2. EL MÉTODO DE RESPIRACIÓN

Tengo ahora casi ochenta años; así pues, nací con el siglo. Toda mi vida he estado relacionado con un edificio que se alza casi justo frente al Madison Square Garden; ese edificio, que parece una inmensa prisión lóbrega (algo sacado de la dickensiana Historia de dos ciudades), es, en realidad, un hospital, como la mayoría de ustedes saben. Estoy hablando del Harriet White Memorial Hospital. La Harriet White en cuya memoria lleva su nombre el hospital fue la primera esposa de mi padre, que hizo sus prácticas de enfermera cuando en Central Park aún pacían auténticas ovejas. En el patio anterior del edificio se alza en un pedestal una estatua de esta dama, y, si alguno de ustedes la ha visto, seguro que se ha preguntado cómo una mujer con expresión tan severa e intransigente pudo haberse dedicado a ocupación tan tierna, pues el lema cincelado en el pedestal de la estatua (una vez libre de la tontería latina) es aún menos alentador: No hay solaz sin dolor; así pues, concebimos la salvación mediante el sufrimiento. Catón, con vuestro permiso… ¡y sin él!

Yo nací en ese edificio gris de piedra el veinte de marzo de mil novecientos. Y volví a él, como médico residente, en mil novecientos veintiséis. Veintiséis años son bastantes años para estar simplemente empezando en el mundo de la medicina, pero ya había hecho prácticas en Francia como médico residente, al final de la Primera Guerra Mundial, intentando volver a colocar y arreglar intestinos desgarrados y había practicado también comprando en el mercado negro morfina que, a menudo, estaba teñida y que, a veces, era peligrosa.

Tal como ocurrió con la generación de médicos siguiente a la Segunda Guerra Mundial, nosotros constituíamos un grupo de matasanos de sólida formación práctica y es notable el reducido número de deserciones que indican los archivos de las principales escuelas de medicina en los años mil novecientos diecinueve a mil novecientos veintiocho. Nosotros éramos más viejos, más juiciosos y teníamos más experiencia. ¿Éramos también más sabios? No lo sé; pero seguro que éramos más cínicos. Ninguna de todas esas bobadas que se cuentan en las novelas populares de temas médicos existía, esas tonterías de desmayos y vómitos en la primera autopsia. Después del bosque de Belleau, en que las ratas criaban a veces camadas enteras de crías entre los intestinos reventados de los soldados abandonados a su propia putrefacción allá, en tierra de nadie, ya no podíamos permitírnoslo. Nosotros habíamos dejado vómitos y desmayos atrás.

El Harriet White Memorial Hospital tuvo también gran importancia en algo que sucedería cuando llevaba yo trabajando allí nueve años. Y esa es la historia que deseo contarles, caballeros. Tal vez consideren que no es un cuento propio de Navidad (aunque su escena final se representó en Nochebuena), mas, pese a ser realmente pavoroso, creo yo que expresa el poder asombroso de nuestra maldita especie destinada al fracaso. Y en él veo un ejemplo de la maravilla de nuestra voluntad… al tiempo que su horrible y tenebroso poder.

El propio nacimiento, caballeros, es horrendo para muchos; ahora está de moda que los padres asistan al nacimiento de sus hijos, y aunque tal moda haya servido para cargar a muchos hombres con una culpabilidad que no creo que merezcan (culpabilidad que algunas mujeres utilizan con toda intención y con crueldad casi presciente), parece ser, en conjunto, algo sano y saludable. He visto hombres salir de la sala de partos blancos y tambaleantes, les he visto desmayarse como niñitas, incapaces de soportar los gritos y la sangre. Recuerdo un padre cuyo comportamiento fue absolutamente correcto hasta que, de repente, en el momento en que su hijo absolutamente sano hacía su entrada en este mundo, se puso a dar gritos histéricos. El niño tenía los ojos abiertos, parecía estar mirando en torno suyo… y luego clavó los ojos en su padre.

El nacimiento es maravilloso, caballeros, pero jamás, ni siquiera mediante un gran esfuerzo de la imaginación, lo hallé bello. El útero de una mujer es como un motor. La concepción lo pone en marcha. Se mueve de forma lenta al principio… pero, cuando el ciclo creativo se aproxima al clímax del nacimiento, el motor acelera y acelera y acelera. Su anterior ronroneo se convierte en firme zumbido, luego en retumbar y su actividad y funcionamiento produce al final un bramido aterrador y vociferante. Una vez que el motor se pone en marcha, toda futura madre comprende que su vida está en juego. O da a luz al hijo y el motor se acallará de nuevo, o seguirá acelerando con mayor estruendo y dificultad hasta explotar, matándola entre sangre y dolor.

El relato que voy a contarles es la historia de un nacimiento, caballeros, en vísperas del nacimiento que la humanidad lleva celebrando durante casi dos mil años.

Empecé a practicar la medicina en mil novecientos veintinueve; mal año para empezar cualquier cosa. Mi abuelo podía enviarme una pequeña suma de dinero, por lo que era más afortunado que la mayoría de mis colegas; mas, aun así, durante los cuatro años siguientes hube de vivir prácticamente de mi trabajo.

Hacia mil novecientos treinta y cinco, las cosas habían mejorado un poco. Me había creado una clientela fija y atendía también a bastantes pacientes externos del White Memorial. Y en abril de aquel año atendí por primera vez a una mujer joven, a la que llamaré Sandra Stansfield, que se parece bastante a su verdadero nombre. Era esta paciente una mujer joven, blanca, y que confesó tener veintiocho años. Después de haberla examinado, calculé que su verdadera edad debía ser unos tres o cinco años menos de los por ella confesados. Era rubia, delgada y alta para aquel tiempo (uno setenta y dos). Era bastante guapa, aunque de una forma austera que resultaba casi ominosa. Sus rasgos eran claros y regulares, inteligente su mirada… y su boca exactamente tan resuelta como la boca de piedra de la estatua de Harriet White que hay frente al Madison Square Garden. El nombre que dio para la ficha no fue el de Sandra Stansfield, sino el de Jane Smith. Mi subsiguiente examen indicó que estaba embarazada aproximadamente de dos meses. No llevaba anillo de casada.

Tras el examen preliminar (pero antes de disponer de los resultados de la prueba de embarazo), mi enfermera Ella Davidson dijo:

—Aquella chica de ayer… ¿Jane Smith? Si ese nombre no es falso es que yo nunca he oído uno.

Estaba de acuerdo con ella. No obstante, admiraba a la mujer. No había adoptado el habitual comportamiento lacrimoso, vergonzoso, timorato y titubeante… Se había mostrado franca y práctica. Hasta el nombre falso que había elegido parecía ser más una cuestión práctica que de vergüenza. No había hecho el más mínimo esfuerzo por dar sensación de verosimilitud. Era como si dijera: Necesitan un nombre para el formulario, porque así lo establece la ley. Ahí va un nombre. Pero, antes de confiar en la ética profesional de un hombre que no conozco, confiaré en mí misma, si no le importa.

La enfermera sornó e hizo algunos comentarios sobre «chicas modernas» y «descaradas atrevidas»; pero era una buena mujer y creo que tales comentarios eran solo pura rutina. Sabía perfectamente, igual que yo, que fuera lo que fuera mi nueva paciente, no era ninguna ramerilla descarada. No. Jane Smith era sencillamente una mujer joven extremadamente seria y extremadamente resuelta, si es que a ambos adjetivos puede acompañar adverbio tan suave como «sencillamente». Era la suya una situación desagradable, que solía denominarse, como recordarán ustedes, caballeros, «meterse en un lío», o «cometer un desliz»; hoy en día parece ser que muchas jóvenes utilizan un raspado para salir del lío; y ella se proponía superar la situación con cuanta dignidad y gracia pudiera.

Una semana después de su primera visita, volvió al consultorio. Era aquel un día delicioso (uno de los primeros auténticos días de primavera). La brisa era suave, el cielo azul claro y en el ambiente se respiraba un aroma… ese olor indefinible y cálido que parece ser el anuncio de la naturaleza de que se inicia de nuevo su propio ciclo de nacimiento. El tipo de día en el que desearíamos no tener ninguna responsabilidad en absoluto y estar sentados, frente a una hermosa mujer en un lugar como, por ejemplo, Coney Island, o Palisades, al otro lado del río Hudson, con el cesto de la merienda sobre un mantel de cuadros y la dama en cuestión luciendo un gran sombrero de ala ancha blanco y un vestido sin mangas tan bello como el día.

El vestido de «Jane Smith» tenía mangas, pero en verdad era casi tan hermoso como el día; un elegante lino blanco ribeteado de marrón. Llevaba escarpines marrones, guantes blancos y un sombrero cloche algo pasado de moda (este fue el primer detalle que me indicó que distaba mucho de ser una mujer rica).

—Está usted encinta —le dije—. Aunque creo que tenía pocas dudas al respecto, ¿no es así?

Si va a haber lágrimas, llegarán en este momento, pensé.

—Así es —me contestó ella, con perfecta compostura. Y no vi en sus ojos más rastros de lágrimas que nubes tormentosas en el horizonte de aquel luminoso día—. Suelo ser bastante regular.

Hubo un silencio entre ambos.

—¿Para cuándo cree que nacerá? —me preguntó tras la pausa, con un levísimo suspiro, apenas perceptible. Era el sonido que haría un hombre o una mujer antes de inclinarse para recoger una carga pesada.

—Para Navidad —dije—. Yo le daría la fecha del diez de diciembre, pero lo mismo puede ser dos semanas antes que dos semanas después.

—Muy bien —vaciló un momento. Luego concluyó deprisa—: ¿Me atenderá usted? ¿Pese a que no estoy casada?

—Sí —repuse—. Solo con una condición.

Frunció el ceño; en aquel momento, su rostro se pareció más que nunca al de Harriet White. Es difícil creer que la expresión de una mujer de solo unos veintitrés años pueda ser especialmente formidable; pero la suya lo era. Se dispuso a marcharse; y el hecho de tener que pasar de nuevo por todo el desagradable proceso con otro médico no la detendría.

—¿Y cuál sería esa condición? —me preguntó, con perfecta y franca cortesía.

Y entonces fui yo quien sintió la necesidad de bajar la vista, desviarla de sus serenos ojos color avellana. Pero aguanté su mirada.

—He de saber su verdadero nombre. Podemos seguir tratándonos en términos puramente prácticos, si así es como usted prefiere que sea, y puedo hacer que la señorita Davidson extienda sus recibos a nombre de Jane Smith. Pero si hemos de recorrer todos esos siete meses juntos, me gustaría poder llamarla por el nombre por el cual atiende en todas las demás facetas de su vida.

Concluí este discursillo absurdamente engolado y la observé mientras parecía meditar mis palabras. Estaba bastante seguro de que se levantaría, me agradecería el tiempo que le había dedicado y desaparecería para siempre. Me disgustaría que eso sucediera. Me agradaba aquella mujer. Incluso diré más: me agradaba su forma directa de desenvolverse en una situación que habría reducido al noventa por ciento de las mujeres a un papel de personas mentirosas, ineptas e indignas, aterradas por el reloj viviente que llevaban en su interior, y tan intensamente avergonzadas de su estado que les resultaría imposible hacer ningún plan razonable para salir adelante.

Supongo que hoy día muchos jóvenes considerarán tal estado mental absurdo, desagradable e incluso inverosímil. La gente se siente hoy día tan impaciente por demostrar su amplitud de miras que una mujer embarazada que no lleve anillo de casada puede recibir un trato doblemente solícito que una casada. Pero ustedes recordarán, caballeros, los tiempos en que la situación era bastante distinta: recordarán los tiempos en que rectitud e hipocresía se combinaban para crear una situación endemoniadamente difícil a la mujer que «se metía en un lío». En aquellos tiempos, una mujer casada encinta era una mujer radiante, segura de su posición y orgullosa de cumplir la misión por la cual se creía que Dios la había colocado en la Tierra. Una mujer soltera encinta era, a los ojos del mundo, y probablemente también a los suyos propios, una ramera. Era, para utilizar la palabra que usaba Ella Davidson, «fácil», y en aquel mundo y en aquellos tiempos, la «facilidad» no se perdonaba así como así. Esas mujeres solían desaparecer para tener sus hijos en otros pueblos o ciudades. Algunas tomaban pastillas o se tiraban de los edificios. Otras se ponían en las sucias manos de abortistas chapuceros o intentaban hacer ellas mismas la tarea; en mis años como médico, han muerto delante de mis propios ojos cuatro mujeres de resultas de punciones en el útero (en uno de los casos, la punción se hizo con el cuello punzante de una botella de Dr. Pepper atado al mango de una escobilla de ropa).

Ahora resulta difícil creer que tales cosas ocurrieran, pero en verdad ocurrían, caballeros. Ocurrían. Era, simple y llanamente, la peor situación en que pudiera llegar a verse una joven saludable.

—Muy bien —dijo al fin—. Es bastante justo. Me llamo Sandra Stansfield.

Me tendió la mano. Con cierta perplejidad, la tomé y la estreché. Me alegro de que Ella Davidson no me viera hacerlo. No hubiera hecho ningún comentario, pero seguro que durante una semana el café hubiese sido más amargo.

Sandra sonrió (supongo que por mi propia expresión de perplejidad) y me miró abiertamente.

—Espero que seamos amigos, doctor McCarron. Precisamente en estos momentos necesito un amigo. Estoy asustadísima.

—Lo comprendo; procuraré ser su amigo, si puedo, señorita Stansfield. ¿Puedo hacer algo ahora por usted?

Abrió el bolso de mano y sacó del mismo un lápiz y un cuaderno barato. Abrió el cuaderno, balanceó el lapicero y me miró con fijeza. Por un terrible instante, creí que iba a pedirme el nombre y la dirección de un abortista. Y entonces dijo:

—Me gustaría saber cuáles son los mejores alimentos. Quiero decir para el niño.

No pude evitar echarme a reír. Ella me contempló entonces con cierta sorpresa.

—Perdone… es solo que adopta usted un aire tan… práctico y profesional.

—Imagino que sí —dijo—. Pero ahora este niño es parte de mi profesión, ¿no es así, doctor McCarron?

—Sí, claro. Tengo un cuadernillo que doy a todas mis pacientes embarazadas. Es una especie de guía sobre la dieta, el peso, la bebida, el tabaco y otras muchas cosas. Por favor, no se ría cuando lo lea. Me ofendería profundamente si lo hiciera, pues lo escribí yo mismo.

Y así era, efectivamente, aunque más se trataba de un folleto que de un cuadernillo; y, con el tiempo, se convertiría en mi libro Guía práctica para el embarazo y el parto. En aquellos tiempos me interesaban muchísimo la obstetricia y la ginecología (y hoy me siguen interesando), aunque no era la especialidad adecuada por entonces, a menos que tuvieras muchísimas relaciones en la zona residencial de la ciudad. E incluso en tal caso, podrías tardar diez o quince años en conseguir crearte una clientela.

Como había abierto el consultorio a edad bastante avanzada para ello a causa de la guerra, me parecía que no tenía tiempo que perder. Y me contentaba con saber que vería a muchísimas futuras madres felices y asistiría a bastantes partos en el curso de mi ejercicio como médico de medicina general. Y así fue. Calculo que habré traído al mundo al menos a unos dos mil niños… suficientes para llenar cincuenta aulas.

Seguía lo que se publicaba sobre partos y embarazo con más interés que lo dedicado a cualquier otro campo de la práctica médica general. Y como mis ideas al respecto eran firmes y entusiastas, escribí mi propio folleto de instrucciones en vez de ir pasando los viejos cuentos que por entonces se imponían con mucha frecuencia a las madres jóvenes. No enumeraré ahora el catálogo general de tales embustes, porque nos llevaría toda la noche, pero sí mencionaré un par.

Se urgía a las futuras madres a que estuvieran lo menos posible de pie y a que no recorrieran ninguna distancia considerable, para evitar abortos o posibles lesiones a la criatura. Dar a luz es un trabajo muy duro, y tales consejos equivaldrían a decirle a un jugador que se entrenara para el gran partido procurando estar el máximo tiempo sentado para no agotarse. Otro gran consejo dado por muchos buenos médicos era que las futuras madres moderadamente obesas empezaran a fumar… ¡a fumar! Había en la época una frase publicitaria que expresaba perfectamente la razón para ello. Decía: «Tómate un Lucky en vez de un dulce». Quienes consideran que, al entrar en el siglo veinte, entramos en la era de la luz y de la razón en medicina, no tienen la menor idea de lo terriblemente absurda que podía ser a veces esta ciencia. Puede que no importe. Se les habría puesto el pelo blanco.

Entregué el cuadernillo a la señorita Stansfield, que lo ojeó con atención durante unos cinco minutos. Le pedí permiso para encender mi pipa y me lo concedió distraídamente, sin levantar siquiera la vista. Cuando al fin lo hizo, mostraba una leve sonrisa.

—¿Es usted un revolucionario, doctor McCarron? —me preguntó.

—¿Por qué lo pregunta? ¿Porque aconsejo a las futuras madres que hagan los recados a pie en vez de tomar un humeante y traqueteante vagón de metro?

—«Vitaminas prenatales», sean lo que sean… se recomienda nadar… y hacer ¡ejercicios respiratorios! ¿Qué ejercicios respiratorios?

—Eso va después y… no, no soy radical. En absoluto. Pero sí voy cinco minutos atrasado para la visita siguiente.

—Oh, lo siento —se puso inmediatamente de pie, guardando el grueso cuadernillo en el bolso.

—No se preocupe.

Se encogió de hombros en su abrigo ligero mirándome con sus francos ojos color avellana al hacerlo.

—No —dijo—. No es radical en absoluto. Sospecho que en realidad es bastante… ¿Sereno? ¿Es esa la palabra exacta?

—Espero que sirva —dije—. Es una palabra que me agrada. Si habla con la señorita Davidson le entregará un cuadro de visitas. Me gustaría volver a verla a principios del mes que viene.

—A su señorita Davidson no le caigo muy bien.

—Oh, vamos, estoy seguro de que eso no es cierto en absoluto —pero yo nunca había sido un mentiroso especialmente bueno y la afabilidad creada entre nosotros desapareció de súbito. No la acompañé hasta la puerta del consultorio—. ¿Señorita Stansfield? —se volvió, distante e inquisitiva—. ¿Se propone usted conservar a la criatura?

Me observó un momento y luego sonrió. Una sonrisa misteriosa que considero especial de las mujeres embarazadas.

—¡Oh sí! —dijo, y salió de mi despacho.

Al final de aquel día había tratado a gemelos idénticos de casos idénticos de zumaque venenoso, sajado un divieso, extraído del ojo una astilla metálica a un soldado y enviado a una de mis pacientes de más edad al White Memorial; estaba casi seguro de que tenia cáncer; así que, para entonces, había olvidado por completo a Sandra Stansfield. Ella Davidson me la hizo recordar, cuando me dijo:

—Puede que no sea tan descarada, después de todo.

Alcé la vista del historial de mi última paciente. Había estado mirándolo, sintiendo esa vacía e inútil inquietud que sienten casi todos los médicos al comprender que no pueden hacer absolutamente nada, y pensando que tenía que hacerme un tampón especial para aquellos casos, solo que en lugar de decir CUENTA POR PAGAR O PAGADO O PACIENTE TRASLADADO, dijera simplemente: DECRETO DE MUERTE, tal vez con una calavera y unas tibias cruzadas encima, como en los frascos de veneno.

—¿Cómo dice?

—Su señorita Jane Smith. Hizo algo muy curioso esta mañana antes de irse.

La expresión y actitud de la señorita Davidson dejaban perfectamente claro que era un tipo de cosa curiosa que le agradaba.

—¿De qué se trata?

—Cuando le entregué la tarjeta para la próxima visita, me pidió que le dijera a cuánto ascendían sus gastos. Todos sus gastos. Parto y estancia en el hospital incluidos.

Sin duda aquello era realmente curioso. Recuerden ustedes que les estoy hablando de mil novecientos treinta y cinco y que la señorita Stansfield daba la impresión de ser una mujer que se valía por sí misma. ¿Se defendía bien, holgadamente incluso? No lo creo. Su vestido, calzado, y guantes parecían ser elegantes, pero no llevaba joyas, ni siquiera de bisutería. Y estaba también su sombrero, aquel cloche claramente pasado de moda.

—¿Lo hizo usted? —le pregunté.

La señorita Davidson me miró como si pudiera haber perdido el juicio.

—¿Que si lo hice? ¡Claro que lo hice! Y me pagó todo. Y en efectivo.

Esto, que al parecer había sorprendido muchísimo a la señorita Davidson (de manera sumamente agradable, claro), a mí no me sorprendió lo más mínimo. Algo que las Janes Smith del mundo no pueden hacer es firmar cheques.

—Sacó una libreta de banco del bolso, la abrió y contó el dinero directamente sobre mi mesa. Luego —prosiguió la señorita Davidson— se guardó el recibo donde había estado antes el dinero, volvió a guardar en el bolso la libreta del banco y me dio los buenos días. ¡No está nada mal, cuando una piensa en cómo hemos tenido que acosar a algunas de esas personas llamadas «respetables» para conseguir que pagaran las facturas!

Había algo que me desazonaba. No me complacía que la señorita Stansfield hubiera hecho tal cosa, ni que la señorita Davidson se sintiera tan satisfecha y complaciente con el arreglo, y tampoco estaba contento conmigo mismo, por alguna razón que ni pude determinar entonces ni puedo ahora. Algo había en todo aquello que me hacía sentir pequeño.

—Pero no podía pagar ahora por su estancia en el hospital, ¿no es cierto? —pregunté; era una cosa ridículamente pequeña para aferrarse a ella, pero fue todo lo que pude encontrar en aquel momento para volcar en ello mi disgusto y mi casi divertida frustración—. Después de todo, no sabemos el tiempo que tendrá que estar allí. ¿O es que ahora se dedica usted a leer la bola de cristal, Ella?

—Ya le dije todo eso a ella, doctor, y me preguntó cuál era la estancia media si no había complicaciones. Le dije que seis días. ¿No es correcto, doctor McCarron?

Tuve que admitir que sí.

—Entonces me dijo que deseaba pagar por seis días, y que en caso de que luego estuviera más, ya pagaría la diferencia, y que si…

—… y que si era menos le reembolsaríamos la cantidad que fuera —concluí yo cansinamente. Pensaba: ¡Condenada mujer, de todos modos! Y me eché a reír. Tenía valor. Eso no podía negárselo nadie. Todo tipo de valor.

La señorita Davidson se permitió sonreír también… y si siempre me siento tentado, ahora que me encuentro en la senectud, a creer que conozco cuanto hay que conocer sobre mis congéneres, intento recordar aquella sonrisa. Habría apostado mi vida a que anteriormente jamás había visto a la señorita Davidson, una de las mujeres más «formales» que he conocido, sonreír tiernamente al pensar en una chica que esperaba un hijo fuera del matrimonio.

—¿Valor? No lo sé, doctor. Pero conoce su propia mente; de eso no me cabe la menor duda.

Pasó un mes y la señorita Stansfield acudió puntual a su cita, surgiendo sencillamente de aquel inmenso y sorprendente flujo de humanidad que era, y es, la ciudad de Nueva York. Llevaba un vestido azul que parecía fresco, y al que confería un aire de originalidad, una especie de gracia especial, pese al hecho de ser bien evidente que había sido sacado de la barra de entre docenas de vestidos idénticos. Su calzado era el mismo que llevaba la vez anterior.

La examiné detenidamente y encontré su estado normal en todos los aspectos. Así se lo dije; esto la complació.

—Encontré las vitaminas prenatales, doctor McCarron.

—¿De veras? Está bien.

Sus ojos brillaron con picardía.

—El boticario me previno contra ellas.

—Dios me libre de los boticarios —dije; ella soltó una sonrisilla cubriéndose la boca con la mano: un gesto infantil—. Jamás conocí a ninguno que no fuera un médico frustrado. Y republicano. Las vitaminas prenatales son nuevas, así que tiene prevención contra ellas. ¿Siguió usted su consejo?

—No. Seguí el suyo. Es usted mi médico.

—Gracias.

—No hay de qué —me miró francamente, ya sin sonreír—. Doctor McCarron, ¿cuándo empezará a notárseme?

—Calculo que, como muy pronto, en agosto. O en septiembre, si elige usted trajes que sean… bueno, holgados.

—Gracias —recogió el bolso, pero no se levantó como para irse de inmediato. Supuse que deseaba hablar y no sabía… cómo ni por dónde empezar.

—Trabaja usted, ¿no es cierto?

Asintió.

—Sí. Trabajo.

—¿Puedo preguntar dónde? Bueno, si realmente prefiere…

Se echó a reír, una risa insegura, seca, tan diferente de una risilla entrecortada como lo es el día de la noche.

—En unos grandes almacenes. ¿En qué otro sitio de la ciudad podría trabajar una mujer soltera? Vendo perfumes a señoras gordas que se enjuagan el pelo y se lo arreglan haciéndose ondas minúsculas.

—¿Hasta cuándo seguirá trabajando?

—Hasta que mi delicada situación se note. Supongo que entonces me pedirán que me vaya, para que no moleste a ninguna de esas señoras gordas. El que le atendiera una mujer embarazada sin anillo de casada podría darle un susto de muerte, doctor.

Y los ojos se le llenaron de lágrimas súbitamente. Empezaron a temblarle los labios y yo busqué a tientas un pañuelo. Pero consiguió dominarse y que no le cayeran las lágrimas. Sus ojos rebosaron un momento. Pestañeó. Apretó los labios; se calmó de nuevo. Al parecer, había decidido no dejarse llevar por las emociones… y lo consiguió. Fue algo digno de contemplar, caballeros.

—Lo siento —dijo—. Ha sido usted muy amable conmigo. Y no pagaré su amabilidad explicándole una historia de lo más vulgar.

Se levantó para marcharse, por lo cual yo me levanté también.

—No soy mal oyente —le dije—. Y hoy dispongo de tiempo. Mi siguiente paciente canceló la visita.

—No —dijo ella—. Gracias, pero no.

—Muy bien —dije—. Pero hay aún algo más.

—¿Sí?

—No es mi política hacer que mis pacientes (ninguno de mis pacientes) paguen por adelantado servicios que aún no se les han prestado. Quiero que si usted… es decir, si en cualquier momento cree que le gustaría… o tiene que… —dije torpemente; me interrumpí.

—Llevo cuatro años en Nueva York, doctor McCarron, y soy ahorradora por naturaleza. A partir de agosto (o septiembre) tendré que vivir de lo que me quede en mi cuenta de ahorros hasta que pueda volver a trabajar. No es una gran cantidad y a veces, sobre todo por la noche, tengo miedo.

Me miró fijamente con aquellos maravillosos ojos suyos color avellana. Prosiguió:

—Así que pensé que sería mejor (más seguro) pagar primero por el niño. Lo primero de todo. Porque ese es el lugar que ahora ocupa el niño en mi pensamiento y porque luego la tentación de gastar ese dinero podría ser enorme.

—Entiendo —dije—. Pero recuerde, por favor, que considero que lo ha pagado sin que se hayan presentado las facturas. Y si lo necesita, dígalo.

—¿Y volver a sacar al dragón de la señorita Davidson? —volvió a sus ojos aquel brillo pícaro—. No creo que lo haga. Y ahora, doctor…

—¿Piensa trabajar el mayor tiempo posible?

—Sí. Tengo que hacerlo. ¿Por qué?

—Creo que voy a asustarla un poquito antes de que se vaya —le dije.

Abrió un poco más los ojos.

—No lo haga —dijo—. Ya estoy bastante asustada.

—Pues es exactamente lo que voy a hacer. Siéntese otra vez, señorita Stansfield… Por favor —añadí al ver que no se movía.

Se sentó, de mala gana.

—Se da usted cuenta de que se halla en una situación única y en absoluto envidiable —le dije, sentándome en la esquina de la mesa—. Y se está desenvolviendo usted muy bien.

Ella iba a decir algo; alcé una mano para indicarle que se callara.

—Eso está muy bien. La felicito por ello. Pero me disgustaría mucho ver que perjudica usted al niño por preocuparse solo de su seguridad económica. Tuve una paciente que, pese a mis enérgicos consejos en contra, siguió fajándose mes tras mes, apretándose la faja cada vez más, a medida que su embarazo avanzaba. Era una mujer frívola y estúpida, una mujer pesadísima y creo que en realidad no deseaba el hijo en absoluto. Yo no suscribo muchas de esas teorías sobre el subconsciente tan en boga hoy día, pero si las suscribiera, diría que, de alguna forma, ella (o al menos una parte de ella) se proponía matar a la criatura.

—¿Y lo consiguió? —su expresión era muy tranquila.

—No, en absoluto. Pero el niño nació retardado. Es muy probable que hubiera nacido así de todas formas, no puedo decir lo contrario (pues casi nada sabemos de las causas de tales fenómenos). Pero pudo haberlo causado ella.

—Entiendo lo que quiere decir —dijo la joven en voz baja—. No quiere usted que yo… que me faje para poder trabajar un mes o mes y medio más. Admito que lo había pensado. Así que… gracias por el susto.

En esta ocasión la acompañé hasta la puerta. Me habría gustado preguntarle lo mucho (o lo poco) que le quedaba en la libreta de ahorros y hasta qué punto estaba nerviosa. Pero no me contestaría; lo sabía perfectamente. Así que me limité a despedirme y a hacer un chiste sobre las vitaminas. Se fue. Y, durante el mes siguiente, a veces me sorprendí pensando en ella y…

En aquel momento, Johanssen interrumpió la narración de McCarron. Eran viejos amigos y supuse que eso le daba derecho a plantearle una pregunta que seguramente se nos había ocurrido a todos los oyentes.

—¿La amabas, Emlyn? ¿Es de ese amor de lo que trata todo esto, todas esas historias sobre sus ojos y su sonrisa y el que te sorprendías pensando en ella…?

Supuse yo que el doctor McCarron se disgustaría por la interrupción, pero no fue así.

—Tienes derecho a hacerme esa pregunta —dijo; hizo una pausa, contemplando el fuego.

Parecía haberse sumido en una especie de adormilamiento. La leña chisporroteó en el fuego, lanzando las chispas chimenea arriba, y McCarron miró en torno suyo, primero a Johanssen y luego a los demás.

—No. No la amaba. Lo que he dicho sobre ella puede parecerse a lo que diría y en lo que se habría fijado un hombre enamorado: sus ojos, su atuendo, su risa…

Encendió la pipa con un encendedor especial parecido a una saeta que había traído, aguantando la llama hasta que hubo un lecho de brasas. Luego cerró el encendedor con un chasquido, se lo echó al bolsillo de la chaqueta y lanzó un penacho de humo que envolvió lentamente su cabeza formando una especie de membrana aromática.

—La admiraba. Eso era todo. Y mi admiración se acrecentaba con cada visita. Supongo que algunos de ustedes pensarán que esta es una historia de amor frustrado por las circunstancias. Nada más lejos de la verdad. Fui enterándome de su historia poco a poco, a lo largo de los seis meses siguientes; y cuando ustedes la oigan, caballeros, convendrán conmigo en que realmente era tan normal y corriente como ella misma me había dicho. La ciudad la había atraído como a otros miles de muchachas; procedía de un pequeño pueblecito de…

… de Iowa o Nebraska. O tal vez de Minnesota; en realidad, no lo recuerdo ya. Había actuado en las obras de teatro que se representaban en el instituto de enseñanza media y también en el teatro del pueblecito (alabanzas del semanario local, escritas por un crítico teatral con una licenciatura en inglés del Junior College Cow and Sileage) y se vino a Nueva York decidida a abrirse paso como actriz.

Incluso en eso era práctica (todo lo práctica que un objetivo en absoluto práctico puede permitirle ser a uno, de cualquier forma). Me explicó que se vino a Nueva York porque no creía en la inexpresada tesis de las revistas de cine de que cualquier chica que llegue a Hollywood puede convertirse en estrella de la noche a la mañana, que puede estar tomando soda a sorbitos un día en el Drugstore de Schwab y al día siguiente actuar junto a Gable o MacMurray. Ella vino a Nueva York, me dijo, porque creía que aquí le resultaría más fácil abrirse paso… y creo yo que también porque el teatro verdadero le interesaba más que el cine.

Encontró trabajo como vendedora de perfumes en unos grandes almacenes y se inscribió en clases de interpretación. La muchacha era inteligente y extraordinariamente decidida, y tenía una voluntad de acero… aunque, por supuesto, era tan humana como el que más. Y estaba sola. Tanto como probablemente solo puedan llegar a sentirse las muchachas procedentes de pequeños pueblecitos del Medio Oeste al llegar a la gran ciudad.

La nostalgia no siempre es una emoción vaga, melancólica y casi bella, aunque sea así como la imaginamos en general. Puede ser una espada extraordinariamente aguda, y no solo una dolencia metafórica, sino absolutamente real. Y puede hacernos cambiar la idea que tenemos del mundo; los rostros que vemos en la calle no solo nos parecen indiferentes sino desagradables, feos… incluso malignos. La añoranza es una enfermedad real: el dolor de la planta desarraigada.

Y la señorita Stansfield, con todo lo admirable que pudiera haber sido y pese a toda su gran resolución, no estaba inmunizada contra esta enfermedad. Considero innecesario explicar el resto. En las clases de interpretación conoció a un joven con el que salió varias veces. No lo amaba, pero necesitaba un amigo. Y para cuando descubrió al fin que ni lo era ni lo sería nunca, se habían producido ya dos incidentes. Incidentes sexuales. Descubrió que estaba embarazada. Y se lo dijo al joven, que, a su vez, le aseguró que permanecería a su lado y que haría «lo propio». Al cabo de una semana, había desaparecido de su alojamiento sin dejar rastro. Y fue entonces cuando la muchacha vino a visitarme.

Durante su cuarto mes de embarazo, inicié a la señorita Stansfield en el método de respiración (hoy conocido como Método Lamaze); pero en aquellos tiempos, caballeros, aún no se había oído hablar de Monsieur Lamaze.

Advierto que la frase «en aquellos tiempos» surge a cada poco en mi relato. Les pido por ello disculpas, aunque es algo que no puedo evitar… y no puedo evitarlo porque gran parte de lo que les he contado, caballeros, y de lo que les contaré, sucedió de la forma en que sucedió precisamente por acaecer «en aquellos tiempos».

Pues, en aquellos tiempos, hace unos cuarenta y cinco años, una visita a la sala de partos de cualquier gran hospital de Estados Unidos habría producido a cualquiera la misma impresión que la visita a un manicomio. Mujeres llorando desesperadas, mujeres pidiendo a gritos la muerte, mujeres gritando que era imposible soportar semejante dolor, mujeres pidiendo a voces a Cristo perdón por sus pecados. Mujeres soltando maldiciones y palabrotas que ni sus padres ni sus esposos imaginaban siquiera que pudieran conocer. Y se aceptaba todo esto como bastante normal, pese a que la mayoría de las mujeres del resto del mundo dan a luz en silencio casi absoluto, aparte de los broncos sonidos identificables con un gran esfuerzo físico.

Y los médicos eran, en parte, responsables de esta historia, lamento decirlo. Las historias que las mujeres embarazadas oyen sobre el parto de boca de las amigas y las parientas que ya han pasado por ese trance, sin duda contribuían también a ello. Créanme: si alguien te dice que una experiencia concreta va a dolerte, te dolerá. El dolor reside prácticamente en la mente y si una mujer asimila la idea de que el acto de dar a luz es muy doloroso (tal como le dicen su madre, sus hermanas y su propio médico), esa mujer, sin duda, se prepara mentalmente para sentir un gran dolor.

Ya a los seis años de ejercicio estaba yo acostumbrado a ver a las mujeres enfrentarse a un doble problema: no solo el hecho de que estaban embarazadas y tenían que disponerlo todo para el futuro hijo, sino también con el hecho (la mayoría de ellas lo consideraban como un hecho, de todas formas) de que habían entrado en el oscuro valle de la muerte. Muchas se consagraban realmente a poner todas sus cosas en orden para que, en caso de morir, sus maridos pudieran seguir adelante sin ellas.

No es este lugar ni ocasión para dar una conferencia sobre obstetricia, pero han de saber ustedes que «en aquellos tiempos», y desde hacía muchísimo, el acto de dar a luz era extraordinariamente peligroso en los países occidentales. Una revolución en la práctica de la medicina iniciada hacia mil novecientos había hecho mucho más seguro todo el proceso del parto, pero eran poquísimos los médicos que se molestaban en explicárselo a sus pacientes embarazadas. Dios sabrá por qué. Por lo cual, ¿a quién podría extrañarle que casi todas las salas de parto parecieran el Pabellón Nueve de Bellevue?

Aquellas pobres mujeres, cuyo plazo se cumplía irremisiblemente experimentando un proceso que, debido al decoro victoriano de aquellos tiempos, les había sido explicado en los términos más vagos e imprecisos… aquellas mujeres sintiendo que el motor del parto se ponía al fin en marcha a toda potencia… Y les embarga el temor y el asombro, que interpretan de inmediato como dolor insoportable y casi todas creen que pronto morirán como perros.

En el curso de mis lecturas sobre el tema de la gestación, descubrí el principio del parto silencioso y el método de respiración. El gritar derrocha la energía que se emplearía mucho mejor en expulsar a la criatura, causa en la mujer una hiperoxigenación que crea una situación crítica para el organismo femenino, obligando a las glándulas suprarrenales a trabajar a gran velocidad; el pulso y la respiración se aceleran… Y todo esto es absolutamente innecesario. El método respiratorio estaba destinado a ayudar a la madre a centrar su atención en el esfuerzo concreto que estaba realizando y a controlar el dolor utilizando los propios recursos del organismo.

Se utilizaba ampliamente ya por entonces en la India y en África; en Estados Unidos, lo utilizaban también los shoshone y los kiowa, y los esquimales lo habían utilizado siempre. Pero, tal como pueden imaginarse, a la mayoría de los médicos occidentales les interesaba poquísimo. Uno de mis colegas (un individuo inteligente) me devolvió mi cuadernillo mecanografiado sobre embarazo en el otoño de mil novecientos treinta y uno, con una raya roja en todo el apartado sobre el método respiratorio. Y al margen había garrapateado que si deseara conocer las «supersticiones de los negros» no tenía más que pararse en un puesto de periódicos y comprarse un ejemplar de Cuentos fantásticos.

En fin, no seguí sus indicaciones ni eliminé el apartado sobre respiración del cuadernillo… pero obtuve resultados variados con el método: algunas mujeres lo utilizaron con gran éxito; en cambio, otras que parecían haber captado perfectamente la idea en principio, lo olvidaban todo en cuanto sus contracciones empezaban a ser realmente intensas. En casi todos estos últimos casos, descubrí que la idea había sido minada y destruida por amigas y parientas bienintencionadas que jamás habían oído nada parecido, por lo que se negaban a creer que fuera realmente eficaz.

El método se basaba en la idea de que, aunque jamás hay dos partos exactamente iguales en los detalles específicos, todos son parecidísimos en general. Hay cuatro etapas: dilatación, descenso y coronación del niño, nacimiento y expulsión de la placenta. Mediante las contracciones, los músculos pelvianos y abdominales se endurecen completamente; a veces las futuras madres advierten su inicio al sexto mes. Muchas primerizas esperan algo más desagradable, como retortijones; pero, según me han dicho, es distinto: es una intensa sensación física que puede acabar en algo como un calambre. Una mujer preparada para utilizar el método respiratorio empieza a respirar con una serie de inspiraciones y espiraciones breves y medidas, cuando siente que la contracción va a empezar. Expele cada inspiración en un resoplido, como si estuviera soplando una trompeta estilo Dizzy Gillespie.

En la etapa media del parto, cuando empiezan a producirse contracciones más dolorosas cada quince minutos o así, la mujer empieza a hacer más prolongadas las inspiraciones, seguidas de largas espiraciones; en la forma en que respira un corredor de maratón al iniciar la etapa final. Cuanto más fuerte es la contracción, más prolongada será la inspiración-espiración. En mi cuadernillo, yo denominaba a esta etapa «remontar las olas».

Y denominé, a cada forma de respirar en la etapa final, que es la que atañe en especial a la historia que les estoy contando, «locomotora»; los instructores de Lamaze suelen denominarla etapa de respiración «cho-co-cho». El parto final va acompañado de dolores descritos con gran frecuencia como apagados e intensos. Les acompaña la irresistible urgencia de la madre de empujar… de expulsar al hijo. Este es el momento, caballeros, en el que ese maravilloso y terrible motor alcanza su crescendo absoluto. El cuello del útero está plenamente dilatado. El niño ha iniciado su breve recorrido por el canal de nacimiento y si se mirara directamente justo entre las piernas de la madre, podría verse la fontanela de la criatura latiendo a pocos centímetros del exterior. La madre que utilice el método de respiración empieza en este punto a inspirar y espirar a breves intervalos, entre los labios, sin llenar los pulmones, sin hiperoxigenarse, sino casi en un jadeo perfectamente controlado. Es exactamente el sonido que hacen los niños para imitar a una locomotora a vapor.

Todo esto produce un efecto físico saludable: la madre mantiene en el organismo elevada cantidad de oxigeno, sin llegar a un nivel peligroso, por un lado, y permanece consciente y alerta, puede hacer preguntas y responder a las que se le hagan, puede seguir las instrucciones que se le den. Mas, sin duda alguna, los efectos mentales del método de respiración son aún más importantes que los puramente físicos. Pues la madre siente que participa activamente en el nacimiento de su hijo, que, en cierta medida, es quien dirige el proceso. Siente plenamente la experiencia y también el dolor.

Comprenderán ustedes, caballeros, que el proceso completo depende sobre todo del estado mental de la paciente. El método de respiración es singularmente vulnerable y delicado, y si yo hubiera tenido considerable número de fracasos, los habría explicado del modo siguiente: de lo que un médico puede convencer a una paciente, pueden disuadirla sus parientes, que alzan las manos aterrados al oír hablar de tan bárbara práctica.

Al menos en este sentido, la señorita Stansfield era la paciente ideal. No tenía amigos ni parientes que le quitaran la fe en el método de respiración (aunque, he de añadir en justicia, dudo muchísimo que alguien la hubiera hecho volverse atrás de cualquier cosa una vez que hubiera tomado una decisión al respecto) cuando ya lo había aceptado y creía en él. Porque la señorita Stansfield creía realmente en el método de respiración.

—Es algo parecido a la autohipnosis, ¿verdad? —me preguntó la primera vez que hablamos del tema en serio.

Asentí complacido:

—¡Exactamente! Pero ha de evitar que eso le haga creer que se trata de un ardid, o que le fallará en el momento más difícil.

—No lo creo en absoluto. Y le estoy muy agradecida. Practicaré asiduamente, doctor McCarron.

Era justo el tipo de mujer para la que se inventó el método de respiración; y cuando me dijo que practicaría, decía exactamente la verdad. Jamás vi a nadie entregarse a algo con semejante entusiasmo… aunque, por supuesto, el método de respiración se adaptaba de maravilla a su temperamento. En este mundo, hay hombres y mujeres sumisos a millones y algunos de ellos son personas extraordinariamente afables. Pero hay otros tan extraordinariamente tenaces que les duelen las manos de llevar el control de sus propias vidas; y era seguro que la señorita Stansfield pertenecía a esos últimos.

Cuando digo que se entregó de lleno al método de respiración, es exactamente eso lo que quiero decir… y creo que la historia de su último día en los grandes almacenes en que trabajaba vendiendo productos de cosmética y perfumes lo corrobora.

Llegó el término de su trabajo lucrativo a últimos del mes de agosto. La señorita Stansfield era una joven delgada, con buena salud y aquel era su primer hijo, claro. Cualquier médico podría explicar que a una mujer así puede no «notársele» en absoluto que está encinta hasta el quinto o incluso el sexto mes; y que luego, un buen día, como de repente, todo se descubre, y «se nota» muchísimo.

La señorita Stansfield apareció en mi consultorio para su visita mensual a primeros de septiembre; me dijo, sonriendo con tristeza, que había descubierto que el método respiratorio tenía otra aplicación.

—¿Y cuál es? —le pregunté.

—Da mejores resultados incluso que contar hasta diez cuando uno está terriblemente enfurecido con alguien —dijo. Le bailaban los ojos color avellana—. Aunque, claro, te miran como si hubieras enloquecido de repente al ver que te pones a aspirar y a soplar.

Y me contó lo sucedido. El lunes anterior había ido a trabajar, como de costumbre; solo se me ocurre pensar que la extraña y abrupta transición de joven delgada a joven sin duda embarazada (transformación que de veras puede producirse de forma tan súbita como el paso del día a la noche en el trópico), se había producido, en su caso, durante el fin de semana. O tal vez su supervisora decidiera al fin que sus sospechas ya no eran simples sospechas.

—Quiero verla en mi oficina a la hora del descanso —le dijo secamente aquella mujer, una tal señora Kelly.

Siempre había sido bastante amable con la señorita Stansfield. Le había enseñado las fotografías de sus dos hijos (ambos estudiaban ya en el instituto) y habían intercambiado recetas de cocina. Y la señora Kelly andaba siempre preguntándole si ya había conocido a un «buen chico». Pero tal cordialidad y amabilidad se habían esfumado el lunes, y cuando la señorita Stansfield entró en el despacho de la señora Kelly a la hora del descanso, según me contó, supo lo que se avecinaba.

—Se ha metido usted en un lío —le dijo aquella mujer anteriormente tan amable, con sequedad.

—Sí —repuso la señorita Stansfield—. Así es como lo llama mucha gente.

Las mejillas de la señora Kelly se habían tornado del color del ladrillo viejo.

—No se haga la ingeniosa conmigo, señorita —le dijo—. Por el aspecto de su vientre, lleva ya bastante tiempo haciéndose la ingeniosa.

Podía imaginármelas a ambas mientras la señorita Stansfield me contaba la historia: ella, con sus francos ojos color avellana fijos en la señora Kelly, perfectamente controlada, negándose a bajar la vista, a llorar o a mostrarse avergonzada de cualquier otra forma. Creo que ella tenía una idea mucho más práctica del lío en que estaba metida de la que podía tener su supervisora con sus dos hijos ya casi adultos y su respetable marido, dueño de una barbería propia y que votaba a los republicanos.

—He de decirle que ha demostrado usted muy poca vergüenza engañándome como lo ha hecho —explotó la señora Kelly con acritud.

—Nunca la he engañado. Nunca se mencionó mi estado hasta este momento —miró con curiosidad a la señora Kelly—. ¿Cómo puede decir que la he engañado?

—La llevé a mi casa —gritó la señora Kelly—. La invité a cenar… con mis hijos —miró a la señorita Stansfield con repugnancia extrema.

Y fue en este punto cuando la señorita Stansfield empezó a enfurecerse. Me contó que en su vida se había sentido tan furiosa. Sabía muy bien la reacción que podía esperar cuando se descubriera su estado, pero, como cualquiera de ustedes, caballeros, podrán confirmar, la diferencia entre la teoría académica y la aplicación práctica puede ser a veces sorprendentemente grande.

Apretando con fuerza las manos unidas sobre el regazo, la señorita Stansfield dijo:

—Si lo que me está sugiriendo usted es que intenté, o que de alguna forma podría haber intentado, seducir a sus hijos, le diré que es lo más sucio y repugnante que he oído en mi vida.

La señora Kelly saltó hacia atrás como si la hubieran abofeteado. El color rojizo se esfumó de sus mejillas, dejando solo dos manchitas de rubor. Las dos mujeres se miraron lúgubremente por encima de la mesa llena de muestras de perfumes en aquella habitación que olía vagamente a flores. La señorita Stansfield dijo que aquel instante le pareció mucho más largo de lo que podía haber sido realmente.

La señora Kelly abrió de un tirón uno de los cajones y sacó un cheque color crema. Sujeto a él había una tira, rosa brillante, de despido. Y mostrando los dientes, como si realmente fuera mordiendo las palabras al pronunciarlas, dijo:

—Habiendo en la ciudad centenares de chicas decentes que buscan trabajo, la verdad es que no creo que necesitemos emplear a una prostituta como usted, querida.

Me explicó la señorita Stansfield que fue aquel «querida» final, despectivo, lo que acabó completamente con su paciencia y desbordó su furia contenida. Al instante siguiente, la señora Kelly abría incrédula la boca y desorbitaba los ojos mientras la señorita Stansfield, con las manos unidas como eslabones de una cadena de acero, con fuerza tal que se hizo cardenales (le estaban desapareciendo ya pero aún eran claramente visibles cuando vino a la consulta a primeros de septiembre) empezó a respirar entre dientes como una «locomotora».

Tal vez no tuviera nada de divertido, pero no pude evitar echarme a reír al imaginar la escena, y también la señorita Stansfield rió conmigo. La señorita Davidson se asomó (quizá para asegurarse de que no nos habíamos puesto óxido nitroso) y volvió a salir.

—No se me ocurrió otra cosa —decía la señorita Stansfield, riendo aún y secándose los ojos con un pañuelo—. Porque en aquel momento me vi arrojando todos aquellos frascos de perfume (absolutamente todos), tirándolos de la mesa al suelo, que era de cemento sin alfombrar. No es que pensara en ello. ¡Me vi haciéndolo! Vi los frascos-muestra chocando contra el suelo y llenando la estancia de una horrible mezcla de aromas que los obligaría a llamar a los fumigadores.

»Iba a hacerlo, estaba a punto de hacerlo ya, nada me habría impedido hacerlo. Y entonces empecé a respirar como una “locomotora”… y todo fue perfecto. Tomé con calma el cheque, la hoja de despido, me levanté y salí del despacho. No pude darle las gracias, claro… porque seguía respirando como una “locomotora”.

Reímos de nuevo; luego ella se tranquilizó.

—Ahora ya todo ha pasado, incluso puedo sentir cierta lástima por ella… ¿o tal vez eso suena a engreimiento?

—En absoluto. Creo que es un sentimiento admirable.

—¿Puedo enseñarle lo que me compré con la indemnización por el despido, doctor McCarron?

—Sí, si quiere hacerlo.

Abrió el bolso y sacó una cajita plana.

—Lo compré en una casa de empeños —dijo—. Por dos dólares. Ha sido la única vez durante toda esta pesadilla que me he sentido avergonzada y sucia. ¿No es extraño?

Abrió la caja y la posó en mi mesa para permitirme ver el interior. No me sorprendió lo que vi. Era una simple alianza de oro.

—Haré lo que sea necesario —dijo—. Estoy en lo que la señora Kelly llamaría «una respetable casa de huéspedes». La casera ha sido amable y amistosa conmigo… pero también lo era la señora Kelly. Creo que a partir de ahora me pedirá en cualquier momento que me vaya y supongo que si le dijera algo del resto del alquiler o del depósito por desperfectos que le entregué cuando me instalé en su casa, se reiría en mis propias narices.

—Querida joven, eso sería totalmente ilegal. Hay tribunales y abogados que la ayudarían a usted a contestar tal…

—Los tribunales son clubs de hombres —dijo ella con firmeza— y no se saldrían de su línea para ayudar a mujeres como yo. Tal vez recuperara el dinero; tal vez no. En cualquier caso, los gastos, los problemas y lo… lo desagradable de todo el asunto… en realidad no creo que mereciera la pena… En fin, ni siquiera tenía que habérselo mencionado. Todavía no ha sucedido y tal vez no ocurra nunca. En cualquier caso, de ahora en adelante intentaré ser más práctica de lo que he sido hasta ahora.

Alzó la cabeza, sus ojos chispeaban al posarse en los míos.

—Solo por si acaso, me he fijado en un lugar en el Village… Está en una tercera planta, pero es limpio y son cinco dólares al mes menos que donde estoy ahora —sacó el anillo de la caja—. Lo llevaba puesto cuando la casera me enseñó la habitación.

Se lo colocó en el tercer dedo de la mano izquierda, con una leve mueca de disgusto de la que no creo que fuera consciente.

—Así. Ahora soy la señora Stansfield. Mi esposo era camionero y resultó muerto en la ruta Pittsburgh-Nueva York. ¡Qué triste! Pero ya no seré una ramerilla y mi hijo no será un bastardo.

Alzó hacia mí la vista; otra vez tenía lágrimas en los ojos. Cuando la miré, una lágrima se desbordó y le rodó mejilla abajo.

—Por favor —le dije, disgustado, y extendí la mano para tomar la suya, sobre la mesa. Estaba completamente helada—. Por favor, no, querida.

Volvió la mano, que era la izquierda, en mi mano, y miró el anillo. Sonrió; aquella sonrisa era tan amarga como hiel y vinagre, caballeros. Otra lágrima rodó por su mejilla. Solo otra.

—Cuando oiga decir a los cínicos que los días de la magia y los milagros han pasado ya, doctor McCarron, sabré que están equivocados, ¿verdad? Cuando una alianza que puedes comprar en una tienda de empeños por dos dólares elimina al instante la bastardía y la disipación, ¿qué otra cosa si no magia podríamos llamarle a eso? Magia barata.

—Señorita Stansfield… Sandra, si puedo… si necesitara usted ayuda, si hay algo que yo pueda hacer…

Retiró la mano de la mía… si le hubiera tomado la mano derecha en vez de la izquierda, quizá no lo hubiera hecho. Ya lo he dicho, caballeros, no la amaba, pero en aquel momento podría haberla amado; creo que estaba a punto de enamorarme de ella. Tal vez, si hubiera tomado su mano derecha en vez de la otra, en la que llevaba la alianza, y si ella me hubiera permitido mantenerla un poquito más en la mía, hasta que mi propio calor la templara, tal vez entonces hubiera podido ser.

—Es usted un hombre bueno y amable, y ha hecho mucho por mí y por mi hijo… y su método de respiración es un tipo de magia muchísimo mejor que esta horrible del anillo. Después de todo, impide que me encarcelen acusada de destrucción voluntaria, ¿no es así?

Al poco rato se fue, y me acerqué a la ventana para verla bajar por la calle hacia la Quinta Avenida. ¡Oh Dios, cuánto la admiraba en aquel momento! Parecía tan ligera y tan joven y su embarazo era tan manifiesto… aunque nada en ella sugería timidez ni vacilación. Caminaba absolutamente erguida y segura, como si tuviera todo el derecho a su lugar en la acera.

La perdí de vista y volví a mi escritorio. Al hacerlo, la fotografía enmarcada que cuelga en la pared junto a mi diploma llamó mi atención y un extraño e intenso escalofrío me recorrió. Toda mi piel, incluso la de la frente y la de las palmas de las manos, se me puso de gallina. El temor más asfixiante de toda mi vida me sobrecogió repentinamente y me encontré jadeando a la busca de aliento. Fue un preludio precognitivo, caballeros. No entraré en discusiones sobre si tales hechos pueden o no ocurrir; sé que sí porque a mí me sucedieron. Solo una vez; aquella, aquel primero de septiembre. Y ruego a Dios no se repita.

Mi madre había tomado aquella foto el día que terminé mis estudios en la Escuela de Medicina. Se me veía frente al White Memorial con las manos a la espalda, sonriendo como un chaval que acaba de conseguir un pase para todo el día para los viajes al Palisades Park. Podía verse, a mi izquierda, la estatua de Harriet White, y aunque la fotografía la cortaba a la altura de media espinilla, el pedestal y aquella extraña y despiadada inscripción (No hay solaz sin dolor; así pues, concebimos la salvación mediante el sufrimiento) se leían con toda claridad. Seria al pie de la estatua de la primera esposa de mi padre, directamente bajo la inscripción, donde moriría Sandra Stansfield no mucho más de cuatro meses después, en un absurdo accidente ocurrido precisamente cuando llegaba al hospital para alumbrar a su hijo.

Mostró alguna ansiedad durante aquel otoño, preocupada con la idea de que yo no estuviera allí para atenderla en su parto, de que me fuera a algún sitio a pasar las vacaciones de Navidad o que no visitara. También la preocupaba que la atendiera un médico que no estuviera al tanto de su deseo de utilizar el método de respiración y que le diera algún tipo de anestesia.

La tranquilicé como mejor pude. No había motivos para que yo me fuera de la ciudad, no tenía familia a la que visitar en tales fiestas. Mi madre había muerto hacía dos años y solo me quedaba una tía soltera en California; y el tren no iba conmigo, le dije a la señorita Stansfield.

—¿Está usted siempre solo? —me preguntó.

—A veces. Por lo general estoy demasiado ocupado. Bien, tome usted —apunté mi número de teléfono en una tarjeta y se la entregué—. Si contesta el servicio automático de respuestas cuando empiece el parto, llámeme a este teléfono.

—Oh no, no podría…

—¿Quiere usted emplear el método de respiración o quiere caer en manos de cualquier matasanos que piense que está usted loca y que le ponga éter en cuanto la vea empezar a respirar como una «locomotora»?

Sonrió levemente.

—Bien. Me ha convencido.

Pero el otoño avanzaba, y cuando los carniceros de la Tercera Avenida empezaron a anunciar el peso por kilo de sus «tiernos y suculentos pavos», se vio que ya no estaba relajada. En verdad le pidieron que dejara el lugar en el que llevaba viviendo desde que vino a verme la primera vez. Y se había trasladado al Village. Al menos aquello le había resultado bastante beneficioso. Incluso había encontrado algo así como un trabajo. Una mujer ciega que contaba con considerables ingresos la contrató para que le hiciera el trabajo doméstico ligero y para que le leyera obras de Gene Startton y Pearl S. Buck. Vivía en la primera planta del mismo edificio al que se había trasladado la señorita Stansfield. Ya tenía aquel aspecto saludable y floreciente que suelen desprender las mujeres saludables en la última etapa de su embarazo. Pero algo ensombrecía su rostro. Yo solía hablarle, y era lenta respondiendo, y una vez en que no contestó en absoluto, alcé la vista de las notas que estaba tomando y la vi mirando la fotografía enmarcada que había junto a mi diploma, con expresión extraña y soñadora en los ojos. Sentí de nuevo aquel estremecimiento… y su respuesta, que nada en absoluto tenía que ver con mi pregunta, no fue tranquilizadora en absoluto.

—Tengo la impresión, doctor McCarron, una sensación fortísima a veces, de que estoy condenada, de que terminaré mal.

¡Vaya una estúpida y melodramática idea! Y, no obstante, caballeros, la respuesta que acudió a mis labios fue: Sí, yo también tengo la misma sensación. Me la guardé para mí, claro. El médico que dijera algo así a su paciente, haría mejor en poner de inmediato a la venta sus libros e instrumental médico y dedicarse a investigar su futuro como carpintero o lampista.

Así que le dije que no era la primera mujer embarazada que tenía tales ideas y presentimientos y que tampoco sería la última. Le dije que, en realidad, tal sensación era tan común que los médicos la conocían con el nombre irónico de Síndrome del Valle de la Sombra. Mas creo haberlo mencionado ya esta noche.

La señorita Stansfield asintió con absoluta seriedad y recuerdo especialmente lo joven que parecía aquel día y lo inmenso que parecía su vientre.

—Ya lo sé —dijo—. Lo he sentido. Pero es bastante distinto de este otro sentimiento. Esta otra sensación es como… como… como algo acechante y fantasmal. No se me ocurre otra forma mejor de describirlo. Es estúpido, pero no puedo librarme de ello.

—Ha de intentarlo —dije—. No es bueno para el…

Pero no me atendía. Estaba mirando otra vez la fotografía.

—¿Quién es?

—Emlyn McCarron —dije, intentando hacer un chiste. Resultaba extraordinariamente inadecuado—. Antes de nuestra Guerra Civil, cuando era jovencísimo.

—No, a usted ya le reconocí, por supuesto —dijo ella—. Me refiero a la mujer. Solo puede decirse que es una mujer por el bajo de la falda y por los zapatos. ¿Quién es?

—Se llama Harriet White —le dije, y pensé: y la suya será la primera cara que vea cuando vaya usted al hospital para alumbrar a su hijo. Y volvió el escalofrío, aquel frío terrible, informe, sin rumbo. Su cara de piedra.

—¿Qué dice en el pedestal de la estatua? —preguntó; sus ojos aún soñadores, casi como en éxtasis.

—No sé —mentí—. Mi latín coloquial no es gran cosa.

Aquella noche tuve el peor sueño de mi vida: desperté de él absolutamente aterrado; supongo que, si hubiera estado casado, habría dado un susto de muerte a mi pobre esposa.

En el sueño, yo abría la puerta que daba a mi consultorio y allí estaba Sandra Stansfield. Llevaba los mismos zapatos marrones, el mismo vestido de lino blanco con ribetes marrones y el mismo sombrero algo pasado de moda. Pero el sombrero estaba entre sus pechos, ya que Sandra llevaba la cabeza en las manos. El lino blanco estaba manchado y rayado de sangre coagulada. La sangre saltaba de su cuello y salpicaba el techo.

Agitó entonces los ojos abiertos y los clavó en mí (aquellos espléndidos ojos suyos color avellana).

—Predestinada —me dijo su cabeza—. Maldita. Estoy maldita. No hay salvación sin sufrimiento. Es magia barata, pero es todo lo que tenemos.

Y, en este punto, desperté gritando.

Salía de cuentas el diez de diciembre. El día llegó, y pasó. La examiné el diecisiete y sugerí que, aunque estaba casi seguro de que la criatura nacería en mil novecientos treinta y cinco, no creía realmente que hiciera su aparición hasta pasada Navidad. La señorita Stansfield lo aceptó de buen grado. Parecía haber desaparecido de su expresión la pesadumbre que la había agobiado aquel otoño. La señora Gibbs, la mujer ciega que la había contratado para que le leyera en voz alta y le hiciera los trabajos domésticos ligeros, estaba impresionada con ella (lo bastante impresionada como para contarle a sus amigas la historia de aquella joven y valiente viuda quien, pese a su reciente aflicción y delicado estado, afrontaba su futuro con tan buen ánimo). Algunas de las amigas de la mujer ciega manifestaron su interés por emplearla en cuanto hubiera tenido al niño.

—Lo aceptaré también —me dijo—. Por el bebé. Pero solo hasta que pueda valerme bien y encontrar una cosa fija. A veces, pienso que lo peor de todo esto (de todo lo que ha ocurrido) es que ha cambiado mi forma de ver a la gente. A veces me digo: «¿Cómo puedes dormir por la noche sabiendo que has engañado a la pobre vieja?». Y luego: «Si lo supiera, me enseñaría la puerta, exactamente igual que los demás». De cualquier forma, es una mentira; y a veces su peso me agobia.

Antes de irse aquel día, sacó del bolso un paquetito de vistoso envoltorio y lo deslizó con timidez hacia mí sobre la mesa.

—Feliz Navidad, doctor McCarron.

—¡Pero no debiera…! —dije, abriendo un cajón de mi escritorio y sacando un paquetito—. Pero como yo también hice otro tanto…

Me miró sorprendida un instante… y luego ambos nos echamos a reír. Su regalo era un alfiler de corbata de plata con un camafeo, y el mío, un álbum de fotografías para su bebé. Aún conservo su regalo; como pueden ver ustedes, caballeros, lo llevo puesto esta noche. No sé qué sería del álbum.

La vi avanzar hacia la puerta; cuando la alcanzó, se volvió hacia mí, posó sus manos en mis hombros, se puso de puntillas y me besó en los labios. Tenía los labios recios y fríos. No fue un beso apasionado, caballeros, pero desde luego tampoco era el beso que uno esperaría de una hermana o una tía.

—Gracias otra vez, doctor McCarron —dijo, jadeando levemente. Tenía las mejillas encendidas y brillantes los ojos color avellana—. Muchísimas gracias por todo.

Sonreí… un tanto incómodo.

—Habla usted como si no fuéramos a volver a vernos, Sandra.

Creo que fue la segunda y última vez que la llamé por su nombre de pila.

—Oh, claro que volveremos a vernos —dijo—. No lo dudo en absoluto.

Y estaba en lo cierto… aunque ninguno de los dos podría haber previsto las espantosas circunstancias de nuestro último encuentro.

El parto de Sandra Stansfield empezó el día de Nochebuena, poco después de las seis. Para entonces, la nieve, que había estado cayendo durante todo el día, se había convertido en aguanieve. Y para cuando la señorita Stansfield entró en la etapa media del parto, ni siquiera dos horas después, las calles de la ciudad estaban vidriosas de hielo.

La señora Gibbs, la mujer ciega, tenía un amplio y espacioso apartamento y a las seis y media la señorita Stansfield bajó penosamente las escaleras, llamó a la puerta, pasó, y preguntó si podía usar el teléfono para pedir un taxi…

—¿Se trata ya del niño, querida? —preguntó la señora Gibbs, aturdida.

—Sí. El parto no ha hecho más que empezar, pero supongo que con este tiempo el taxi tardará mucho más.

Pidió el taxi por teléfono y luego me llamó a mí. En aquel momento (las seis y cuarenta minutos), los dolores le llegaban a intervalos de unos veinticinco minutos. Me repitió a mí también que se había precipitado un poco a causa de aquel tiempo horroroso.

—No me gustaría tener el niño en el taxi —me dijo. Su tono era sereno en extremo.

El taxi se atrasó y el parto siguió su curso, en realidad, más deprisa de lo que yo había previsto (aunque, como ya dije, en los aspectos concretos no hay dos partos iguales). Al ver que la viajera estaba a punto de dar a luz, el taxista la ayudó a bajar los resbaladizos peldaños, sin dejar un instante de suplicarle: «Señora, cuidado». La señorita Stansfield se limitaba a asentir, preocupada únicamente por concentrarse en la inspiración-espiración a cada nueva contracción. El aguanieve golpeaba las luces de las calles y las bacas de los coches; y se derretía en grandes gotas cristalinas sobre la luz amarilla del taxi. La señora Gibbs me contaría después que el joven taxista estaba más nervioso que «la pobre y querida Sandra» y que seguramente esa fuera una de las causas del accidente.

Y, casi con toda seguridad, otra de ellas fue el método respiratorio.

El taxista guiaba su vehículo por las resbaladizas calles, haciéndolo avanzar lenta y laboriosamente, deteniéndose casi en las intersecciones, aproximándose con gran lentitud al hospital.

Él no resultó malherido en el accidente y pude hablar con él en el hospital. Me dijo que el oír el sonido constante de aquel profundo respirar procedente del asiento trasero le había puesto nerviosísimo. No dejaba de mirar por el espejo retrovisor para ver lo que hacía. Me dijo que se habría sentido más tranquilo si ella se hubiera limitado a soltar unos cuantos gritos, que es lo que se espera que haga una parturienta. Un par de veces le preguntó si se encontraba bien y ella se limitó a asentir cabeceando y siguió con lo suyo, «remontando las olas», con profundas inspiraciones y espiraciones.

A unas dos o tres manzanas del hospital, ella debió sentir el inicio de la etapa final del parto. Había transcurrido una hora desde que había entrado en el taxi (el tráfico era un caos absoluto), mas de cualquier forma se trataba de un parto extraordinariamente rápido para una joven primeriza. El conductor advirtió el cambio en la forma de respirar. «Empezó a jadear como un perro en un día caluroso, doctor», me diría después. Había iniciado la etapa «locomotora».

Y casi al mismo tiempo el taxista vio un hueco en el lentísimo tráfico y se lanzó por él. El camino hacia el White Memorial estaba despejado ahora. Y quedaba a menos de tres manzanas. «Podía ver ya entera la estatua», me dijo el taxista luego. Deseoso de librarse de una vez de su jadeante pasajera embarazada, pisó a fondo el acelerador de nuevo y el coche dio un salto hacia delante, y patinó.

Yo había ido caminando hasta el hospital, y mi llegada coincidió con la llegada del taxi solo porque no me había parado a considerar las pésimas condiciones reales de la circulación en un día como aquel. Pensaba encontrar ya ingresada a la señorita Stansfield, con todos los requisitos legales del ingreso ya cumplimentados y firmados, con la primera etapa del parto concluida ya, e iniciando laboriosamente la fase intermedia. Subía yo la escalinata hacia la entrada cuando advertí la súbita y cortante convergencia de dos juegos de luces reflejadas en el camino helado, donde los conserjes aún no habían echado cenizas.

Me volví al tiempo justo de ver cómo sucedía todo.

Una ambulancia salía del Ala de Urgencias al tiempo que el taxi que portaba a la señorita Stansfield llegaba al hospital. El taxista sencillamente iba demasiado deprisa para poder detenerse. Aterrado, se limitó a pisar a fondo el freno en vez de intentar frenar solo un poco y desviarse. El coche patinó y acto seguido empezó a girar de costado. La luz parpadeante de la ambulancia iluminó la escena con ráfagas y manchas rojizas de luz y una de ellas iluminó extrañamente el rostro de Sandra Stansfield. En aquel único instante, fue el mismo rostro de mi sueño, la misma cara ensangrentada, con los ojos abiertos, que viera yo en su cabeza cortada.

Pronuncié su nombre en un grito, bajé uno o dos peldaños, resbalé y caí cuan largo soy. Me di un gran golpe en el codo que me paralizó, pero de algún modo conseguí aguantar el maletín negro. Y vi el resto de todo lo que ocurría desde donde estaba caído; me zumbaba la cabeza y me dolía el codo.

La ambulancia frenó y empezó también a hacer eses: su extremo posterior chocó contra el pedestal de la estatua. Las puertas de carga quedaron abiertas. Y una camilla, gracias a Dios vacía, salió disparada como una lengua y volcó luego, quedando en la calle con las ruedas girando. En la acera, una joven gritó e intentó echar a correr al tiempo que ambos vehículos se aproximaban. Todo lo que consiguió fue dar un par de pasos y caer de bruces. Su bolso salió disparado y chocó contra la acera helada.

El taxi recorrió todo el camino oscilando, sin cambiar de dirección; yo podía ver con toda claridad al taxista, aferrado al volante, girándolo enloquecido, como un niño en un auto de choque. La ambulancia rebotó de la estatua de Harriet White en un ángulo… y dio de costado contra el taxi. El taxi describió un círculo estrecho y se estrelló contra el pedestal de la estatua con gran fuerza. Su luz amarilla con las letras de RADIO-TAXI, destellando todavía, explotó como una bomba. Su costado izquierdo quedó arrugado como papel tisú y al instante advertí que no solo era el costado izquierdo. El taxi había chocado contra el pedestal con la fuerza suficiente para partirse en dos. El cristal cayó hecho añicos sobre el hielo resbaladizo como diamantes. Y mi paciente fue lanzada por la ventanilla trasera derecha del coche destrozado como una muñeca de trapo.

Y me vi en pie de nuevo, sin saber siquiera cómo. Bajé a toda prisa los peldaños helados, volví a resbalar, me agarré a la barandilla y me mantuve erguido. Solo podía pensar en la señorita Stansfield tirada a la incierta sombra proyectada por aquella horrible estatua de Harriet White, a unos cinco o seis metros de donde se había detenido la ambulancia de costado, su reflector aún llenando la noche de rojo. Había algo espantosamente erróneo en aquella figura, aunque sinceramente creo que no supe de qué se trataba hasta que tropecé con algo con fuerza suficiente como para estar de nuevo a punto de caer. Lo que fuera con lo que había tropezado salió lanzado (al igual que antes el bolso de la joven, más que rodar, resbaló). Se deslizó y solo por el cabello, aún reconociblemente rubio, pese a estar salpicado de sangre y lleno de trocitos de cristal, comprendí de qué se trataba. Acababa de tropezar con la cabeza de Sandra Stansfield, que había resultado decapitada en el accidente.

Actuando ahora con absoluto aturdimiento, llegué hasta su cuerpo y lo volví. Creo que intenté gritar en el instante mismo de hacerlo, en cuanto vi. Si realmente lo intenté, no logré emitir sonido alguno. Porque me fue imposible. La señorita Stansfield respiraba aún, ¿comprenden ustedes, caballeros? Su pecho subía y bajaba con alientos rápidos, ligeros, poco profundos. El hielo salpicaba su abrigo abierto y su vestido empapado de sangre. Y pude oír un leve y agudo sonido silbante. Crecía y languidecía, como una tetera que no logra empezar a hervir: era el sonido producido por el aire al ser inhalado por su laringe, cortada, y expulsado nuevamente por ella. Las cuerdas vocales, ya sin boca que formulara los sonidos, lanzaban el aire en grititos.

Deseé con todas mis fuerzas echar a correr; pero no pude. Me arrodillé junto a ella en el suelo helado, cubriéndome la boca con una mano. Advertí al poco la sangre cálida fluyendo por la parte inferior de su vestido… y movimiento en el mismo lugar. Y súbita y frenéticamente comprendí que existía aún la posibilidad de salvar a la criatura. Y lo supe y lo creí cuando le alcé el vestido hasta la cintura; y empecé a reírme. Creo que estaba enloquecido. Su cuerpo estaba aún caliente. Lo recuerdo. Y recuerdo también que se alzaba con su respiración. Uno de los ayudantes de ambulancia se acercó tambaleándose como un borracho, apretándose la sien con una mano. La sangre se colaba entre sus dedos.

Yo seguía riéndome, tanteando. Estaba completamente dilatada.

El ayudante de la ambulancia bajó la vista hacia el cuerpo sin cabeza de Sandra Stansfield, con ojos desorbitados. No sé si se dio cuenta de que el cadáver estaba respirando o no. Tal vez lo achacara a los nervios: a una especie de acto reflejo final. Era imposible que pensara tal cosa si llevaba tiempo conduciendo una ambulancia. Los pollos pueden correr un poco después de haberles cortado la cabeza, pero las personas solo dan, si es que llegan, una o dos sacudidas.

—Deje de mirar y tráigame una manta —le dije, con irritación.

Se fue, tambaleante, pero no hacia la ambulancia; se encaminaba, más o menos, en dirección a Times Square. Desapareció en la noche helada. No tengo la menor idea de lo que sería de él. Me volví hacia la mujer muerta que, en cierta forma, no estaba muerta, vacilé un instante y luego me quité el gabán; le alcé las caderas, para colocárselo debajo. Aún podía yo oír el silbante sonido de su respirar mientras su cuerpo decapitado respiraba «como una locomotora». Todavía lo oigo a veces, caballeros. En sueños.

Entiendan ustedes, por favor, que todo esto había sucedido en un espacio de tiempo extraordinariamente breve (a mí me parecía más largo, pero solo porque mi percepción se había exaltado hasta límites febriles). La gente empezó entonces a salir corriendo del hospital para averiguar lo sucedido y una mujer gritó a mi espalda cuando vio la cabeza cortada en el suelo.

Abrí de un tirón mi maletín negro, agradeciendo a Dios el no haberlo perdido al caerme, y saqué un escalpelo corto. Lo abrí, rasgué su ropa interior y se la quité. Se acercó entonces el conductor de la ambulancia hasta unos tres metros de nosotros, y se detuvo, petrificado. Le contemplé un instante, esperando aún la manta que había pedido. Comprendí que él no me la iba a proporcionar. Miraba fijamente el cuerpo que respiraba, con los ojos tan abiertos como si fueran a salírsele de las órbitas y a quedar colgando de sus nervios ópticos como grotescos yoyós con visión. Luego se hincó de rodillas y alzó las manos unidas. Intentaba rezar, de eso estoy seguro. Tal vez el ayudante no hubiera caído en la cuenta de que lo que veía era imposible, pero aquel hombre sí.

Acto seguido, se desmayó.

Aquella noche había metido el fórceps en mi maletín; la verdad es que no sé por qué. Hacía tres años que no utilizaba semejantes instrumentos, desde que viera a un colega, cuyo nombre no quiero citar, atravesar la sien de un recién nacido e introducir en el cerebro del niño uno de aquellos infernales artilugios. El niño murió instantáneamente. El cadáver se «perdió» y en el certificado de defunción se inscribió nacido muerto.

Pero, fuera cual fuera la razón, aquella noche había llevado conmigo los fórceps.

El cuerpo de la señorita Stansfield se contrajo, su vientre se hundió y la carne se tornó piedra. Y el niño coronó. Vi coronar su cabecita solo un instante, sanguinolenta, membranosa y latiente. Latiendo. Así pues, estaba vivo. Indudablemente vivo.

La piedra se hizo de nuevo carne. La corona del niño se perdió de vista. Y una voz dijo a mi espalda:

—¿Puedo hacer algo, doctor?

Era una enfermera de edad mediana, el tipo de mujer que suele ser base y apoyo esencial de nuestra profesión.

Estaba tan pálida como la leche, más, aunque su expresión indicaba terror y una especie de temor supersticioso, al contemplar aquel cuerpo que respiraba milagrosamente; no había, en cambio, rastro de la aturdida sorpresa que habría dificultado e incluso hecho peligroso su trabajo.

—Tráigame una manta —le dije secamente—. Creo que aún podemos llegar a tiempo.

Vi tras ella a unas dos docenas de personas del hospital, en la escalinata; al parecer, no tenían intención de aproximarse. ¿Cuánto o cuán poco vieron? No tengo forma de saberlo a ciencia cierta. Todo lo que sé es que algunas de aquellas personas me eludieron después durante días (algunas ya por siempre) y que ninguna, incluida la enfermera que se me acercó, me habló jamás del asunto.

Se volvió y se encaminó hacia el hospital.

—¡Enfermera! —grité—. No hay tiempo para eso. ¡Tráigame una de las de la ambulancia! La criatura está naciendo ya.

Cambió de rumbo, resbalando y deslizándose entre la nevisca con sus blancos zapatos de suela de crepe. Nuevamente volví mi atención hacia la señorita Stansfield.

Más que aminorar, su respiración jadeante empezó realmente a acelerar… luego su cuerpo se endureció de nuevo, se inmovilizó. Volví a ver la cabecita del niño coronando. Esperé que volviera a retroceder, pero no lo hizo. Siguió avanzando. Después de todo, no tendría que utilizar los fórceps.

El niño casi afluyó a mis manos. Vi el aguanieve cayendo sobre su cuerpo sanguinolento y desnudo: era niño, su sexo destacaba inconfundible. Vi alzarse en torno suyo el vapor al tiempo que la noche helada y negra arrancaba el último calor del cuerpo de su madre. Sus puñitos manchados de sangre se volvieron débilmente; emitió un tenue y sollozante gritito.

¡Enfermera! —grité con fuerza—. ¡A ver si mueve el culo de una puñetera vez!

Tal vez fuera un lenguaje inaceptable, inexcusable; mas, por un instante, tuve la impresión de hallarme otra vez en Francia; de que a los pocos segundos las bombas empezarían a silbar sobre nosotros con el mismo sonido de aquella cruel y tictaqueante nevisca. Las ametralladoras iniciarían su infernal tartamudeo; empezarían a materializarse los alemanes surgiendo de la oscuridad, corriendo y deslizándose y maldiciendo y muriendo entre barro y humo.

Magia barata, pensé, viendo retorcerse los cuerpos y volverse a caer. Pero usted tenía razón, Sandra, es la única de que disponemos.

En aquel instante, caballeros, estuve más cerca que nunca de perder la razón.

¡ENFERMERA! ¡POR EL AMOR DE DIOS!

Volvió a gemir el niño (¡un sonido tan leve, tan desvalido!), y ya no volvió a hacerlo más. Disminuyó el vapor que emanaba de su piel, reduciéndose a cintas. Posé la boca en su cara respirando el aroma de la sangre y el húmedo y suave aroma de la placenta. Inhalé en su boca y pude oír que el amortiguado susurro de su respiración se reanudaba. Y, acto seguido, allí estaba la enfermera con la manta en los brazos. Tendí mi mano para recogerla.

Inició un movimiento para entregarme la manta, y quedó de pronto paralizada, acercando de nuevo hacia sí la manta…

—Doctor… y… ¿y si es un monstruo? ¿Algún tipo de monstruo?

—Deme de una vez la manta —dije—. Démela ya, Sarge, antes de que no pueda contenerme y empiece a patearla.

—Sí, doctor —dijo, con absoluta tranquilidad (tenemos que bendecir a las mujeres, caballeros, que tan a menudo entienden, sencillamente no tratando de hacerlo), y me entregó la manta. Envolví en ella al niño y se lo entregué.

—Si se le cae, Sarge, me ocuparé personalmente de que se coma esa manta.

—Sí, doctor.

Observé su carrera-paseo hacia el hospital y vi que la multitud que estaba en la escalinata se apartaba para dejarla pasar. Me levanté y me separé del cuerpo. Su respiración, como la del recién nacido, titubeaba, se afirmaba… cesaba… volvía a titubear… cesó.

Empecé a alejarme del cuerpo. Tropecé con algo. Me volví. Era la cabeza. Y, siguiendo alguna orden exterior a mí, puse una rodilla en tierra y la volteé. Tenía los ojos abiertos: aquellos ojos francos y directos color avellana que estuvieron siempre tan plenos de vida y resolución. Seguían plenos de resolución, caballeros, y me estaban mirando.

Tenía los dientes apretados, los labios levemente separados. Sentí su aliento deslizarse inspirando y espirando rápidamente entre aquellos labios y aquellos dientes mientras ella «locomotorizaba». Movió los ojos, que giraron levemente hacia la izquierda, como para verme mejor. Abrió los labios. Y sus labios formularon cuatro palabras: Muchas gracias, doctor McCarron.

Yo oí esas cuatro palabras, caballeros, las oí, aunque no de sus labios. Llegaron hasta mis oídos desde unos seis metros de distancia. De las cuerdas vocales de la señorita Stansfield. Y como su lengua, y sus labios y sus dientes, todo lo que utilizamos para formular las palabras, estaba allí mismo a mi lado, aquellas palabras surgieron como modulaciones de sonido informe. Pero había nueve modulaciones, nueve sonidos distintos, igual que hay nueve sílabas diferentes en la frase Muchas gracias, doctor McCarron.

—De nada, de nada, señorita Stansfield —dije—. Es niño.

Volvieron a moverse sus labios y a mi espalda pude oír, tenue, fantasmal, el sonido niiiiño

Y se le quedaron los ojos en blanco, vacíos ya también de resolución. Ahora parecían mirar algo que estuviera más allá de mí, tal vez en el cielo negro y nevoso. Sus ojos se cerraron. Y empezó otra vez a respirar de modo acelerado, jadeante… y luego, simplemente, dejó de hacerlo. Así pues, fuera lo que fuera lo sucedido, ya había concluido. Algo había visto la enfermera; y tal vez también el conductor de la ambulancia hubiera visto algo antes de desmayarse; y también algunos de los espectadores podrían haber sospechado algo. Pero, ahora, ya todo había concluido definitivamente. Solo quedaban los restos de un terrible y desagradable accidente acá fuera… y un niño nuevo allá dentro.

Alcé la vista hacia la estatua de Harriet White; allí seguía, mirando pétreamente en dirección al Garden, como si no hubiera ocurrido nada especial, absolutamente nada, como si semejante resolución en un mundo tan absurdo y tan duro como este no significara nada en absoluto… o, aún peor, como si tal vez aquello fuera lo único que significara algo, lo único que establecía alguna diferencia de algún tipo.

Según recuerdo, me quedé arrodillado en el barro ante la cabeza cortada de Sandra Stansfield y empecé a llorar. Y, según recuerdo, seguía llorando aún cuando un interno y dos enfermeras me ayudaron a incorporarme y a entrar en el hospital.

Mientras, la pipa del doctor McCarron se había apagado.

La encendió con su encendedor-saeta; entretanto, todos permanecíamos sentados en un absoluto y estupefacto silencio. Fuera, el viento rugía y aullaba. Cerró el encendedor con un chasquido y alzó la vista. Parecía un tanto sorprendido al vernos aún allí.

—Se acabó —dijo—. ¡Ese es el final! ¿Puede saberse a qué esperan? ¿Carros de fuego, quizá?

Lo dijo con sorna. Luego, pareció vacilar un instante; y al fin prosiguió:

—Pagué de mi propio bolsillo los gastos de su entierro. Compréndanlo, no tenía a nadie más —sonrió levemente—. Bueno… también estaba Ella Davidson, mi enfermera. Insistió en colaborar con veinticinco dólares, que para ella eran un gran sacrificio. Pero cuando a la Davidson se le metía algo en la cabeza… —se encogió de hombros y sonrió un poco.

—¿Está completamente seguro de que no fue un acto reflejo? —me oí preguntarle súbitamente—. ¿Está absolutamente seguro…?

—Completamente seguro —dijo McCarron imperturbable—. La primera contracción quizá sí. Pero la consecución del parto completo no fue cuestión de segundos, sino de minutos. Y he pensado a veces que podría haber aguantado incluso más si hubiera tenido que hacerlo. Gracias a Dios, no hizo falta.

—¿Y el niño? —preguntó Johanssen.

McCarron chupó su pipa.

—Adoptado —dijo—. Y comprenderán ustedes que, incluso en aquellos tiempos, los registros de adopciones se mantenían en el más absoluto secreto.

—Sí, pero, ¿qué fue del niño? —preguntó Johanssen de nuevo, y McCarron sonrió con aire irritado.

—Usted jamás deja escaparse nada, ¿eh? —preguntó a Johanssen.

Johanssen movió la cabeza.

—Algunas personas, para pesar de ellas, lo han averiguado. ¿Qué fue del niño?

—En fin, si me han seguido todo el rato hasta ahora, comprenderán que yo tenía un interés concreto en saber qué había sido al fin de aquel niño. O yo creía tenerlo, que viene a ser lo mismo. Me mantuve informado, y aún lo estoy. Había un joven y su esposa (cuyo nombre no es Harrison, pero sí bastante parecido). Vivían en Maine. No podían tener hijos propios. Adoptaron al niño y le pusieron de nombre… bueno, el de John sirve perfectamente, ¿no les parece? John les servirá, ¿no es así, amigos?

Chupó su pipa, pero había vuelto a apagarse. Yo tenía la vaga impresión de que Stevens estaba moviéndose tras de mí y supe que en algún sitio nuestros abrigos estaban ya preparados. Pronto nos deslizaríamos en su interior… y volveríamos a nuestras vidas. Como había dicho McCarron, por otro año más, se habían acabado los cuentos.

—El niño que aquella noche traje al mundo es actualmente director del departamento de inglés de una de las dos o tres universidades privadas más prestigiosas del país —dijo McCarron—. Todavía no ha cumplido los cuarenta y cinco años. Es joven. Aún es pronto para él, pero algún día será rector. No lo dudo en absoluto. Es guapo, inteligente y encantador.

»Una vez, con no sé qué pretexto, pude cenar con él en el club de la facultad. Éramos cuatro aquella noche. Hablé poco y pude observarle. Poseía la resolución de su madre, caballeros…

»… y los ojos color avellana de su madre.