Prólogo
Quince años después

Empecé a escribir Las edades de Lulú en otoño de 1987. Tenía veintisiete años y, hasta donde podía recordar, siempre había querido ser escritora, aunque en aquella época, después de haber empezado varias decenas de novelas sin haber sido nunca capaz de acabar el segundo capítulo de ninguna, mi fe comenzaba a flaquear. Ahora supongo que el trabajo con el que me ganaba la vida entonces era uno de los principales agentes de mi desesperanza. Y sin embargo, también sé que, si no lo hubiera desempeñado durante aquellos años, nunca habría podido empezar a escribir.

Desde 1982, yo trabajaba como escritora de encargo —lo que en el argot editorial se llama «trabajar de negro», «de negra» en mi caso— para diversas editoriales dedicadas sobre todo al libro de texto, los fascículos y las obras de consulta y/o divulgación, en un ambiente muy similar al que, en 1998, se convertiría en el escenario de mi cuarta novela, Atlas de geografía humana. No tenía contrato fijo y dependía de los encargos que pudiera enganchar aquí y allá. Mi trabajo consistía en redactar textos —pies de fotos, definiciones de términos para enciclopedias, entradillas y solapas, artículos de apoyo, cuadros sinópticos, recuadros y resúmenes— sobre lo que hiciera falta, pero siempre del tamaño, estilo y tono que me indicara el editor del libro. Algunas veces sabía algo del tema sobre el que escribía y otras, la mayoría, no tenía ni idea, pero daba igual. Fusilaba —es decir, copiaba alterando el léxico y la sintaxis del texto original— todo lo que podía, y cuando no podía, me lo inventaba. En ese trance, mi creatividad alcanzó un nivel bastante notable que sin embargo, y apunto este tanto en la lista de mis méritos, nunca comprometió mi estabilidad laboral. Por lo demás, tampoco mis textos eran sometidos a un control de calidad demasiado riguroso, y ninguno de los autores que se suponía que los habían escrito —porque yo casi nunca los firmaba— se quejó nunca de mis invenciones, si es que alguna vez llegaron a leerlas, que lo dudo.

La escritura de encargo me hizo escritora, pero también me inspiró una peligrosa condescendencia conmigo misma. De una parte, me permitió aprender el oficio y me familiarizó con la disciplina cotidiana de la escritura, pero de otra, depreció de manera inevitable ante mí misma el valor de lo que no tenía más remedio que considerar mi producción escrita. Yo trabajaba a destajo, tantos folios entregaba, tantos folios cobraba, y el precio de mi trabajo —una media de mil quinientas pesetas por cada holandesa de treinta líneas a sesenta espacios— no incentivaba precisamente mi esfuerzo. Y sin embargo, cuando ya estaba empezando a creer que el encargo sería el único horizonte al que podría acceder desde el teclado de un ordenador, sucedió algo que puso en marcha un mecanismo íntimo, secreto, que siempre ha extraído lo mejor y lo peor de mí misma.

En 1987 ya había empezado a trabajar, en una peculiar combinación de pluriempleo y exclusiva, para el grupo editorial Anaya. Por las mañanas, acudía al flamante edificio de la calle Josefa Valcárcel y me dedicaba a coordinar una colección de guías turísticas. Naturalmente no tenía un contrato fijo, nunca lo tuve, pero por una vez sí tenía un despacho para mí sola, detalle que me hizo mucha ilusión durante algunas semanas y me permitió, durante muchas otras, escribir en los huecos de mi actividad laboral buena parte de Las edades de Lulú en un cuaderno que todavía conservo. Cuando terminaba mi jornada matinal, me iba a casa, donde me dedicaba a redactar por las tardes los pies de fotos de la Biblioteca Iberoamericana, la gran apuesta editorial del grupo de cara a los fastos de 1992, que ya se veían venir. Por decirlo con palabras de aquellos tiempos, la Biblioteca era mía. Yo me había ocupado de escribir los pies de fotos de todos los tomos desde que apareció la colección, e intenté seguir haciéndolo y coordinar las guías al mismo tiempo, porque necesitaba dinero. Me había metido en una hipoteca criminal, una de aquellas hipotecas de los ochenta, y sólo podía pagarla a duras penas, así que lo intenté, pero no pude. Cuando se hizo evidente que no daba más de mí, mi jefe contrató a otra redactora para que nos repartiéramos el trabajo. Era periodista de formación, creo recordar, y estaba casada con un ejecutivo del grupo, detalle que, por cierto, no la hizo muy popular en el equipo. De todos modos era simpática y, por fortuna, muy lenta, quizás porque el dinero le daba igual, así que apenas llegó a quitarme la mitad del trabajo del que debería haberse hecho cargo. Nos llevábamos bien, tanto que mi despacho fue uno de los lugares a los que acudió una mañana con una botella de vino en una mano y un montón de vasos de plástico en la otra.

Si tuviera que definirme a mí misma por una virtud, no sabría cuál escoger. Ninguna de mis virtudes, muchas o pocas, podrá competir jamás en intensidad con mi defecto, mi pecado principal, al que no dudaría ni un instante en recurrir para definirme a mí misma. Porque si yo soy es porque soy soberbia. Tan sobremanera, tan extremadamente soberbia, que a esta debilidad le debo gran parte de mi fortaleza. La soberbia está en el origen de mi ambición y de mi tenacidad, la soberbia me libera de pasiones tan literarias como la vanidad o la envidia —que sólo pueden experimentarse cuando se considera que los demás están a la misma altura que uno mismo—, y la soberbia, además, ha sido la responsable de la mayor parte de los disgustos, decepciones, fracasos y ridículos que he padecido en mi vida. No existe caída más dura que la caída de una persona soberbia, ni un estupor semejante al que un soberbio prueba al caer. Tampoco existe, o al menos yo no lo conozco, un estímulo tan feroz como el que aprieta los dientes de una soberbia despechada.

Aquella pobre mujer, que no tenía la culpa de nada, me invitó a una copa de vino para celebrar que había ganado un accésit en un certamen literario de cuento —creo que era el Hucha de Oro, pero no estoy muy segura, tal vez estuviera patrocinado por Renfe— cuyo primer premio, para mayor vergüenza mía, había quedado desierto. Y ella estaba entusiasmada, y quería celebrarlo, y tenía todo el derecho, todas las razones del mundo para hacerlo. Pero ahí estaba yo —YO—, que era la escritora de la casa, la que algún día iba a escribir, la que siempre andaba anunciando en la máquina del café que estaba a punto de empezar una novela. Yo, desplazada por un mísero accésit de un premio desierto, yo, condenada a ver y escuchar las expresiones de una admiración ajena, yo, con una sonrisa más falsa que el beso de Judas y los dientes apretados hasta que empezaron a dolerme las mandíbulas. Entonces, como tantas otras veces en mi vida, grité con los labios cerrados, grité hacia dentro y hacia el mundo al mismo tiempo, grité sin mover un solo músculo de la cara pero con los músculos del alma estrujados en un puño.

Os vais a enterar, eso fue lo que grité. Y aquella vez fue verdad.

Aquella vez se enteraron.

Yo tenía un cajón lleno de primeros capítulos de novelas. En aquel cajón había de todo, proyectos de novelas de espionaje, de intriga, psicológicas, decimonónicas, modernas, graciosas, tristísimas, épicas, cómicas, trágicas, y un montón de versiones de lo que con el tiempo, y por fin, acabaría siendo el principio de mi segunda novela terminada, Te llamaré Viernes, que apareció en 1991. En aquel cajón, sobre el que me lancé como una posesa cuando todavía conservaba en el paladar un amargo regusto a vino tinto, había también media docena de folios que testimoniaban un amor juvenil, tremendo e incondicional por Boris Vian. Quizás por eso aquellos folios fueron también lo único que fui capaz de leer sin sentir el irremediable impulso de romperlos a continuación. Aquella tarde quemé mis naves. Aquella noche, el primer episodio de mi aprendizaje literario bajó a la calle dentro de la bolsa de la basura. Sólo indulté aquellos seis folios, y la versión que me pareció menos espantosa del encuentro fortuito que, ante la verja del Jardín Botánico, une los destinos de un chico muy feo y una chica de pueblo que vende pendientes de alambre por las noches en un cartapacio que, de día, le da el aspecto de una estudiante de Bellas Artes.

Así, como un cantaor flamenco que decide de repente por qué palo va a arrancarse a cantar, decidí yo arrancarme a escribir «por Boris Vian». O más precisamente por Vernon Sullivan, el pseudónimo tras el que el escritor francés se escondió al publicar Escupiré sobre vuestra tumba, un libro que me impresionó muchísimo cuando lo leí y que me sigue impresionando hoy, cada vez que pienso que el pobre Boris se murió a los treinta y nueve años y sin problemas de salud aparentes, sólo un par de horas después de asistir a un pase privado de la versión cinematográfica de su novela. Escupiré… siempre me había parecido un libro fascinante por su radicalismo y por su ambigüedad moral, esa problemática condición de una novela que es bestial en primer lugar por la deliberada voluntad de su autor, pero además y sobre todo porque éste cuenta de antemano con que los criterios del escándalo de sus lectores no van a coincidir en absoluto con los que inspiran su propio escándalo, y aun así, y sospechando que no va a servir de nada, elige concluir la historia de su héroe —un negro de piel blanca tan inteligente como rencoroso, violador y asesino de rubias reinas de belleza de la América sureña, seudoaristocrática y tontorrona—, en el instante en el que su cadáver llega a su pueblo natal, diciendo que «los vecinos le colgaron igual, porque era negro».

Yo no me atreví a llegar tan lejos y escogí un modelo más modesto y asequible, inspirado directamente en Con las mujeres no hay manera, otra novela de Boris/Vernon Vian/Sullivan, protagonizada por un niño pijo y detective aficionado que se traviste para resolver un caso y acaba cayendo en las garras de una banda de chicas duras, lesbianas y delincuentes. Como el resto de las obras de la serie, Con las mujeres… oscila entre el género negro y el erótico, sin renunciar a la bestialidad programática que su autor formuló por primera vez en Escupiré sobre vuestra tumba. Ése iba a ser también mi programa, y el origen de aquellos seis folios que alteraron para siempre mi relación con lo que yo misma había escrito. Lo único que hay que hacer es darle la vuelta al argumento de la novela de Boris, pensé. Parecía fácil, pero no lo era.

El caso es que cogí a una mujer de treinta años, de buena familia, casada pero, por razones obvias, no muy respetable, y la situé en el centro del lumpen gay. Hasta ahí todo iba bien. Parecía un tema original y lo era, parecía un principio brillante y quizás lo fuera, pero sólo si asumía de antemano que no me llevaba a ninguna parte. Enseguida comprendí que el problema no era adónde llegaba mi protagonista, sino de dónde venía, qué clase de vida, de historia, la habían llevado a un lugar tan extravagante como aquel en el que yo pretendía encontrarla. Entonces tuve que preguntarme por ella. Y lo que averigüé me interesó más que mi proyecto inicial. Sólo entonces, meses después de haber creído que estaba empezando a trabajar en una novela, abandoné una hipotética Con los hombres no hay manera y me dediqué a escribir de verdad Las edades de Lulú.

Hoy, quince años después, no me arrepiento de haberlo hecho.

Me parece importante aclarar este punto porque hace tiempo que vengo observando que la pregunta «¿De qué se arrepiente Almudena Grandes?» se repite con una frecuencia sospechosa —muy superior en todo caso a la que detecto en las entrevistas que les hacen a mis colegas— en los cuestionarios a los que contesto. Por eso, antes de nada, quiero dejar muy claro que Las edades de Lulú me sigue gustando, que me sigue pareciendo un buen libro, seguramente el mejor que yo habría podido empezar en 1987, y que, sobre todo, me sigue inspirando una inmensa gratitud. Pocos libros han hecho tanto por sus autores como esta novela hizo por mí, cuando me regaló la oportunidad de emprender la vida que yo siempre había querido vivir. Esta edición corregida, me gustaría pensar que definitiva, de aquella novela, es por tanto el resultado del amor, no del arrepentimiento.

No suelo releer mis novelas después de publicarlas, pero en los últimos años he tenido que asomarme a sus páginas con alguna frecuencia, para contestar a las preguntas, a veces extremadamente precisas, que me han ido enviando por correo electrónico los estudiantes de doctorado que han tenido la generosidad de trabajar sobre mi obra. En ese trance, ocupada casi siempre en la escritura de otros libros que ya me parecían muy alejados del primero, al consultar Las edades de Lulú me fui dando cuenta de que, en algunos aspectos concretos, la novela estaba muy mal escrita. Cuando, a principios del 2004, mi editor, Antonio López Lamadrid, me recordó que ya habían pasado quince años desde 1989 y que deberíamos renovar el primer contrato que firmamos porque la novela se seguía vendiendo, me encontré ante una oportunidad inmejorable para evitar, de una vez por todas, que los dientes me siguieran chirriando cada vez que leyera una sola frase con cinco adverbios de modo terminados en mente. Ésa es la justificación de un proceso en el que he pretendido limpiar el texto sin reescribir el libro, es decir, corregir sin hacer trampas.

He de reconocer, en cualquier caso, que ganas no me han faltado. Si no hubiera estado tan convencida de la necesidad de ser leal a mi propio trabajo, habría tomado medidas mucho más drásticas ante algunos episodios, personajes y diálogos que ahora me resultan insufribles por su ingenuidad. Sin embargo, casi por definición, las primeras novelas son ingenuas. Por eso, Chelo sigue siendo bisexual de esa manera suya tan pintoresca, y Lulú anhela nada más y nada menos que un pase de Milagro en Milán —una película que yo adoro, de todas formas— para planear su frustrada vuelta a casa, antes de encontrarse a una prostituta que tirita de frío en la puerta de la casa de Encarna, etc. Es verdad que he suprimido algunos fragmentos, por lo general brevísimos, y he añadido otros, sobre todo para que el libro refleje detalles que yo siempre conocí y que no atiné a explicar la primera vez, o para darle consistencia novelesca a algunas situaciones, pero debo aclarar que eso ha sucedido sólo de forma excepcional, y cuando no me sentía capaz de soportar determinados excesos de pretenciosidad o de cursilería.

Los criterios generales que adopté después de leer la novela con atención son pocos y precisos. He suprimido decenas de puntos y a parte, porque fragmentaban el texto de una manera tan excesiva como innecesaria —de hecho, en ningún caso he tenido que añadir ni una sola palabra para que los párrafos resultantes tuvieran coherencia en sí mismos— y tal vez un centenar de adverbios de modo, aunque me gustaría aclarar, en mi descargo, que mi extraordinaria afición por esa familia de palabras era proporcional a los servicios que me habían prestado durante muchos años de escritura de encargo. Uno de los primeros trucos que aprendí del oficio consistía en que una docena de adverbios terminados en mente y bien puestos, valían mil quinientas pesetas, las que ganaba de más cuando conseguía que el texto se estirara hasta ocupar dos o tres líneas de una última página que no existía antes de incluirlos.

Ahora Lulú llora menos —«pero esta chica es una llorona», me dijo Óscar Ladoire, viejo amigo mío que leyó la novela antes de que fuera publicada, «está todo el rato llorando… Yo creo que entre el pabellón del Real Madrid y Neptuno no hay distancia suficiente para que haga todas las cosas que hace y le dé tiempo a llorar, encima»—, describe sus estados de ánimo con un vocabulario menos monótono —«¿por qué tiene que estar repitiendo todo el tiempo que es feliz?», me preguntó Francisco Javier Satué el día que le conocí, después de hacerme una entrevista en Radio Nacional en la que se atrevió a decir, antes que nadie, que le había gustado mucho mi novela, «“feliz” es un adjetivo complicado, demasiado extraordinario. Si se repite pierde valor, en lugar de ganarlo»—, y le ahorra al lector alguna que otra tontería, pero sigue reflejando la ingenuidad, el entusiasmo y la inexperiencia de la escritora que la creó, y que quince años más tarde sigue enterneciéndose ante detalles como la angustia de su personaje por la cantidad de café que está derramando mientras intenta cargar una cafetera con dedos temblorosos de nostalgia y nerviosismo. «Aquella cafetera me iba a costar una fortuna», leo ahora, y recuerdo la época en la que me preocupaba desperdiciar el café, y me asombro de todo lo que nos ha pasado a las dos, a Lulú y a mí, desde entonces hasta hoy.

Ely es un caso distinto. Durante muchos años me he sentido en deuda con ella por no haberla tratado como se merecía y, lo que aún resulta más desconcertante, no he sido capaz de explicarme por qué. Al escribir el libro, puse mucho cuidado en despojarla de cualquier aderezo sórdido, cómico o patético, para convertirla en una amiga de la familia, cariñosa, leal, peculiar desde luego, pero también y sobre todo, normal. Ése era el tipo de transgresión de ida y vuelta que me interesaba, y sin embargo, y aunque creo que el resultado reflejó en un grado aceptable mis intenciones, no pude evitar tratarla en masculino. Ese tratamiento era lo que yo misma no me podía explicar algunos años después de publicar la novela, un misterio que sólo he logrado resolver ahora, después de enfrentarme al texto como si acabara de terminarlo. Entonces he descubierto cuán complicado es escribir sobre un transexual —el propio artículo lo indica— en femenino, y hasta qué punto esa dificultad se multiplica cuando sucede en una novela erótica. La definitiva feminización literaria de Ely ha sido el aspecto más engorroso y arduo con el que me he tropezado en este proceso, hasta el punto de que llegué a pensar que tal vez cometía un error al emprenderla. Ahora estoy satisfecha de haberla completado. Sólo puedo añadir que espero que ella también lo esté.

Sobre Las edades de Lulú tanta gente ha dicho tantas cosas, que no me resisto a la tentación de añadir mi opinión a las suyas, aunque me atrevería a afirmar que el paso del tiempo, y la consecuente caducidad del impacto inicial de un éxito no sólo abrumador, sino también tan complejo que en algún momento estuvo a punto de aplastarme, ha modificado considerablemente la recepción de esta novela. En otras palabras, diría que desde hace años tengo la impresión de que soy yo la que trabaja para Lulú, después de que, en el momento de su aparición, fuera ella quien trabajó para mí con tanta eficacia. Por lo tanto, ahora, cuando ya no tiene sentido valorar aquella novela como un fenómeno abrupto, aislado y sospechoso, creo que se comprenderán mejor mis opiniones sobre mi propio trabajo.

Yo estoy convencida de que la fortuna de esta novela se debe, ante todo y en primer lugar, a la acogida que le deparó una generación concreta de lectores españoles, que coincide más o menos con la mía. Por encima de las reacciones contrarias que cristalizaron en la cruzada que un periódico madrileño y conservador desató contra mi humilde persona —«no te puedes figurar la envidia que me das», me decía Juanjo Millás cada vez que nos encontrábamos en aquella época—, más allá del presunto escándalo que ciertos líderes de opinión radiofónica intentaron propagar sin demasiado éxito, aquellos lectores acogieron la historia de Pablo y Lulú como una crónica sentimental de su propia generación, una crónica radical y hasta exasperada en algunos aspectos, pero también universal en otros. Creo que esa lectura generacional amplió de forma decisiva el horizonte de la novela, que llegó a muchas personas que ni frecuentaban entonces ni han vuelto a frecuentar después la literatura erótica. Los motivos de que ahora mismo la novela siga llegando a lectores mucho más jóvenes, adolescentes del siglo XXI, son más difíciles de entender, hasta el punto de que no me siento muy capaz de desentrañarlos, pero si para ellos no vale la lectura generacional, más allá de las batallitas político-festivas que sus padres puedan contarles en las sobremesas de los domingos, mucho menos vale la lectura del escándalo, a estas alturas de lo que algunos pretenden que ya es la no historia.

La novela tampoco se leyó de la misma manera en todos los países donde fue publicada. Si en Latinoamérica y en el sur de Europa, por razones obvias, suscitó fenómenos más o menos análogos al español, en otros lugares, sobre todo en los países escandinavos, y en cierta medida también en lugares como Holanda o Alemania, Las edades de Lulú y yo misma nos convertimos en un producto sorprendente, casi exótico. Para mí tampoco dejaba de serlo el hecho de que los entrevistadores que me preguntaban si mis conciudadanos me insultaban por la calle o si mi hijo había tenido problemas en el colegio, hubieran veraneado alguna vez en Tenerife, o en Ibiza, o en Sitges, o en Denia, o en Torremolinos, o en Tarifa, o en Isla Cristina. Entonces les recordaba que la Gran Muralla china no estaba en España y se me quedaban mirando, muy perplejos.

Mi propia perplejidad se había convertido, por otra parte, en el elemento principal de mis relaciones con el mundo exterior. Nunca había vivido tiempos tan confusos, ni había afrontado una sobredosis tan brutal de experiencias insólitas. Aquel éxito resultó demasiado precoz, y tan complicado que, en lugar de aplomo, me deparó una enorme inseguridad, una paradójica y extraordinaria —en sentido literal— falta de confianza en mí misma. Pero, incluso asumiendo las consecuencias de tal condición, mi memoria se niega a admitir que yo haya articulado alguna vez muchas de las explosivas declaraciones que me colgaron en aquella época. Como no tiene sentido que este prólogo sea más largo que el libro, me voy a limitar a desmentir categórica y definitivamente dos de ellas. Yo, créanme, jamás he podido decir que el Marqués de Sade sea mi escritor favorito, y tampoco he dicho nunca que Las edades de Lulú, es decir, mi libro, sea un cuento de hadas. Esta última afirmación, que ha hecho correr ríos de tinta al otro lado del océano a pesar de provenir de una publicación poco rigurosa —el hecho de que en las universidades españolas no tengan en cuenta a las revistas femeninas a la hora de elaborar las bibliografías es cuando menos esperanzador—, fue sacada de contexto por un entrevistador con quien me limité a comentar que la pasión ferviente e incondicional que une a Pablo y a Lulú durante quince años, sin desfallecer jamás, no me parecía propia del mundo real, sino más bien de un cuento de hadas. Y nada más, excepto que en 1989 yo creía de verdad que una historia de amor no podía durar de ninguna manera tanto tiempo, y ahora, por fortuna para mí, sé que en 1989 yo estaba equivocada.

De lo que sí estoy segura es de que no creo en la reencarnación y de que nunca, ni remotamente, he sido hombre en una vida anterior. Tal vez, los críticos de ambos sexos que me han reprochado durante años que la sexualidad de mi personaje sea ficticia, y un simple reflejo de los tradicionales anhelos masculinos —es decir, un personaje hecho a la medida de lo que los hombres sueñan que sean las mujeres—, hayan tenido una experiencia distinta de la mía, y se hayan reencarnado ya un montón de veces, lo que les permite discernir con implacable rigor las fantasías y deseos propios de cada sexo pese a que, en apariencia, sólo han tenido ocasión de conocer uno de las dos. En tal caso, convendría que compartieran con nosotros los avatares de su espíritu. Recuerdo incluso una afirmación radical de una periodista que, con ocasión de la aparición de alguna novela mía posterior, no sé si Malena o Atlas, llegó a escribir en un suplemento de un diario que «las mujeres no nos reconocimos en Las edades de Lulú». Así, sin anestesia. Yo no sé qué o quiénes son las mujeres, pero en la medida en que tengo dos cromosomas X, menstrúo con regularidad y jugué mucho a las casitas de pequeña, creo que tengo algún derecho a decir que yo, al menos, no me reconozco en ese no reconocimiento.

Por encima de los juegos de palabras, cabe considerar el carácter profundamente reaccionario, y desde luego machista, de quienes, tal vez sin ser muy conscientes de las consecuencias últimas de sus criterios, prolongan la tradicional discriminación de las mujeres hasta el más remoto confín de la conciencia. Porque los deseos o fantasías masculinos se pueden calificar, y de hecho han sido calificados, con la mitad de los adjetivos que aparecen en cualquier diccionario, pero ninguno ha merecido nunca la reprobación definitiva de la desnaturalización. Así, los hombres pueden llegar a obedecer impulsos sexuales de naturaleza criminal, brutal, inhumana, pero nunca, hasta donde yo sé, la sexualidad masculina se ha considerado impropia de sí misma, ni siquiera en el ámbito de la cultura homosexual. Sin embargo, cualquier posición femenina heterodoxa frente a una nebulosa ortodoxia que tampoco se ha formulado jamás con precisión —más allá de que la penetración es en sí misma una práctica sospechosa—, no merece siquiera el consuelo de la incorrección política. Es, directamente, impropia, falsa, imposible, y por tanto, para abreviar, porque parece que los matices molestan, masculina.

Yo creo que la literatura no tiene que ver con las respuestas, sino con las preguntas. Un buen escritor no es el que intenta iluminar a la humanidad, respondiendo a las grandes cuestiones universales que angustian a sus congéneres, sino el que se hace preguntas a sí mismo y las traslada en sus libros al lector, para compartir con él quizás no lo mejor, pero sí lo más esencial que posee. Desde este punto de vista, las certezas son mucho menos valiosas que las dudas, y las contradicciones representan más un estímulo que una dificultad. Las verdades como puños, eso sí, hay que buscarlas en otros libros. Tal vez la mejor prueba de que los míos no valen para eso sea una paradójica lectura del final de Las edades de Lulú, en la que muchas de las voces de ambos géneros que antes me habían reprochado la falsedad masculina e intrínseca de la sexualidad de mi personaje, terminan reprochándome también el desenlace sonrosado, aburguesado y convencionalmente feliz de la esposa descarriada que vuelve con su marido al hogar conyugal. Hasta ese momento, parecían tener muy clara la frontera entre el Bien y el Mal, una línea gruesa —gruesísima— que se asentaba en sus convicciones de que Pablo no es más que un prototipo de macho mediterráneo e inmundo sádico sin escrúpulos, y Lulú, una especie de masoquista tonta y sumisa, ignorante del peso de sus cadenas y esclava de unos deseos intolerables por lo equivocados, pero todo se les olvida de repente. Y ahí sí que echo de menos a antagonistas de más envergadura, como la curia católica, sin ir más lejos. Al menos, los jesuitas siempre han tenido muy claro que si un personaje es la encarnación del Mal y vence en la contienda, el final de la historia es perverso de necesidad. Amén.

Pero Las edades de Lulú le debe mucho más a otros lectores, que apoyaron con decisión aquella novela primeriza y problemática, que contaba más o menos con el mismo número de enemigos entre la progresía y la reacción, cuando no era fácil hacerlo. No quiero dejar de recordarles aquí.

Recuerdo y recordaré siempre a Juan García Hortelano, que ya era uno de mis novelistas favoritos cuando defendió mi novela con entusiasmo en su condición de miembro del jurado de la XI edición de La Sonrisa Vertical, aun sin saber que él mismo aparece en el libro como figurante involuntario. El escritor mayor, consagrado y de vuelta de todo, que se queda mirando a Lulú cuando la ve acercarse con Pablo a la puerta del pabellón, siempre ha sido él. Me lo preguntó, se lo confesé, y se me quedó mirando con una sonrisa extraña, como si la idea, que le gustaba, se le hubiera pasado en algún momento por la cabeza.

Las edades de Lulú ya contaba con una aliada radical en aquel jurado. Beatriz de Moura, directora literaria de Tusquets y mi editora de toda la vida, me había invitado a asistir a la entrega del premio para conocerme, porque la novela le había gustado tanto que estaba decidida a publicarla de todas formas, ganara o no. Después he escuchado algunas veces de otros editores que semejante dosis de fe y de generosidad no tenía valor alguno, porque cualquiera habría apostado por una novela como ésta. Ellos, Beatriz y yo sabemos que eso no es verdad, y quiero dejar constancia de ello.

Nunca podré recompensar a Daniel Fernández por el arrojo que demostró al firmar la única crítica positiva —y la suya era más que positiva— que recibió mi novela en un medio importante, tan importante como el suplemento literario de El País. Y, aunque se sonroje, porque se pone colorado siempre que se lo digo, tampoco puedo olvidar que él volvió a ser el único que, un año después, votó en el mismo periódico por mi novela en una encuesta sobre los libros más significativos de los últimos años.

Ya he mencionado a Javier Satué. Ahora quiero darle las gracias a Jorge Edwards, que le dedicó a Lulú un larguísimo artículo, también en El País, pero en la sección de Opinión, siempre mucho más visible, cuando yo era tan inexperta que ni siquiera conocía el valor de un texto como el suyo. Y quiero citar también a mi amigo, a mi hermano Eduardo Mendicutti, que escribió un prólogo tan excesivo por su generosidad como por su inteligencia, para una de las ediciones de quiosco que ha conocido esta novela. La lista de mis gratitudes incluye nombres como los de Luis Antonio de Villena, Mario Vargas Llosa, José Manuel Caballero Bonald, Guillermo Cabrera Infante o Luis Landero, que hablaron bien de mi libro en entrevistas, o hicieron correr la voz de que merecía la pena en presentaciones y cócteles literarios. Pero, aunque parezca una insolencia, de nada estoy tan orgullosa como de un comentario anónimo que puedo reproducir literalmente porque después de leerlo lo coloqué en un marco, y me ha hecho compañía durante todos estos años desde una pared de mi estudio.

Es la reseña de una edición de bolsillo de Ana Karenina que se publicó sin firma en el Abc Literario, el día 26 de mayo de 1990, en una sección titulada «Escaparate».

«No es ser inactual el prestar atención a una nueva edición de la inmortal novela de León Tolstói, a la que precede una breve pero sustanciosa presentación de Juan López Morillas. He aquí una de las grandes novelas del deseo y la muerte. La pasión de Ana Karenina por el conde Vronski es infinitamente más poderosa y está mucho más cargada de vida que esas seudonovelas romas de imaginación y abundantes de Lulús, en las que el estilo es apenas el desaguadero de aficionados colados de rondón “progre” en los circuitos de la literatura.

»Recomendar la lectura de Ana Karenina es, al mismo tiempo, decir no a la frecuentación, por exigua que sea, de lo que no es literatura, sino manuales a lo Thiamer Toth, pero al revés, y que, sin embargo, halla el respaldo de editoriales presuntamente serias, que abren colecciones para ofrecer lo que antes se vendía en algunos quioscos y debidamente plastificado.»

Evidentemente, Ana Karenina, novela inmortal, no se merecía esto. Evidentemente, su inmortal autor tampoco se lo merece. Pero no creo que ningún otro escritor en el mundo pueda presumir de que alguien haya utilizado nada más y nada menos que a León Tolstói como arma arrojadiza contra su primera novela. Y tampoco se me ocurre una carta de presentación mejor.

Almudena Grandes

Madrid, 1 de julio de 2004