EL MÉTODO DE RESPIRACIÓN

1. EL CLUB

He de admitir que aquella cruda noche de viento y nieve me vestí algo más deprisa de lo normal. Era el veintitrés de diciembre de mil novecientos setenta y tantos; sospecho que lo mismo hicieron otros miembros del club. Es notoria la dificultad de encontrar taxi en Nueva York en noches tormentosas, así que pedí uno por teléfono a radio-taxi. Llamé a las cinco y media diciendo que pasaran a recogerme a las ocho en punto (mi esposa arqueó una ceja, pero se abstuvo de hacer comentarios). A las ocho menos cuarto estaba yo abajo, en el doselete del edificio de apartamentos de la calle Cincuenta y ocho Este en el que Ellen y yo vivíamos desde mil novecientos cuarenta y seis; a las ocho y cinco, cuando ya el taxi se retrasaba cinco minutos, caminaba impaciente arriba y abajo.

El taxi llegó a las ocho y diez; pero cuando al fin subí, estaba demasiado contento por su llegada y por poder librarme del viento, como para mostrar al chófer la justificada indignación que sentía por su retraso. Al parecer el viento que soplaba aquella noche formaba parte de un frente frío procedente del Canadá y era realmente fuerte. Silbaba y gemía en la ventanilla del taxi, apagando de vez en cuando la salsa que emitía la radio y haciendo tambalearse al gran vehículo Checker sobre las ballestas. Había aún muchas tiendas abiertas, pero apenas se veían compradores de última hora en las aceras; y los pocos que se veían, parecían realmente incómodos y afligidos.

Había estado nevando a intervalos todo el día; empezó a hacerlo de nuevo, diminutos copos primero que al poco giraban en grandes torbellinos delante nuestro en la calle. Al regresar a casa aquella noche, pensaría yo en la combinación de nieve, un taxi y la ciudad de Nueva York con inquietud mucho mayor… pero, lógicamente, eso aún no lo sabía.

En la esquina de las calles Segunda y Cuarenta atravesaba el cruce flotando como un espectro una gran campana de Navidad.

—Mala noche —dijo el taxista—. Mañana habrá dos docenas de más en el depósito de cadáveres. Borrachos congelados y unas cuantas vagabundas congeladas.

—Seguro.

El taxista se quedó pensativo.

—Bueno, ¡es una liberación, al fin y al cabo! —dijo por último—. Menos asistencia social, ¿verdad?

—La amplitud y profundidad de su espíritu navideño son asombrosas —dije.

Se quedó de nuevo pensativo.

—¿Es usted uno de esos liberales compasivos? —dijo al fin.

—Me niego a contestar a su pregunta —le dije—, basándome en que mi respuesta podría incriminarme.

El hombre me concedió un bufido de «Por-qué-me-tocarán-siempre-los-sabihondos», pero no hizo comentario alguno.

Me dejó en la esquina de las calles Segunda y Treinta y cinco, y recorrí caminando media manzana hasta el club, inclinado contra el silbante viento, sujetándome el sombrero con la mano enguantada. En cuestión de segundos, parecía que toda mi fuerza vital se hubiera replegado quedando reducida a una aleteante llamita azul del tamaño de la luz piloto de un horno de gas. A los setenta y tres, un hombre siente el frío antes y más intensamente. Aquel hombre debiera estar junto al fuego, o al menos junto a una estufa eléctrica. A los setenta y tres, la fogosidad ya casi no es ni un recuerdo; tiene más de informe académico.

La última nevisca estaba amainando, pero aun así, la nieve me golpeaba en la cara como si fuera arena. Me complació ver que habían echado arena en las escaleras de la entrada del 249-B (obra de Stevens, seguro), buen conocedor del proceso alquímico básico de la vejez que no convierte el plomo en oro sino en vidrio los huesos. Considerando tales cosas, creo que Dios piensa casi igual que Groucho Marx.

Y allí estaba Stevens, aguantando la puerta abierta; al instante siguiente, me encontraba ya dentro. Crucé el vestíbulo de paneles de caoba, crucé las dobles puertas abiertas en un tercio y entré en la biblioteca-sala de lectura-bar.

Era una sala oscura en la que aquí y allá brillaban charquitos de luz: las lámparas de lectura. Una luz más firme e intensa brillaba al otro lado del entarimado de roble y pude oír el constante chasquido de los troncos de abedul en una inmensa chimenea. El calor llenaba todos los rincones de la estancia, lo cual tal vez no sea nada especialmente agradable para quienes disponen de un fuego igual en su casa. Crujió un periódico: un crujido seco, que denotaba cierta impaciencia. Johanssen, seguro con su Wall Street Journal. Después de diez años, podía detectarse su presencia solo por la forma en que comprobaba sus valores. Divertido… y un tanto asombroso.

Stevens me ayudó a quitarme el abrigo, murmurando que hacía una noche espantosa; la WCBS estaba pronosticando intensas nevadas antes del día siguiente.

Convine en que realmente la noche era espantosa y me volví a mirar otra vez aquella gran sala de alto techo. Una noche crudísima, un fuego bien vivo y un cuento de aparecidos. ¿Dije ya que a los setenta y tres años el apasionamiento es ya cosa del pasado? Tal vez lo sea. Pero sentí algo cálido en el pecho ante la idea… algo que no estaba provocado por el fuego ni por el serio y decoroso recibimiento de Stevens.

Creo que se debía a que aquella noche le tocaba a McCarron contar el cuento.

Hacía diez años que acudía yo a la residencia que se alza en el número 249-B de la calle Treinta y cinco (a intervalos casi, aunque no exactamente, regulares). Considero el lugar como un «club de caballeros», ese curioso arcaísmo anterior a la feminista Gloria Steinem. Pero ni siquiera ahora estoy seguro de que lo sea realmente, ni siquiera de cómo se creó.

La noche que Emlyn contó su cuento (el cuento del método de respiración) debíamos ser unos trece socios en total, aunque solo seis nos habíamos atrevido a salir en noche tan cruda y espantosa. Puedo recordar años en los que solamente éramos unos ocho socios y otros años en los que llegábamos a veinte por lo menos, e incluso a más.

Supongo que Stevens debe saber cómo sucedió todo (algo de lo que estoy absolutamente seguro es de que Stevens está allí desde el principio, sea el tiempo que sea…) y creo que Stevens es mayor de lo que parece. Mucho, muchísimo más viejo de lo que parece. Tiene un vago acento brooklyniano, aparte de lo cual es tan extraordinariamente correcto y tan sarcásticamente puntilloso como un mayordomo inglés de tercera generación. Su reserva forma parte de su encanto, a menudo exasperante, y su sonrisilla es como una puerta cerrada a cal y canto. Jamás he visto los archivos del club, si es que los lleva. Jamás me ha entregado un recibo de cuotas: no hay cuotas. Jamás me ha llamado el secretario del club: no hay secretario; y en el 249-B de la calle Treinta y cinco no hay teléfonos. No hay caja de bolas blancas y negras para votar. Y el club (si es que es un club) nunca ha tenido un nombre.

Fui por primera vez al club (pues así seguiré llamándolo) como invitado de George Waterhouse. Waterhouse dirigía la empresa de asesores legales en la que yo había trabajado desde mil novecientos cincuenta y uno. Mi ascenso dentro de la empresa (una de las tres más importantes de Nueva York), aunque firme, había sido extraordinariamente lento; yo era muy tenaz y diligente en el trabajo, pero carecía de auténtico brío y de genio. Había visto a hombres, que habían empezado cuando yo, avanzar al galope mientras que yo seguía al paso: y la verdad es que lo veía sin auténtica sorpresa.

Waterhouse y yo habíamos intercambiado algún que otro comentario jocoso y asistido a la cena que daba la empresa todos los años en octubre; y esa había sido prácticamente nuestra relación hasta el otoño de mil novecientos sesenta y tantos, en que se presentó en mi despacho un día a principios de noviembre.

Su visita era por sí misma bastante insólita y de momento me sugirió ideas lúgubres (despido), contrarrestadas por otras más frívolas (un ascenso inesperado). Era una visita chocante. Waterhouse se apoyó en el quicio de la puerta con la distinguida insignia Phi Beta Kappa brillando suavemente sobre el chaleco y charló con afabilidad de vaguedades: nada de cuanto decía parecía tener el menor interés o importancia. Yo esperaba que concluyera las vaguedades y fuera al grano: «Y en cuanto al sumario de Casey…» o «Nos han pedido que investiguemos la designación del alcalde de Salkowitz de…» Pero, al parecer, no iba a hablarme de ningún caso. Echó un vistazo a su reloj, dijo que había disfrutado con nuestra charla y que tenía que irse.

Seguía yo aún parpadeando, bastante perplejo, cuando se volvió y dijo, como si tal cosa:

—Suelo ir los martes por la noche a un sitio… una especie de club. Viejos ñoños, la mayoría, pero algunos son una compañía agradable. Y la bodega es excelente, si uno sabe apreciarlo. Y, de vez en cuando, alguien cuenta una buena historia también. ¿Por qué no se pasa alguna noche por allí, David? Como invitado mío.

Balbucí algo como respuesta; ni siquiera ahora podría decir el qué. Me sentía apabullado por semejante ofrecimiento. El ofrecimiento en sí tenía un tono casual e impulsivo, pero no había absolutamente nada de casual e impulsivo en los ojos de Waterhouse, hielo azul anglosajón bajo las tupidas espirales blancas de sus cejas. Y si no recuerdo con precisión lo que contesté es porque de repente sentí la certeza absoluta de que tal ofrecimiento (pese a ser vago y sorprendente) era el ofrecimiento específico que yo había estado esperando que me hiciera.

Cuando se lo conté aquella noche, Ellen reaccionó con divertido enojo. Llevaba trabajando con Waterhouse, Carden, Lawton, Frasier y Effingham algo así como quince años y era bastante evidente que no podía abrigar grandes esperanzas de subir mucho más de la posición de nivel medio que ocupaba en aquel momento; y Ellen pensaba que aquello era el sucedáneo del reloj de oro, que la empresa me ofrecía.

—Ancianos contando historias de guerra y jugando al póquer —comentó Ellen—. Una velada así y esperarán que seas feliz en tu puesto hasta que te jubiles, supongo… ah, te reservé dos Beck’s.

Me besó cálidamente. Supongo que algo había visto en mi expresión (bien sabe Dios que después de tantos años juntos sabe leer en mí como en un libro abierto).

Nada ocurrió en el transcurso de varias semanas. Cuando me acordaba de la extraña oferta de Waterhouse (extraña sin duda viniendo de un individuo con quien no coincidía ni doce veces al año y al que solo veía fuera del trabajo en unas tres reuniones anuales, incluyendo la cena que la empresa daba en octubre), suponía que había malinterpretado la expresión de sus ojos, que en realidad me había hecho tal ofrecimiento por decir algo y luego lo había olvidado por completo. O se había arrepentido de haberlo hecho… ¡ay!

Y luego, un buen día, se me acercó a última hora de la tarde (era un hombre de casi setenta años, ancho de hombros y de aspecto atlético todavía). Estaba yo en aquel preciso instante poniéndome el gabán, con la cartera entre los pies.

—Si todavía le apetece tomarse una copa en el club, ¿por qué no viene esta noche?

—Bueno… yo…

Me plantó en la mano una hojita de papel y añadió:

—Bien… aquí está la dirección.

Aquella noche, estaba esperándome al pie de las escaleras y Stevens sujetaba la puerta abierta para que pasáramos. La bebida era excelente, tal como había prometido Waterhouse. No hizo la menor tentativa de presentarme (lo cual tomé en aquel momento por esnobismo, aunque después desecharía tal idea); dos o tres se me presentaron ellos mismos. Uno de los que así lo hicieron era Emlyn McCarron, ya entonces próximo a los setenta años. Me tendió la mano, que estreché brevemente. Tenía la piel seca, correosa, áspera; diría que casi tortuguesca. Me preguntó si jugaba al bridge. Le contesté que no.

—Estupendo —dijo—. No se me ocurre nada que haya colaborado tanto a acabar con la conversación inteligente de las veladas nocturnas en este siglo como ese maldito juego.

Y tras esa declaración, desapareció en la oscuridad de la biblioteca, en la que los estantes de libros parecían subir y subir hasta el infinito.

Miré a mi alrededor buscando a Waterhouse, pero había desaparecido. Sintiéndome algo incómodo y bastante desplazado, me encaminé lentamente hacia la chimenea. Era, según creo haber mencionado ya, grandiosa: resultaba especialmente grande en Nueva York, donde a los inquilinos de pisos, tales como yo mismo, les era difícil incluso imaginar semejante dádiva bastante grande para hacer algo más que tostadas o palomitas de maíz. En la chimenea del 249-B de la calle Treinta y cinco Este podía asarse un buey entero. No tenía repisa; ocupaba su lugar un gran arco de piedra. El arco estaba partido en el centro por una dovela que sobresalía levemente. Quedaba justo al nivel de mis ojos y aunque la luz era bastante pobre pude leer sin dificultad la leyenda grabada en la piedra: LO IMPORTANTE ES EL CUENTO, NO QUIEN LO CUENTA.

—Tome, David —dijo Waterhouse a mi lado, y me sobresalté. No me había abandonado en absoluto. Simplemente había ido a algún sitio a buscar bebida—. Escocés… con soda, ¿no?

—Sí, gracias, señor Waterhouse.

—George —dijo—. Aquí simplemente George.

—Bueno, pues George —dije, aunque me resultaba bastante extraño llamarle por su nombre de pila—. ¿Qué es todo…?

—¡Salud! —dijo él.

Bebimos.

—Stevens atiende el bar. Prepara estupendas bebidas. Le gusta decir que es una habilidad insignificante, pero vital.

El escocés mitigó mi sensación de extrañeza y desorientación (digamos que limó un poco los bordes de tal sensación, aunque su núcleo persistía: me había pasado casi media hora delante del ropero preguntándome qué ponerme; al fin me había decidido por unos pantalones marrón oscuro y una chaqueta de tweed casi a juego, esperando no ir a encontrarme entre un grupo de individuos con esmoquin o bien con camisas de leñador y vaqueros… al parecer, de todos modos, había atinado bastante en lo relativo al atuendo). Un nuevo lugar y una nueva situación le hacen a uno extraordinariamente consciente de todo acto social, por insignificante que sea; y en aquel momento, con el vaso en la mano y hecho ya el brindis de rigor, deseaba muchísimo asegurarme de no pasar por alto ninguna formalidad.

—¿Hay algún libro de invitados en el que deba firmar? —pregunté—. ¿O alguna otra cosa parecida?

Waterhouse me miró un tanto sorprendido.

—No tenemos nada de eso —dijo—. Al menos, que yo sepa.

Recorrió con la mirada la sombría y silenciosa estancia, Johanssen hacía ruido con el Wall Street Journal. Vi a Stevens, fantasmal con su chaquetilla blanca, cruzar una puerta al fondo de aquella estancia. George posó su vaso en una mesita auxiliar y echó un tronco al fuego, cuyo chisporroteo serpeó por la negra garganta de la chimenea arriba.

—¿Qué significa? —le pregunté, señalando la inscripción de la dovela—. ¿Lo sabe?

Waterhouse leyó la inscripción detenidamente, como si lo hiciera por primera vez. LO IMPORTANTE ES EL CUENTO, NO QUIEN LO CUENTA.

—Supongo que sí —dijo—. También usted lo sabrá si vuelve. Sí. Yo diría que se le ocurrirán una o dos ideas. En su momento. Diviértase, David.

Se alejó. Y, aunque pueda parecer extraño, por quedarme completamente solo en un medio absolutamente extraño para mí, disfruté realmente. En primer término, siempre me han gustado los libros y allí tenía una interesante colección de libros que podía examinar. Recorrí lentamente las estanterías, examinando sus cantos todo lo bien que la debilísima luz me permitía, sacando alguno de vez en cuando y deteniéndome una vez a observar por la estrecha ventana la intersección con la Segunda Avenida. Me quedé allí plantado mirando por el cristal bordeado de hielo las luces del tráfico que en el cruce pasaban del rojo al verde y al ámbar y al rojo de nuevo y súbitamente sentí que me embargaba una extrañísima (y pese a ello muy agradable) sensación de paz. No fue algo que me invadiera; parecía, por el contrario, como si me poseyera a hurtadillas. Oh claro, puedo oíros decir, es absolutamente lógico; el ver acercarse y alejarse una luz produce sensación de paz a todo el mundo.

Perfectamente. No tenía sentido. Os lo concedo. Pero igualmente sentía aquella sensación. Y por primera vez en años me hizo pensar en las noches de invierno de la granja de Wisconsin en que me crié: tendido en la cama en un cuarto de arriba lleno de corrientes de aire, observando el contraste entre el silbido del viento de enero fuera, amontonando nieve seca como arena a lo largo de muchos kilómetros, y el calor que emanaba mi cuerpo bajo dos edredones.

Había algunos libros de Derecho, aunque sumamente raros: Veinte casos de mutilación y sus resoluciones según el Derecho inglés es uno de los títulos que recuerdo. Recuerdo también Casos de animales domésticos. Lo abrí y efectivamente era un libro de texto sobre el tratamiento legal (de la ley estadounidense, en este caso) de casos relacionados de alguna manera con animalitos domésticos: desde gatos que heredaban grandes fortunas hasta un ocelote que había roto su cadena y herido gravemente a un cartero.

Había obras de Dickens, obras de Defoe, y una colección casi infinita de Trollope; y había también una colección de novelas (once) de un autor llamado Edward Gray Seville. Estaban encuadernadas en preciosa piel verde y el nombre de la editorial, grabado en oro en el canto, era Stedham & Son. No tenía la menor noticia del autor ni de sus editores. La fecha de edición de la primera obra de Seville (Esos eran nuestros hermanos) era 1911. Y 1935 la fecha de la última, Breakers.

Dos estanterías más abajo de la colección de novelas de Seville había un gran volumen tamaño folio en el que figuraban cuidadosos y detallados dibujos para entusiastas del juego denominado «Equipo Erector». Al lado otro volumen, también en folio, en que se mostraban famosas escenas de películas famosas. Cada fotografía ocupaba una página entera y junto a cada fotografía, en la página de al lado, poemas en verso libre, bien sobre las mismas escenas a las que acompañaban, o inspirados en ellas. No es que la idea tuviera nada de extraordinario, aunque los poemas estaban firmados por poetas notables, tales como Frost, Marianne Moore, William Carlos Williams, Wallace Stevens, Louis Zukofsky, Erica Jong, por mencionar solo algunos. Hacia la mitad del libro encontré un poema de Algernon Williams, que acompañaba a aquella fotografía de Marilyn Monroe intentando bajarse la falda. El poema en cuestión se titulaba «El tañido» y empezaba así:

La forma de la falda,

diríamos,

es la de una campana;

las piernas, el badajo…

Y más por el estilo. No es que sea un poema horroroso, pero por supuesto tampoco el mejor de los de Williams, ni excelente en ningún sentido. Y estaba en condiciones de juzgarlo, pues a lo largo de los años había leído gran parte de la obra de Williams. De todas formas, no recordaba este poema sobre Marilyn Monroe, que sin duda lo es, pues así lo proclama el poema incluso separado de la fotografía (al final, el autor escribe: Mis piernas proclaman mi nombre: Marilyn, ma belle). He procurado localizarlo muchas veces y me ha sido imposible… lo cual no significa nada, claro. Los poemas no son como las novelas o los procesos legales; se parecen más a las hojas caídas, y cualquier volumen general titulado Obras Completas, etcétera, es falso casi por fuerza. Los poemas se pierden con gran facilidad bajo los sofás (lo cual es, sin duda, uno de sus encantos, y también una de las razones de que perduren). Pero…

En determinado momento, apareció Stevens con un segundo escocés (estaba yo ya sentado, solo, con un libro de Ezra Pound). El escocés era tan bueno como el primero. Mientras lo saboreaba, vi a George Gregson y a Harry Stein (este último llevaba muerto seis años la noche que Emlyn McCarron nos contó el cuento del método de respiración) salir de la estancia por una puerta especial que no debía tener más de un metro de altura. Era una especie de puerta-agujero-madriguera-conejil, como por la que se deslizó Alicia. Dejaron aquella diminuta puerta abierta; y al poco de su extraña salida de la biblioteca pude oír el seco clic de las bolas de billar.

Stevens se acercó y me preguntó si deseaba otro escocés. Decliné su oferta con auténtico pesar. Asintió. «Muy bien, señor.» Su expresión era imperturbable; mas, aun así, tuve la vaga impresión de que, en cierta forma, le había complacido.

Poco después me sobresaltó el sonido de risas, sacándome de mi lectura. Alguien había echado al fuego un paquetito de polvos químicos y, por un instante, las llamas se volvieron multicolores. Y me hallé entonces recordando mi infancia… mas no de forma nostálgico-romántico-sentimental. Siento gran necesidad de remarcar esto, Dios sabrá por qué. Recordé las veces que había hecho de niño exactamente lo mismo; y mi recuerdo era intenso, placentero y absolutamente limpio de pesar.

Advertí a continuación que casi todos los presentes acercaban sus sillas al amor del fuego, formando con ellas un semicírculo. Apareció Stevens con una humeante bandeja repleta de maravillosas salchichas calientes. Harry Stein apareció de nuevo por la puerta-agujero-madriguera-conejil y se me acercó y se presentó, precipitada pero afablemente. Gregson seguía en la sala de billar y, a juzgar por el sonido, practicando tiros.

Tras unos instantes de indecisión, acerqué también mi silla al fuego, como los demás. Contaron un cuento… no muy agradable. Lo contó Norman Stett; y, como no tengo intención de contarlo aquí, tal vez comprendáis lo que quiero decir con lo de desagradable si os digo que trataba de un individuo que se asfixia en una cabina telefónica.

Cuando Stett (que también ha muerto ya) concluyó su relato, alguien dijo: «Podría haberlo reservado para Navidad, Norman»; y todos se echaron a reír; ignoraba yo, por entonces, en qué consistía la broma.

Tomó a continuación la palabra el propio Waterhouse; un Waterhouse que yo no habría podido imaginar ni en un millón de años. Licenciado en la Universidad de Yale, con la distinción Phi Beta Kappa, cabello plateado, traje tres piezas, director de una empresa de asesores legales tan grande que más era una sociedad que una simple empresa… bien, pues este Waterhouse contó la historia de una profesora que se queda atascada en el retrete. El retrete quedaba detrás del colegio de una sola aula en que ella enseñaba. Y precisamente el día en que consiguió encajar el trasero en uno de los dos agujeros del excusado era el día previsto para llevar el retrete al Prudential Center de Boston, como contribución del condado de Anniston a la exposición «Así era la vida en Nueva Inglaterra». La maestra no hizo el menor ruido en todo el rato que llevó cargar y fijar el excusado en el camión de remolque plano; estaba absolutamente paralizada por la vergüenza y el miedo, explicó Waterhouse. Y cuando la puerta del retrete se abrió en el control de la Ruta 128 de Somerville a la hora de máxima afluencia…

Pero dejemos aparte el cuento de Waterhouse, y todos los demás que le siguieron; no es lo que yo quiero contar esta noche. En determinado momento apareció Stevens con una botella de brandy que superaba con mucho la simple bondad; se acercaba bastante a lo exquisito. Sirvió una ronda y Johanssen hizo un brindis: el brindis, podríamos decir: por el cuento, no por quien lo cuenta.

Por ello bebimos.

Y al poco los hombres empezaron a marcharse. No era tarde; ni siquiera era medianoche. Pero ya había observado yo que cuando uno pasa de los cincuenta a los sesenta cada vez es tarde más pronto. Vi que Waterhouse introducía los brazos en el gabán que Stevens aguantaba abierto para ayudarle a ponérselo y decidí que era hora de que también yo me fuera. Me extrañaba que Waterhouse se marchara sin dirigirme una palabra siquiera (pues, a todas luces, tal parecía estar haciendo; si yo hubiera tardado cuatro segundos más en colocar en su estante el libro de Pound, él se habría marchado ya), aunque, en realidad, no más extraño que cuanto había presenciado en el transcurso de la velada.

Salí prácticamente pisándole los talones; Waterhouse miró a su alrededor, como sorprendido de verme, y casi como si acabaran de sacarle de una especie de semisueño.

—¿Quiere compartir el taxi? —me preguntó, en el mismo tono que si acabáramos de encontrarnos por casualidad en aquella calle ventosa y fría.

—Gracias —repuse.

De hecho, le daba las gracias por mucho más que por la oferta de compartir el taxi, lo cual creo que era bien evidente por mi tono; mas, por su forma de asentir, él parecía indicar claramente que era solo por el taxi.

Bajaba lentamente por la calle un taxi con la luz de libre encendida (los tipos como George Waterhouse son afortunados encontrando taxis hasta en las más crudas noches neoyorquinas en que uno juraría que no hay ni uno solo libre en toda la isla de Manhattan) y lo paró.

Ya en el interior, resguardados del frío, mientras el taxímetro marcaba el recorrido con clics regulares, comenté a Waterhouse que su cuento me había gustado muchísimo. No podía recordar haberme reído tanto y con tantas ganas desde los dieciocho años, le dije; y lo cierto es que nada tenía esto de adulación, pues era la simple y pura verdad.

—¿De veras? Es usted muy amable.

Su tono era pasmosamente cortés. Me retraje; advertí que me ruborizaba levemente. No siempre es necesario oír el portazo para saber que acaba de cerrarse una puerta.

Cuando el taxi se detuvo junto a mi domicilio, reiteré a Waterhouse mi agradecimiento; pareció mostrarse un poco más afable.

—Me alegro de que pudiera venir habiéndole avisado con tan poco tiempo —me dijo—. Vuelva cuando guste, cuando le apetezca. No espere invitación. En el 249-B no somos nada ceremoniosos. El jueves es el mejor día para los cuentos, pero el club está abierto todas las noches.

Así pues, ¿tendré que hacerme socio?

Tenía la pregunta en la punta de la lengua. Deseaba formularla; consideraba necesario hacerlo. Y estaba meditándola, oyéndola mentalmente (a mi aburrido estilo de abogado) para comprobar si la frase era correcta (tal vez resultara un poquito demasiado brusca), cuando Waterhouse indicó al taxista que siguiera. Y al instante siguiente les vi alejarse en dirección a Park. Permanecí un instante paralizado en la acera mientras el bajo del gabán me azotaba las piernas, pensando: Sabía que iba a hacerle esa pregunta; lo sabía y mandó al taxista que siguiera con toda intención para que no se la hiciera.

Me dije luego que aquello era completamente absurdo, hasta paranoico. Y lo era. Pero también era cierto. Podía burlarme cuanto quisiera; pero todas mis bromas no cambiarían la certeza esencial.

Me encaminé lentamente hacia la entrada del edificio de apartamentos y entré.

Cuando me senté en la cama para sacarme los zapatos, Ellen estaba más dormida que despierta. Se dio la vuelta y emitió un confuso sonido interrogativo, sin abrir la boca. Le dije que siguiera durmiendo.

Repitió el mismo sonido en el mismo tono interrogante, que esta segunda vez se aproximaba bastante a algo así como «¿Queeeetal?».

Dudé un instante, con la camisa a medio desabotonar. Y pensé con rapidez y absoluta claridad: Si se lo cuento, nunca veré el otro lado de aquella puerta.

—Muy bien —le dije—. Viejecitos contando sus batallitas.

—Ya te lo advertí.

—Pero no estuvo mal. Puede que vuelva. Podría serme beneficioso en la empresa.

—«La empresa» —dijo Ellen, con cierto desdén—. ¡Vaya un viejo buitre que estás hecho, mi amor!

—Bueno, creo que es una forma de hacer relaciones —dije, pero Ellen se había dormido.

Me desnudé, me duché, me sequé frotándome bien, me puse el pijama y… en vez de irme a dormir, que era lo que lógicamente debería haber hecho (pasaba ya algo de la una en aquel momento), me puse la bata y tomé otra botella de Beck’s. Me senté a la mesa de la cocina, dando lentos sorbos, mirando por la ventana hacia el frío cañón de Madison Avenue, pensando. La verdad es que, debido a la ingestión nocturna de alcohol (que para mi era una cantidad exagerada), no estaba demasiado lúcido. Pero la sensación no era en absoluto desagradable y no tenía ningún síntoma de resaca inminente.

Lo que se me había ocurrido cuando Ellen me preguntó cómo lo había pasado era tan ridículo como lo que había pensado de George Waterhouse cuando se alejó en el taxi: qué demonios podría tener de malo explicarle a mi esposa una velada absolutamente inofensiva en el aburrido club de hombres de mi jefe… y, aun en el caso de que no estuviera bien hablarle de ello, ¿quién diablos iba a enterarse de que se lo había contado? Evidentemente, era todo tan ridículo y paranoico como mis anteriores cavilaciones… y, lo presentía, igualmente cierto.

Al día siguiente me encontré con George Waterhouse en el pasillo, entre la sección de contabilidad y la sala de lectura. ¿Me encontré con él? Sería mucho más exacto decir que nos cruzamos. Me dirigió una inclinación de cabeza y siguió de largo, sin una palabra, tal como había hecho siempre a lo largo de los años.

Durante todo el día sentí doloridos los músculos del estómago. Y ese fue mi único indicio de que la velada de la noche anterior había sido real.

Transcurrieron tres semanas. Cuatro… cinco. Waterhouse no volvía a invitarme. Llegué a convencerme de que había fallado en algo. Había sido incorrecto en algo. Al menos, eso era lo que me decía a mí mismo. Y la idea me resultaba deprimente y molesta. Esperaba que tal sensación desapareciera poco a poco, que perdiera intensidad, tal como suele ocurrir al fin con todas las decepciones. Pero recordaba aquella noche en los momentos más extraños: los charquitos de luz aislados de las lámparas de lectura de la biblioteca, tan quedos, tranquilos y, de algún modo, civilizados; el cuento absurdo y cómico que contó Waterhouse de la maestra con el trasero atascado en el retrete; el intenso olor a cuero de las estrechas estanterías de libros. Casi todo lo que pensé mientras estuve sentado junto a aquella estrecha ventana contemplando los helados cristales cambiar del verde al ámbar y al rojo. Y recordaba también la sensación de paz que allí me había invadido.

Durante aquel mismo período de cinco semanas, fui a la biblioteca y encontré cinco libros de poesía de Algernon Williams (yo tenía otros tres que ya había releído). Uno de los volúmenes de la biblioteca se pretendía Poemas Completos de… Releí algunos de mis favoritos de siempre, mas en ninguno de los libros encontré el poema titulado «El tañido».

En el mismo viaje a la biblioteca pública de Nueva York, intenté localizar en el catálogo obras de un autor llamado Edward Gray Seville. Lo más aproximado que encontré fue una novela de misterio de una autora llamada Ruth Seville.

Vuelva si le apetece. No espere invitación.

En realidad, estaba esperando una invitación, por supuesto. Mi madre me había enseñado hacía siglos a no creer sin más a quienes te dicen a la ligera: «Vuelve cuando quieras», o «Para ti la puerta siempre está abierta». Claro que no creía necesitar que apareciera un lacayo uniformado a la puerta con una tarjeta de invitación en una bandeja dorada, no es eso a lo que me refiero; pero sí quería algo, aunque solo fuera un comentario casual como «¿Volverá alguna noche, David? Espero que no le aburriéramos». Algo así.

Al ver que ni siquiera llegaba un ofrecimiento de este tipo, empecé a considerar más en serio lo de volver sin más; después de todo, a veces la gente quiere realmente que te pases cuando te apetezca. Di por sentado que, en algunos lugares, la puerta estaba siempre abierta; y también que las madres no siempre tienen razón.

No espere invitación…

Sea como sea, el caso es que el diez de diciembre de aquel año me encontré poniéndome la chaqueta gruesa de tweed y los pantalones castaño oscuro otra vez, y buscando de nuevo mi corbata roja. Y recuerdo sentirme aquella noche más consciente que de costumbre del latir de mi corazón.

—¿Al fin se decidió George Waterhouse a pedirte que fueras? —me preguntó Ellen—. ¿Te ha pedido que vuelvas a la pocilga con todos los demás cerditos chovinistas?

—Eso es —le contesté, pensando que era la primera vez en doce años, por lo menos, que le mentía… pero luego recordé que a mi vuelta de la primera reunión también había contestado a su pregunta con una mentira. Viejos contando sus batallitas, le había dicho en aquella ocasión.

—Bueno, puede que de veras haya un ascenso en ciernes —dijo, sin gran entusiasmo. Aunque diré en su honor que tampoco había en su tono gran amargura.

—Cosas más extrañas han ocurrido —le dije, y le di un beso de despedida.

Oink, oink —dijo ella, cuando yo ya salía por la puerta.

Aquella noche, el recorrido en taxi me pareció larguísimo. La noche era fría, calma y estrellada.

El taxi era un Checker y me sentía en su interior muy pequeño, como un niñito que se asoma a la ciudad por primera vez.

Cuando el taxi se detuvo justo en la residencia sentía realmente algo tan simple y pleno como emoción: sí me sentía emocionado. Mas esa simple emoción parece ser una de las cualidades de la vida que perdemos casi sin advertirlo y el reencontrarla cuando uno se hace mayor siempre constituye una sorpresa como el encontrar uno o dos cabellos negros en el peine propio cuando hace años que no ves ninguno.

Pagué al taxista; bajé del coche; subí los cuatro peldaños que llevaban a la puerta de entrada. Una vez ante la puerta, mi emoción tornóse simple aprensión (sentimiento este último con el que los ancianos están mucho más familiarizados). ¿Qué hacía exactamente yo en aquel lugar?

La puerta era de grueso roble y me pareció tan sólida como la del torreón de un castillo. No había timbre, al menos que yo viera, ni aldaba, ni cámara de circuito cerrado de televisión discretamente disimulada en alguna hendidura; y, desde luego, Waterhouse no estaba allí esperándome. Permanecí quieto un momento; miré a mi alrededor. La calle Treinta y cinco Este se me antojó súbitamente más oscura, más fría, más amenazadora. Todas las residencias parecían misteriosas, como si ocultaran secretos que más valía no indagar. Y sus ventanas semejaban ojos.

En algún lugar, tras una de esas ventanas, puede haber un hombre o una mujer planeando asesinar, pensé. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Planeándolo o haciéndolo.

La puerta se abrió súbitamente y entonces apareció Stevens.

Una intensa oleada de alivio me embargó. No me considero un hombre extraordinariamente imaginativo (al menos no en circunstancias ordinarias), pero este último pensamiento poseía la absoluta y pavorosa claridad de lo profético. Habría balbucido en voz alta de no haber mirado primero a Stevens a los ojos. Aquellos ojos no me conocían. Los ojos de Stevens no me conocían en absoluto.

Y se produjo a continuación otro ejemplo de aquella pavorosa claridad profética: vi el resto de mi velada nocturna con todo detalle. Tres horas en un bar tranquilo. Los escoceses (unos cuatro quizá) para mitigar el bochorno de haber sido tan estúpido como para acudir a donde no se me quería. La humillación que los consejos de mi madre habían pretendido evitar. Y que acompaña al hecho de reconocer que te has propasado.

Me vi volviendo a casa un poco achispado, pero no muy a gusto. Me vi sentado durante el viaje en taxi, simplemente allí sentado en vez de observando a través de las lentes infantiles con emoción y expectación. Y me oí diciéndole a Ellen: Cansa un poco después de un rato… Waterhouse contó la misma historia de ganar un lote de carne para el Tercer Batallón en una partida de póquer… y juegan corazones a dólar el punto, ¿te imaginas?… ¿Volver…? Tal vez lo haga, aunque lo dudo… Y así terminaría todo, supongo, aparte de mi propia humillación.

Vi todo esto en el vacío de los ojos de Stevens. Luego, se le animaron los ojos, sonrió levemente y dijo:

—¡Señor Adley! Pase. Deme el abrigo.

Entré, Stevens cerró la puerta tras de mí con firmeza. ¡Qué diferente puede resultar una puerta cuando estás del otro lado! Stevens tomó mi abrigo y se fue. Me quedé un momento en el vestíbulo, contemplando mi propia imagen en el gran espejo: un individuo de sesenta y tres años, cuya cara envejecía demasiado deprisa para seguir pareciendo de edad mediana. De todas formas, la imagen me agradaba.

Pasé a la biblioteca.

Allí estaba Johanssen, leyendo su Wall Street Journal. En otra islita de luz se sentaba Emlyn McCarron, inclinado sobre una mesa de ajedrez, frente a Peter Andrews. McCarron era, y es, un individuo cadavérico, dueño de una nariz larga y afilada; Andrews era corpulento, cargado de hombros y colérico. Una gran barba rojiza le caía sobre el chaleco. Sentados allí frente a frente sobre el tablero taraceado con las fichas talladas de marfil y ébano, semejaban tótems indios: águila y oso.

Y allí estaba también Waterhouse, leyendo el Times del día con el ceño fruncido. Alzó la vista, cabeceó al verme sin la menor sorpresa y desapareció de nuevo tras el periódico.

Stevens me trajo un escocés que no le había pedido.

Me lo llevé a las estanterías y volví a aquella tentadora y sorprendente colección de libros verdes. Precisamente aquella noche empecé a leer las obras de Edward Gray Seville. Empecé por Esos eran nuestros hermanos. De entonces para acá, las he leído todas y las considero once de las mejores novelas de nuestro siglo.

Casi al final de la velada contaron un cuento (solo uno) y Stevens sirvió brandy para todos. Concluido el cuento, todos empezaron a levantarse, disponiéndose a partir. Stevens habló desde las dobles puertas que daban al vestíbulo. Habló en tono suave y bajo, pero todos le oímos perfectamente:

—¿Y bien? ¿Quién nos traerá un cuento de Navidad?

Todos dejaron de hacer lo que estuvieran haciendo y miraron alrededor. Y empezaron luego a charlar en tonos bajos y amistosos y luego a reír a carcajadas.

Sonriendo, pero serio, Stevens dio un par de palmadas, como el maestro de escuela que intenta llamar al orden a los alumnos revoltosos.

—Vamos, vamos, caballeros, ¿quién preparará el cuento?

Peter Andrews, el de la barba rojiza y cargado de hombros, carraspeó.

—Bueno, yo he estado pensando en algo… pero no sé si será adecuado. Es decir, si es…

—Será perfecto —le interrumpió Stevens, y siguieron más risas. Todos palmearon a Andrews afablemente.

El aire frío de la calle recorrió el vestíbulo cuando los hombres empezaron a salir.

Y allí estaba Stevens, mi abrigo como por arte de magia en sus manos; y me lo ofrecía.

—Buenas noches, señor Adley. Siempre es un placer.

—¿De veras se reúnen ustedes por Nochebuena? —le pregunté, abotonándome el abrigo. Me fastidiaba un poco perderme el cuento de Andrews, pero ya habíamos decidido que iríamos en coche a Schenectady a pasar las fiestas con la hermana de Ellen.

Stevens consiguió mostrarse sorprendido y divertido a un tiempo.

—Por supuesto que no —dijo—. Un hombre debe pasar la Nochebuena con su familia, ¿no lo cree usted así también, señor?

—Sin duda alguna.

—Siempre nos reunimos el jueves antes de Navidad. En realidad, esa es la única noche del año en que casi siempre hay una gran concurrencia.

No había utilizado la palabra socios, según advertí… ¿Simple casualidad o elusión intencionada?

—En el salón principal se han contado muchos cuentos, señor Adley, cuentos de todo tipo, cómicos, trágicos, irónicos, sentimentales. Pero el jueves antes de Navidad siempre se cuenta un cuento de misterio. Y así ha sido siempre, al menos desde que puedo recordar.

Aquello al menos explicaba el comentario que había oído yo en mi primera visita, el de que Norman Stett podría haber guardado su relato para Navidad. Me rondaban los labios otras preguntas, pero vi cautela en los ojos de Stevens; no era la advertencia de que no contestaría mis preguntas, sino más bien la de que más me valdría no formularlas.

—¿Algo más, señor Adley?

Todos los demás se habían ido ya. Estábamos solos en el vestíbulo, que me pareció de pronto más oscuro; y el rostro largo de Stevens me pareció también más pálido, y sus labios más rojos. Un tronco chisporroteó en el hogar y el brillo rojizo iluminó un instante el piso de madera pulido. Me pareció oír, procedente de alguna de aquellas habitaciones aún no exploradas, una especie de golpe deslizante. Un sonido que no me gustó nada, francamente. En absoluto.

—No —dije, con voz no demasiado firme—. Creo que no.

—Así pues, buenas noches —dijo Stevens; yo crucé el umbral.

Oí cerrarse tras de mí la pesada puerta. Oí girar la llave y acto seguido avanzaba yo hacia las luces de la Tercera Avenida, sin volverme a mirar por encima del hombro, temeroso en cierta forma de hacerlo, como si, en caso de hacerlo, pudiera ver alguna fiera espantosa que me seguía los pasos, o vislumbrar algún secreto que era mejor que siguiera siéndolo. Cuando alcancé la esquina, vi un taxi libre y lo paré.

—¿Más batallitas? —me preguntó Ellen aquella noche. Estaba en la cama con Philip Marlowe, el único amante que ha tenido.

—Una o dos historias de guerra —le dije, colgando el abrigo—. Prácticamente me pasé el rato sentado leyendo un libro.

—Cuando no estabas gruñendo, oink, oink.

—Sí, claro, cuando no estaba gruñendo.

—Escucha esto: La primera vez que posé los ojos en Terry Lennox estaba borracho en un Rolls Royce Silver Wraith junto a la terraza de The Dancers —leyó Ellen—. Su rostro era juvenil, pero tenía el cabello de un blanco sucio. Podías decir por sus ojos que estaba como una cuba pero, por lo demás, su aspecto era el de cualquier joven agraciado con esmoquin que hubiera estado gastando demasiado dinero en un garito de los que para tal fin y para ningún otro existen. ¿Qué te parece? No está nada mal, ¿eh? Es…

El largo adiós —dije, sacándome los zapatos—. Me lees el mismo pasaje una vez cada tres años. Forma parte de tu ciclo vital.

Frunció la nariz, mirándome.

Oink, oink.

—Gracias —le dije.

Volvió al libro. Fui a la cocina a buscar una botella de Beck’s. Cuando regresé al dormitorio, Ellen había posado El largo adiós abierto sobre la colcha y me miraba fijamente.

—David, ¿vas a hacerte socio de ese club?

—Supongo que podría… si me lo pidieran —me sentía incómodo. Tal vez le hubiera dicho otra mentira. Creo que si en el 249-B de la calle Treinta y cinco Este existían algo así como los socios, yo ya era uno de ellos.

—Me parece bien —dijo—. Hacía ya mucho tiempo que necesitabas encontrar algo. Creo que ni siquiera te dabas cuenta de ello, pero así es. Yo tengo el Comité de Ayuda y la Comisión de Derechos de la Mujer y la Sociedad de Teatro. Pero tú necesitas algo. Gente con quien envejecer, supongo…

Me metí en cama. Me senté a su lado y alcé El largo adiós… Era un ejemplar de bolsillo absolutamente nuevo. Recordé que le había comprado la edición original en pasta dura como regalo de cumpleaños… en mil novecientos cincuenta y tres.

—¿Somos viejos? —le pregunté.

—Imagino que sí —dijo, y me sonrió espléndidamente.

Posé el libro y le acaricié el pecho.

—¿Demasiado viejos para esto?

Alzó las sábanas con decoro femenino y luego, riéndose, las tiró al suelo empujándolas con los pies.

—¿Lo comprobamos, papi? —dijo Ellen.

Oink, oink —dije yo, y ambos nos echamos a reír.

Y llegó el jueves antes de Navidad. Aquella fue una noche muy parecida a cualquier otra, con dos excepciones notables: una de ellas, sin duda, la mayor concurrencia (seríamos unos dieciocho); y el que en el ambiente se respiraba una intensa e indescriptible excitación: Johanssen se limitó a echar un vistazo superficial a su Journal y se unió luego a McCarron, Hugh Beagleman y a mí. Nos sentamos junto a las ventanas, hablando de esto y aquello y acabamos en una discusión apasionada (y cómica a veces) sobre los automóviles de antes de la guerra.

Ahora que lo pienso, aquella noche tuvo también una tercera peculiaridad: Stevens había preparado un delicioso ponche de leche y huevo. Era suave, aunque estaba aderezado con ron y especias. Se servía de un fabuloso cuenco Waterford que parecía una escultura de hielo; el animado murmullo de la conversación fue subiendo de nivel a medida que descendía el del ponche.

Atisbé desde el rincón por la puertecilla que daba a la sala de billar y me asombró ver a Waterhouse y a Norman Stett echando tarjetas de béisbol en lo que parecía una chistera de castor auténtico. Ambos reían estruendosamente.

Se hacían y se deshacían grupos. Fue pasando el tiempo… y en determinado momento, a la hora en que normalmente la gente empezaba a irse, vi a Peter Andrews sentado frente a la chimenea con un paquete blanco del tamaño aproximado de un sobre de semillas en la mano. Lo echó al fuego sin abrirlo y al instante las llamas empezaron a danzar con todos los colores del espectro (yo juraría que también con algunos que no figuran en él), antes de volver a su tono amarillento. Se dispusieron las sillas. Podía ver por encima del hombro de Andrews la dovela con su inscripción: LO IMPORTANTE ES EL CUENTO, NO QUIEN LO CUENTA.

Stevens se movía entre nosotros, sin inmiscuirse en nada, recogiendo los vasos del ponche y sustituyéndolos por copas de brandy. Se oían murmullos de «Feliz Navidad» y «Muchas felicidades, Stevens» y, por primera vez, vi allí dinero que cambiaba de mano: un billete de diez dólares se ofrecía tranquilamente aquí, otro que parecía de cincuenta pasaba de mano allá, otro que vi claramente que era de cien surgió de otra butaca…

—Gracias, señor McCarron… señor Johanssen… señor Beagleman —todo esto en un murmullo cortés.

Llevaba yo por entonces viviendo en Nueva York el tiempo suficiente para saber que las Navidades son una feria de propinas; algo para el carnicero, el panadero, el farolero, sin mencionar al portero, al super y a la señora de la limpieza que viene martes y viernes. Nunca conocí a nadie de mi propia clase que no considerara esto una molestia necesaria, pero aquella noche no advertí el más mínimo fastidio de ese tipo. El dinero se daba de buena gana, incluso afanosamente; y, de repente, sin motivo alguno (tal como parecían venirle a uno las ideas en 249-B), pensé en el chico contestándole a Scrooge en el quieto y frío aire de una mañana de Navidad londinense: «¿Cuál? ¿El ganso que es tan grande como yo?». Y Scrooge, casi loco de alegría, diciendo entre risillas: «¡Qué buen chico! ¡Es un muchacho excelente!».

Saqué también la cartera. En la parte posterior, detrás de las fotos de Ellen, llevo siempre, para cualquier posible emergencia, un billete de cincuenta dólares. Cuando Stevens me ofreció el brandy, lo deslicé en su mano, sin la menor sensación de fastidio, aunque yo no era un hombre rico.

—¡Feliz Navidad, Stevens! —dije.

—Gracias, señor. Lo mismo le deseo a usted.

Terminó de repartir los brandys y de recoger sus honorarios y se retiró. En determinado momento, cuando Peter Andrews iba por la mitad de su relato, miré a mi alrededor y vi a Stevens de pie junto a las dobles puertas: una lúgubre sombra de apariencia humana, rígida y silenciosa.

—Como casi todos ustedes saben —dijo Andrews, dando un sorbo a su vaso y carraspeando para aclararse la garganta—, soy abogado —tomó otro sorbo—. Hace veinte años que tengo despacho en Park Avenue. Pero anteriormente fui asesor legal de una empresa de abogados que tenía negocios en Washington, D.C. Una noche de julio, me pidieron que me quedara hasta más tarde para terminar una lista de citaciones de casos de un sumario que no tiene nada absolutamente que ver con esta historia. Pero luego se presentó un individuo: individuo que en aquellos momentos era un senador muy conocido y que posteriormente estaría a punto de ser elegido presidente. Tenía toda la camisa manchada de sangre y los ojos parecían ir a salírsele de las cuencas.

»—Tengo que hablar con Joe —dijo. Se refería a Joseph Woods, el director de mi empresa, uno de los abogados más influyentes del sector del derecho privado de Washington y amigo personal del senador.

»—Hace ya horas que se fue a casa —le dije yo. La verdad es que he de confesarles que estaba muy asustado; el senador tenía el aspecto de acabar de sufrir un terrible accidente automovilístico o de haber tenido una pelea a navajazos. Y de alguna forma, el verle la cara (que hasta entonces yo solo había visto en fotografías de los periódicos y en el programa Meet the Press) llena de sangre, la mirada enfurecida y una mejilla crispándosele espasmódicamente… en fin, todo eso me asustó más todavía—. Puedo llamarle si usted… —estaba ya manipulando el teléfono mientras decía esto, deseando a toda costa descargar en otro aquella inesperada responsabilidad. Advertí también las huellas ensangrentadas que sus pisadas habían dejado a su paso en la alfombra.

»—He de hablar inmediatamente con Joe —insistió, como si no me hubiera oído—. Hay algo en el maletero de mi coche… algo que encontré en Virginia. Le he disparado y acuchillado y no puedo matarlo…

»Soltó una risilla que se convirtió enseguida en una risotada y al fin empezó a gritar. Y seguía gritando cuando conseguí establecer comunicación telefónica con el señor Woods y le dije que volviera inmediatamente a la oficina, por amor de Dios, que volviera lo antes posible…

Mas no es mi intención contaros ahora el cuento que Peter Andrews nos contó aquella noche. La verdad es que no estoy muy seguro de atreverme a contarlo. Baste decir que era tan horripilante que durante semanas soñé con él; y en una ocasión Ellen clavó en mí los ojos, mientras desayunábamos y me preguntó por qué había gritado en plena noche de repente: «¡Su cabeza! ¡Su cabeza sigue gritando en la tierra!».

—Estaría soñando —le dije—. Un sueño de esos que luego no puedes recordar…

Y bajé de inmediato la vista hacia mi taza de café; creo que aquella vez Ellen se dio cuenta de que mentía.

Estaba yo trabajando en la sala de lectura un día del mes de agosto, al año siguiente, cuando me llamaron por teléfono. Era George Waterhouse. Me preguntó si podía subir a su despacho. Cuando llegué, allí estaban también Robert Carden y Henry Effingham. Tuve por un instante la certeza de que iban a acusarme de algún acto realmente espantoso de estupidez o ineptitud.

Carden se me acercó dando un rodeo y dijo:

—George cree que ha llegado el momento de que le nombremos socio provisional, David. Y los demás estamos de acuerdo.

—Es el sistema —dijo Effingham con una sonrisa—, pero es la vía establecida que hay que seguir. Con un poquillo de suerte, podremos nombrarle socio de pleno derecho para Navidad.

Aquella noche no tuve pesadillas. Ellen y yo salimos a cenar, bebimos demasiado, fuimos luego a un local de jazz al que no íbamos hacía casi diez años y escuchamos a ese asombroso hombre negro de ojos azules llamado Dexter Gordon tocar la trompeta casi hasta las dos de la madrugada. A la mañana siguiente, despertamos con dolor de cabeza y malestar de estómago, ambos incapaces aún de creer lo que había sucedido. Por un lado, mi sueldo había dado un salto de ocho mil dólares anuales, cuando hacía ya mucho que nuestras esperanzas de que semejante prodigio se produjera habían muerto.

Aquel otoño, la empresa me envió seis semanas a Copenhague y a mi regreso me enteré de que John Hanrahan, uno de los asiduos asistentes al 249-B, había muerto de cáncer. Se llevó a cabo una recaudación para su esposa, que no había quedado en muy buena situación. Se me encargó que sumara el total recaudado (todo entregado en efectivo) y que lo cambiara por un cheque de caja. Ascendía a más de diez mil dólares. Entregué el talón a Stevens e imagino que él lo enviaría por correo.

Y dio la casualidad de que Arlene Hanrahan pertenecía a la Sociedad teatral de Ellen, quien, algún tiempo después, me contó que Arlene había recibido un cheque anónimo por valor de diez mil cuatrocientos dólares, en cuya matriz había escrito el breve y nada esclarecedor mensaje: Amigos de su difunto esposo John.

—¿No es lo más sorprendente que hayas oído en tu vida? —me preguntó Ellen.

—No —repuse yo—, pero puede que figure entre las diez cosas más sorprendentes… ¿Hay más fresas, Ellen?

Transcurrieron los años. Fui descubriendo toda una serie de habitaciones en la parte superior del 249-B: una sala de escritura, un dormitorio, en el que a veces algunos de los asistentes se quedaban a pasar la noche (aunque yo personalmente, después del ruido rodante que oyera aquel día, habría preferido inscribirme en un buen hotel), un gimnasio, pequeño pero bien equipado, y una sauna. Y también había dos boleras instaladas en una habitación larga y estrecha que ocupaba todo el largo del edificio.

En el transcurso de aquellos mismos años, volví a leer las novelas de Edward Gray Seville y descubrí a un extraordinario y sorprendente poeta (tal vez de la talla de Ezra Pound y Wallace Stevens), llamado Norman Rosen. Según la solapa posterior de uno de los tres volúmenes de su obra que había en la biblioteca del 249-B, había nacido en mil novecientos veinticuatro y le habían matado en Anzio. Aquellos tres volúmenes habían sido publicados por Stedham & Son, Nueva York y Boston.

Recuerdo que una clara tarde primaveral de uno de aquellos años (aunque no podría decir exactamente cuál), volví a ir a la biblioteca pública de Nueva York y que solicité por lo menos veinte tomos de Literary Market Place (LMP), que es una publicación anual del tamaño de un listín de Páginas Amarillas de una gran ciudad; y me temo que desconcerté bastante a la bibliotecaria de la sala de libros de consulta. Pero insistí y consulté paciente y atentamente todos los volúmenes. Y pese a que en LMP se registran todas las editoriales grandes y pequeñas de Estados Unidos (además de agentes, compiladores y clubs de libros), Stedham & Son no figuraba en parte alguna. Un año después (o tal vez fueran dos) hablé con un librero que se dedicaba a los libros antiguos y le pregunté por aquella editorial. Me dijo que jamás la había oído nombrar.

Pensé en preguntarle a Stevens (vi la advertencia brillar en sus ojos) y me guardé la pregunta para mí.

Y a lo largo de todos aquellos años se contaron historias.

Diré cuentos, para utilizar el mismo término que Stevens. Cuentos divertidos, cuentos de amores dichosos y de amores desdichados, cuentos inquietantes. Y sí, también algunas historias de guerra, aunque ninguna del tipo a que Ellen aludía cuando me lo sugirió.

La que recuerdo con más claridad es la que contó Gerard Tozeman: la de una base de operaciones estadounidense que cuatro meses antes de que terminara la Primera Guerra Mundial recibió un ataque directo de la artillería alemana en el que perecieron todos sus ocupantes, excepto el propio Tozeman.

Lathrop Carruthers, el general estadounidense al que por entonces ya todos consideraban absolutamente loco (había sido el responsable de más de dieciocho mil bajas: vidas y miembros empleados tan a la ligera como tú o yo podríamos usar una moneda para la máquina de discos), se hallaba ante un mapa de las líneas del frente cuando el proyectil estalló. Estaba precisamente explicando otra demencial operación de flanqueo: una operación que habría constituido un éxito en el mismo sentido en el que lo habían sido todas las operaciones anteriores de Carruthers: en crear nuevas viudas.

Y cuando el polvo se asentó, Gerard Tozeman, sordo y aturdido, sangrando por la nariz, los oídos y ambos ojos, y con los testículos hinchándosele, buscaba una salida de aquella especie de matadero que solo unos minutos antes era el cuartel general de oficiales y tropezó con el cuerpo de Carruthers. Se quedó contemplándolo y al poco empezó a reírse y a gritar. Él no podía oír sus propias voces porque estaba sordo por la explosión, pero sus gritos notificaron a los médicos que quedaba algún superviviente entre aquel montón de astillas.

Según Tozeman, la explosión no había mutilado a Carruthers… al menos no en el sentido de lo que por mutilación entendían los soldados de aquella lejana guerra: perder los brazos, perder las piernas, perder los ojos; pulmones abrasados por el gas. No, según Tozeman, nada de eso le había sucedido. Su madre habría podido reconocerle de inmediato. Pero el mapa…

… el mapa ante el cual se hallaba Carruthers con su sanguinario puntero cuando el proyectil estalló…

De alguna forma, aquel mapa se había incrustado en la cara del general. Tozeman se encontró de pronto escrutando una espantosa mascarilla tatuada. Aquí estaba la pedregosa costa de Bretaña sobre el saliente huesudo de la frente de Lathrop Carruthers. Y acá fluía el Rhin, con un costurón azul bajándole por la mejilla izquierda. Y aquí estaban algunas de las más bellas provincias vinícolas del mundo, formando depresiones y lomas sobre su barbilla. Y aquí se encontraba el Saar, que rodeaba su garganta como el dogal de un ahorcado… y, grabada sobre uno de sus ojos saltones, podía leerse la palabra VERSALLES.

Este fue nuestro relato de Navidad del año mil novecientos setenta y tantos.

Recuerdo muchos otros que no hacen al caso. Hablando con propiedad, tampoco pertenece aquí el de Tozeman… pero fue el primer «cuento de Navidad» que yo oí en 249-B y no he podido resistir la tentación de contároslo.

Luego, el jueves después del Día de Acción de Gracias de este año, cuando Stevens dio unas palmadas para que le prestáramos atención y preguntó quién nos obsequiaría este año con el cuento de Navidad, Emlyn McCarron gruñó:

—Creo que yo sé uno bastante apropiado. Además es cuestión de contarlo ahora o nunca; Dios va a sellarme la boca definitivamente bastante pronto.

En todos los años que llevaba yo asistiendo al 249-B, nunca había oído a McCarron contar una historia. Tal vez por eso avisé tan pronto al taxi y tal vez también por eso, cuando Stevens nos sirvió el ponche a los seis que en tan cruda y ventosa noche nos habíamos aventurado a salir, me sintiera tan vivamente excitado. Y no era yo el único; vi la misma excitación en los demás rostros.

McCarron, seco y viejo y correoso, se sentaba en un sillón junto al fuego con el paquete de polvos en las manos nudosas. Echó el paquete al fuego y vimos las llamas destellar en múltiples colores antes de tornar de nuevo al amarillo. Stevens sirvió brandy y le entregamos sus honorarios navideños. En una ocasión, había yo oído el clic de calderilla en aquella ceremonia anual cuando esta pasaba de la mano del donante a la del receptor. Y otra vez vi, justo un instante a la luz del fuego, un billete de mil dólares. En ambas ocasiones, el murmullo de la voz de Stevens había sido idéntico, bajo, considerado y absolutamente correcto. Habrían pasado más o menos diez años desde la primera vez que visitara yo el 249-B con George Waterhouse, y, aunque en el exterior el mundo había cambiado muchísimo, allí dentro no había cambiado nada y Stevens parecía no haber envejecido siquiera un mes, ni un solo día siquiera.

Se retiró hacia las sombras y, por un instante, el silencio fue tan perfecto que pudimos oír el leve silbido de la savia bullente al salir de los troncos que ardían en la chimenea. Emlyn McCarron miraba con fijeza el fuego y todos los demás seguimos su mirada. Las llamas parecían especialmente vivas aquella noche. Me sentía casi hipnotizado por la contemplación del fuego, tal como supongo que debieron sentirse alguna vez nuestros antepasados cavernícolas mientras fuera de sus frías cuevas nórdicas rugía y silbaba el viento.

Y por último, aún sin dejar de contemplar el fuego, levemente inclinado hacia delante de forma que sus antebrazos reposaban sobre sus muslos y las manos unidas colgaban entre sus rodillas, McCarron inició el relato.