Supongo que puede parecer extraño pero aquella imagen, aquella inocente imagen, resultó al cabo el factor más esclarecedor, el impacto más violento.
Ellos, sus hermosos rostros, flanqueaban a derecha e izquierda al primer actor, a quien ya no pude identificar, tal era la confusión en la que aquella radiante amalgama de cuerpos me había sumid. La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, redondo, autónomo distinto del que sugieren esos años mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable, tan tristes, pensé entonces.
Ellos se miraban, sonrientes, y miraban la abierta grupa que se les ofrecía. En los bordes, la piel era tensa y rosa, tierna, luminosa y limpia. Antes, alguien había afeitado toda la superficie con sumo cuidado.
Aquella era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio. Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.
Había visto decenas de mujeres en la misma postura. Me había visto a mí misma, algunas veces.
Fue entonces cuando deseé por primera vez estar allí, al otro lado de la pantalla, tocarle, escrutarle, obligarle a levantar la cara y mirarle a los ojos, limpiarle la barbilla y untarle con sus propias babas. Deseé haber tenido alguna vez un par de esos horribles zapatos de charol con plataforma que llevan las putas más tiradas, unos zancos inmundos, impracticables, para poder balancearme sobre sus altísimos tacones afilados, armas tan vulgares, y acercarme despacio a él, penetrarle con uno de ellos, herirle y hacerle gritar, y complacerme en ello, derribarle de la mesa y continuar empujando, desgarrando, avanzando a través de aquella carne inmaculada, conmovedora, tan nueva para mí.
Ella se me adelantó. Entreabrió los labios y sacó la lengua. Sus ojos se cerraron y empezó a trabajar. Siempre de riguroso perfil, como una doncella egipcia, recorría aplicadamente con la punta de la lengua la exigua isla rosa que rodeaba la sima deseada, lamía sus contornos, resbalaba hacia dentro, se introducía por fin en ella. Su compañero al principio se limitaba a mirarla con una sonrisa amable, indulgente, pero pronto la imitó. También él abrió la boca y cerró los ojos, y acarició con la lengua esa piel intensa, la frontera del abismo. Al mismo tiempo, con su mano libre, la única mano que estaba al alcance de la cámara, palmeó la grupa del desconocido, que comenzó a moverse adelante y atrás, marcando un ritmo constante que parecía responder a un secreto aviso. El agujero, empapado de salivas apenas, se contrajo varias veces.
De vez en cuando, inevitablemente, sus lenguas se encontraban, y entonces se detenían un instante, se enredaban entre sí y se lamían mutuamente, para desligarse de nuevo, después, y volver por separado a su tarea original. Ella dejaba que sus dedos, sus larguísimas uñas pintadas de rojo oscuro, color de sangre seca, se deslizaran sin prisa de arriba abajo, dejando tras de sí leves surcos blanquecinos que señalaban su territorio. Él, mientras tanto, amasaba la carne clara con la mano, la pellizcaba y la estiraba, imprimiendo sus huellas en la piel. Ninguno de los dos permitió a su lengua el más breve descanso hasta que, de repente, la cámara les abandonó, me abandonó a mí, a mi pobre suerte.
Tras la primera sacudida, asombro y alborozo, había experimentado la inefable sensación de un cambio de piel. Estaba muy alterada, pero comprendía. Era adorable así, mezquino, encogido, la cara oculta. Yo le deseaba. Deseaba poseerle. Aquélla era una sensación inaudita. Yo no soy, no puedo ser un hombre. Ni siquiera quiero ser un hombre. Mis pensamientos eran turbios, confusos, pero a pesar de todo comprendía, no podía dejar de comprender.
Luego, apenas un instante después de la metamorfosis, la acostumbrada sensación de estar portándome mal, un frío húmedo, un desagradable chasquido, la piel erizada, acabo de salir de un baño templado, asqueroso de puro tibio, y los baldosines están helados, y no hay toalla, no puedo secarme, tengo que permanecer de pie encogida, frotándome todo el cuerpo con las manos, con las yemas sarmentosas, arrugadas como los garbanzos del cocido familiar, el inevitable cocido de los sábados. Desvalimiento. Quiero regresar al útero materno, empaparme en ese líquido reconfortante, encogerme y dormir, dormir durante años.
Siempre ha sido así, la misma repugnante premonición del arrepentimiento. Desde que tengo memoria, siempre lo mismo, aunque entonces, hace tantos años, sufría más. Atracarme de chocolate, pegarme con mis hermanos, mentir, suspender las matemáticas, apagar la luz, despegar con dedos ansiosos los recónditos labios con la mano izquierda y rozar aquello cuyo nombre aún no conozco con la yema del índice diestro, describiendo círculos leves e infinitos capaces de provocar al fin la escisión. Me parto en dos, una indescifrable espada me atraviesa y mis muslos se separan para siempre. Noto la grieta que me corre por la espalda. Me corro, me abro, me escindo en dos seres completos. Como una ameba. Elemental, feliz y babosa. Pero cuando vuelvo a ser una, un solo ser superior, las baldosas están gélidas y no tengo nada con que secar esas gotas de agua tibia y asquerosa que me dan ganas de llorar.
Entonces el desconocido volvió, y con él mi cuerpo a convertirse en un lugar caliente, confortable. Ahora lo tenía delante, en todo su esplendor. Sus acólitos permanecían a su lado, pero ya no se ocupaban en él. Se miraron un momento, tan sonrientes como al principio, y luego comenzaron a besarse de una manera salvaje, urgente, insólita en una película pornográfica. Antes les había visto hablar, intercambiar gestos y gruñidos de tanto en tanto, como si en realidad se conocieran bien. Tal vez fuera así, no lo sé. De todos modos, el beso, su sorprendente y sincero beso, cesó pronto, y su final fue tan abrupto como su comienzo. De nuevo retornaron a la formación original, y de nuevo fue ella quien tomó la iniciativa.
De pronto, sin previo aviso, la mirada fija en la de su compañero, introdujo uno de sus aguzados dedos en el desconocido, que esta vez no pareció acusar el cambio de situación. Las uñas eran tan largas y tan afiladas que parecían animales, casi repugnantes. Supuse que debía hacerle daño, tenía que estar haciéndole daño cuando, a pesar de que él había engullido sin una sola queja todo el dedo, hasta la base, siguió empujando, retorciendo la mano en torno a la entrada, mientras increpaba jocosamente al otro hombre, que la miraba con gesto divertido. Como si estuviera muy complacida por su respuesta, ella se dedicó durante un rato a parlotear y gesticular como una niña pequeña excitada por una sorpresa. Fruncía los labios en un morrito suplicante, ladeó su cabecita rubia y menuda, dejó ver la aguda punta de su lengua y, sin volverse a mirar siquiera en su dirección, le metió al desconocido otro dedo, el segundo.
Entonces comenzó a mover la mano más deprisa, con más energía, y su brazo comenzó a temblar, todo su cuerpo se movía en pos de su mano mientras sus gestos se hacían más explícitos, todavía más femeninos, sus labios contraídos en una mueca brutal, ridícula. Luego penetró al desconocido por tercera vez. Fue enloquecedor.
No fui capaz de experimentar ninguna sensación cercana a la compasión, a pesar de que me aferraba a la idea de que todo aquello debía de ser muy doloroso para él. Está siendo castigado, pensé, sometido a un castigo tan arbitrario como el premio que ha recibido antes. Era justo. Aquel pequeño dolor, un dolor tan ambiguo, a cambio de tanta belleza. La visión del desconocido, penetrado al fin y al cabo, me nublaba el cerebro.
Sólo después, recobrada la calma, deseché la gozosa hipótesis del castigo y el sufrimiento. Recordé todos mis pequeños tormentos voluntarios, aquellos a los que quizá se entregan todos los niños pero que yo no he podido abandonar todavía. Apretar una goma en torno a la falange de un dedo, dar vueltas y vueltas hasta que la piel se vuelve morada y la carne empieza a arder. Clavar todas las uñas a la vez en la palma de la mano, hincar los dedos con fuerza y contemplar después las señales, pequeñas e irregulares medias lunas de color rojizo. Y el mejor, introducir una uña en la estrecha ranura que separa dos dientes y presionar hacia arriba, contra la encía. El dolor es instantáneo. El placer es inmediato.
El desconocido comenzó a moverse de nuevo. Seguramente se retorcía de placer.
Entonces el otro, el hombre de pelo amarillo y águila tatuada, azul, en el antebrazo, abandonó su pasiva condición de espectador. Se puso de pie y posó su mano izquierda sobre el desconocido, cuyo rostro, sumido entre dos enormes hombros, no pude ver aún. Su mano derecha empuñaba una verga gloriosa. Los cambios afectaron también a la mujer, que extrajo muy despacio sus tres dedos, miró todavía una última vez al hombre rubio, ahora completamente erguido, y desapareció por la derecha, andando de rodillas como una penitente. Los dos hombres se quedaron solos, y fue entonces cuando advertí que el desconocido iba a ser sodomizado.
Sentí un extraño regocijo, sodomía, sodomizar, dos de mis palabras predilectas, eufemismos frustrados, mucho más inquietantes, más reveladores que las expresiones soeces a las que sustituyen con ventaja, sodomizar, verbo sólido, corrosivo, que desata un violento escalofrío a lo largo de la columna vertebral. Nunca había visto follar a dos hombres, a los hombres les gusta ver follar a dos mujeres, a mí no me gustan las mujeres, nunca me había parado a pensar que alguna vez podría ver follar a dos hombres, pero entonces sentí un extraño regocijo y recordé cómo me gustaba pronunciar esa palabra, sodomía, y escribirla, sodomía, porque su sonido evocaba en mí una noción de virilidad pura, virilidad animal y primaria. Tanto el desconocido como su inmediato amante, sodomitas, eran sin duda ganado de gimnasio. Cuerpos intachables, músculos elásticos, ahora tensos, piel lustrosa, impecable bronceado, jóvenes y hermosos griegos de las playas de California. Carne perfecta. No había nada de femenino en ellos.
El hombre rubio fue a colocarse justo detrás del desconocido. El ritmo de su mano derecha acentuaba las enormes proporciones de su sexo, enorme, rojo y reluciente, tieso. Las gruesas venas moradas, torturadas por la piel escasa, parecían a punto de estallar, un magnífico presagio, pero él se acariciaba con mucha calma, los pies clavados en el suelo, los ojos, serenos, vigilando el movimiento de la mano, el rostro serio, sobrio incluso, mientras su compañero de reparto seguía esperando, clavado a gatas sobre la mesa.
Yo también esperaba. Por un momento sospeché con horror que al final todo se iba a reducir a esto, a esta ridícula pantomima. Un par de meneos más y el rubio se correría sobre el desconocido, fuera del desconocido, salpicando su piel con chorros de semen mil veces inútil, rechazando esa carne deliciosa, obsesiva, objeto de mi mezquina iniciación, si es que se puede llamar así a un absurdo tan impreciso, que ahora amenazaba con terminar antes de haber empezado. Ignorante de mi ansiedad, el hombre rubio se masturbaba despacio, ocupándose solamente de sí mismo. Al mismo tiempo, su mano libre acariciaba sin demasiado interés la grupa del desconocido. De pronto, sin alterarse en absoluto, la apartó de él, la levantó y la dejó caer con fuerza. El azote resonó como un latigazo. Aquél era un nuevo signo, la contraseña esperada. Todo volvía a ocurrir muy deprisa. El hombre rubio entreabrió los labios. Volvía a sonreír.
El desconocido se estremecía bajo los golpes, cada vez más violentos, que estallaban en mis oídos con el bíblico estrépito de las trompetas de Jericó. Su piel enrojecía, sus muslos se doblaban, su duro y liso cuerpo de atleta, machacado en tantas infernales máquinas de musculación, se agitaba ahora, impotente. Su culo temblaba como los muslos de una virgen añosa en su noche de bodas. El volumen de la banda sonora, un espantoso popurrí de temas de siempre al piano, disminuyó poco a poco hasta cesar por completo a favor del chasquido de los azotes. El desconocido resoplaba. El hombre rubio no había perdido la calma. Alguno de los dos gritó, y después se separaron.
Esta vez el intermedio fue muy breve, y sorprendente. El rostro del desconocido llenó de golpe toda la pantalla. Era hermoso, más guapo que su verdugo, moreno, los ojos castaños, las cejas y los labios perfectamente dibujados, casi femeninos, la mandíbula en cambio ancha y potente. Se desvelaba el secreto, el desconocido dejaba de serlo, acababa de nacer y, por tanto, necesitaba un nombre. Le llamé Lester.
Le pegaba llamarse Lester, nombre de colegial británico, bello adolescente martirizado por la perversa vara de un maestro enjuto, levita raída y miembro miserable, que saboreaba de antemano cualquier travesura de nuestro pequeño, y le obligaba a que darse después de la clase para inclinarle sobre un pupitre, bajarle los pantalones y descargar sobre su culo blanco y duro un alud de mezquinos golpes de vara, mientras su lamentable picha, tiesa sólo a medias, saltaba dentro de sus pantalones. Retrato-robot del sodomita perfecto, Lester, que en la edad adulta sintió nostalgia de los ritos de la niñez y buscó un nuevo maestro, un hombre rubio, más fuerte que él, para que le enseñara cómo se hacen las cosas.
Y allí estaba, Lester. Tenía las mejillas arreboladas, de color púrpura. Sudaba. Los regueros de sudor habían dibujado en su cara extrañas pistas, como las que nacen de las lágrimas. Miraba hacia ninguna parte. Seguía esperando.
Cuando la cámara volvió al hombre rubio, éste adelantaba de nuevo, pero ahora con suavidad, la mano libre, que se posó sobre la enrojecida piel, la acarició un instante y presionó después sobre la carne, carne perfecta y deliciosamente tumefacta, para abrirse camino con el pulgar. El hueco me pareció enorme. Se inclinó hacia delante. Lester se hundió todavía más, la cabeza ladeada, la mejilla pegada contra el tablero, y yo perdí los nervios.
El mando a distancia estaba sobre la mesa. Lo cogí y volví para atrás. Volví al principio, cuando aún la mujer los acompañaba. Intentaba reconstruir la secuencia paso a paso, procurando mantener la cabeza fría y comprenderlo todo bien, seria y atenta como siempre que me planteo una tarea que está por encima de mis capacidades. Quería conocerlos, pero supe renunciar a tiempo. Al fin y al cabo, no eran otra cosa que actores, follaban por dinero, cualquier intento de atisbar dentro de ellos a partir de ahí resultaría inútil. No tenía sentido retrasarlo más.
Allí estaban, ambos, todavía dos siluetas distintas, separadas. Entonces, con una facilidad pasmosa, ajenos por completo a mí, a mis convulsiones, el hombre rubio entró, literalmente entró, en el niño grande, le apoyó una mano en la cintura, le agarró con la otra de los pelos —eso me encantó, desde luego, Lester, eres un perro— y comenzó a moverse dentro de él.
Les miraba, y no era capaz de procesar mis propias sensaciones. Poco a poco el hombre rubio dejó de serlo, su pelo se volvió negro, dentro de mi cabeza, salpicado de canas blancas y tiesas, se echó unos cuantos años más encima, de repente, y ahora tenía un nombre, pero yo no me atrevía a pronunciarlo, ni siquiera me atrevía a pensar en él. La cámara se centró en el rostro de Lester. Sudaba más, ahora, los ojos casi cerrados, los labios tensos. Se lo estaba pasando muy bien.
Yo se lo repetía sin cesar, en silencio: Eres un niño malo, Lester. No deberías haberlo hecho. Eres tan cruel. Has enfadado a papá y esta vez va en serio. ¡Pobre papá! Tan joven aún, tan vigoroso, toda la vida mimando el césped, y tú lo has destrozado entero en un minuto. Este año ya no irás a Eton, y papá te castigará, lo está haciendo ya. Mírale, mírate en el espejo grande del comedor, Lester. Estoy segura de que él no hubiera querido hacerlo, pero es tan honrado, siempre tan riguroso. Te mereces los azotes, tú te los has buscado al perforar el jardín con el colador chino de la cocina para fabricar tu estúpido campo de golf. Lo he oído comentar antes, ése será el castigo supremo. Papá te va a penetrar con el chino, Lester, te va a meter por el culo ese gran embudo de aluminio perforado y lo va a sacar goteando sangre. No te lo imaginas. Pero todo tiene su lado bueno, no creas. El chino abrirá un hueco tal que cuando papá te ataque con la polla para resarcirse siquiera mínimamente de los irreparables daños que has infligido a su pradera ni siquiera vas a enterarte, y eso es una ventaja, te lo digo yo, que lo sé por experiencia, hermanito, querido Lester…
Los acontecimientos de la pantalla me devolvieron a la realidad. El hombre rubio, rubio otra vez, acababa de correrse. Cuando el primer chorro de semen salió disparado, signo incontrovertible de la ausencia de fraude, penetró nuevamente en el que ahora, después de todo, no dejaba de ser un desconocido.
Pero mi cuerpo ardía.
Un denso hilo de baba transparente me colgaba del labio inferior.