, con delicadeza, moviéndose encima de mí con mucho cuidado, para no hacerme daño.
Aquél fue un polvo suave, dulce, casi conyugal, casi.
Me pedía constantemente que abriera los ojos y que le mirara, pero yo no podía hacerlo, sobre todo cuando mi sexo comenzaba a hincharse, a engordar a un ritmo escandaloso, y me imponía la estúpida obligación de estar a solas, sola con él, para poder advertir con precisión su grotesca metamorfosis, de todas maneras lo intentaba, intentaba mirarle, y abría los ojos, y le encontraba allí, la cara colgando sobre la mía, la boca entreabierta, y veía mi cuerpo, mis pezones erguidos, largos, y mi vientre que temblaba, y el suyo, veía cómo se movía su polla, cómo se ocultaba y reaparecía sin cesar más allá de mis pocos pelos supervivientes, pero el mero hecho de ver, de mirar lo que estaba sucediendo, aceleraba las exigencias de mi sexo, que me obligaba otra vez a cerrar los ojos, y entonces volvía a escuchar su voz, mírame, y si me obstinaba en mi soledad, notaba también sus acometidas, mucho más violentas de repente, nuevamente hirientes, por no abrir los ojos, dejaba caer sobre mí todo el peso de su cuerpo, resucitando el dolor, moviéndose deprisa y con brusquedad hasta que le obedecía, y abría los ojos, y todo volvía a ser húmedo, fluido, y mi sexo respondía, se abría y se cerraba, se deshacía, yo me deshacía, me iba, sentía que me iba, y dejaba caer los párpados sin darme cuenta, para volver a empezar. Hasta que una vez me permitió mantener los ojos cerrados y me corrí, mis piernas se hicieron infinitas, mi cabeza se volvió pesada, me escuché a mí misma, lejana, pronunciar palabras inconexas que sólo sería capaz de recordar a medias, y todo mi cuerpo se redujo a un nervio, un solo nervio tenso pero flexible, como una cuerda de guitarra, que me atravesaba desde la nuca hasta el vientre, un nervio que temblaba y se retorcía, absorbiéndolo todo en sí mismo.
Fue un polvo dulce, casi conyugal, casi, pero al final, cuando ya estaba exhausta y mi cuerpo amenazaba con volver a ser cuerpo, extenso y sólido, a partir de aquel único nervio erizado, harto, él salió de mí, dio un par de zancadas hacia adelante sobre las rodillas, apoyó la mano izquierda en la pared y me la metió en la boca.
—Trágatelo todo.
Apenas tuve que hacer nada más, aguantar cinco o seis empellones que no habría podido evitar ni aun queriéndolo, porque me mantenía sujeta entre sus piernas, cerrar los labios en torno a la carne pegajosa, percibir su sabor, mi propio sabor, distinto al de antes, y tragar, tragar aquella especie de pomada viscosa y caliente, dulce y ácida a la vez, con un remoto regusto a las medicinas que amargan la infancia de los niños felices, tragar y aguantarme las ganas de toser a medida que avanzaba a través de mi garganta aquel fluido espeso y asqueroso, asqueroso, al que jamás me he acostumbrado ni me acostumbraré, jamás, a pesar de los años y de la firme autodisciplina que imponen los buenos propósitos.
A él le gustaba, sin embargo. Mientras escuchaba sus gemidos apagados y acompañaba sus movimientos con mi propia cabeza, para evitar la náusea que me sacudía cuando me quedaba quieta, trataba de segregar la mayor cantidad de saliva posible para impulsar hacia dentro la última dosis, igual que con las coles de Bruselas, que saben a podrido, y pensaba, pensaba que a él le gustaba, al fin y al cabo, y me venía a la mente una de las eternas jaculatorias de Carmela, la tata que mi madre había aportado al matrimonio, una vieja beata que olía mal y estaba reventada de esclerosis, imbécil perdida ya, e iba repitiendo como un fantasma por el pasillo, el Señor nos la da y el Señor nos la quita, con el Abc en la mano, abierto por la página de las esquelas y de los «Gracias, Espíritu Santo», el Señor nos la da y el Señor nos la quita, Él me lo da y Él me lo quita, está bien, se cierra el ciclo, todo comienza y termina en el mismo sitio, a él le gusta y está bien así.
La primera clase teórica había sido todo un éxito.
Después bebí, bebí litros de agua, siempre bebo agua después, y no sirve de nada, pero es lo único que se puede hacer, beber agua. Estaba muy cansada, muy contenta también. Me di la vuelta, tenía sueño. Él me arropó, se tendió del mismo lado que yo, me abrazó, respirando contra mi cabeza y me dio las buenas noches, a pesar de que estaba amaneciendo ya. Me dormí con un sueño placentero y pesado, como el que me vencía después de pasar un día en el monte.
Después me he preguntado muchas veces si además no me sentía culpable, pero la verdad es que no lo recuerdo.
Me despertó la luz del sol y él no estaba a mi lado.
Preferí no imaginar que hubiera desaparecido, dejándome allí tirada, en el taller de su madre, donde por cierto no se oían ruidos, no parecía que estuviera trabajando nadie, y me concentré en calcular la hora. Debía de ser muy tarde ya, no iba a llegar ni a la tercera clase. Entonces escuché el ruido de una cerradura vieja y falta de grasa, estaban abriendo la puerta. Podía ser él, pero también podía ser cualquier otra persona. Me tapé la cabeza con la sábana, y procuré permanecer inmóvil, escuché pasos y ruidos, no parecían tacones pero nunca se sabe, venían hacia mí, luego noté el peso de algo, me habían tirado algo encima.
—Las porras, cuando se enfrían, no suelen estar muy buenas… —era su voz. Asomé la cabeza y le vi allí, encajado en el quicio de la puerta, sonriente—. ¿Qué quieres desayunar?
—Café con leche —yo también le sonreí. Me preguntaba si sería capaz de volver a apoyar los pies en el suelo, si no saldría volando en el instante en que abandonara la cama. Así era como me sentía, y sin embargo me vestí muy deprisa. Estaba hambrienta.
No despegué los labios hasta que hube engullido siete porras todavía calientes, uno de mis alimentos favoritos, mientras él me miraba e insistía en que no quería más, en que solía tomar solamente una.
—¿Sabes? A mi madre le revienta que nos gusten más las porras que los churros, porque dice que ensucian más, que son más grasientas, como más bastas, ¿comprendes? —me reía yo sola, al acordarme—, dice que un churro se puede comer con dos deditos, porque siempre lo dice en diminutivo, deditos, y queda bien, queda fino, pero comer porras en público, aunque sea con dos deditos… —no pude seguir, me atragantaba, se me saltaban las lágrimas de risa, él se reía conmigo.
—Eres muy lista, Lulú…
—Muchas gracias —pero mientras le contestaba comprendí que alguna vez debería volver al mundo real—. ¿Qué hora es? —en realidad, casi prefería no saberlo.
—La una menos veinte.
—¡La una menos veinte! —las piernas me temblaban, se iba a organizar una escandalera de mucho cuidado— pero… yo tenía clase hoy.
—He decidido perdonártela, anoche te portaste muy bien —sonreía, me di cuenta de que para él aquello no tenía importancia, el colegio, la falta de asistencia, un día más o menos. Quizás tenía razón, quizás, después de todo lo que había pasado, aquello no era para tanto. Además, Chelo acabaría colaborando, siempre lo hacía, le contaría a mi madre que me había despertado con empacho y que en su casa habían decidido dejarme en la cama. Lo de la tutora tenía peor solución, pero siempre existían riesgos mayores que ése.
—¿Se lo vas a contar a Marcelo?
—No, se moriría de celos —se sonrió para sí mismo, de una manera extraña—. Además, lo que hemos hecho no deja de socavar los cimientos del régimen.
Salimos a la calle, hacía un día estupendo, frío y limpio, el sol no calentaba, pero hacía compañía. Le pedí que me llevara a la puerta del colegio porque tenía que ver a Chelo, prepararme una coartada antes de volver a casa. Él condujo en silencio todo el tiempo, yo tampoco tenía ganas de hablar, pero cuando se detuvo al otro lado de la calle, enfrente de la verja, se volvió hacia mí.
—Quiero que me prometas algo —su voz se había vuelto repentinamente grave.
Asentí con la cabeza, él hizo una pausa
—Quiero que me prometas que, pase lo que pase, recordarás siempre dos cosas. Dime que lo harás.
Volví a asentir, estaba muy intrigada, casi preocupada por el tono en el que me hablaba.
—La primera es que el sexo y el amor no tienen nada que ver…
—Eso ya me lo dijiste anoche.
—Bien. La segunda es que lo de anoche fue un acto de amor —me miró a los ojos y los suyos eran tan negro, tan brillantes como nunca los había visto antes—. ¿De acuerdo?
Me paré a meditar unos segundos, pero fue inútil. No sabía qué quería decir con todo eso.
—No te entiendo.
—No importa, prométemelo.
—Te lo prometo.
Entonces volvió a ser el Pablo de antes, el de siempre. Me sonrió, me dio un beso en la frente, me abrió la puerta y se despidió de mí.
—Adiós Lulú. Sé buena, y no crezcas.
No entendía absolutamente nada y volví a sentirme mal, como un corderito blanco con un lazo rosa alrededor del cuello. Como no sabía qué decir, al final, salí sin decir nada. Caminé deprisa, en dirección a la verja, sin mirar para atrás. Vi a Chelo, y ella me vio a mí, se quedó mirándome con cara de extrañeza mientras el coche de Pablo se perdía entre centenares de coches, abandonándome a la especie más cruel de la incertidumbre.
—Pero tú, ¿de dónde sales? —Chelo estaba asombrada y entonces pensé que a lo mejor se me notaba en la cara, que me había cambiado la cara.
La cogí del brazo, comenzamos a andar en dirección a casa y se lo conté, se lo conté a medias, omitiendo la mayor parte de los detalles, ella me miraba con ojos de alucinada, intentaba interrumpirme, pero yo no se lo permitía, ignoraba sus constantes exclamaciones y seguía hablando, hablé hasta llegar al final, y a medida que hablaba desaparecía aquella desagradable sensación, volvía a estar contenta, y satisfecha conmigo misma.
De repente se paró en seco, me resbaló un pie sobre un alcorque y estampé la nariz contra una acacia. Clásico de mí, no tengo reflejos. Luego se quedó quieta mirándome con una expresión conocida. Estaba enfadada, enfadada conmigo, enfadada sin motivos, pensé.
—Pero, bueno, ¿cómo lo hicisteis?
—Pues ya te lo he contado, yo estaba a gatas, es decir, no exactamente a gatas, porque no tenía las manos apoyadas en el suelo…
—No quiero saber eso. Eso no me importa, lo que quiero saber es cómo lo hicisteis.
—Pero si ya te lo he contado. No te entiendo.
—¿Estás tomando la píldora?
—No… —me quedé estupefacta, de repente. No estaba tomando la píldora, claro, no se me había ocurrido, no había pensado para nada en complicaciones de ese estilo mientras estaba con él.
—¿Se puso una goma? —sus ojos brillaban con furor inquisitorial.
—No, no sé, no me fijé, no le veía…
—¿Y no te importa?
—No.
—¡Tú estás como una cabra! —se estaba poniendo furiosa, ella sola, cada vez más furiosa, porque yo no movía un músculo de la cara, ni estaba preocupada ni iba a conseguir preocuparme, y además sus accesos de histeria ya me ponían enferma—. ¡Tú…, tú…, tú eres como un tío! Sólo vas a lo tuyo, hala, sin pensar en nada más. ¿No comprendes que te ha tomado el pelo? Es un viejo, Lulú, un viejo que te ha tomado el pelo. Échale un galgo, ahora. ¿Sabes lo que dice mi madre? Los chicos sólo se divierten…
—¡Basta! —ahora era yo la que estaba furiosa—. No debería habértelo contado. No entiendes nada.
—¿Qué no entiendo nada? —chillaba en medio de la calle, la gente se paraba a mirarnos—. La que no entiendes nada eres tú, que te has portado como una imbécil, tú, Lulú, que perdona que te lo diga, hija, pero es que no tienes ni pizca de sensibilidad…
La llamé, la llamé yo antes de salir del trabajo, la llamé porque es mi amiga, mi mejor amiga, y porque la quiero. Seguía llorando, hipando, sorbiéndose los mocos, y la consolé, le dije lo que quería escuchar, que desde luego el presidente del tribunal era un cabrón, que no había derecho a que le hubieran cambiado la fecha del examen, y que estaba segura de que esta vez aprobaría, aunque no era verdad. También yo me sentía sola aquella tarde, y no quería seguir así, no quería correr el riesgo de acabar llamando a Pablo, porque alguna vez desconectaría el contestador y la excusa estaba fresca todavía. Por eso, al final, propuse un plan clásico.
Si Patricia accedía a quedarse a dormir en mi casa —cobrando desde luego, menuda fenicia estaba hecha— para cuidar a Inés, nos iríamos a comer, a comer como dos gordas felices, y luego beberíamos hasta ser capaces de reírnos, reírnos por nada, como dos locas felices, y, si nos quedaban fuerzas, intentaríamos ligar en un bar de moda, ligar a lo tonto, como dos putas felices, y mañana sería otro día.
Me dijo que le parecía muy bien.