16
De La venganza de Hogan el Gordinflón, por Gordon Lachance. Publicado originalmente en la revista Cavalier, marzo de 1975. Reproducido con permiso.
Subieron uno a uno al entarimado y se colocaron tras una larga mesa de caballetes cubierta con un mantel de hilo. La mesa estaba completamente abarrotada de tartas y colocada en el extremo delantero del tablado. Sobre ella había sartas de bombillas sin pantalla, de cien vatios, aureoladas por polillas y mariposas nocturnas que se golpeaban contra ellas. Sobre el entarimado, vivamente iluminado, podía leerse el siguiente letrero: GRAN CONCURSO DE GRETNA DE 1960. De cada lado del letrero colgaban abollados altavoces que Chuck Day había facilitado de su tienda de aparatos eléctricos. Bill Travis, el actual campeón, era primo de Chuck.
Según iban subiendo al entarimado los concursantes, con las manos atadas a la espalda y la camisa abierta como Sydney Carton camino de la guillotina, el alcalde Charbonneau anunciaba sus nombres por el sistema de altavoces de Chuck y les colocaba un gran babero blanco. Calvin Spier recibió solamente un aplauso simbólico; pese a su barriga, del tamaño de un tonel de cien litros, se le consideraba muy por debajo del chico de Hogan (el Gordinflón era el favorito de la mayoría, aunque demasiado joven e inexperto para conseguir mucho aquel mismo año).
Después de Spier, se anunció a Bob Cormier. Cormier era un disquero que hacía un popular programa de sobremesa en la WLAM de Lewiston. Le dieron un aplauso mayor, acompañado de gritos de las jovencitas del público. Las chicas le consideraban «encantador». John Wiggins, director del colegio de enseñanza primaria de Gretna, seguía a Cormier. Recibió un caluroso aplauso del sector más adulto del público y algunos abucheos de miembros reacios de su alumnado. Wiggins logró sonreír paternalmente y fruncir el ceño con severidad al mismo tiempo.
A continuación, el alcalde Charbonneau presentó a Gordinflón.
—Y he aquí un nuevo concursante de nuestro gran concurso anual, del cual esperamos grandes cosas en el futuro… el joven ¡David Hogan!
Gordinflón recibió un gran aplauso mientras el alcalde le ataba el babero, y cuando ya estaba casi apagándose el aplauso, un coro teatral ensayado fuera del alcance de las bombillas de cien vatios gritó al unísono:
«¡Adelante, Gordinflón!».
Se oyeron carcajadas apagadas, carreras, algunas sombras que nadie podría (ni querría) identificar, algunas risillas nerviosas, algunos ceños severos y recriminatorios (el mayor el de Hizzoner Charbonneau, la representación más visible de la autoridad). En cuanto al propio Gordinflón, parecía no inmutarse ni siquiera darse cuenta de nada. La sonrisita que animaba sus gruesos labios y plegaba su gruesa papada permaneció inmutable cuando el alcalde, aún con un gran ceño, le ató el babero y le dijo que no hiciera ningún caso de los necios que había entre el público (como si el alcalde tuviera el más leve indicio de las monstruosas tomaduras de pelo que Hogan el Gordinflón había soportado y seguiría soportando mientras avanzara por la vida con el estruendo de un tanque alemán). El aliento del alcalde era cálido y olía a cerveza.
El último concursante en ser presentado fue el que recibió el aplauso más fuerte y prolongado: se trataba del legendario Bill Travis, uno noventa de altura, delgaducho y voracísimo. Travis era mecánico del taller de Amoco junto a la estación del tren, un tipo afable y agradable como el que más.
Era del dominio público en el pueblo que en el concurso de comer tartas se jugaba uno algo más que los cincos dólares del premio: al menos, Bill Travis. Primero: la gente pasaba luego por el taller para felicitar a Travis por haber ganado el concurso y prácticamente todos los que pasaban a felicitarle, le pedían de paso que les llenara el depósito. Y los dos tanques de gasolina se vaciaban algunas veces durante un mes después del concurso. La gente solía acudir para que le cambiaran un silenciador o le engrasaran los cojinetes y se quedaban sentados en las sillas de teatro alineadas a lo largo de una pared (Jerry Maling, el propietario del Amoco, las había salvado del cine viejo cuando lo derribaron en mil novecientos cincuenta y siete), bebiendo refrescos de la máquina y charlando con Bill del concurso mientras él se dedicaba a cambiar las bujías o a indagar arrastrándose debajo de alguna camioneta buscando agujeros en el tubo de escape. Bill siempre parecía estar dispuesto a conversar, y esta era una de las razones de que cayera tan bien en Gretna.
En el pueblo aún no se habían puesto de acuerdo sobre si Jerry Maling le daba a Bill una prima fija por los beneficios extra que la fiesta (o el festín) anual le proporcionaba o si conseguía un aumento proporcional. De cualquier modo, era indudable que a Travis le iba mucho mejor que a la mayoría de los mecánicos de pueblos pequeños. Tenía un rancho de dos plantas en la carretera de Sabbatus, a la que algunos sarcásticos se referían como «la casa que levantaron las tartas». Seguramente eso era una exageración, pero Bill no esperaba otra cosa; lo cual nos lleva a la segunda razón de que se jugaban más que cinco simples dólares en aquel concurso.
Me refiero a las apuestas. Tal vez la mayoría de la gente fuera solo a reírse, pero una sustanciosa minoría acudía al concurso para apostar su dinero. Los apostadores estudiaban y analizaban a los concursantes con tanto celo como observan a los caballos quienes se dedican a vender información sobre los caballos de carreras. Acosaban a los amigos de los participantes en el concurso, a los parientes, e incluso a los conocidos. Indagaban todos y cada uno de los hábitos alimentarios de los concursantes. Y se dedicaba mucho tiempo a estudiar y discutir y elucubrar sobre la clase de tarta del año: la de manzana se consideraba una tarta «pesada», «ligera» la de albaricoque (aunque el concursante hubiera de resignarse a uno o dos días de carreritas urgentes después de haberse liquidado tres o cuatro tartas de albaricoque). La tarta oficial de aquel año, la de arándanos, se consideraba bastante neutra. Los apostadores, por supuesto, estaban especialmente interesados en los gustos de su hombre en cuanto a los arándanos. ¿Le gustaban? ¿Prefería el dulce de arándano al de fresa? ¿No le gustaría, por casualidad, echar arándanos en el cereal del desayuno? ¿Optaba exclusivamente por los plátanos-y-crema?
Había también otras preguntas de relativa importancia. ¿Era un comedor rápido que luego iba más despacio o un comedor lento que iba acelerando a medida que las cosas se ponían serias, o sencillamente un buen comilón que seguía al mismo ritmo todo el rato? ¿Cuántas salchichas podía ventilarse mientras veía un partido de béisbol en el campo de St. Dom? ¿Era un gran bebedor de cerveza? Si lo era, ¿cuántas botellas solía ventilarse en el transcurso de una tarde? ¿Era eructador? Un buen eructador se consideraba más duro de pelar.
Todos estos y otros datos se intercambiaban, se ofrecían las cantidades y se cerraban las apuestas. ¿Cuánto dinero cambiaba de mano en la semana siguiente al concurso de comer tartas? No tengo ni idea, pero si me pusierais una pistola en la sien y me obligarais a hacer un cálculo, yo lo situaría alrededor de los mil dólares, lo cual puede parecer una minucia, pero era una gran cantidad para circular en un pueblecito hace quince años.
Y como el concurso era limpio y se respetaba estrictamente un límite de tiempo de diez minutos, no se hacía ninguna objeción a que el competidor apostara por sí mismo, y Bill Travis lo hacía todos los años. Cuando saludó sonriendo a su público aquella noche estival de mil novecientos sesenta, se rumoreaba que había vuelto a apostar a su favor una suma sustancial aquel año y que lo más que había sido capaz de hacer aquel año eran apuestas de uno a cinco. Si no sois apostadores, permitidme explicároslo de este modo: Tenía que apostar doscientos cincuenta dólares para poder ganar cincuenta. No era gran cosa, pero era el precio del éxito: y mientras permanecía allí, embebido en el aplauso y sonriendo cordialmente, no parecía realmente muy preocupado por ello.
—Ante ustedes el actual campeón que defenderá su título —vociferó el alcalde—. ¡El mismísimo Bill Travis de Gretna!
—¡Vete a por las diez, Billy, muchacho!
—¡Bravo por Billy!
—¿Cuántas te piensas ventilar esta noche, Billy?
—¡He apostado dos por ti, Bill! ¡No me dejes en la estacada, muchacho!
—¡Guárdame una tarta, Bill!
Cabeceando y sonriendo con absoluta modestia, Bill Travis dejó que el alcalde le colocara el babero y se lo atara. Se sentó a continuación en el extremo de la derecha de la gran mesa, cerca de donde permanecía el alcalde durante el concurso. Así pues, los comensales eran, de derecha a izquierda: Bill Travis, David Hogan el Gordinflón, Bob Cormier, el director del colegio John Wiggins y, en el extremo izquierdo, Calvin Spier.
A continuación, el alcalde presentó a Sylvia Dodge, que era incluso más popular dentro del concurso que el propio Bill Travis. Había sido presidenta de la Asociación de Mujeres de Gretna la tira de años (según algunos graciosos locales, desde la primera batalla de Manassas[1]) y era la encargada de supervisar el horneado de las tartas sometiéndolas a un estricto control personal de calidad, que incluía la ceremonia de pesarlas en la balanza de la carnicería del señor Bancichek para asegurarse que todos los pasteles se atenían a un margen determinado de variación de peso.
Sylvia sonrió majestuosamente a la multitud, su cabello azul tintineando bajo el ardiente brillo de las bombillas. Pronunció unas palabras sobre lo mucho que la complacía el que acudiera tanta gente a festejar a sus esforzados antepasados pioneros, aquellos que habían hecho grande el país, pues era grande no solo al nivel superficial en el que el alcalde Charbonneau llevaría a los republicanos de la localidad a los asientos sagrados del gobierno municipal nuevamente en noviembre, sino al nivel nacional, en el que el equipo de Nixon y Lodge tomarían la antorcha de la libertad de nuestro gran general amado y la mantendrían alta para…
El estómago de Calvin Spier rugió sonoramente, ¡goinnnnng! Hubo un suave aplauso. Sylvia Dodge, que sabía perfectamente que Calvin era demócrata y católico (una sola de las dos cosas podía ser perdonable, pero jamás ambas combinadas), logró sonrojarse, sonreír y adoptar al mismo tiempo una expresión furiosa. Carraspeó y concluyó con una resonante exhortación a los chicos y chicas presentes diciéndoles que conservaran siempre alto el rojo, blanco y azul, no solo en sus manos sino también en sus corazones y que recordaran que fumar era un hábito sucio y pernicioso que provocaba tos. Y los chicos y chicas que la escuchaban, casi todos los cuales al cabo de otros ocho años llevarían insignias pacifistas y no fumarían Camels sino mariguana, arrastraban los pies y esperaban emocionados que la acción comenzara.
—¡Menos charla y más comida! —gritó alguien al fondo, y se oyó un gran aplauso… más fuerte esta vez.
El alcalde entregó a Sylvia Dogde un cronómetro y un silbato plateado de policía, que tendría que utilizar al concluir los diez minutos de tiempo. En cuyo momento el alcalde se adelantaría y alzaría la mano del ganador.
—¿¿Estáis listos?? —atronó triunfal la voz del alcalde por los altavoces en toda la calle Mayor.
Los cinco concursantes declararon que estaban listos.
—¿¿Todos dispuestos?? —insistió Hizzoner.
Los comensales gruñeron que estaban realmente dispuestos. Calle abajo, un chico hizo estallar una retumbante sarta de fuegos artificiales.
El alcalde Charbonneau alzó una mano rechoncha y la bajó luego.
—¡¡¡ADELANTE!!!
Cinco cabezas se hundieron de golpe en cinco bandejas de tartas. El sonido semejaba el de grandes pies chapoteando en el fango. Estos sonidos chapoteantes se alzaron en el cálido aire nocturno y quedaron luego borrados cuando apostadores y espectadores del público empezaron a animar a sus favoritos. Y hasta que la primera tarta desapareció, la mayoría de la gente no advirtió que podría estarse fraguando un resultado sorprendente.
Hogan el Gordinflón, del que no se esperaba que ganase, debido a su edad e inexperiencia, comía como un poseso. Sus mandíbulas trituraron la corteza con insólita potencia y rapidez (las normas del concurso solo exigían que se comiera la corteza superior de la tarta, pero no la capa inferior) y cuando acabó con ella se oyó un estruendoso sonido de absorción, semejante al de una aspiradora industrial cuando se pone en marcha. A continuación toda su cabeza desapareció en la bandeja. Y a los quince segundos se irguió para indicar que había concluido. Tenía frente y mejillas embadurnadas de arándanos y parecía un payaso listo para salir a escena. Había terminado, había acabado con la primera antes incluso que el legendario Bill Travis hubiera acabado siquiera la mitad.
Un asombroso aplauso se alzó en la calle cuando el alcalde examinó la bandeja de la tarta de Hogan y declaró que estaba suficientemente limpia. Señaló otra tarta en el marcador. Gordinflón se había engullido una tarta del tamaño reglamentario en solo cuarenta y dos segundos. Un récord.
Se lanzó a la segunda tarta aún con más furia, hundiendo la cabeza en el suave relleno y, mientras pedía su segunda tarta, Bill Travis le miró. Confesaría a los amigos que tuvo la impresión de participar en un auténtico concurso por primera vez desde mil novecientos cincuenta y siete, año en el que George Gamache devoró tres tartas en cuatro minutos y acto seguido perdió el conocimiento, desplomándose. Se preguntó, según contó luego, si aquel contrincante sería un chico o un diablo. Recordó el dinero que se jugaba en aquello y redobló sus esfuerzos.
Pero si Travis redobló sus esfuerzos, Gordinflón los triplicó. Los arándanos saltaban de la bandeja de su segunda tarta, manchando todo el mantel como un cuadro de Jackson Pollock. Tenía arándanos en el pelo, arándanos en el babero, arándanos por toda la frente como si, en un paroxismo de concentración, hubiera empezado a sudar arándanos.
—¡Acabé! —gritó, retirando la cabeza de su segunda bandeja de tarta antes incluso de que Billy Travis hubiera terminado la corteza de la segunda.
—Mejor más despacio, chico —murmuró Hizzoner. El propio Charbonneau había apostado diez dólares a Billy Travis—. Tendrás que aminorar un poco si es que quieres aguantar.
Como si no le hubiera oído, Gordinflón atacó la tercera tarta, sin demorarse un segundo, moviendo las mandíbulas con rapidez demencial. Y entonces…
Pero debo hacer un alto para contaros lo de la botella vacía que había en el botiquín de la casa de los Hogan. Anteriormente, aquella botella estaba llena, en unos tres cuartos de su capacidad, con aceite de ricino amarillo perlado, tal vez el líquido más infame que el Buen Dios haya permitido aparecer sobre o bajo la faz de la tierra. Gordinflón había vaciado aquella botella, bebiéndose hasta la última gota y lamiéndola luego, retorciendo la lengua y sintiendo náuseas mientras pensaba en la dulce venganza.
Y cuando avanzaba en la devoración de la tercera tarta (Calvin Spier, que según las predicciones quedaría el último, ni siquiera había terminado todavía la primera), Gordinflón empezó deliberadamente a torturarse con espeluznantes y desagradables fantasías. No, no estaba comiendo tartas; estaba comiendo tripas de vacas. Estaba devorando una inmensa cantidad de sucias y grasientas tripas. Estaba devorando las entrañas de una tortuga cubiertas con dulces arándanos. Dulce de arándano podrido.
Acabó la tercera tarta y pidió la cuarta; ahora le llevaba una tarta de ventaja al legendario Bill Travis. La inconstante multitud, percibiendo la presencia de un nuevo e inesperado campeón, empezó a vitorearle y a animarle.
Pero Gordinflón ni esperaba ni tenía la menor intención de ganar. No podría haber seguido a aquel ritmo ni aunque estuviera en ello la vida de su madre. Y además, para él, ganar era perder; la venganza era el único galardón que perseguía. Su estómago gruñía lubricado con aceite de ricino, las náuseas subían y bajaban; concluyó la cuarta tarta y pidió la quinta, la Tarta Definitiva, Arándanos le sientan bien a Electra, como si dijéramos. Hundió la cabeza en la tarta, rompiendo la corteza de la misma, y se le llenó la nariz de arándanos. Se manchó toda la camisa de arándanos. El contenido de su estómago pareció adquirir de repente consistencia y peso. Masticó la corteza pastosa y la tragó. Inhaló arándanos.
El momento de la venganza llegaba, estaba al alcance de la mano. Su sobrecargado estómago se sublevó. Lo sentía como si le atenazara una mano fuerte embutida en un guante de goma resbaladizo. Abrió la garganta.
Gordinflón alzó la cabeza.
Sonrió a Bill Travis, con todos los dientes color arándano.
El vómito retumbó garganta arriba como un camión de seis toneladas pasando como un tiro por un túnel.
Salió rugiendo de su boca en un chorro azul amarillento, caliente y humeante. Cayó sobre Bill Travis, que solo tuvo tiempo de pronunciar una sílaba absurda, algo así como «¡Guuj!». Las mujeres gritaron. Calvin Spier, que había contemplado este imprevisto suceso con una expresión de sorpresa y aturdimiento, se inclinó sobre la mesa, como si fuera a hablar, a explicar a los boquiabiertos espectadores lo que estaba sucediendo, y vomitó en la cabeza de Marguerite Charbonneau, esposa del alcalde. Este gritó y retrocedió, manoteando en vano en dirección a su cabello, cubierto ahora de una pasta de fresas, alubias cocidas y salchichas a medio digerir (las dos últimas sustancias habían constituido la cena de Cal Spier). Se volvió entonces hacia su buena amiga María Lavin y depositó su propia cena en la elegante chaqueta de ante de María.
En rápida sucesión, como una repetición de los cohetes:
Bill Travis lanzó un gran y al parecer sobrecargado chorro de vómito sobre las dos primeras filas de espectadores con una expresión de desconcierto que parecía decir: Amigos, sencillamente me resulta imposible creer lo que estoy haciendo.
Chuck Day, que había recibido una generosa porción del regalo sorpresa de Bill Travis, vomitó por encima de su calzado Hush Puppies y parpadeó contemplándolos sorprendido, totalmente seguro de que aquellos zapatos no volverían a ser de ante.
John Wiggings, director de la escuela de enseñanza primaria de Gretna, separó sus amoratados labios y dijo en tono reprobatorio:
—¡Verdaderamente esto es… UUUAAAKKKJ!
Como corresponde a un hombre de su alcurnia y posición, lo depositó en su propia bandeja de tarta.
Hizzoner Charbonneau, que se encontró de pronto presidiendo lo que más habría parecido un pabellón hospitalario de enfermos del estómago que un concurso de comer tartas, abrió la boca para dar el asunto por concluido de una vez por todas e inundó el micrófono de vomitada.
—¡Que Dios nos asista! —suplicó Sylvia Dodge, y a continuación lo echó todo: almejas, ensalada de col, maíz con mantequilla y azúcar (por lo menos dos mazorcas), y una generosa porción del pastel de chocolate de Muriel Harrington, que abrió de golpe la salida de emergencia y aterrizó con un gran plaf húmedo en la espalda de la chaqueta Robert Hall del alcalde.
Gordinflón Hogan, en el pináculo de su joven existencia, desbordaba alegría ante el público. El vómito reinaba ahora por doquier. La gente se tambaleaba describiendo círculos beodos, llevándose las manos a la garganta y emitiendo débiles graznidos. Un lindo pequinés cruzó corriendo el escenario ladrando enloquecido y un hombre con tejanos y camisa de seda estilo oeste le echó encima una gran vomitada que a poco le ahoga. La señora Brockway, esposa del ministro metodista, soltó un prolongado regüeldo, seguido de un chorro de carne asada en descomposición, puré de patatas y pastel de manzana. Por cierto que el pastel de manzana parecía que no debía haber estado nada mal cuando fue ingerido. Jerry Maling, que se había acercado a ver su artilugio mecánico preferido, se retiró, decidido a poner terreno por medio entre él y aquel manicomio. Había recorrido unos quince metros cuando tropezó con un cochecito rojo de juguete y comprendió que había aterrizado en un charco de cálido bilis. Jerry arrojó en su propio regazo y explicó luego a sus padres que agradecía al cielo el haber llevado puesto el mono. Y la señorita Norman, que daba clase de latín e inglés en el instituto de Gretna, en un paroxismo de corrección, vomitó en su propio bolso.
Hogan el Gordinflón lo contemplaba todo resplandeciente y sereno, el estómago tranquilo y reposado, cálido bálsamo que jamás volvería a conocer: la absoluta y plena satisfacción.
Se levantó, tomó el pringoso micrófono con cuidado, de la mano temblona del alcalde, y dijo…
17
—«Declaro nulo el concurso.»
»Depositó luego el micro sobre la mesa, salió por detrás del tablado y se encaminó directamente a casa.
Allí estaba su madre, que no había podido encontrar una niñera que cuidara a la hermana pequeña de Gordinflón, que tenía solo dos años. Y nada más verle, todo lleno de vómito y de tarta, todavía con el babero puesto, le dice: «¿Ganaste, Davie?», pero él no le contesta maldita palabra, ¿comprendéis? Se limita a subir a su cuarto, cierra la puerta y se echa en la cama.
Tomé el último sorbo de la botella de Chris y la lancé a los arbustos.
—Vaya, está bien, estupendo. ¿Y qué ocurrió luego? —preguntó con gran interés Teddy.
—No sé.
—¿Qué quieres decir con lo de que no lo sabes? —preguntó Teddy.
—Pues que termina así. Cuando no sabes lo que pasa después, pues ese es el fin.
—¿Queeeeé? —gritó Vern. Su expresión era de disgusto y recelo, como si se sintiera timado—. ¿Qué majaderías estás diciendo? ¿Cómo podría terminar?
—Has de usar tu imaginación —dijo Chris pacientemente.
—No, de eso nada —dijo Vern furioso—. Es a él a quien le corresponde usar la suya. Él se inventó la maldita historia, ¿no?
—Claro. ¿Qué le ocurrió al tipo? —insistió Teddy—. Vamos, Gordie, cuéntanoslo.
—Creo que su padre estaba en el concurso y que cuando volvió a casa le dio una buena tunda.
—Ya, claro —dijo Chris—. Apuesto a que fue exactamente eso lo que sucedió.
—Y —añadí— los chicos siguieron llamándole Gordinflón, excepto algunos que empezaron a llamarle también Echa-las-Tripas.
—Pues vaya un final —dijo Teddy, con tristeza.
—Por eso no quería yo contároslo.
—Podrías haber hecho que disparara contra su padre y se largara y se uniera a los Rangers de Tejas —dijo Teddy—. ¿Eh? ¿Qué tal ese final?
Chris y yo intercambiamos una mirada. Chris se encogió de hombros, en un gesto prácticamente imperceptible.
—No está mal —dije.
—Oye, ¿tienes más historias de Le Dio, Gordie?
—Todavía no. A lo mejor se me ocurre alguna más —no quería disgustar a Teddy, pero en realidad no me interesaba gran cosa averiguar lo que estaba ocurriendo en Le Dio—. Lamento que no te haya gustado más esta.
—Bueno, no estuvo nada mal —dijo Teddy—. En realidad, hasta el final es buena. Todo eso de las vomitadas es realmente bueno.
—Sí, es bueno, estupendo en realidad —convino Vern—. Pero Teddy tiene razón en lo del final. Resulta como una especie de timo.
—Ya —dije, y suspiré.
—Caminemos un rato —dijo Chris levantándose. Era todavía completamente de día, aunque nuestras sombras habían empezado a alargarse; el cielo aún era de un luminoso azul plomizo. Recuerdo que de niño siempre me parecía que los días de septiembre terminaban demasiado pronto, tomándome por sorpresa; era como si algo en mi interior esperara que fuera siempre junio, que la luz del día permaneciera en el cielo casi hasta las nueve y media—. ¿Qué hora es, Gordie?
Miré el reloj y me sorprendió ver que ya pasaba de las cinco.
—Sí, vámonos ya —dijo Teddy—. Tenemos que acampar antes de que anochezca para ver, para recoger leña y todo. Y además, tengo hambre.
—A las seis y media —prometió Chris—. ¿Todos de acuerdo?
Desde luego. Nos pusimos de nuevo en marcha, caminando ahora junto a las vías. Pronto el río quedaba ya tan lejos a nuestra espalda que ni siquiera podíamos oír su sonido. Zumbaban los mosquitos a nuestro alrededor. Aplasté uno en el cuello. Vern y Teddy caminaban delante de nosotros, tratando algún tipo de complicado intercambio de libros de historietas. Chris caminaba a mi lado, con las manos en los bolsillos, la camisa golpeándole rodillas y muslos como si fuese un mandil.
—Tengo Winston —dijo—. Los birlé de la cómoda de mi viejo. Uno para cada uno. Para después de la cena.
—¿Sí? ¡Estupendo!
—Es cuando sabe mejor un cigarrillo —dijo Chris con suficiencia—. Después de haber comido.
—Desde luego.
Caminamos un rato en silencio.
—Es un buen relato —dijo Chris de repente—. Esos son un poco duros de mollera.
—No, no es eso. Es realmente un galimatías.
—Siempre dices lo mismo. No me vengas con historias que ni tú mismo te crees. ¿Vas a escribirlo? ¿El relato?
—Seguramente. Pero no hasta que pase un tiempo. No puedo escribirlos nada más haberlos contado. Tendrá que esperar.
—¿Qué dijo Vern? ¿Que el final era como un timo?
—Sí.
Chris se echó a reír.
—La vida es un timo, ¿no lo sabías? Míranos por ejemplo a nosotros ahora.
—Vamos, lo estamos pasando en grande.
—Seguro —dijo Chris—. Extraordinariamente, majadero.
Me eché a reír. También Chris.
—Salen de ti como las burbujitas de la gaseosa —dijo al cabo de un rato.
—¿El qué? —pero creía saber a qué se refería.
—Los relatos. La verdad es que me deja perplejo, chico. Es como si pudieras contar un millón de historias y no haber usado más que una mínima parte de las que tienes. Creo que algún día serás un gran escritor, Gordie.
—No, no lo creo.
—Claro que sí. Lo serás. Hasta puede que escribas sobre nosotros si alguna vez andas escaso de material.
—Tendría que estar más bien escasísimo —le di un codazo.
Continuamos de nuevo en silencio y al cabo de un rato me preguntó de pronto:
—¿Estás preparado para volver a clase?
Me encogí de hombros. ¿Lo estaba alguien alguna vez? Te apetecía un poco lo de volver y ver a los amigos; sentías cierta curiosidad por los nuevos profesores y cómo serían: tiernas y lindas cositas recién salidas de la escuela de profesores, por las que podrías interesarte, o vejestorios que llevaban allí desde El Álamo. De un modo extraño, uno podía hasta interesarse por las largas clases monótonas, porque cuando las vacaciones de verano tocaban a su fin, a veces sentías aburrimiento suficiente para creer incluso que podrías aprender algo. Pero el aburrimiento veraniego no tenía nada que ver con el aburrimiento escolar, que aparecía siempre al final de la segunda semana; y al principio ya de la tercera semana llegabas a la verdadera cuestión: ¿Podrías acertarle a Fiske el Maloliente en el cogote mientras el profesor escribía en el encerado las principales exportaciones de Sudamérica? ¿Cuántos sonidos conseguirías arrancar de la superficie barnizada del pupitre si tuvieras las manos realmente sudadas? ¿Quién podría soltar los pedos más fuertes en los vestuarios cuando nos cambiábamos para gimnasia? ¿A cuántas chicas conseguirías convencer para jugar al escondite a la hora del almuerzo? Enseñanza superior, pequeño.
—Enseñanza media —dijo Chris—. ¿Y sabes una cosa, Gordie? El próximo junio todos tendremos que irnos.
—¿Pero de qué estás hablando? ¿Por qué tendría que ocurrir eso?
—Porque no será igual que la primaria, sencillamente por eso. Tú harás el bachillerato superior, y Teddy, Vern y yo, todos, haremos formación profesional, y nos dedicaremos a jugar a los chinos con los demás retardados y a hacer ceniceros y jaulitas. Hasta puede que Vern tenga que ir a clases especiales para retrasados. Tú conocerás a muchos chicos nuevos. Chicos inteligentes. Las cosas son así, Gordie. Es así como las han organizado.
—Conoceré a un montón de memos, si es eso a lo que te refieres —le dije.
Me agarró el brazo.
—No, amigo, no digas eso. No lo pienses siquiera. Ellos entenderán tus relatos, no como Vern y Teddy.
—Al cuerno los relatos. Yo no voy a andar con un montón de memos. De eso nada.
—No seas tan imbécil.
—¿Es de imbécil querer estar con tus amigos?
Me miró pensativo, como si estuviera considerando si decirme algo o no. Caminábamos más despacio; Vern y Teddy nos habían adelantado casi un kilómetro. El sol estaba ya bajo y sus rayos nos llegaban en haces quebrados y polvorientos entre los árboles, dando un tono dorado, pero de un dorado deslucido y como de oro falso, ¿comprendes lo que quiero decir? Las vías se perdían a lo lejos en la penumbra, que justo estaba empezando a cubrir las cosas: parecía que pestañearan. Puntitos de luz destellaban aquí y allá en ellas como si un rico chiflado disfrazado de obrero se hubiera dedicado a incrustar un diamante en el acero cada sesenta metros o así. Todavía hacía calor. El sudor seguía recorriendo y puliendo nuestros cuerpos.
—Es de imbécil si tus amigos pueden hundirte —dijo al fin Chris—. Te conozco a ti y a tus padres. Les importas un carajo, ya lo sé. Solo les importaba tu hermano mayor. Igual que mi padre cuando Frank «tuvo que veranear» en Portsmouth. Fue entonces cuando empezó a meterse todo el día con los otros hijos y a pegarnos continuamente. Tu padre no te pega, pero tal vez sea peor. Le importas un bledo. Seguro que si le dices que quieres hacer formación profesional, pasa la hoja del periódico y te contesta: «Bueno, está bien, Gordon, pregúntale a tu madre qué hay de cena». Y no me digas que no es así, porque le conozco.
No intenté contradecirle. Es realmente espantoso descubrir que otra persona, aunque sea un amigo, conoce exactamente tu situación.
—No eres más que un niño, Gordie…
—¡Caramba! Gracias, papi.
—¡Ojalá fuera yo tu padre, maldita sea! —dijo irritado—. ¡No andarías por ahí hablando de hacer esos malditos cursos de formación profesional si lo fuera! Puede que Dios te diera algo, Gordie, todos esos relatos que puedes inventarte, y te dijera: esto es lo que hemos conseguido para ti, chico. Procura no perderlo. Pero los niños lo pierden todo, a no ser que alguien vele por ellos; y si tus viejos están demasiado destrozados para hacerlo, tal vez tenga que hacerlo yo.
Puso una cara como si esperara que le diera un golpe. Una expresión fija y desdichada, a aquella luz verde oro del atardecer. Acababa de violar la norma esencial de los chicos de aquellos tiempos. Podías decir lo que fuera de otro chico, podías criticarle y meterte con él, pero jamás criticarías a su padre ni a su madre, ni te meterías para nada con ellos. Aquello era algo sabido y aceptado, lo mismo que lo era el no invitar a tus amigos católicos a cenar a casa un viernes sin haberte asegurado previamente de que no había carne de cena. Si algún chico se metía con tu padre o con tu madre, no te quedaba más remedio que zurrarle la badana.
—Esas historias que cuentas, Gordie, solo son válidas para ti mismo. Si siguieras con nosotros solo porque no quieres que la pandilla se deshaga, acabarías como todos los demás, como carne de cañón, sacando aprobadillos para seguir en los equipos, y todo eso. Si lo hicieras, Gordon, si hicieras los mismos malditos cursos de formación profesional, acabarías como todos los demás… Castigos, suspensos, y al poco tiempo lo único que te importará será cómo conseguir un coche para poder llevar a alguna tía a los bailes o a la Twin Bridges Tavern. Y luego la dejarás embarazada y te pasarás el resto de la vida en la fábrica o en algún taller de zapatería de Auburn o hasta puede que en Hillcrest desplumando pollos. Y nadie escribirá jamás ese relato de las tartas; nadie escribirá nada. Y todo porque no eres más que un presuntuoso de mierda con la cabeza llena de idioteces.
Cuando me dijo todo esto, Chris Chambers tenía doce años. Pero mientras me lo estaba diciendo, su rostro se fue contrayendo y transformándose en el de un adulto, en el de alguien mucho mayor, en el de alguien sin edad. Hablaba en un tono monótono y maquinal, a pesar de lo cual sus palabras me llenaron de espanto. Era como si él ya hubiera vivido todo aquello, aquella vida en la que te dicen que te acerques y que hagas girar la Rueda de la Fortuna y gira perfectamente y el tipo pisa un pedal y sale doble cero, gana la casa, todo el mundo pierde. Te dejan pasar gratis y luego te echan la soga al cuello, muy divertido, eh.
Me agarró el brazo y apretó con fuerza. Sus dedos se hundieron en mi carne. Se le marcaban los nudillos. De pronto vi sus ojos cenicientos y mortecinos… tan muertos, amigo, en realidad, que podrían acabar de salir de su propio ataúd.
—Sé lo que piensa la gente de mi familia en este pueblo: Sé lo que piensan y lo que esperan de mí. Nadie me preguntó siquiera aquella vez si había agarrado el dinero de la leche. Se limitaron a darme tres días de «vacaciones».
—¿Lo hiciste? —le pregunté.
Nunca se lo había preguntado, y si me hubieras dicho que alguna vez lo haría, te habría dicho que estabas loco. Las palabras salieron de mi boca sin pensarlo.
—Claro —dijo—. Claro que lo tomé —se quedó un momento en silencio, mirando a Teddy y a Vern—. Tú sabías que lo tomé, Teddy lo sabía, todo el mundo lo sabía. Hasta creo que Vern lo sabía.
Iba a negarlo, pero decidí no hacerlo. Tenía razón. No importaba lo que yo les hubiera dicho a mis padres de que a una persona se la consideraba inocente hasta que se demostrara su culpabilidad, tenía razón; yo le había creído culpable.
—Luego, tal vez me arrepintiera e intentara devolverlo —dijo Chris.
Le miré fijamente, con los ojos muy abiertos.
—¿Intentaste devolverlo? —pregunté.
—Dije tal vez. Solo tal vez. Y tal vez hablara con la vieja señora Simons y se lo entregara, y tal vez el dinero estuviera allí, pero me dieron de todas formas los tres días de «vacaciones», porque el dinero no apareció. Y puede que a la semana siguiente la vieja señora Simons se presentara en el colegio con una flamante falda.
Miré a Chris, demasiado asombrado para poder pronunciar una sola palabra. Me sonrió, pero era una sonrisa torva, terrible, que no incluía sus ojos.
—Solo tal vez —dijo, pero yo recordé la falda nueva: una falda de algodón en tonos pardos muy bonita, muy amplia. Recordé haber pensado que la señora Simons parecía más joven, casi bonita, con ella.
—Chris, ¿cuánto dinero era?
—Casi veinte pavos.
—¡Chris! —dije, en un susurro.
—Así que digamos que robé el dinero de la leche y que luego la vieja señora Simons me lo robó a mí. Imagínate que salgo con esa historia. Yo, Chris Chambers. Hermano de Frank Chambers y de Ojo Chambers. ¿Crees que alguien me habría creído?
—Ni hablar —dije, en un susurro—. ¡Santo cielo!
Volvió a ofrecerme su sonrisa helada y atroz.
—¿Y crees que aquella zorra se habría atrevido a hacer algo parecido si se hubiera tratado de alguno de esos niñitos de The View? ¿Si hubiera sido uno de ellos quien hubiera tomado el dinero?
—No —dije.
—Claro que no. Si hubiera sido uno de ellos, la Simons habría dicho: «Muy bien, muy bien, lo olvidaremos por esta vez, pero tendrás un buen castigo, y si se te ocurre volver a hacerlo, el castigo será doble». Pero tratándose de mí… en fin, tal vez llevara mucho tiempo deseando comprarse aquella falda. En cualquier caso, vio la ocasión y la aprovechó. Fui un imbécil por intentar devolverlo. Pero cómo iba a ocurrírseme siquiera… cómo… que una profesora, oh, qué más da ya, de todas formas. ¿Por qué diablos estoy ahora contándotelo?
Se pasó el brazo, con irritación, por los ojos y me di cuenta de que estaba a punto de echarse a llorar.
—Chris —le dije—. ¿Por qué no haces los cursos del instituto y vas luego a la universidad? Puedes hacerlo perfectamente, eres inteligente.
—Oh, todo eso lo deciden ellos en su despacho. Y en sus reuniones. Los profesores, ya sabes, se sientan todos juntitos formando un círculo y todos ellos dicen: «Ya, ya, claro, claro». Lo único que les importa algo es cómo te portaste en la primaria y lo que piensan en el pueblo de tu familia. En realidad, de lo que se trata y lo que ellos están determinando es si contaminarás o no a esos preciosos niñitos que se preparan para la universidad. Pero puede que lo intente por mi cuenta. No sé si podré conseguirlo, pero puedo intentarlo. Porque quiero largarme de Castle Rock e ir a la universidad y no volver a ver a mi viejo ni a mis hermanos nunca. Quiero irme a algún sitio donde nadie me conozca y no tenga cosas en mi contra antes siquiera de empezar. Pero, claro, no sé si podré conseguirlo.
—¿Por qué no?
—La gente, Gordie. La gente te hunde.
—¿Quién? —pregunté, pensando que debía referirse a los profesores, o a monstruos adultos como la señora Simons, que había deseado tener una falda nueva, o tal vez a su propio hermano, que andaba con Ace y Billy y Charlie y los demás, o tal vez a sus propios padres.
—Tus amigos te hunden, Gordie. ¿Es que no lo sabes? —me dijo. Y señaló a Vern y a Teddy, que se habían parado a esperarnos; se estaban riendo por algo. En realidad, Vern parecía a punto de reventar de risa—. Tus amigos, Gordie. Son como náufragos ahogándose que se agarran a tus piernas. No puedes salvarles. Solo puedes hundirte con ellos.
—¡Venga ya, tardones! —gritó Vern, todavía riéndose.
—¡Venga, vamos! —gritó Chris, y, antes de que yo pudiera decir nada, echó a correr. Hice otro tanto, pero él alcanzó a los otros antes de que yo le alcanzara a él.
18
Seguimos caminando casi otros dos kilómetros y entonces decidimos acampar para pasar la noche. Había todavía suficiente luz, pero en realidad ninguno quería usarla. Estábamos agotados por todo lo ocurrido, la escena del basurero, el susto del puente; pero sin duda había algo más. Estábamos ya en Harlow, en el bosque. En algún lugar, ya no muy lejos, había un chico muerto, seguramente destrozado y cubierto de moscas. Y de gusanos, también, para entonces. Nadie deseaba acercarse a él demasiado, pues la noche estaba avanzando. Yo había leído en algún sitio (creo que en un relato de Algernon Blackwood) que el espíritu de una persona permanece cerca de su cadáver hasta que el cuerpo recibe cristiana sepultura, y no deseaba en absoluto despertarme por la noche y encontrarme frente al incandescente y desencarnado espíritu de Ray Brower, gimiendo y disparatando y flotando entre los negros y susurrantes pinos. Calculamos que acampando allí, nos separarían de él lo menos unos quince kilómetros; sin duda alguna, los cuatro sabíamos perfectamente que no existían cosas tales como espíritus y fantasmas, aunque, de cualquier forma, quince kilómetros seguían pareciéndonos una distancia razonable entre nosotros y aquello en lo que no creíamos.
Vern, Chris y Teddy recogieron leña y consiguieron hacer un modesto fuego de campamento sobre un lecho de cenizas. Chris limpió completamente de yerbas el terreno todo alrededor del fuego, pues el bosque estaba tan absolutamente seco por la sequía que era mejor tomar todas las precauciones. Mientras ellos hacían todo esto, yo afilé unos palos e hice lo que mi hermano Denny solía llamar «palillos de pioneros», que consistían en trozos de carne picada colocados en los extremos de ramitas verdes. Los tres se reían y discutían sobre su conocimiento de la vida en los bosques (que era prácticamente nulo; en Castle Rock había un grupo de boy scouts, pero casi todos los chicos de nuestra pandilla la consideraban una organización de cobardicas), discutiendo si era mejor cocinar sobre las llamas o sobre las brasas (punto discutible; estábamos demasiado hambrientos para esperar que se formaran brasas), si el musgo seco podría servir como leña, qué podrían hacer si se les acababan las cerillas sin haber conseguido avivar la hoguera. Teddy decía que él podía hacer fuego frotando dos palitos. Chris argüía que de alguna forma se las ingeniarían. Pero no hubo necesidad de ello. Vern consiguió que a la segunda cerilla el musgo seco prendiera y también la pequeña pila de leña. El día era perfectamente calmo; el aire estaba absolutamente quieto. Alimentamos por turnos la débil hoguera hasta que empezó a animarse y empezaron a arder unos troncos que habían traído de una trampa que estaba a unos treinta metros bosque adentro.
Cuando las llamas empezaron a ceder un poquito, clavé los palos en que había colocado los «palillos de pionero» asegurándolos bien en el suelo formando ángulo con la hoguera. Nos sentamos alrededor contemplándolos mientras rielaban y goteaban y, por último, empezaban a dorarse. Nuestros estómagos iniciaron el canturreo previo a la ingestión.
Sin podernos esperar a que se hicieran bien, agarramos cada uno nuestra ración correspondiente, la metimos en los bollos y le arrancamos el palillo del centro. La carne estaba achicharrada por fuera, cruda por dentro y absolutamente deliciosa. La devoramos en cuestión de segundos; nos limpiamos la boca con la mano. Entonces, Chris abrió su mochila y sacó una cajita de vendas (la pistola estaba al fondo de la mochila, y como no le había dicho nada a Vern ni a Teddy, yo creía que era nuestro secreto). Abrió la cajita y nos dio un Winston abollado a cada uno. Los encendimos con ramitas del fuego y luego nos echamos hacia atrás, dueños del mundo, contemplando el humo del cigarrillo perdiéndose en el crepúsculo. Ninguno nos tragábamos el humo, pues de hacerlo toseríamos y eso supondría uno o dos días de aguantar las bromas de los otros. Y era bastante agradable simplemente chupar y soplar, escupiendo en la hoguera para oír el chisporroteo (aquel verano aprendí a descubrir a una persona que no sabe fumar: si no eres un experto, escupes muchísimo). Nos sentíamos muy bien. Fumamos los Winstons hasta el filtro, que echamos luego a la hoguera.
—No hay como un cigarrillo después de comer —dijo Teddy.
—Y que lo digas —convino Vern.
Los grillos habían empezado a canturrear en la verde penumbra. Alcé la vista hacia el trozo de cielo visible a través del corte de las vías; el azul se estaba tornando púrpura. La última luz del crepúsculo me produjo tristeza y serenidad a un tiempo, valiente aunque no realmente valiente, agradablemente melancólico.
Preparamos un lugar en la maleza junto al terraplén y colocamos allí nuestros sacos de dormir. Luego nos dedicamos durante más o menos una hora a alimentar el fuego y a charlar: el tipo de conversación que no volverás a recordar en cuanto pases de los quince y descubras a las chicas. Hablamos de cuál era el mejor bote de pesca de arrastre de Castle Rock, de si Boston quedaría eliminado aquel año y de que el verano se acababa. Teddy contó que una vez había estado en White Beach, en Brunswick, y un chico se había golpeado mientras nadaba bajo el agua y casi se había ahogado. Repasamos durante bastante tiempo los méritos de los profesores que habíamos tenido. Todos estábamos de acuerdo en que el señor Brooks era el individuo más débil de todo el colegio: parecía a punto de echarse a llorar solo porque le contestaras con descaro. Y allí teníamos también a la señorita Cote (que se pronunciaba Cody) que era sin duda alguna la zorra más despreciable que Dios hubiera colocado sobre la faz de la tierra. Vern contó que le habían dicho que hacía unos dos años le había dado una paliza tal a un niño que casi le deja ciego. Miré a Chris, preguntándome si hablaría de la señorita Simons, pero no dijo nada en absoluto y ni me vio que le estaba mirando; él estaba mirando a Vern, asintiendo tranquilamente a lo que Vern decía.
Mientras la noche se echaba encima, no hablamos de Ray Brower, pero yo pensaba en él. Hay algo terrible y fascinante en la forma en que cae la noche en el bosque, donde su llegada no queda mitigada por las luces de las casas ni de los coches ni de las calles. Llega sin que las voces maternas llamando a sus hijos la anuncien. Si estás acostumbrado al pueblo, la llegada de la noche en el bosque parece más un desastre natural que un fenómeno natural; crece igual que el río Castle se hincha en primavera.
Y mientras pensaba en el cuerpo de Ray Brower en aquella luz (o en aquella falta de luz) no sentía temor alguno de que se nos apareciera de repente, un espíritu farfullante cuyo propósito era devolvernos al lugar de donde habíamos venido para que no perturbáramos su paz, sino una súbita e insólita oleada de compasión por el hecho de que estuviera solo e indefenso en la oscuridad que se estaba adueñando ahora de nuestro lado de la tierra. Estaba absolutamente desvalido, sin su madre que le protegiera, sin su padre, ni Jesucristo con toda su corte celestial. Estaba muerto y estaba absolutamente solo, tirado allá en la zanja; comprendí que si no dejaba de pensar en ello, acabaría echándome a llorar.
Así que conté un cuento de Le Dio, inventado sobre la marcha y no muy bueno; y cuando le puse fin, como a la mayoría de historias de Le Dio, con un soldado estadounidense soltando una agonizante declaración de patriotismo y amor por la chica que le esperaba allá en casa, en la cara triste y sabedora del sargento de la compañía, no era la cara blanca y asustada de ningún soldado raso de Castle Rock ni de White River Junction la que veía mentalmente, sino la cara de un muchacho mucho más joven, muerto ya, con los ojos cerrados, los rasgos contraídos, un arroyuelo de sangre corriéndole hacia la barbilla desde la comisura izquierda de los labios. Y tras él, en lugar de las destrozadas tiendas e iglesias de mi Le Dio, solo el bosque oscuro y la vía férrea alzándose contra el cielo estrellado como un túmulo funerario prehistórico.
19
Desperté en plena noche totalmente desorientado, preguntándome cómo haría tanto fresco en mi dormitorio y quién habría dejado abiertas las ventanas. Tal vez Denny. Había estado soñando con Denny, que estábamos en el parque estatal de Harrison. Pero aquello había sido cuatro años antes.
No estaba en mi dormitorio; estaba en algún otro lugar. Alguien me sujetaba con fuerza en un abrazo osuno, alguien más se apoyaba en mi espalda y una tercera persona estaba agazapada a mi lado, con la cabeza inclinada, como escuchando.
—¿Qué diablos pasa? —pregunté, realmente asombrado.
Un largo gruñido como respuesta. Parecía Vern.
Eso me hizo comprender, me devolvió a la realidad, recordé dónde estaba… pero ¿qué estaban haciendo todos despiertos en plena noche? ¿O habría estado dormido solo unos segundos? No, era imposible, porque una fina franja de luna flotaba en el centro justo de un cielo negrísimo.
—¡No dejes que me agarre! —gimoteaba Vern—. Juro que seré bueno, me portaré siempre bien, levantaré la tapa de abajo antes de hacer pis, yo… yo…
Con cierto asombro, comprendí que estaba oyendo una plegaria… o al menos el equivalente a una plegaria para Vern Tessio.
Me incorporé deprisa, asustado.
—¿Chris?
—Cállate, Vern —dijo Chris. Era el que estaba agazapado y como escuchando—. No es nada.
—Oh, sí que lo es —dijo Teddy lúgubremente—. Es algo.
—¿Qué es? —pregunté.
Seguía soñoliento y desorientado, completamente descentrado de tiempo y lugar. Me asustaba el haber llegado demasiado tarde a lo que hubiera sucedido… quizá demasiado tarde para defenderme como era debido.
Entonces, como en respuesta a mi pregunta, un grito sordo y prolongado resonó lánguidamente en el bosque: era idéntico al grito que daría una mujer muerta de miedo y dolor.
—¡Oh, Dios mío bendito! —lloriqueó Vern lastimeramente.
Y volvió a atenazarme con aquel abrazo osuno que me había despertado, casi impidiéndome respirar y acrecentando mi propio terror. Conseguí con gran esfuerzo que me soltara y gateó y se colocó pegado a mi espalda como un cachorrillo incapaz de pensar en ningún otro sitio adonde ir.
—Es ese chico Brower —dijo Teddy con voz ronca—. Su espíritu está libre por el bosque.
—¡Santo cielo! —gritó Vern, como si tal idea no le sorprendiera lo más mínimo—. ¡Prometo que no volveré a coger libros sucios de la tienda de Shalie! ¡Prometo que no le daré mis zanahorias al perro nunca! Yo… Yo… Yo… —forcejeaba, esperando sobornar a Dios con lo que fuera e incapaz de pensar en algo realmente bueno, en el paroxismo de su terror—. ¡No volveré a fumar cigarrillos sin filtro! ¡No diré palabrotas! ¡No echaré el chicle en la bandeja de limosnas! ¡No volveré a…!
—Cállate, Vern —dijo Chris, y bajo su habitual rudeza autoritaria pude advertir, oír, el sonido retumbante del espanto. Me pregunté si tendría la carne de gallina y los pelos de punta como yo, si su miedo seria tan intenso como el mío.
Bajó la voz hasta que solo fue un susurro y en tal tono siguió exponiendo las reformas que se proponía establecer si Dios le permitía seguir con vida después de aquella noche.
—Es un pájaro, ¿no? —pregunté a Chris.
—No. Al menos a mí no me lo parece. Creo que es un lince. Mi padre dice que gritan de un modo espantoso cuando se disponen a aparearse. Parece una mujer, ¿verdad?
—Oh, sí —dije.
Se me quebró la voz y dos cubos de hielo cayeron en el vacío que hubo entre ambas palabras.
—Pero ninguna mujer gritaría tan fuerte… —dijo Chris—. ¿Lo haría, Gordie? —añadió débilmente.
—¡Es el fantasma de ese chico! —volvió a susurrar Teddy; los cristales de sus gafas reflejaban la luz de la luna en débiles manchas un tanto nebulosas—. Voy a buscarlo.
No creo que hablara en serio, pero no podíamos esperar a averiguarlo. Cuando hizo ademán de levantarse, Chris y yo le agarramos y le obligamos a echarse de nuevo. Puede que lo hiciéramos con demasiada rudeza, pero, debido al miedo, teníamos los músculos como cables.
—¡Dejadme levantar, imbéciles de mierda! —gritó Teddy, debatiéndose—. Si digo que voy a buscarle, es que voy a buscarle. ¡Quiero verle! ¡Quiero ver al fantasma! ¡Quiero ver si…!
El salvaje grito sollozante volvió a rasgar la noche, cortando el aire como un cuchillo de hoja de cristal, dejándonos otra vez petrificados, con las manos sobre Teddy (si Teddy hubiera sido una bandera habríamos parecido el cuadro de los infantes de Marina de Iwo Jima). El grito escaló con asombrosa facilidad octava tras octava, alcanzando alturas increíbles, permaneció un instante en un punto máximo y volvió luego a bajar hasta desaparecer en un registro insólitamente bajo semejante al zumbido de una abeja monstruosa: siguió a esto la explosión de lo que pareció una risotada demencial… y luego, otra vez el silencio.
—¡Que Dios se apiade de nosotros! —susurró Teddy, y no volvió a mencionar lo de adentrarse en el bosque para averiguar qué era lo que emitía aquel grito lastimero.
Los cuatro nos apretujamos los unos contra los otros; yo pensé en escapar, en echar a correr. Y dudo mucho que fuera yo el único… Si hubiéramos acampado de veras detrás de la casa de Vern (donde nuestros padres creían que estábamos) seguro que habríamos escapado. Pero Castle Rock estaba demasiado lejos de donde nos encontrábamos realmente y solo pensar en cruzar aquel puente de las vías de noche me ponía la carne de gallina. Y correr adentrándonos más en Harlow y aproximándonos más al cadáver de Ray Brower era igualmente inconcebible. Estábamos atrapados. Si en verdad había algo allá en el bosque que quería agarrarnos, con toda seguridad lo haría…
Chris propuso que mantuviéramos la vigilancia durante toda la noche y a los demás nos pareció bien. Lo echamos a suertes y a Vern le tocó hacer el primer turno. A mí, el último. Así que Vern se sentó con las piernas cruzadas junto a los restos de la hoguera, mientras los otros tres volvíamos a echarnos. Nos apretujamos los tres juntitos como ovejas.
Yo estaba convencido de que me sería imposible dormir, pero lo conseguí; un sueño ligero, inquieto, que recorría el inconsciente como un submarino con el periscopio alzado. Mis sueños de duermevela estuvieron poblados de gritos salvajes que tal vez fueran reales o únicamente producto de mi imaginación. Vi (creí ver) algo blanco e informe moviéndose entre los árboles como una sábana grotescamente ambulante.
Y al final me deslicé en algo que sabía que era un sueño. Chris y yo estábamos nadando en White Beach, un cascajal de Brunswick que habían convertido en un lago en miniatura cuando las excavadoras llegaron al agua. Era el lugar en que viera Chris a aquel chico que se golpeó la cabeza y estuvo a punto de ahogarse.
En mi sueño estábamos nadando tranquilamente bajo el ardiente sol de julio cayendo sobre nosotros. De lejos, de la balsa nos llegaban los gritos y risotadas de los chicos que subían y se tiraban o subían y los empujaban. Oía los cilindros vacíos de petróleo que mantenían la balsa a flote retumbando y entrechocando: un sonido no muy distinto al de campanadas de las iglesias, que son tan solemnes y tienen un tono tan profundo. En la playa de arena y grava, los cuerpos aceitados reposaban boca abajo sobre frazadas; niñitos con cubos se agachaban a la orilla del agua o se sentaban dichosos echándose porquería en el pelo con palas de plástico y los adolescentes se apiñaban en grupitos gesticulando y mirando a las chicas que paseaban incansables arriba y abajo en parejas o en tríos, jamás solas, con las zonas secretas de sus cuerpos cubiertas con inexpugnables trajes de baño. La gente corría a saltitos sobre los talones para llegar al bar. Y volvían con patatas fritas, pinchitos y bocadillos.
La señorita Cote pasó por nuestro lado en una balsa hinchable de goma. Estaba echada boca arriba, vestía su típico uniforme escolar de septiembre a junio: un traje gris dos piezas con un grueso jersey en vez de blusa bajo la chaqueta, una flor prendida sobre un pecho prácticamente inexistente y gruesos calcetines. Los zapatos negros de tacón alto rastrillaban el agua tras de sí formando pequeñas uves. Se había teñido el pelo en un tono azulado, como mi madre, y lo llevaba recogido en esos rizos tupidos de olor medicinal que parecen muelles de reloj. Las gafas le brillaban brutalmente al sol.
—A ver dónde ponéis los pies, chicos —dijo—. Mucho cuidado u os pegaré hasta dejaros ciegos. Puedo hacerlo; la junta directiva me ha concedido esa facultad. Vamos, señor Chambers, «El arreglo del muro», por favor. De memoria.
—Intenté devolver el dinero —decía Chris entonces—. ¡La vieja dama Simons dijo que de acuerdo, pero se lo quedó! ¿Me oye? ¡Se lo quedó! ¿Qué va a hacer usted ahora? ¿Le pegará hasta que se quede ciega?
—«El arreglo del muro», señor Chambers, por favor. De memoria.
Chris me dirigía una mirada de desvalimiento, como diciéndome: ¿No te lo dije? ¿No te dije lo que pasaría?, y luego empezó a nadar y a recitar. «Algo hay que no quiere al muro / Que hace hincharse bajo él el suelo helado…» Luego se hundió, llenándose de agua la boca.
Sacó de pronto la cabeza del agua, gritando:
—¡Ayúdame, Gordie! ¡Ayúdame!
Y desapareció de nuevo bajo el agua. Mirando en el agua clara vi dos cadáveres hinchados, desnudos, unidos a sus tobillos. Uno era Vern y el otro Teddy, y tenían los ojos abiertos tan vacíos y sin pupilas como los ojos de las estatuas griegas. Sus penes pequeños y prepúberes flotaban fláccidamente hacia arriba como tiritas de algas blancas. La cabeza de Chris volvió a asomar en el agua. Alzó hacia mí una mano y emitió un grito lastimero y femenino que fue llenando ululante la atmósfera estival soleada y ardiente. Miré enloquecido hacia la playa, pero nadie había oído. El salvavidas (cuyo cuerpo bronceado y atlético se recostaba de modo muy atractivo en la silla de lo alto de su torre de madera cruciforme enjalbegada) se limitó a seguir sonriéndole a una chica que llevaba un traje de baño rojo. El grito de Chris se convirtió en un gorgoteo ahogado por el agua al hundirse de nuevo arrastrado por los cadáveres. Y mientras le hundían hasta lo más profundo, pude ver sus ojos agitados y distorsionados volverse suplicantes hacia mí. Pude verle alzar las blancas manos como estrellas marinas desvalidamente hacia la superficie del agua bañada por el sol. Pero en lugar de lanzarme al agua para intentar salvarle, nadé con frenesí hacia la orilla, o al menos hacia una zona donde el agua no me cubriera. Antes de que pudiera llegar (ni aproximarme siquiera), sentí que una mano blanda, implacable y descompuesta se cerraba en torno a mi pantorrilla y empezaba a tirar de mí hacia abajo. Un grito se alzó en mi pecho, pero antes de que saliera de mi boca, el sueño se desvaneció en un veteado facsímil de realidad. Era Teddy, que tenía una mano puesta en mi pierna. Estaba zarandeándome para despertarme.
Me tocaba hacer la guardia.
Aún medio dormido, casi hablando en sueños, le pregunté con voz apagada:
—¿Estás vivo, Teddy?
—Qué va. Estoy muerto y tú eres un negro miserable —dijo de mal humor.
Sus palabras me despejaron del todo. Me senté junto a la hoguera y Teddy se echó.
20
Durmieron los tres profundamente el resto de la noche. Yo lo pasé entrando y saliendo del sueño, dormitando, despertando, dormitando de nuevo… La noche no era silenciosa en absoluto. Oí el chillido-graznido triunfante de una lechuza, el débil grito de un animal pequeño, tal vez a punto de perecer devorado, el de algo un poco más grande moviéndose torpemente entre la maleza. Y bajo todo esto, el persistente y monótono canto de los grillos. No hubo más gritos. Yo dormitaba y despertaba, despertaba y dormitaba; supongo que, si me hubieran encontrado en tan negligente vigilancia en Le Dio, sin duda me habrían formado un consejo de guerra y me habrían fusilado.
Al despertar de uno de estos períodos de semisueño, noté de pronto, más despierto ahora, que algo había cambiado. Tardé unos segundos en descubrirlo: aunque la luna estaba baja, podía verme las manos reposando sobre las perneras de mis pantalones. Mi reloj marcaba las cinco menos cuarto. Estaba amaneciendo.
Me puse en pie, sintiendo el crujir de mi columna vertebral, me alejé un poco de los cuerpos amontonados de mis amigos y meé sobre un montón de hojas de zumaque. Empezaba a liberarme del nerviosismo nocturno. Podía sentirlo. Y era una sensación agradable.
Trepé hasta las vías y me senté en uno de los raíles, jugueteando con la grava entre los pies, sin prisa ninguna por despertar a los otros. En aquel preciso instante, el nuevo día resultaba algo demasiado bueno para compartirlo.
La mañana llegaba con presteza. El canto de los grillos empezaba a decaer, y las sombras de árboles y arbustos desaparecían como charcos tras un chaparrón. El aire poseía esa peculiar insipidez que presagia el último día caluroso de una destacada sucesión de días calurosos. Los pájaros, que habían permanecido acurrucados en silencio toda la noche, igual que nosotros, empezaron a gorjear, dándose tono. Un abadejo se posó encima de la trampa de la presa de la que habíamos cogido leña para la hoguera, se atildó, y salió volando.
No sé cuánto tiempo permanecí sentado en la vía, contemplando el púrpura desaparecer del cielo tan en silencio como lo hiciera por la tarde. De todos modos, el suficiente para que mi trasero empezara a resentirse. Iba a incorporarme, cuando miré hacia la derecha y, a no más de diez metros de distancia, vi una cervatilla en el firme de las vías.
El corazón me dio un vuelco con tal fuerza que creí que iba a salírseme por la boca. Sentí una gran excitación en estómago y genitales. No me moví. No podría haberlo hecho aunque hubiera querido. Los ojos de la cervatilla no eran pardos, sino de un negro intenso como el terciopelo que usan en las joyerías para exponer las joyas. Sus orejitas eran ante arañado. Me miraba con serenidad, con la cabeza levemente inclinada en lo que tomé por curiosidad, al ver a un chico con el pelo enmarañado, con pantalones con vueltas y camisa caqui con los codos remendados y el cuello subido al estilo de la época. Lo que yo estaba viendo era una especie de regalo, algo que se me ofrecía con una despreocupación realmente pasmosa.
Nos quedamos largo rato mirándonos… creo. Luego, la cierva se volvió y se alejó hasta el otro lado de las vías, moviendo despreocupadamente su rabo corto y blanco. Encontró yerba y se puso a pacer. No podía creerlo. Se había puesto a pacer. No se volvió a mirarme; ni necesitaba hacerlo; yo estaba petrificado.
El raíl empezó entonces a retumbar debajo de mi trasero a los pocos segundos, la cervatilla alzó la cabeza en dirección a Castle Rock, olisqueando el aire con su negra naricilla partida, y luego dio tres gráciles saltos y desapareció, perdiéndose en el bosque sin más sonido que el de una rama muerta que se quebró con un sonido seco y apagado.
Seguí sentado mirando como hipnotizado el lugar donde había estado la cierva, hasta que el verdadero ruido del carguero quebró la quietud y el silencio. Me deslicé entonces hasta donde los otros dormían.
El estruendoso y lento paso del tren les despertó; bostezaban y se rascaban. Bromeamos un poco, con ciertos nervios aún, sobre «el caso del fantasma llorón», según le llamó Chris, aunque no creas que demasiado. A la luz del día resultaba más divertido que interesante… casi un poco vergonzoso. Mejor olvidarlo.
Tenía en la punta de la lengua lo de la cervatilla, pero al fin decidí no contárselo. Es algo que me guardé solo para mí. Nunca lo he contado, ni siquiera escrito, hasta este momento, hasta hoy. Y he de deciros que una vez escrito desmerece, parece algo casi insignificante. Para mí fue lo mejor de todo el viaje, la parte más limpia; y es algo a lo que vuelvo sin poder evitarlo cuando tengo algún problema: mi primer día entre la maleza en Vietnam y el tipo que salió al claro en que estábamos, con la mano cubriéndose la nariz y cuando retiró la mano no tenía nariz debajo porque se la habían arrancado de un tiro; y cuando el médico nos dijo que nuestro hijo menor podría ser hidrocefálico (aunque, gracias a Dios, resultó ser solo un poco cabezón); y las largas semanas de locura que precedieron a la muerte de mi madre. Me sorprendía de pronto volviendo a aquella mañana, viendo de nuevo sus suaves orejas y el blanco destello de su rabo. Pero qué importan ochocientos millones de chinos rojos, ¿verdad? Las cosas más importantes son las más difíciles de explicar, porque, de alguna forma, las palabras las minimizan, las degradan. Es muy difícil conseguir que los extraños se interesen por las cosas agradables e importantes de nuestra vida.
21
Las vías corrían hacia el suroeste y se internaban en un laberinto de retoños de abeto y tupido monte bajo. Desayunamos a base de moras tardías, pero las moras nunca te hartan; simplemente, te calman un poco el hambre una media hora o así, y luego el estómago empieza a rugir de nuevo. Volvimos a las vías (serían aproximadamente las ocho, entonces) e hicimos un breve descanso. Teníamos los labios manchados de moras y los torsos llenos de arañazos. Vern clamaba a voz en grito por un par de huevos fritos con beicon.
Aquel fue el último día de calor, y creo que fue el peor de todos. La calina se fue desvaneciendo; y hacia las nueve, el cielo era color acero claro, exactamente de ese tono que solo mirarlo te hace sentir más calor.
El sudor nos caía en regueros por el pecho y la espalda, dejando huellas sobre tizne y suciedad. Mosquitos y moscas revoloteaban en torno nuestro en nubes exasperantes. El saber que aún teníamos por delante largos kilómetros no nos hacía sentirnos mejor. Pero la fascinación que sentíamos por todo el asunto nos hacia caminar más deprisa que si tuviéramos que hacer algo, con aquella temperatura. Estábamos completamente locos por ver el cadáver de aquel chico: no puedo expresarlo de forma más lisa y llana. Tanto si era inofensivo como si resultaba poseer poder para asesinar el sueño con cien pesadillas monstruosas, queríamos verlo. Creo que habíamos llegado a creer que merecíamos verlo.
Eran aproximadamente las nueve y media cuando Teddy y Chris descubrieron agua. Nos llevaban bastante delantera. Nos gritaron para decírnoslo. Echamos a correr hasta donde estaban. Chris se reía muy contento.
—¡Mirad, lo hicieron los castores! —indicó.
Era obra de los castores, desde luego. Bajo el terraplén del ferrocarril corría una alcantarilla bastante ancha un poco más allá y los castores habían sellado su extremo derecho con uno de sus pulcros e industriosos diques: palos y ramitas unidos con hojas, ramitas y barro seco. Los castores son cabroncetes hacendosos, desde luego. Tras el dique había un límpido estanque resplandeciente, y los árboles que lo bordeaban tenían mordisqueada toda la corteza hasta casi una altura de un metro en algunos lugares.
—El ferrocarril eliminará este lugar de inmediato —dijo Chris.
—¿Por qué? —preguntó Vern.
—Aquí no puede haber un estanque —dijo Chris—. Podría socavar su preciosa vía férrea. En primer lugar, por eso es por lo que colocaron ahí la alcantarilla. Se cargarán a unos cuantos castores, aterrorizarán a los demás y luego vaciarán de golpe su dique. Y entonces esto volverá a ser una ciénaga, que seguramente es lo que era antes.
—Creo que tienes razón —dijo Teddy.
Chris se encogió de hombros.
—¿A quién le importan los castores? Desde luego al Great Southern & Western Maine, no; eso seguro.
—¿Crees que será bastante profundo para nadar? —preguntó Vern, contemplando ávidamente el agua.
—Hay una forma de averiguarlo —dijo Teddy.
—¿Quién va primero? —pregunté.
—¡Yo! —dijo Chris. Alcanzó la orilla, dejó caer las zapatillas sacudiendo los pies y se soltó de un tirón la camisa que llevaba atada a la cintura. Dejó caer pantalones y calzoncillos con un solo empujón de los pulgares. Se apoyó primero en una pierna y luego en la otra para sacarse los calcetines. Y luego se lanzó al agua en una profunda zambullida. Emergió, sacudiendo la cabeza para retirarse de los ojos el pelo mojado—. ¡Está buenísima! —gritó.
—¿Es muy profundo? —le gritó Teddy a su vez. Nunca había aprendido a nadar.
Chris hizo pie en el agua y esta le cubría hasta los hombros. Advertí algo en uno de ellos: algo gris negruzco. Decidí que sería barro y lo olvidé. Si me hubiera fijado con más detenimiento, me habría ahorrado muchas pesadillas posteriores.
—Venga, venid, gallinas.
Se volvió y surcó el agua nadando con torpeza a brazadas de pecho, se volteó y volvió. Todos nos habíamos desnudado ya. Vern se lanzó el segundo. Yo a continuación…
La zambullida era increíble: el agua estaba limpia y fresca. Nadé hasta donde estaba Chris, disfrutando de la suavísima sensación de no tener nada más que el agua sobre la piel. Me puse de pie en el agua y todos nos sonreímos.
—¡Fantástico! —lo dijimos casi al unísono.
—¡Mamón! —me dijo, echándome agua en la cara y alejándose a nado.
Jugamos en el agua casi durante media hora antes de darnos cuenta de que la charca estaba llena de sanguijuelas. Nos zambullíamos, nadábamos bajo el agua, nos hundíamos unos a otros. En ningún momento vimos las sanguijuelas. Luego, Vern entró en la parte más profunda, se tiró de cabeza e hizo el pino. Cuando, formando una trémula y triunfante uve, alzó en el aire las piernas, vi que estaban completamente cubiertas de burujos gris negruzcos iguales al que viera antes en el hombro de Chris. Eran sanguijuelas… de las grandes.
Chris se quedó con la boca abierta y yo sentí helárseme la sangre en las venas. Teddy dio un alarido y palideció. A continuación, los tres braceábamos hacia la orilla todo lo deprisa que podíamos. Hoy día sé más sobre las sanguijuelas de agua dulce de lo que sabía entonces, pero el hecho de que sean prácticamente inofensivas no ha servido de mucho contra el terror casi patológico que me producen desde aquel día. Su extraña saliva contiene un anestésico anticoagulante, de forma que su anfitrión no siente nada cuando se le pegan. Si no las ves, siguen alimentándose hasta que sus repulsivos cuerpos hinchados se desprenden por sí mismos o hasta que explotan.
Una vez en la orilla, Teddy bajó la vista, se vio, y le dio un ataque de histeria. Gritaba mientras se iba arrancando las sanguijuelas de la piel.
Vern salió a la superficie y nos miró asombrado.
—¿Qué diablos pasa con…?
—¡Sanguijuelas! —gritó Teddy, arrancándose dos de los muslos temblones y lanzándolas lo más lejos posible—. Malditas cabronas —se le quebró la voz en un chillido en la última palabra.
—¡DiosmíoDiosmíoDiosmíoDiosmío! —gritaba Vern. Chapoteó cruzando la charca y salió del agua tambaleante.
Aún estaba helado. Había cesado el calor del día. Yo no hacía más que decirme que tenía que controlarme. Que no podía ponerme a gritar. Que no podía ser un cobarde. Me quité una media docena de los brazos y algunas más del pecho.
Chris se colocó de espaldas a mí y me dijo:
—¿Gordie? ¿Tengo alguna más por detrás? ¡Quítamelas si me queda alguna, por favor, Gordie!
Tenía más en la espalda, sí. Unas cuatro o cinco, que semejaban una especie de grotescos botones negros. Desprendí de la espalda de Chris sus blandos y suaves cuerpos.
Me quité aún más de las piernas y luego Chris me quitó a mí las que tenía en la espalda.
Estaba empezando a tranquilizarme un poco en el preciso instante en que bajé la vista y vi al abuelito de todas ellas pegado a mis testículos, su cuerpo cuatro veces el tamaño normal. Su piel gris negruzca había adquirido un tono rojo púrpura. Y entonces empecé a perder el control. No exteriormente, a gran escala, sino interiormente, que es lo grave.
Rocé su cuerpo terso y pegajoso con el dorso de la mano. Siguió fijo. Intenté repetirlo y no pude obligarme a tocarlo. Me volví hacia Chris, intenté explicárselo, no pude. Le hice un gesto, señalando para que viera. Sus mejillas, ya intensamente pálidas, palidecieron aún más.
—No puedo quitármela —dije, con labios entumecidos—. Po… podrías… tú…
Pero retrocedió moviendo la cabeza; le temblaban los labios.
—No puedo, Gordie —dijo, sin poder apartar la vista del bicho—. Lo siento de verdad, pero no puedo. No. Oh. No.
Se volvió, se dobló apretándose el vientre con una mano como el mayordomo de una comedia musical, y vomitó sobre unas matas de enebro.
Contrólate, me decía yo, mirando la sanguijuela pegada a mí como una absurda barba. Su cuerpo seguía hinchándose a ojos vistas. Tienes que armarte de valor y quitártela. Ánimo. Sé valiente. Es la última. La última.
Volví a intentarlo; la arranqué y, al hacerlo, se me reventó entre los dedos. Mi propia sangre me recorrió la palma de la mano y la muñeca en un cálido flujo. Empecé a llorar.
Seguí llorando mientras caminaba hacia donde había dejado la ropa y me vestía. Quería dejar de llorar, pero sencillamente parecía incapaz de cerrar el grifo. Llegaron luego los escalofríos y temblores, empeorando aún más todo.
Vern llegó a mi lado corriendo, todavía desnudo.
—¿Me queda alguna, Gordie? ¿Me queda alguna? ¿Me queda alguna?
Se retorcía delante de mí como un bailarín enloquecido en un tablado de feria.
—¿Se han ido? ¿Eh? ¿Eh? ¿Se han ido, Gordie?
Mantenía los ojos fijos más allá de mí, tan abiertos y blancos como los del caballo de cartón de un tiovivo.
Asentí y seguí llorando. Parecía que el llorar fuera a ser mi nueva profesión. Me puse la camisa y me abotoné hasta el último botón del cuello. Me puse calcetines y zapatos. Poco a poco, las lágrimas empezaron a amainar. Al fin solo me quedaban sollozos y estremecimientos y también estos cesaron.
Se me acercó Chris, secándose la boca con un puñado de hojas de olmo. Su mirada era amplia, muda y apologética.
Cuando todos acabamos de vestirnos, permanecimos mirándonos un momento y luego empezamos a subir hacia las vías. Me volví una vez más a contemplar la sanguijuela reventada que yacía sobre las matas en que habíamos estado danzando y gritando y quitándonoslas. Parecía desinflada, pero aún siniestra.
Catorce años después, vendí mi primera novela e hice mi primer viaje a Nueva York. «Será una fiesta de tres días —me dijo por teléfono mi nuevo editor—. Se fusilará sumariamente a todo el que diga bobadas». Pero fueron sin duda tres días de bobadas continuas.
Quise hacer, mientras estuve allí, todas las cosas propias del forastero: ver el programa escénico del Radio City Music Hall, subir al edificio del Empire State (a la mierda el World Trade Center; el edificio que King Kong escaló en mil novecientos treinta y tres siempre será para mí el más alto del mundo); visitar de noche Times Square. Keith, mi editor, parecía contentísimo enseñándome su ciudad. El último recorrido turístico que hicimos fue un paseo en el ferry de State Island. Y mientras estaba apoyado en la barandilla, bajé por casualidad la vista y vi cantidad de condones usados flotando en el apacible oleaje. Por un instante, el recuerdo fue casi absoluto: o tal vez fuera un caso real de viaje en el tiempo. De cualquier forma, por un segundo, estuve realmente en el pasado, haciendo un alto a la mitad de aquel terraplén y volviéndome a mirar la sanguijuela reventada: muerta, desinflada… pero aún siniestra.
Algo debió advertir Keith en mi expresión, porque dijo: «No es muy agradable, ¿verdad?».
Me limité a mover la cabeza; deseaba decirle que no hacía falta llegar hasta allí y tomar el ferry para ver condones usados; deseaba decirle: el único motivo por el que alguien escribe cuentos es poder entender el pasado y prepararse para cierta mortalidad futura. Por eso, en los cuentos se emplea normalmente el tiempo pasado, Keith, mi buen amigo, hasta en aquellos de los que se venden millones de ejemplares en ediciones de bolsillo. Las únicas formas artísticas útiles son la religión y los cuentos.
Como ya habréis imaginado, aquella noche yo estaba borrachísimo.
Lo que en realidad le dije fue: «Oh, estaba pensando en otra cosa».
Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de expresar…
22
Seguimos avanzando por las vías (no sé realmente hasta dónde llegamos) y yo empecé a pensar: Bueno, muy bien, creo que podré controlarlo; de todas formas, ya ha pasado, qué tontería, no eran más que sanguijuelas; y seguía pensando esto cuando, de repente, se me nubló la vista y me desmayé.
Debí caer con fuerza, pero aterrizar en las traviesas fue como zambullirme en un cálido lecho de plumas. Alguien me dio la vuelta. Sentía débil el roce de sus manos. Sus rostros eran globos desencarnados que me miraban desde kilómetros de distancia. Me miraban con la misma expresión con que mira el árbitro al luchador que ha recibido un golpe insignificante y aprovecha para tomarse un descanso de diez segundos sobre la lona. Sus palabras me llegaban en suaves fluctuaciones, en oleadas que se acercaban y se alejaban.
—… a él?
—… estar completamente…
—… si crees que el sol…
—Gordie, estás…
Luego, debí decir algo completamente absurdo, porque empezaron a mostrarse realmente preocupados.
—Será mejor que volvamos con él, amigo —dijo Teddy, y perdí de nuevo el conocimiento por completo.
Al recobrarlo de nuevo, me sentía perfectamente. Chris estaba acuclillado a mi lado diciendo:
—¿Puedes oírme, Gordie? ¿Me oyes, amigo?
—Sí —le dije, y me incorporé. Un enjambre de puntitos negros estalló delante de mis ojos y desapareció luego. Esperé por si volvían; como no lo hicieron, me levanté.
—Maldita sea, Gordie, me has dado un susto de muerte —dijo Chris—. ¿Quieres un poco de agua?
—Sí.
Me pasó su cantimplora, mediada de agua. Di tres sorbos y sentí el agua cálida bajarme por la garganta.
—¿Por qué te desmayaste, Gordie? —preguntó Vern con avidez.
—Cometí el terrible error de mirarte a la cara —dije.
—¡Iiiii-iiiii-iiiii! —cloqueó Teddy—. ¡Condenado Gordie! ¡Qué tonto eres!
—¿De verdad te encuentras bien? —insistió Vern.
—Claro. Seguro. Pasé… un mal momento, pensando en las sanguijuelas.
Los tres asintieron con seriedad.
Descansamos un poco a la sombra y luego reanudamos la marcha, de nuevo Vern y yo a un lado de las vías y Chris y Teddy al otro. Creíamos que estábamos acercándonos.
23
No estábamos tan cerca como imaginábamos; si hubiéramos tenido la idea de dedicar dos minutos a consultar un mapa de carreteras, habríamos averiguado por qué. Sabíamos que el cadáver de Ray Brower tenía que encontrarse cerca del camino de Harlow, que muere en la ribera del río Royal. Las vías del tren cruzan el río Royal en otro puente de caballetes. Y nosotros nos hicimos el siguiente cálculo: en cuanto nos acercáramos al Royal, estaríamos aproximándonos al camino de Harlow en el que Billy y Charlie habían aparcado cuando vieron el cadáver. Y como el Royal estaba solo a unos quince kilómetros del Castle, calculamos que teníamos que estar ya cerca.
Pero esos quince kilómetros eran en línea recta y el curso de las vías entre el Castle y el Royal no es precisamente recto, sino que, por el contrario, hacen una curva muy pronunciada para eludir una zona montañosa de terreno poco firme, conocida como Los Riscos. De cualquier forma, si hubiéramos consultado un mapa habríamos visto con toda claridad esa curva y habríamos comprendido que teníamos que recorrer unos veinticinco kilómetros en vez de quince.
Chris empezó a sospechar la verdad cuando el mediodía llegó y pasó, y no divisábamos el Royal por parte alguna. Paramos entonces y él subió a un pino alto a echar una ojeada. Cuando bajó nos dio un informe bastante simple: no llegaríamos hasta el Royal por lo menos hasta las cuatro de la tarde, y eso solo en el caso de que nos diéramos bastante prisa.
—¡Vaya una mierda! —gritó Tedd—. ¿Y qué vamos a hacer ahora?
Nos miramos; estábamos todos cansados y sudorosos. Y hambrientos y desanimados. La gran aventura se había convertido en un gran esfuerzo… desagradable y terrorífico a veces. Y a aquellas alturas ya nos habrían echado de menos en casa, además, y si Milo Pressman no había mandado a la policía tras nosotros, seguro que lo había hecho el maquinista del tren que nos habría visto cruzando el puentecillo. Habíamos estado planeando regresar a Castle Rock en autoestop, pero a las cuatro solo faltaban unas tres horas para que se hiciera de noche, y nadie recoge a cuatro chicos en un camino vecinal cuando ya ha oscurecido.
Intenté evocar la imagen de mi corza paciendo en la verde yerba matinal, pero hasta aquello resultaba poco agradable, artificial, no mucho mejor que un trofeo disecado sobre la chimenea de un pabellón de caza, con los ojos pintados para darles aquel vivaz brillo falso.
—Llegaremos antes si seguimos las vías. Venga, vamos —dijo al fin Chris.
Se volvió y empezó a caminar siguiendo las vías, con la cabeza baja, los zapatos polvorientos y su sombra un pequeño charquito bajo él. Al cabo de un minuto o así, los tres le seguimos en fila india.
24
En los años transcurridos entre entonces y el momento en que escribo esto, he pensado muy poco, al menos de un modo consciente, en aquellos dos días de septiembre. Las asociaciones que producen los recuerdos son tan desagradables como cadáveres de ahogados en el río sacados a la superficie a cañonazos al cabo de una semana. En consecuencia, nunca he analizado realmente nuestra decisión de seguir las vías. En otras palabras, he considerado a veces qué decidimos hacer pero nunca cómo tomamos la decisión.
Pero ahora es mucho más simple. Estoy seguro de que si hubiera surgido la idea de hacer autoestop la habríamos desechado: seguir las vías habría parecido más razonable, más inteligente. Pero si la idea hubiera surgido y no la hubiéramos desechado enérgicamente, ninguna de las cosas que ocurrieron después hubiera ocurrido. Hasta puede que Chris y Teddy y Vern estuvieran hoy vivos. No, no murieron en el bosque ni en las vías. En esta historia solo mueren algunas sanguijuelas y Ray Brower, y en realidad él ya estaba muerto antes incluso de que empezara. Pero es cierto que de los cuatro que lanzamos la moneda al aire para ver a quién le tocaba bajar hasta el Florida Market a buscar provisiones, solo aquel al que le tocó bajar sigue hoy vivo: el Viejo Marinero de treinta y cuatro años, como en el poema de Coleridge, que está aquí contigo, Amable Lector, en el papel de Invitado de Boda (¿no debieras en este punto recurrir a la foto de la solapa para comprobar si mi mirada te atrapa en su hechizo?). Si adviertes cierta presunción por mi parte, estás en lo cierto, aunque tal vez tenga motivos. A una edad en la que a los cuatro se nos consideraría demasiado jóvenes e inexpertos para ser presidentes, tres de los cuatro han muerto; y si los sucesos insignificantes se agigantan con el tiempo, si tal vez hubiéramos hecho lo elemental y sencillamente, hubiéramos hecho autoestop hasta Harlow, hoy estarían vivos.
Podríamos haber recorrido en coche todo el trayecto de la carretera 7 hasta la iglesia de Shiloh, que está en la intersección de la autopista y el camino de Harlow (al menos lo estaba hasta mil novecientos sesenta y siete, en que la destruyó un incendio, debido, al parecer, a una colilla que algún vagabundo tiró). Con suerte razonable, podríamos haber llegado a donde estaba el cadáver al atardecer del día anterior.
Pero la idea no habría perdurado. No habría sido desechada con argumentos firmemente apoyados y profunda retórica social, sino con ceños y gruñidos y pedos y cortes de manga. La parte verbal de la discusión se habría desarrollado con aportaciones tan agudas y brillantes como «Mierda», «Porras, no» y el viejo argumento eficaz de «¿Vive alguno de los hijos de tu madre?».
Estaba por debajo, inexpresada (tal vez por ser demasiado elemental) la idea de que aquello era algo grande. No se trataba de andar tirando petardos o atisbando por los agujeros de la madera de la parte de atrás del excusado de chicas del parque estatal de Harrison. Aquello era algo equiparable a hacerlo con una chica por vez primera o a ingresar en el Ejército o a comprar la primera botella de licor: entrar estruendosamente en la tienda, ya me entiendes, elegir una botella de buen escocés, mostrar al dependiente tu tarjeta de reclutamiento y tu permiso de conducir y salir luego con una sonrisa y la bolsa de papel en la mano, miembro de un club con pocos derechos y privilegios más que nuestra vieja casa del árbol de tejado de hojalata.
Todos los acontecimientos fundamentales tienen un importante ritual, los ritos de iniciación, el pasillo mágico en el que se produce el cambio. Comprar condones. Plantarte delante del sacerdote. Alzar la mano y prestar juramento. O, si lo prefieres, bajar por las vías férreas para encontrar a medio camino a un amigo de tu misma edad, igual que yo subía por la calle Pine al encuentro de Chris si él iba a venir a mi casa o como bajaba Teddy por la calle Gates para salirme al encuentro cuando yo iba a ir a la suya. Parecía correcto hacerlo de esta forma porque el rito de iniciación es un pasillo mágico y así siempre proporcionamos un pasadizo: que es el que recorres cuando te casas, por el que te bajan cuando te entierran. Nuestro pasillo eran aquellos raíles y caminábamos entre ellos, avanzando con dificultad hacia nuestra meta, fuera lo que fuese. No puedes ir en autoestop a una cosa así. Y quizá también nos pareciera que era lógico también que nos resultase más difícil de lo que esperábamos. Todos los sucesos que rodearon nuestra excursión la habían convertido al fin en lo que nosotros creímos todo el tiempo que era: algo de suma importancia.
Lo que nosotros ignorábamos cuando bordeábamos Los Riscos era que Billy Tessio, Charlie Hogan, Jack Mudgett, Norman Bracowicz el Peludo, Vince Desjardins, el hermano mayor de Chris, Ojo, y el propio Ace Merrill estaban de camino para echar una ojeada al cuerpo del chico (Ray Brower se había hecho famoso, de una forma extraña, y nuestro secreto se había convertido casi en un secreto a voces). En el momento en que nosotros iniciábamos la última etapa de nuestro viaje, ellos se apretujaban en el cuarteado y destrozado Ford del cincuenta y dos de Ace y en el Studebaker rosa de Vince.
Billy y Charlie habían conseguido guardar su gran secreto durante aproximadamente unas treinta y seis horas. Luego, Charlie se lo reveló a Ace mientras jugaban al billar; y Billy se lo había contado a Jack Mudgett mientras pescaban en el puente de Boom Road. Tanto Ace como Jack habían jurado solemnemente guardar el secreto poniendo a sus madres por testigos; y así, al mediodía, toda la pandilla estaba ya en el secreto. Supongo que deduciréis la consideración que a semejantes imbéciles les merecían sus madres.
Se congregaron todos en la sala de billares y Bracowicz el Peludo expuso la teoría (que ya has oído, Amable Lector) de que podrían convertirse en héroes (por no decir en personajes de radio y televisión) «descubriendo» el cuerpo del chico Brower. Todo lo que tendrían que hacer, sostenía Bracowicz, era disponer de dos coches con los maleteros llenos de pertrechos de pesca. En cuanto encontraran el cuerpo, su historia sería un éxito completo. «Nosotros simplemente nos disponíamos a recoger algunos sollos en el río Royal, oficial, je-je-je, y mire lo que encontramos.»
Estaban ya devorando los kilómetros que separaban Castle Rock de la zona de Harlow en el preciso instante en que nosotros al fin empezábamos a aproximarnos al lugar.
25
Hacia las dos empezó a nublarse el día; en un principio, ninguno de los cuatro le dimos importancia. No llovía desde principios de julio, ¿por qué iba a llover ahora? Pero hacia el sur las nubes eran cada vez más espesas y empezaron a formar grandes cúmulos color púrpura, como cardenales, que empezaron a avanzar lentamente hacia nosotros. Los contemplé con detenimiento, intentando divisar bajo ellos esa especie de membrana que indica que ya ha empezado a llover a treinta kilómetros, o a ochenta. Pero no había aún rastro de lluvia. Solo se estaban formando las nubes.
Vern tenía una ampolla en el talón y tuvimos que pararnos y descansar mientras rellenaba el talón de su zapatilla con musgo que arrancó de la corteza de un viejo roble.
—¿Crees que lloverá, Gordie? —preguntó Teddy.
—Me parece que sí.
—¡Vaya mierda! —dijo, y suspiró—. ¡Un final asqueroso de un día asqueroso!
Me eché a reír y él me hizo un guiño.
Nos pusimos de nuevo en marcha, un poco más despacio ahora en consideración al pie herido de Vern. De las dos a las tres, empezó a cambiar la luz del día; ya no había duda: iba a llover. Seguía haciendo el mismo calor, incluso más pegajoso, pero estábamos seguros de que iba a llover. También lo estaban los pájaros. Aparecieron como surgidos de la nada y empezaron a cruzar el cielo farfullando y gritándose en tonos chillones. Y la luz: la firme luminosidad punzante pareció dar paso a una claridad como filtrada, perlada casi. Y también nuestras sombras, que habían empezado a crecer de nuevo, se volvieron borrosas e indefinidas. El sol había empezado a navegar entre nubes cada vez más densas, apareciendo y desapareciendo, y el cielo había adquirido hacia el sur un matiz cobrizo. Veíamos acercarse cada vez más la masa de cúmulos, fascinados por sus dimensiones y por su muda amenaza. De vez en cuando, parecía como si en su interior se encendiera una inmensa bombilla de magnesio, tornando su tono púrpura momentáneamente en una luz grisácea. Vi una horqueta mellada de luz salir de la parte inferior de las nubes más próximas. Tenía brillo suficiente para imprimir un tatuaje azul en mis retinas. Le siguió el prolongado y trepidante retumbar del trueno.
Nos lamentamos un poco de que fuera a pillarnos la lluvia, pero solo porque era lo que se esperaba que hiciéramos: por supuesto, todos esperábamos con interés que lloviera. Estaría fría, sería refrescante… y sin sanguijuelas.
Eran poco más de las tres y media cuando vimos, por un claro entre los árboles, una corriente de agua.
—¡Ahí está! —gritó alborozado Chris—. ¡Ese río es el Royal!
Apretamos el paso, con fuerzas renovadas. La tormenta estaba más cerca ya. Se levantó un poco de aire y, en cosa de segundos, la temperatura pareció descender unos diez grados. Bajé la vista y vi que mi sombra había desaparecido por completo.
Caminábamos ahora de dos en dos, vigilando cada pareja una orilla del terraplén del ferrocarril. Sentía la boca seca, palpitante de tensión enfermiza. El sol navegaba tras otra masa de nubes y ya no volvió a salir. Por un momento, vi los bordes del cúmulo bordados de oro, como la nube de una ilustración del Antiguo Testamento, y luego el vientre rojo oscuro y rastreante de la masa de cúmulos borró todo rastro del sol: el día estaba completamente encapotado: las nubes cubrían voraces los restos de azul. Podíamos oler el río tan nítidamente como si fuéramos caballos… o tal vez fuera también el olor de la lluvia que se cernía en el aire. Rendía sobre nosotros un océano, contenido en una finísima bolsa que podría romperse y desatar el diluvio en cualquier instante.
Procuraba mirar a la maleza, pero mis ojos volvían continuamente a aquel cielo turbulento y cargado; podía leerse en sus tonos oscuros toda la fatalidad que se quisiera: agua, fuego, viento, granizo. La fresca brisa que se había levantado arreció, silbando entre los abetos. Cayó un rayo impresionante, que pareció caer justo sobre nosotros y que me hizo gritar y taparme los ojos con las manos. Dios acababa de retratarme: un niñito con la camisa atada a la cintura, todo el pecho desnudo sucio y las mejillas llenas de polvo. Oí la desgarrante caída de algún árbol grande a no más de sesenta metros. El fragor del trueno que siguió me hizo encogerme. Deseé estar en casa leyendo un buen libro, en un lugar seguro… por ejemplo, en la bodega de las patatas.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Vern, en tono medroso y fuerte—. ¡Oh, Dios mío bendito, mirad eso!
Miré en la dirección que indicaba Vern y vi una bola de fuego rodando por el raíl de la izquierda de las vías, avanzando a gran velocidad y silbando exactamente como un gato escaldado. Nos pasó a toda pastilla cuando nos volvíamos para mirarla, absolutamente pasmados, conscientes por primera vez de que tales cosas podían existir realmente. A unos diez metros de nosotros, hizo un súbito ¡plaf! y desapareció sin más, dejando tras de sí un intenso olor a ozono.
—¿Qué diablos estaré yo haciendo aquí, Dios mío? —murmuró Teddy.
—¡Increíble! —exclamó Chris, encantado, con la cara alzada—. ¡Esto va a ser algo absolutamente increíble!
Pero yo estaba con Teddy. Mirar el cielo me producía una desalentadora sensación de vértigo. Era como mirar por un despeñadero misterioso e insondable. Cayó otro rayo que nos hizo agacharnos. Esta vez el olor a ozono era más fuerte, más apremiante, más sofocante. El trueno llegó sin pausa perceptible.
Aún resonaba en mis oídos el trueno, cuando Vern empezó a chillar triunfal:
—¡AHÍ! ¡ESTÁ AHÍ! ¡AHÍ MISMO! ¡LE ESTOY VIENDO!
Podría ver a Vern ahora mismo, si quisiera. Solo tendría que recostarme un momento y cerrar los ojos. Se alza en el raíl de la izquierda, como un explorador en la proa de su barco, protegiéndose con una mano los ojos del rayo plateado que acaba de caer y apuntando y señalando con la otra mano.
Nos acercamos corriendo a él y miramos en la dirección que indicaba. Yo pensaba para mí: La imaginación de Vern se ha desbocado con él, eso es todo. Las sanguijuelas, el calor, ahora esta tormenta… Los ojos le están jugando malas pasadas… eso es todo. Pero no se trataba en absoluto de eso, aunque, por una fracción de segundo, lo deseé. Y en aquella precisa fracción de segundo supe que jamás había deseado ver un cadáver, ni siquiera el de una marmota atropellada.
En el lugar en que nos encontrábamos, las lluvias de primavera habían arrastrado parte del terraplén, dejando una bajada de guijarros insegura, en perpendicular. Las cuadrillas ferroviarias de mantenimiento no habían llegado hasta allí en sus carretones amarillos a diesel, o bien había ocurrido tan recientemente que no se había informado todavía. El derrumbe terminaba en un cenagoso laberinto de maleza. Entre la maleza y las zarzas asomaba una única mano blanca y pálida.
¿Nos quedamos sin respiración? Yo sí, desde luego.
La brisa era ya viento: áspero e irregular; no llegaba de ninguna dirección concreta; saltaba y remolineaba y arremetía contra nuestra piel sudorosa y nuestros poros abiertos. Yo apenas me daba cuenta. Creo que una parte de mi mente esperaba oír gritar a Teddy: ¡Paracaidistas… abajo! y pensé que si le oía decirlo realmente, sencillamente me volvería loco. Habría sido mucho mejor ver todo el cuerpo de una vez; pero, en su lugar, allí estaba únicamente aquella mano fláccida, abierta, espantosamente blanca, con los dedos lánguidamente separados, como la mano de un ahogado. Aquella mano nos contó la verdad de todo. Explicaba todos los cementerios del mundo. Siempre que me entero de alguna atrocidad, vuelve a mi mente la imagen de aquella mano. En algún lugar, unido a aquella mano, estaba el resto de Ray Brower.
El relámpago flameó y cayó. Los truenos seguían a los relámpagos como si sobre nuestras cabezas se hubiera iniciado una carrera automovilística.
Chris emitió un sonido que no llegaba siquiera a ser una imprecación, que era solo una larga sílaba monótona sin sentido alguno; un suspiro que, por casualidad, había pasado por sus cuerdas vocales.
Vern se lamía los labios de forma bastante compulsiva, como si hubiera probado algún manjar desconocido, algo tan raro que le repugnara y deleitara al mismo tiempo.
Teddy se limitaba a mirar. El viento agitaba su pelo graso y revuelto, retirándoselo primero de las orejas, cubriéndoselas después. Su rostro era absolutamente inexpresivo. Podría deciros que vi allí algo… quizá lo viera en percepción retrospectiva… pero no entonces.
Las hormigas negras recorrían la mano en todas direcciones.
Empezó a alzarse en el bosque un ruido cuchicheante, intenso, a ambos lados de las vías, como si la floresta acabara de advertir nuestra presencia y estuviera comentándolo. Y había empezado ya a llover.
En la cabeza y los brazos empezaron a caerme gotas del tamaño de monedas de diez centavos. Caían sobre el terraplén, y la tierra se oscurecía un instante, y volvía a su color de antes en cuanto absorbía la humedad.
Cayeron aquellas gruesas gotas quizá durante unos cinco segundos y luego cesaron. Miré a Chris, que a su vez me miraba, pestañeando.
Luego, la tormenta arreció de golpe, como si alguien hubiera tirado de la cadena en el cielo. El sonido cuchicheante de la lluvia se convirtió en el de una discusión violenta. Era como si nos censuraran por nuestro descubrimiento, lo cual resultaba aterrador. Nadie te habla de la falacia patética hasta que llegas a la universidad… e incluso entonces advertí que solo los muy sabihondos creían de verdad que era una falacia.
Chris saltó abajo; tenia ya el pelo empapado y pegado a la cabeza. Le seguí. Vern y Teddy se apresuraron también en seguirnos, pero Chris y yo llegamos los primeros junto al cuerpo de Ray Brower. Estaba boca abajo. Chris me miró a los ojos, con expresión rígida e inflexible… la cara de un adulto. Moví levemente la cabeza, como si me hubiera hablado en voz alta.
Creo que se encontraba en aquel lugar y relativamente intacto, en vez de estar en la vía y completamente destrozado, porque, cuando el tren le dio, intentaba apartarse, salirse de la vía, y le lanzó dando vueltas. Había aterrizado con la cabeza apuntando en dirección a las vías, con los brazos estirados como un buceador a punto de lanzarse al agua. Había aterrizado en aquel hueco cenagoso de terreno que estaba convirtiéndose en un pequeño pantano. Tenía el pelo rojo oscuro. La humedad ambiental le había rizado levemente las puntas. Tenía sangre en la cabeza, pero no mucha. Eran peor las hormigas. Llevaba una camisa verde oscuro y pantalones vaqueros. Estaba descalzo; a poca distancia del cadáver, entre unos zarzales, vi un par de astrosas zapatillas. Permanecí un momento confuso. ¿Por qué estaba él aquí y allá su calzado? Luego comprendí; y tal comprensión fue como un golpe bajo. Mi esposa, mis hijos, mis amigos, todos creen que el tener una imaginación como la mía ha de ser muy agradable; aparte de darme tanta pasta, me permite pasarme una película mental cuando me aburro… Tienen razón en parte; pero de vez en cuando se vuelve y te ataca con esos largos dientes, esos dientes afilados como los de un caníbal. Y ves cosas que preferirías no ver, cosas que te mantienen en vela hasta el alba. En aquel instante del que hablo vi una de esas cosas; y la vi con absoluta certeza, con claridad absoluta: al darle, el tren le había lanzado fuera de sus zapatillas, exactamente igual que había arrancado la vida de su cuerpo.
Para mí, aquello fue la culminación de todo. El chico estaba muerto. El chico no estaba enfermo; el chico no estaba dormido. El chico ya no se levantaría nunca por la mañana, ni se pondría malo por comer demasiadas manzanas verdes ni le saldría sarpullido del zumaque venenoso ni gastaría del todo la goma del extremo de su lápiz durante un examen difícil de matemáticas. El chico estaba muerto; muerto del todo. Ya nunca saldría en primavera con el saco de yute al hombro a recoger con sus amigos los cascos de botella que la nieve al derretirse dejaba al descubierto. Ya no despertaría a las dos de la madrugada el primero de noviembre este año para vomitar un gran trozo de dulce barato de la fiesta de Todos los Santos. No le tiraría de las trenzas a ninguna niña en el salón de actos del colegio. No le rompería a nadie la nariz, ni a él se la romperían ya nunca. El chico ya no podía, no, no haría, nunca ya, no podría, no tendría que, no. Era la parte de la batería en que la terminal dice HEC. La ranura en que has de meter una moneda. La papelera junto a la mesa del profesor, que huele siempre a virutas de madera del sacapuntas y a mondas de naranja del almuerzo. La casa encantada de las afueras del pueblo con los cristales de las ventanas rotos, los letreros de PROHIBIDO EL PASO derrumbados en los campos, el desván lleno de murciélagos, el sótano lleno de ratas. El chico estaba muerto, señor, señora, señorito, señorita. Podría seguir el día entero y no aproximarme siquiera a aclarar la distancia exacta entre sus pies descalzos sobre la tierra y sus zapatillas sucias colgando en los matorrales. Eran setenta y tantos centímetros, eran un número infinito de años luz. El chico estaba desconectado de sus zapatillas ya sin esperanza alguna de reencuentro. Estaba muerto.
Le pusimos boca arriba, de cara a la lluvia, al relámpago y al firme estruendo de la tormenta.
Tenía cara y cuello completamente llenos de hormigas y de bichos, que entraban y salían rápidos por el cuello de su camisa de manga corta. Tenía los ojos abiertos, pero horriblemente desincronizados: tan alzado uno que apenas podíamos ver un diminuto arco de su iris, mientras que el otro miraba recto al frente, a la tormenta. Sobre la boca y en la barbilla tenía sangre seca (de la nariz, supuse) y tenía un lado de la cara desgarrado y amoratado. Aun así, pensé, su aspecto no era desagradable. Yo me había golpeado una vez contra una puerta que abrió mi hermano Dennis de golpe y los moretones resultantes fueron mucho peores que los de aquel chico, más la nariz rota; y todavía me tomé dos raciones de todo para cenar después.
Teddy y Vern estaban de pie detrás nuestro y si a aquel único ojo que miraba fijo al frente le hubiera quedado la más mínima visión, supongo que a Ray Brower le habríamos parecido portaféretros de una película de terror.
Le salió de la boca un escarabajo que le recorrió la mejilla sin vello, pasó a una ortiga y desapareció.
—¿Has visto? —preguntó Teddy, en un tono extraño, alto y desmayado—. ¡Apuesto a que está lleno de bichos! Seguro que tiene la cab…
—Cállate, Teddy —dijo Chris, y Teddy se calló, como aliviado.
El relámpago surcó el cielo, encendiendo el único ojo del chico. Daba casi la impresión de que estuviera contento de que le hubieran encontrado, y de que le hubieran encontrado precisamente chicos de su misma edad. Tenía el torso hinchado y había en torno suyo un vago olor viciado, como un olor a pedos rancios.
Me di la vuelta, seguro de que iba a vomitar, pero tenía el estómago vacío, tranquilo, en calma. Me metí los dedos en la garganta para provocarme el vómito, pues lo necesitaba; era como si pudiera devolverlo todo y liberarme. Mi estómago respondió solo con un leve movimiento; y quedó de nuevo en calma.
El ruido firme del aguacero y el retumbar de la tormenta habían apagado por completo el sonido de los coches aproximándose por el camino de Harlow, que queda a pocos metros de la zona pantanosa en que nos encontrábamos nosotros. Y también nos había impedido oír el crujir de la maleza bajo pisadas acercándose desde el final del camino donde habían aparcado.
Y la primera noticia que tuvimos de ellos fue la voz de Ace Merrill por encima del estruendo de la tormenta, diciéndonos:
—¿Pero qué diablos hacéis vosotros aquí?
26
Saltamos todos como impulsados por un resorte y Vern dio un grito (más tarde admitiría que, por un instante, creyó que quien hablaba era el chico muerto).
Al otro lado de la zona pantanosa, donde el bosque empezaba de nuevo, ocultando el final del camino, se alzaban Ace Merrill y Ojo Chambers, borrosos y desdibujados por la cortina de lluvia. Vestían ambos cazadoras rojas del instituto, el tipo de prenda que puedes comprar en secretaría si estudias en el centro, y el mismo tipo que regalan a los jugadores de los equipos universitarios. Todos llevaban el pelo aplastado, y la mezcla del agua de lluvia y Vitalis les chorreaba por la cara como lágrimas sintéticas.
—¡No te joroba! —dijo Ojo Chambers—. ¡Pero si ese es mi hermano pequeño!
Chris miraba a Ojo con la boca abierta. Aún llevaba la oscura camisa chorreante atada alrededor de la cintura. La mochila, ahora verde oscuro por la lluvia, aún colgaba de sus desnudos omoplatos.
—Largo, Rich —dijo, con voz temblona—. Nosotros le encontramos. Tenemos derecho.
—A la mierda vuestros derechos. Daremos parte de que le encontramos nosotros.
—No; de eso nada —dije yo. Me sentí de repente furioso con ellos, apareciendo así en el último minuto. Si hubiéramos pensado en ello, habríamos comprendido que ocurriría algo parecido… pero esta vez, de alguna manera, los mayores, los chicos más grandes, no se saldrían con la suya… no agarrarían sin más lo que querían, como si por derecho divino les correspondiera, como si su forma cómoda de hacer las cosas fuera la única forma. Ellos habían ido hasta allí en coche (y creo que fue eso lo que más me enfureció, que habían llegado en coche)—. Nosotros somos cuatro, Ojo. Intentadlo y veréis.
—Oh, claro que lo intentaremos, no te preocupes —dijo Ojo; y los árboles se movieron tras ellos.
Y allí aparecieron Charlie Hogan y Billy, el hermano de Vern, maldiciendo y secándose los ojos. Sentí un gran peso en el vientre, que se acrecentó aún más cuando Bracowicz y Desjardins aparecieron detrás de Charlie y de Billy.
—Ya estamos todos —dijo Ace—. Así que…
—¡VERN! —gritó Billy Tessio en ese tono terrible y acusador de mi-juicio-llegará-y-sin-tardanza. Apretó los puños chorreantes—. ¡Enano hijoputa! ¡Estabas debajo del porche! ¡Mamón asqueroso!
Vern vaciló.
Charlie Hogan se puso claramente lírico:
—¡Enano mirón, lamecoños cabrón! ¡Te daré una paliza de impresión!
—¿En serio? ¡Anda, prueba! —dijo bruscamente Teddy con voz ronca. Los ojos le brillaban de furia tras las gafas mojadas—. ¡Venga, vamos, hombretones, luchad por él! Vamos, vamos…
Billy y Charlie no necesitaban que se lo dijeran dos veces. Empezaron a avanzar juntos y Vern volvió a vacilar, visualizando sin duda los fantasmas de Palizas Pasadas y Palizas Futuras. Vaciló… pero se mantuvo firme. Estaba con sus amigos y nos había costado mucho llegar hasta allí; nosotros no habíamos llegado en coche.
Pero Ace detuvo a Billy y a Charlie, sencillamente tocándoles en el hombro.
—Vamos, chicos, escuchad —dijo. Hablaba con paciencia, como si no estuviéramos allí en medio de la lluvia—. Nosotros somos más que vosotros. Y además somos mayores. Os damos la oportunidad de marcharos sin más y se acabó. Y me importa un bledo a dónde. Convertíos en árboles y echad hojas.
El hermano de Chris soltó una risilla y Bracowicz dio a Ace una palmada en la espalda como reconocimiento a su gran ingenio. El gran jefe de la crema de la delincuencia juvenil.
—Porque nosotros nos lo llevaremos —dijo Ace, sonriendo afablemente, y uno podía imaginárselo sonriendo exactamente con la misma sonrisa afable antes de asestarle una gran patada en la cabeza a algún maleducado que hubiera cometido el espantoso error de abrir la boca mientras Ace estaba preparando una jugada—. Si os marcháis, nosotros nos lo llevaremos. Si os quedáis, os daremos la gran paliza y nos lo llevaremos de todas formas. Además —añadió, intentando dorar su pillaje con un poco de justicia—, Charlie y Billy fueron quienes le encontraron; así que, de todos modos, ellos tienen todos los derechos.
—Ellos se acobardaron —soltó Teddy—. ¡Vern nos lo contó todo! ¡Estaban desesperados y aterrados! —contrajo la cara en una aterrada y gimoteante parodia de Charlie Hogan—: «¡Ojalá no hubiéramos cogido aquel coche! ¡Ojalá no hubiéramos ido para nada por el camino de Harlow! Oh, Billiii, ¿qué vamos a hacer? ¡Oh, Billiii, creo que voy a empezar a cagarme de miedo de un momento a otro! ¡Oh, Billiii…»
—¡Basta ya! —dijo Charlie, empezando otra vez a avanzar. La furia y un súbito embarazo crispaban su cara—. Chaval, como quiera que te llames, seguro que la próxima vez te morderás la lengua antes de abrir la boca. Vas a ver.
Miré furioso a Ray Brower, que contemplaba sereno la lluvia con su único ojo, tirado allí en el suelo, pero por encima de todo. La tormenta seguía rugiendo, pero la lluvia había empezado a amainar.
—¿Qué dices tú, Gordie? —me preguntó Ace. Sujetaba a Charlie del brazo igual que un buen amaestrador sujetaría a un perro arisco—. Tendrás al menos algo de la sensatez de tu hermano. Diles que se vuelvan. Dejaré que Charlie muela a palos al cuatroojos y luego nos ocuparemos de nuestro asunto. ¿Qué dices?
Se equivocó al mencionar a Denny. Yo estaba dispuesto a razonar con él, a indicarle lo que ya sabía perfectamente, que puesto que Billy y Charlie habían renunciado a sus derechos, estos nos correspondían ahora a nosotros. Quería contarle lo del tren de mercancías que casi nos atropella a Vern y a mí en el paso del río Castle. Y también lo de Milo Pressman y su intrépido (y estúpido) compañero, el Perro-Prodigio. Y lo de las sanguijuelas también. Supongo que lo que en realidad quería decirle era: Vamos, compréndelo, lo que es justo es justo. Tú lo sabes. Pero tuvo que meter a Denny en el asunto, y en lugar de un razonamiento sensato, pronuncié mi propia sentencia de muerte:
—¡Chúpame la gorda, matón de pacotilla!
La boca de Ace formó una perfecta O de sorpresa (la expresión era tan insólitamente remilgada que en otras circunstancias habría significado un aluvión de carcajadas, por decirlo de algún modo). Todos los demás, a ambos lados de la ciénaga, me miraban fijamente, pasmados.
Luego, Teddy gritó alborozado:
—¡Así se habla, Gordie! ¡Muy bueno, amigo!
Yo permanecía aturdido, sin creérmelo del todo. Era como si algún actor suplente enloquecido hubiera irrumpido en escena en el momento crítico y hubiera declamado algo que ni siquiera figuraba en el guión. Decirle a alguien que te la chupara era lo peor que le podías decir sin recurrir a su madre. Vi por el rabillo del ojo que Chris se había quitado la mochila y hurgaba frenéticamente en ella, pero no caí en la cuenta de lo que estaba haciendo, al menos no en aquel momento.
—Muy bien —dijo Ace suavemente—. A por ellos. Pero cuidado con el chico Lachance. A ese mierda voy a partirle yo los dos brazos.
Yo estaba muerto de miedo. No me meé por encima como en el paso del ferrocarril, pero debió ser porque no tenía nada en absoluto en la vejiga. Porque Ace se proponía exactamente lo que había dicho. Hablaba completamente en serio. Los años transcurridos desde aquel día me han hecho cambiar de opinión sobre muchas cosas, pero no sobre eso. Cuando dijo que iba a romperme los dos brazos, eso era precisamente lo que se proponía hacer.
Empezaron a avanzar hacia nosotros entre la lluvia, más floja ahora. Jackie Mudgett sacó del bolsillo una navaja automática y tocó el cromo. Quince centímetros de acero revolotearon a la media luz de la tarde. Vern y Teddy se aprestaron a colocarse en posición de lucha a mi lado. Teddy lo hizo afanosamente, Vern con una expresión desesperada de acorralamiento en la cara.
Los grandes avanzaban en fila, chapoteando en la ciénaga, que se había convertido en una poza de lodo con tanta lluvia. El cadáver de Ray Brower yacía a nuestros pies como un barril saturado de agua. Me dispuse a pelear… y justamente entonces se oyó el disparo.
¡KA-BLAM!
¡Dios mío, fue un sonido maravilloso! Charlie Hogan dio un bote. Ace Merrill, que en el instante en que se oyó el disparo me miraba fijamente, dio un respingo y miró a Chris. Sus labios volvieron a formar una O. Ojo parecía absolutamente atónito.
—¡Oye, Chris, es de papá! —dijo—. ¡Te has ganado una buena!
—Pues eso no es nada comparado con la que te vas a ganar tú —dijo Chris.
Estaba terriblemente pálido; toda la vida parecía habérsele concentrado en los ojos que le llameaban en la cara.
—Gordie tiene razón. Solo sois un montón de matones de pacotilla. Charlie y Billy no tienen ningún derecho, y todos lo sabéis. No habríamos sido tan imbéciles como para venir hasta aquí si hubieran dicho que iban a hacerlo ellos. Ellos se limitaron a ir a cualquier sitio, soltar toda la historia y dejar que Ace Merrill actuara por ellos —alzó la voz hasta el grito—. ¡Pero no vais a llevároslo!, ¿me oís?
—Escúchame —dijo Ace—. Será mejor que bajes eso antes de que te arranques un pie de un tiro. No serias capaz de darle ni a una marmota —empezó de nuevo a avanzar sonriendo con su dulce sonrisa—. Eres un enano asqueroso de mierda y voy a hacer que te comas esa maldita pistola.
—Ace, quédate donde estás o disparo. Te lo juro por Dios.
—Irás a la cárcel —canturreó Ace, sin titubear.
Seguía sonriendo. Los otros le miraban con aterrada fascinación… tal como Teddy y Vern y yo mirábamos a Chris. Merrill era el tipo más duro en varios kilómetros a la redonda, y yo no creía que Chris le amilanara. ¿Entonces, qué posibilidad quedaba? Él no creía realmente que un chaval de doce años fuera a dispararle. Pero se equivocaba; creo que Chris hubiera disparado contra él antes de permitirle quitarle la pistola de su padre. En el espacio de aquellos pocos segundos, estuve convencido de que habría problemas, los más graves en que yo me había visto. Cuestión de asesinato, quizá. Y todo por los derechos sobre un cadáver.
Chris dijo suavemente, con gran pesar:
—¿Dónde lo prefieres? ¿En el brazo o en la pierna? Yo no puedo elegir. Elige tú por mí.
Y Ace se detuvo.
27
Pude ver en su cara crispada un súbito terror, debido, según creo, más al tono de Chris que a sus palabras; parecía absolutamente convencido de que las cosas iban a ir de mal en peor, y de lamentarlo sinceramente. Si se trataba de un farol, sigue siendo aún el mejor que he visto en mi vida. También los otros chicos mayores le creyeron. Tenían la cara torcida como si alguien acabara de prender un petardo potentísimo de mecha corta.
Ace consiguió dominarse, poco a poco. Tenía tensos los músculos de la cara; apretó los labios y logró mirar a Chris tal como mirarías a un individuo que acaba de proponerte un negocio importante como fusionarse con tu empresa, negociar tus derechos o darte una patada en los huevos; era una expresión casi curiosa de espera que te permitía saber que el miedo había desaparecido o estaba controlado. Ace había reconsiderado sus probabilidades de salir ileso y había decidido que no tenía tantas como creía. No obstante, seguía siendo peligroso, tal vez más que antes. Creo que fue la representación más cruda y real de guerra fría que haya presenciado. Ni uno ni otro faroleaban. Ambos hablaban completamente en serio.
—Muy bien —dijo Ace suavemente dirigiéndose a Chris—. Pero sé perfectamente dónde vas a ir a parar, cabrón.
—No, no lo sabes —dijo Chris.
—Enano asqueroso —gritó Ojo—. Esto te va a costar muy caro. Te lo aseguro.
—¡Tócame los huevos! —contestó Chris.
Ojo avanzó con un sonido inarticulado de furia; Chris disparó al agua a unos diez metros de él; saltó el agua con un chapoteo. Ojo retrocedió, maldiciendo.
—Muy bien. ¿Y ahora qué? —preguntó Ace.
—Pues ahora os metéis todos en los coches y volvéis como tiros por donde vinisteis. Luego, ya es cosa vuestra. Pero no os lo llevaréis.
Tocó levemente, casi reverentemente, a Ray Brower con la punta de la empapada zapatilla y concluyó:
—¿Entendido?
—Ya te engancharemos —dijo Ace. Estaba empezando a sonreír de nuevo—. ¿Es que no lo comprendes?
—Puede que sí y puede que no.
—Puedes estar seguro —dijo Ace, sonriendo—. Y te atizaremos. No, creo que no lo comprendes. Os mandaremos a todos al maldito hospital con un montón de malditas fracturas. En serio.
—Vamos ya, ¿por qué no te largas de una vez y vas a joder un poco más a tu madre? Creo que le encanta cómo se lo haces.
A Ace se le heló la sonrisa en la cara.
—Te mataré por esto. Nadie insulta a mi madre.
—Tengo entendido que tu madre jode por dinero —le informó Chris. Y cuando Ace empezaba a palidecer, cuando su tez se aproximaba a la blancura fantasmal de la de Chris, este añadió—: En realidad, me contaron que las chupa por monedas para el tocadiscos. Tengo entendido…
Entonces la tormenta arreció de nuevo, con intensidad súbita. Solo que ahora granizaba en vez de llover. En vez de un susurro o un parloteo, invadió el bosque el repiqueteo de selváticos tambores absurdos de una mala película: el sonido producido por las grandes piedras de granizo al repiquetear contra los árboles. Las punzantes piedras empezaron a golpearme los hombros (parecía que las arrojaran con fuerza malévola e intencionada). Y el granizo empezó a golpear la cara de Ray Brower con un horrendo sonido chapoteante que nos hizo acordarnos de él, y de su inmensa e ilimitada paciencia.
Primero falló Vern, con un grito sollozante. Subió corriendo el terraplén con inmensas zancadas. Teddy aguardó un segundo más, y luego echó también a correr, detrás de Vern, cubriéndose la cabeza con las manos. Por parte de los mayores, Vince Desjardins retrocedió con torpeza hasta unos árboles próximos y Bracowicz le siguió. Pero los demás permanecieron firmes, y Ace volvió a sonreír.
—Quédate conmigo, Gordie —me dijo Chris con voz trémula y baja—. Quédate a mi lado, amigo.
—Estoy aquí.
—Vamos —le dijo entonces Ace, y no sé mediante qué mágica fuerza pudo hablar con firmeza, sin que se advirtiera el más leve temblor en su voz. Parecía estar dando instrucciones a un niñito tonto.
—Ya os atraparemos —dijo Ace—. No lo vamos a olvidar así como así, si es eso lo que te crees. Esto es muy importante, chaval.
—Muy bien. Ahora largo de una vez; ya nos atraparéis otro día.
—Estaremos al acecho, Chambers. Estaremos…
—¡Largo! —gritó Chris y apuntó con la pistola. El otro dio un paso atrás.
Miró un instante más a Chris, cabeceó y se dio la vuelta.
—Vamos —dijo a los otros. Y se volvió a mirar una vez más a Chris por encima del hombro—. No te perderemos de vista.
Volvieron atrás por entre los árboles. Chris y yo permanecimos inmóviles pese al granizo que caía sobre nosotros con fuerza irritándonos la piel y amontonándose a nuestro alrededor como nieve de verano. Permanecimos, pues, quietos y atentos y, sobre el trepidante sonido de calipso de las piedras golpeando los troncos de los árboles, oímos arrancar los coches.
—No te muevas de aquí —me dijo Chris y él empezó a cruzar la ciénaga.
—¡Chris! —le grité, aterrado.
—¡Espérame ahí!
Me pareció que tardaba una eternidad. Acabé convencido de que los otros estaban emboscados y le habían agarrado. Seguí firme en mi puesto sin más compañía que Ray Brower, deseando que alguien (cualquiera) volviera. Al cabo de un rato, volvió Chris.
—Lo conseguimos —dijo—. Se largaron.
—¿Seguro?
—Claro. Los dos coches.
Alzó las manos sobre la cabeza, las unió con la pistola entre ambas y movió el doble puño en un irónico gesto de victoria. Bajó luego las manos y me sonrió. Creo que fue la sonrisa más triste y aterrada que he visto en mi vida.
—«Chúpame la gorda…» ¿Quién te dijo que la tenías gorda, Lachance?
—La más grande de cuatro condados —le dije. Temblaba de pies a cabeza.
Nos miramos un instante con afecto. Luego, tal vez avergonzados por lo que veíamos, bajamos la vista a un tiempo. Un desagradable escalofrío de miedo me recorrió y el súbito plas plas plas de las pisadas de Chris me indicó que también él se había dado cuenta. Los ojos de Ray Brower se habían agrandado y miraban fijos y vacíos como los que nos contemplan desde las estatuas griegas. Tardamos solo un segundo en comprender lo sucedido, pero el comprenderlo no disminuyó nuestro terror: se le habían llenado los ojos de granizo, que al convertirse en agua rodaba por sus mejillas; parecía que llorara por su propia y grotesca situación: un miserable premio por el que competían dos pandillas de chicos estúpidos. También su ropa estaba cubierta de blanco granizo. Parecía envuelto en su propio sudario.
—Oh Gordie, oye —dijo Chris, con voz temblorosa—. ¡Qué horrible, amigo! Vaya un espectáculo desagradable para él.
—No creo que él sepa…
—Tal vez lo que oímos anoche fuera su espíritu. Tal vez supiera que iba a ocurrir esto. Vaya un espectáculo. Te lo digo en serio.
Las ramas crujían bajo nuestros pies. Me volví, seguro de que nos habían rodeado, pero Chris volvía a contemplar el cadáver, tras una mirada breve y casi indiferente. Eran Vern y Teddy, los dos con los pantalones empapados pegados a las piernas, ambos sonriendo como perros que han estado sorbiendo huevos.
—¿Qué vamos a hacer, amigo? —preguntó Chris.
Y sentí que me recorría un extraño escalofrío. Tal vez estuviera hablando conmigo… o tal vez estuviera… pero seguía contemplando el cadáver de Ray Brower.
—Nos lo llevaremos, ¿verdad? —preguntó Teddy, confuso—. Seremos héroes, ¿no es cierto? —miró a Chris, luego a mí, y de nuevo a Chris.
Chris alzó la vista como si acabara de despertar de un sueño. Torció los labios. Avanzó hacia Teddy con grandes zancadas, le plantó ambas manos en el pecho y le dio un gran empujón. Teddy se tambaleó, extendió los brazos para guardar el equilibrio y cayó de culo, con un chapoteo. Contempló atónito a Chris como una rata almizclera sorprendida. Vern contemplaba cautelosamente a Chris, como si temiera que se hubiera vuelto loco. Tal vez no le faltara mucho.
—Tuviste el pico bien cerrado —le dijo Chris a Teddy—. Paracaidistas abajo, yo solo. Cobardica piojoso.
—Fue el granizo —gritó Teddy, irritado y avergonzado—. No fue por los chicos, Chris. ¡Me asustan las tormentas! ¡No puedo evitarlo! Les habría atacado a todos a la vez, ¡lo juro por mi madre! ¡Pero me asustan las tormentas! ¡Mierda! ¡No puedo evitarlo! —y se echó a llorar, allí sentado en el agua.
—¿Y tú qué? —preguntó Chris, volviéndose a Vern—. ¿También a ti te asustan las tormentas?
Vern movió la cabeza fatuamente, asombrado aún por la furia de Chris.
—Oh, bueno, yo creí que íbamos a correr todos.
—Pues debes de leer el pensamiento. Porque corriste el primero.
Vern tragó saliva dos veces y no contestó.
Chris le miró con ojos taciturnos y desquiciados. Luego, se volvió a mí.
—Vamos a hacerle una camilla, Gordie.
—Si tú lo dices, Chris.
—¡Claro! Como los exploradores.
Su voz había empezado a alcanzar extraños registros agudos.
—Como hacen los malditos exploradores. Una camilla… palos y camisas. Como en el manual. ¿Conforme, Gordie?
—Bueno, si quieres. Pero, ¿y si esos chicos…?
—¡A la mierda con ellos! —gritó—. ¡No sois más que un montón de gallinas! ¡Oh, qué asco!
—Chris, podrían avisar al alguacil. Para que nos hiciera volver.
—¡Él es nuestro y nos lo llevaremos de aquí!
—Esos chicos son capaces de decir cualquier cosa con tal de crearnos problemas —le dije. Mis palabras resultaban débiles, estúpidas y en absoluto convincentes—. Dirían cualquier cosa y harían correr la bola. Sabes muy bien que la gente es capaz de crear problemas a otros a base de mentiras, amigo. Igual que con el dinero de la leche…
—¡NO ME IMPORTA! —gritó, y arremetió contra mí con los puños en alto.
Pero tropezó con el cuerpo de Ray Brower, con un ruido sordo; el cadáver se movió. Tropezó y cayó cuan largo era y yo esperé a que se levantara y tal vez que me diera un puñetazo en la boca; pero en vez de hacerlo, se quedó allí tirado con la cabeza hacia el terraplén y los brazos extendidos sobre la cabeza como un buceador a punto de saltar, exactamente en la misma postura en que estaba Ray Brower cuando le encontramos. Miré frenético los pies de Chris para ver si llevaba aún las zapatillas puestas. Luego, empezó a llorar y a gritar, sacudiendo el cuerpo en el agua enfangada, chapoteando a su alrededor, alzando y bajando los puños, moviendo violentamente la cabeza de un lado al otro. Teddy y Vern le miraban con curiosidad porque nadie había visto nunca llorar a Chris Chambers. Tras uno o dos minutos, volví hasta el terraplén, subí hasta la vía y me senté en uno de los raíles. Teddy y Vern me siguieron. Y allí nos quedamos sentados bajo la lluvia, en silencio, como esos tres Monos de la Virtud que venden en los grandes almacenes y en esas tiendas míseras de regalos que parecen estar siempre al borde de la quiebra.
28
Chris tardó lo menos veinte minutos en subir hasta la vía y sentarse a nuestro lado. Habían empezado a disiparse las nubes y el sol asomaba en algunos claros. Parecía que en los últimos cuarenta y cinco minutos el tono de los arbustos se hubiera intensificado. Estaba lleno de barro. Tenía el pelo todo embarrado y de punta. Solo tenía limpios los círculos que le rodeaban los ojos.
—Tienes razón, Gordie —dijo—. En realidad, nadie tiene derecho a llevárselo. Mala suerte, ¿eh?
Asentí. Pasaron cinco minutos. Nadie decía nada. Y se me ocurrió una idea… solo por si avisaban de verdad a Bannerman. Bajé de nuevo hasta donde había estado Chris de pie. Me puse de rodillas y empecé a barrer cuidadosamente el agua y los yerbajos con los dedos.
—¿Qué haces? —me preguntó Teddy, poniéndose a mi lado.
—Me parece que está a tu izquierda —dijo Chris, señalando.
Busqué por allí y al cabo de uno o dos minutos encontré los dos casquillos. Centellearon a la nueva luz del sol. Se los di a Chris. Cabeceó y se los guardó en el bolsillo de los pantalones.
—Vámonos ya —dijo Chris.
—Eh, ¿qué dices? —vociferó Teddy, con verdadera aflicción—. Yo quiero que nos lo llevemos.
—Escucha, tonto —dijo Chris—. Si le lleváramos, podríamos acabar todos en el reformatorio. Gordie tiene razón. Esos tipos podrían inventarse cualquier historia. ¿Y si se les ocurre decir que le matamos nosotros? ¿Qué te parecería eso?
—¡Me importa un bledo! —dijo Teddy malhumorado. Nos miró luego, con absurda esperanza—. Además no pueden echarnos más de un par de meses o así. Como mucho. Solo tenemos doce años, diablos, no van a mandarnos a la cárcel de Shawshank.
—Si tienes antecedentes, no te admiten en el Ejército, Teddy —dijo Chris con calma.
Yo estaba seguro de que no era más que una mentira descarada, aunque no parecía precisamente aquel el momento oportuno para decirla. Teddy se quedó mirando a Chris un buen rato; le temblaban los labios. Al fin consiguió decir, con voz chillona:
—¿En serio?
—Pregúntaselo a Gordie.
Se volvió a mí, esperanzado.
—Tiene razón —dije yo, sintiéndome un auténtico mierda—. Tiene razón, Teddy. Lo primero que hacen cuando te presentas voluntario es averiguar si tienes antecedentes.
—¡Válgame Dios!
—Ahora volveremos hasta el paso sobre el río —dijo Chris—, y allí nos desviaremos, bajando de las vías para entrar en Castle Rock como si llegáramos por la otra dirección. Si nos preguntan de dónde venimos, diremos que acampamos en Brickyard Hill y que nos perdimos.
—Milo Pressman sabe que eso es mentira —dije—. Y el majadero del Florida Market también.
—Bueno, diremos que Milo nos asustó y que entonces fue cuando decidimos ir hasta la fábrica de ladrillos.
Asentí. Aquello serviría. Siempre que Vern y Teddy no lo desmintieran, claro.
—¿Y si nuestros padres se han visto? —preguntó Vern.
—Puedes preocuparte de eso si quieres —dijo Chris—. Mi papaíto estará trompa todavía.
—Pues vamos entonces —dijo Vern, atisbando la cortina de árboles que había entre nosotros y el camino de Harlow. Parecía estar esperando que Bannerman, acompañado de un par de sabuesos, cayera sobre nosotros en cualquier momento—. Vamos mientras aún estamos a tiempo.
Ya estábamos de pie todos, dispuestos a partir. Los pájaros cantaban enloquecidos, encantados con la lluvia y el sol y los gusanos y creo que absolutamente con todo lo que en el mundo existe. Todos nos volvimos, como movidos por un resorte, a mirar a Ray Brower.
Seguía allí solo de nuevo. Se le habían desviado los brazos al darle la vuelta y ahora los tenía extendidos como dando la bienvenida al sol. Por un instante pareció perfecto, la escena más natural dispuesta por un funerario. Luego te fijabas en el cardenal, en la sangre coagulada de la barbilla y del labio superior y advertías que el cadáver estaba empezando a hincharse. Y veías que los moscones azules habían aparecido con el sol y revoloteaban a su alrededor, zumbando indiferentes. Y recordabas aquel olor nauseabundo de aire viciado, a pedo en un cuarto cerrado. Era un chico de nuestra misma edad, estaba muerto y yo me negaba a admitir la idea de que pudiera haber en todo ello algo natural; la rechazaba aterrado.
—De acuerdo —dijo Chris, queriendo indicar que había que espabilarse, pero la voz salió de su garganta como un puñado de cerdas de un cepillo de ropa viejo—. Tardaremos el doble.
Iniciamos la marcha, casi al trote, hacia el camino por el que habíamos llegado. No hablábamos. No sé los demás, pero yo estaba demasiado ocupado pensando para hablar. Había cosas que me intrigaban del cuerpo de Ray Brower: me intrigaban entonces y me intrigan ahora. Un gran cardenal a un lado de la cara, una herida en la cabeza, sangre en la nariz. Y nada más: al menos nada más visible. Mucha gente acaba en peores condiciones en peleas de bar y siguen bebiendo. Pero tenía que haberle golpeado el tren; ¿cómo, si no, habrían quedado sus zapatillas en un sitio y él en otro? ¿Pero cómo no le había visto el maquinista? ¿Podría ser que el tren le hubiera dado con fuerza suficiente para lanzarle lejos pero no para matarle? Creo que, con la adecuada concurrencia de circunstancias, eso es lo que podría haber ocurrido. ¿Le habría golpeado el tren con fuerza de costado, cuando él intentaba retirarse? ¿Le habría dado y le habría lanzado hacia atrás en un rápido salto mortal por el terraplén? ¿Habría permanecido tal vez tendido despierto durante horas temblando en la oscuridad, ya no únicamente solo sino además desorientado, completamente separado del mundo? Tal vez muriera de miedo. Así había muerto una vez un pájaro con las plumas de la cola aplastadas en mis manos. Su cuerpecito temblaba y se agitaba débilmente, abría y cerraba el pico, sus ojos brillantes y oscuros me miraban con fijeza. Luego, la vibración cesó, se inmovilizó su pico medio abierto, y sus ojos perdieron el brillo. Podría haberle pasado lo mismo a Ray Brower. Tal vez hubiera muerto sencillamente porque le aterraba seguir vivo.
Pero había también otra cosa que me preocupaba e inquietaba aún más, creo. El chico había salido a buscar arándanos. Creía recordar que las noticias decían que llevaba una olla para echar los arándanos. Cuando regresamos, fui a la biblioteca y miré en los periódicos solo para asegurarme; estaba en lo cierto. Cuando salió a buscar arándanos llevaba consigo una olla o un cubo… algo parecido. Pero no lo habíamos encontrado. Le encontramos a él y encontramos sus zapatillas. Lo debía haber tirado en algún punto entre Chamberlain y la zona pantanosa de Harlow en que murió. Quizá al principio lo asiera con más fuerza, como si le uniera al hogar y la seguridad. Y luego, a medida que su terror aumentaba y, con él, aquella sensación de estar absolutamente solo, sin más posibilidad de salvación que lo que él pudiera hacer por sí mismo, cuando el auténtico terror se apoderó de él, tal vez lo arrojara a uno u otro lado de las vías, sin darse cuenta casi de que lo hacía.
He pensado en volver allá y buscarlo; ¿os parece muy morboso? He pensado en ir con mi Ford casi nuevo y salir de él una clara mañana de verano, yo solo, mi esposa e hijos en otro mundo lejano donde si das a un interruptor las luces se encienden en la oscuridad. Y he pensado cómo sería. Sacar mi mochila de la parte de atrás y apoyarla en el parachoques mientras me quito con cuidado la camisa y me la ato a la cintura. Me embadurno pecho y hombros con Muskol insecticida y luego avanzo por el bosque hacia el lugar pantanoso en que le encontramos. ¿Se habría marchitado la yerba donde reposó su cuerpo? Claro que no, no habrá ni rastro, pero aun así te lo preguntas, y te das cuenta de que solo una delgada película separa tu disfraz de hombre racional (el escritor por coderas de cuero en la chaqueta de pana) y los cabrioleantes mitos gorgónicos de la infancia. Subir luego el terraplén, ahora cubierto de malas yerbas, y caminar lentamente junto a las vías herrumbrosas y las traviesas podridas, hacia Chamberlain.
Estúpida fantasía. Una expedición en busca de un cubo de arándanos de hace veinte años, que probablemente se habría hundido en el bosque o habría quedado enterrado por una máquina excavadora que allanó un solar de medio acre para una inmobiliaria, o estaría tan cubierto de yerbas y zarzas que sería ya imposible dar con él. Pero estoy seguro de que sigue allí, en algún lugar a lo largo de la vieja línea ferroviaria, y, a veces, siento el impulso casi frenético de ir a buscarlo. Suelo sentirlo por la mañana, cuando mi esposa está duchándose y mis hijos están viendo Batman y Sccoby-Doo en el canal 38 de Boston y yo me siento muy parecido al Gordon Lachance preadolescente que pisara una vez la tierra, caminando y arrastrándose a veces sobre el vientre como un reptil. Aquel chico era yo, creo. Y la idea que sigue, que me hiela como un chorro de agua fría, es: ¿A qué chico te refieres?
Sorbiendo una taza de té, mirando al sol que se filtra por las ventanas de la cocina, oyendo la televisión desde un extremo de la casa y la ducha del otro, sintiendo palpitarme las sienes, lo que significa que tomé demasiada cerveza anoche, creo firmemente que podría encontrarlo. Vería el claro metal brillando a través de la herrumbre, el brillante sol estival reflejándolo para mí. Bajaría de las vías, retiraría las yerbas que hubieran crecido y entrelazado estrechamente su mango y entonces podría… ¿qué? Bueno, sencillamente arrancarlo del tiempo. Le daría vueltas y vueltas en la mano, maravillándome de su tacto, asombrándome por el hecho de que la última persona que lo tocó lleva muchos años en su tumba. ¿Y si hubiera una nota dentro? Ayudadme, me he perdido. Claro que no la habría. Los chicos no salen a buscar arándanos con lápiz y papel… pero supongámoslo. Imagino que mi temor, el temor que sentiría, sería tan oscuro como un eclipse. Sin embargo, es principalmente la simple idea de tener en mis manos aquel cubo, supongo, símbolo tanto de mi existencia como de su muerte, lo que prueba que realmente sé qué chico era, cuál de los cinco. Agarrarlo. Leer todos los años en su capa de herrumbre y el desvanecimiento de su brillo. Sentir su contacto, intentar comprender los soles que brillaron sobre él, las lluvias que cayeron sobre él y las nieves que lo cubrieron. Y preguntarme dónde estaba yo cuando cada una de tales cosas le ocurría en su solitario lugar, dónde estaba, qué hacía, a quién amaba, cómo me iba, dónde estaba. Lo sujetaría en mis manos, lo interpretaría, lo sentiría… y contemplaría mi propio rostro en cualesquiera reflejo que quedara. ¿Podéis entenderlo?
29
Eran poco más de las cinco de la mañana del domingo, víspera del Día del Trabajo, cuando llegamos a Castle Rock. Habíamos estado caminando toda la noche. Nadie se quejó, aunque todos teníamos ampollas en los pies y estábamos muertos de hambre. La cabeza me latía con una jaqueca espantosa y las piernas me fallaban y me ardían de cansancio. Habíamos tenido que bajar en dos ocasiones gateando el terraplén para quitarnos de en medio cuando pasaban los cargueros. Uno de ellos venía en nuestra dirección, pero avanzaba demasiado deprisa para saltar. Clareaba ya cuando llegamos al puentecillo del río Castle otra vez. Chris se quedó mirándolo, miró luego el río y se volvió a mirarnos a nosotros.
—A la mierda. Yo cruzaré por aquí. Si me pilla un tren ya no tendré que preocuparme del maldito Merrill.
Pasamos todos por allí (sería más apropiado decir que nos arrastramos laboriosamente). No pasó ningún tren.
Cuando llegamos al basurero, saltamos la valla (ni rastro de Milo ni del perro, no a aquellas horas, y menos siendo domingo por la mañana) y fuimos directamente al pozo. Vern bombeó el agua y todos pusimos por turno la cabeza bajo el chorro de agua fresca, echándonos agua por el cuerpo y bebiendo hasta no poder más. Luego tuvimos que ponernos las camisas porque la mañana parecía fresca. Caminamos (renqueamos) hasta el pueblo y nos quedamos un poco en la acera contemplando nuestro club. Para no tener que mirarnos los unos a los otros, miramos nuestra casita del árbol.
—Bueno —dijo al fin Teddy—. Os veré el miércoles en clase. Creo que estaré durmiendo hasta entonces.
—Yo también —dijo Vern—. Estoy demasiado agotado para cohetes.
Chris emitió un monótono sonido entre los dientes y no dijo nada.
—Oye, amigo —dijo torpemente Teddy—. Nada de resentimientos, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Chris, y su rostro agotado y sombrío se iluminó súbitamente con una sonrisa tierna y luminosa—. Lo conseguimos, ¿no? Les dimos una lección a los cabrones.
—Claro —dijo Vern—. Eres brillantísimo. Ahora Billy me dará la lección a mí.
—¿Y qué? —dijo Chris—. Richie se echará en cuanto pueda sobre mí y seguro que Ace le dará un buen repaso a Gordie y algún otro se consagrará a Teddy. Pero lo conseguimos.
—Eso es cierto —dijo Vern. Pero aún no parecía feliz.
Chris me miró.
—Lo conseguimos, ¿no es cierto? —preguntó, con suavidad—. Y mereció la pena, ¿no?
—Seguro —dije.
—A la porra con ello —dijo Teddy, con aire de indiferencia—. Este se despide. Me voy a llamar a casa y ver si mamá me ha incluido en la Lista de los Diez Más Buscados.
Todos nos echamos a reír; Teddy nos dedicó su mirada sorprendida y confusa. Nos despedimos. Luego, él y Vern partieron en su dirección y a mí no me quedaba más remedio que irme en la mía… Dudé un instante.
—Te acompaño —dijo Chris.
—De acuerdo, estupendo.
Caminamos en silencio una manzana o así. Castle Rock estaba asombrosamente tranquilo a aquellas horas y yo sentí una sensación casi sagrada de que el cansancio se esfumaba. Nosotros estábamos despiertos y todo el mundo estaba durmiendo, y al doblar la esquina casi esperaba ver a mi corza al fondo de la calle Carbine, por donde la vía del tren pasa por el patio de carga de la fábrica.
Al final, Chris dijo:
—Lo contarán.
—Puedes estar seguro. Pero no hoy ni mañana, si es eso lo que te preocupa. Creo que pasará mucho tiempo antes de que lo cuenten. Tal vez años.
Se volvió a mirarme, sorprendido.
—Tienen miedo, Chris. En especial Teddy, de que no le admitan en el Ejército. Pero también Vern tiene miedo. Les quitará horas de sueño, claro, y algunas veces, durante este otoño, estarán a punto de contárselo a alguien, pero de verdad creo que no llegarán a hacerlo. Y después… ¿sabes qué? Parece una idiotez, pero… creo que casi se olvidarán de que alguna vez sucedió.
Chris asentía moviendo lentamente la cabeza.
—No me lo había planteado así. Tú ves las intenciones de las personas, Chris.
—Ojalá fuera cierto, amigo.
—Lo haces realmente.
Caminamos otra manzana en silencio.
—No conseguiré salir nunca de este pueblo —dijo Chris, y suspiró—. Cuando vuelvas de la universidad a pasar las vacaciones de verano, podrás vernos a Teddy y a Vern y a mí en lo de Suckey después del turno de siete a tres. Si es que te apetece vernos, claro; aunque supongo que lo más seguro es que no te apetezca —se echó a reír; una risa tétrica.
—Acaba ya con esa monserga, ¿quieres? —le dije, procurando parecer más fuerte de lo que me sentía (estaba pensando en cuando estábamos allá en el bosque y cuando Chris dijo: Y tal vez hablara con la vieja señora Simons y se lo entregara, y tal vez el dinero estuviera allí y me dieron de todas formas los tres días de «vacaciones» porque el dinero no apareció. Y puede que a la semana siguiente la vieja señora Simons se presentara en el colegio con una flamante falda nueva… La mirada. La expresión de sus ojos).
—No es ninguna monserga, papaíto —dijo Chris.
Me rasqué el pulgar con el índice.
—He aquí el violín más pequeño del mundo interpretando «Mi corazón bombea rojo pis por ti».
—Era nuestro —dijo Chris, con los ojos lúgubres a la luz matinal.
Habíamos llegado a la esquina de mi calle y nos paramos. Eran las seis y cuarto. Pudimos ver hacia el pueblo la camioneta del Telegram del domingo deteniéndose frente a la papelería del tío de Teddy. Un hombre con vaqueros y camisa de manga corta tiró un fardo de periódicos. Cayeron al revés en la acera mostrando las tiras cómicas en color (siempre Dick Tracy y Blondie en primera página). Luego la furgoneta siguió su marcha, empeñado su conductor en llevar el mundo exterior a los otros pueblecitos de la ruta: Otisfield, NorwaySouth Paris, Waterford, Stoneham. Quería decirle algo más a Chris, pero no sabía cómo hacerlo.
—Bueno, amigo, chócala —dijo, en tono cansado.
—Chris…
—Chócala.
Lo hice.
—Te veré.
Sonrió… aquella sonrisa suya tierna y luminosa.
—No si yo te veo primero, cara tonto.
Se alejó, riéndose todavía, moviéndose ágil y airosamente, como si no estuviera reventado como yo ni tuviera ampollas como yo, y picaduras y mordeduras de mosquitos y niguas y jejenes, como yo. Como si no tuviera preocupación de ningún tipo, como si se encaminara a un lugar realmente importante en vez de simplemente a una casa (correspondería más a la verdad decir choza) de tres habitaciones, sin instalaciones sanitarias y con los cristales rotos cubiertos con plástico y con un hermano que seguramente le estaba esperando escondido en el porche de delante. Aunque yo hubiera sabido decir lo correcto, seguramente no habría podido decirlo. Las palabras destruyen las funciones del amor (supongo que es terrible que un escritor diga esto, pero creo que es cierto). Si hablas para decirle a una cierva que no le deseas ningún daño, se esfumará con un simple meneo del rabo. Lo malo es la palabra. El amor no es lo que los poetas cretinos como McKuen quieren hacerte creer. El amor tiene dientes que muerden; y las heridas jamás cicatrizan. Ninguna palabra, ninguna combinación de palabras puede curar esas mordeduras del amor. Pero también lo contrario es cierto, esa es la ironía. Si esas heridas cierran, las palabras se mueren con ellas. Podéis creerme. Me gano la vida con las palabras y sé que es cierto.
30
La puerta de atrás estaba atrancada, así que saqué la llave de reserva de debajo del felpudo y entré en casa. La cocina estaba vacía, silenciosa, suicidamente limpia. Pude oír el zumbido de los tubos fluorescentes al dar el interruptor. Hacía literalmente años que no estaba levantado antes que mi madre; ni siquiera podía recordar la última vez que tal cosa había sucedido.
Me quité la camisa y la eché en el cubo de plástico para la ropa que había detrás de la lavadora. Tomé un paño limpio de debajo de la pica, lo mojé y me froté bien con él (cara, cuello, pecho, vientre). Me bajé luego la cremallera de los pantalones y me restregué bien la entrepierna (especialmente los testículos) hasta que empezó a dolerme la piel. Parecía que no pudiera quedar bien limpio allí, pese a que la roncha rojiza que me había hecho la sanguijuela ya casi no se notaba. Aún tengo ahí una marca diminuta en forma de semicírculo. Mi esposa me preguntó una vez de qué era, y, sin darme siquiera cuenta de que lo hacía, le mentí.
Cuando terminé de restregarme, tiré el trapo. Estaba asqueroso.
Saqué una docena de huevos y me preparé seis revueltos. Cuando estaban cuajados a medias en la sartén, añadí un plato de piña triturada y medio litro de leche. Me disponía a sentarme para empezar a comer cuando apareció mi madre, su cabello gris recogido atrás en un moño. Vestía una bata rosa desvaído y fumaba un Camel.
—Gordon, ¿dónde has estado?
—De acampada —dije, y empecé a comer—. Primero en el campo de casa de Vern y luego subimos hasta Brickyard Hill. La madre de Vern quedó en decírtelo. ¿No lo hizo?
—Seguramente hablaría con tu padre —dijo, y pasó a mi lado hacia el fregadero. Parecía un fantasma rosado. La luz de los fluorescentes no la favorecía en absoluto; daba un tono casi amarillento a su piel. Suspiró… casi un sollozo—. Por las mañanas es cuando más echo en falta a Dennis —dijo—. Miro siempre en su cuarto y está siempre vacío, Gordon.
—Claro. Es horrible —dije.
—Dormía siempre con la ventana abierta y las sábanas… ¿Gordon? ¿Decías algo?
—Nada importante, mamá.
—… y las sábanas subidas hasta la barbilla —concluyó.
Luego se quedó mirando por la ventana, de espaldas a mí. Seguí comiendo. Temblaba de pies a cabeza.
31
La verdad nunca se descubrió.
Oh, no quiero decir que no encontraran el cuerpo de Ray Brower; sí que lo encontraron. Pero ninguno de nuestra pandilla ni de la de los mayores se llevó el mérito de encontrarlo. Al final, Ace debió decidir que lo más seguro era la llamada anónima, pues fue así como se comunicó el lugar en que se encontraba el cadáver. Me refería a que nuestros padres nunca supieron dónde habíamos estado aquel fin de semana.
El padre de Chris seguía bebiendo, tal como había dicho Chris. Y su madre se había ido a Lewiston a casa de su hermana, como solía hacer casi siempre que el señor Chambers andaba de borrachera. Se fue y dejó a Ojo al cuidado de los niños pequeños. Y él había cumplido con su obligación largándose con sus colegas delincuentes juveniles y dejando a Sheldon (de nueve años) a Emery (de cinco años) y a Deborah (de dos años) apañárselas por su cuenta.
A la segunda noche de ausencia, la madre de Teddy empezó a preocuparse y llamó a la madre de Vern. La madre de Vern se limitó a decirle que seguíamos en la tienda. Lo sabía porque la noche anterior había visto luz dentro. La madre de Teddy dijo que esperaba que no estuviéramos fumando cigarrillos allá dentro y la madre de Vern dijo que le había parecido luz de linterna y que además estaba segura de que ninguno de los amigos de Vern ni de Billy fumaban.
Mi padre me hizo algunas preguntas vagas, mostrándose levemente preocupado por mis respuestas evasivas, dijo que teníamos que ir a pescar juntos algún día y eso fue todo. Si nuestros padres se hubieran encontrado en los ocho o quince días siguientes, seguramente que habrían descubierto todo; pero no se encontraron.
Milo Pressman tampoco habló. Supongo que pensaría dos veces que iba a ser su palabra contra la nuestra y que todos juraríamos que me había echado el perro.
Así que la historia nunca salió a la luz; aunque claro está que no acabó ahí.
32
Casi ya a finales de mes, un día en que volvía del colegio, un Ford negro del cincuenta y dos se detuvo a mi lado. Era inconfundible. Neumáticos gansteriles de banda blanca y tapacubos giratorios, altas defensas de cromo y, en el volante, una calavera de Lucite con una rosa engastada en ella. Pintados en la parte posterior había dos naipes: un dos y una jota tuerta; y debajo, en letras góticas, las palabras NAIPE SALVAJE.
Se abrieron violentamente las puertas y aparecieron Merrill y Bracowicz.
—¿Matón de pacotilla, verdad? —dijo Ace sonriendo, con su afable sonrisa—. A mi madre le gusta la forma en que se lo hago, ¿verdad?
—Vamos a machacarte, pequeño —dijo Bracowicz.
Tiré los libros en la acera y eché a correr. Corría como un desesperado, pero me agarraron antes de llegar a la esquina. Ace me derribó de un golpe; y caí al suelo de bruces. Me di contra el cemento en la barbilla y no solo vi las estrellas; vi constelaciones enteras, nebulosas completas. Estaba llorando ya cuando me levantaron, no tanto por las heridas y la sangre de codos y rodillas, ni siquiera por el miedo sino por una inmensa e impotente rabia. Chris tenía razón. Había sido nuestro.
Me debatí, me revolví y estuve a punto de soltarme y librarme de ellos. Entonces Bracowicz me hundió la rodilla en la entrepierna. El dolor fue asombroso, increíble, absolutamente insólito. Amplió los horizontes del dolor de la antigua pantalla lisa a la Vistavisión. Empecé a gritar. Gritar parecía ser mi mejor alternativa.
Ace me dio dos puñetazos en la cara, dos buenos golpes. El primero me cerró el ojo izquierdo. Hasta pasados cuatro días no pude volver a ver bien por aquel ojo; el segundo me partió la nariz con un crujido que me sonó como los cereales crujientes al masticarlos resuenan en el interior de la cabeza. Luego, la anciana señora Chalmers salió de la galería con su bastón asido con una de sus artríticas manos y un cigarrillo Herbert Tareyton asomando de la comisura de sus labios. Empezó a gritarles, diciendo:
—¡Eh, eh, oíd, chicos! ¡Quietos! Policía. ¡Policiiiiiía!
—Más valdrá que no te me acerques, ratero de mierda —dijo Ace sonriendo, y me soltaron y se fueron. Me levanté y me doblé, tanteando con cuidado mis doloridos testículos, absolutamente convencido de que acto seguido empezaría a vomitar y me moriría. Todavía estaba gritando, además. Pero cuando Bracowicz empezó a dar vueltas a mi alrededor, al ver sus piernas de palillo saliendo de sus botas de motociclista, me enfurecí. Le agarré y le mordí la pantorrilla por encima de los pantalones. Le mordí con todas mis fuerzas. También él empezó a gritar. Y empezó a brincar sobre una sola pierna e, insólitamente, a llamarme tramposo. Yo estaba mirándole saltar a la pata coja cuando Ace me pisoteó la mano izquierda; me destrozó dos dedos. Los oí romperse. No sonaban a cereales crujientes, sino a galletitas saladas. Luego, los dos volvieron al coche. Ace contoneándose con las manos en los bolsillos de atrás, el otro saltando a la pata coja y lanzando maldiciones contra mí, por encima del hombro. Yo me encogí y me acurruqué en la acera, llorando. Tía Evvie Chalmers avanzó hacia mí, dando golpes irritada con su bastón al caminar. Me preguntó si necesitaba un médico. Me incorporé y casi conseguí dejar de llorar. Le dije que no necesitaba ningún médico.
—Tonterías —vociferó ella. Tía Evvie era sorda, siempre hablaba a voces—. Vi dónde te dio aquel bravucón. Muchacho, tus frutillas van a hinchársete hasta alcanzar el tamaño de tarros de confitura.
Me hizo entrar en su casa, me dio un paño húmedo para que me limpiara la nariz (que para entonces ya había empezado a parecer un calabacín) y me dio un vaso de café con sabor medicinal que me tranquilizó algo. Siguió diciéndome a voces que debería llamar al médico y yo insistí en que no lo hiciera. Al final, se dio por vencida y yo me fui a casa. Muy despacio, caminé hasta mi casa. Todavía no tenía los huevos del tamaño de tarros de confitura, pero estaban en camino.
Mamá y papá me echaron una ojeada y se pusieron a despotricar (si he de ser sincero, ya era bastante sorprendente incluso el que se fijaran). ¿Quiénes habían sido? ¿Podría identificarles en una rueda de sospechosos? (Esta última pregunta la hizo mi padre, que nunca se perdía Los intocables ni Naked City.) Le contesté que creía que no podría identificarles en una rueda de sospechosos. Les dije que estaba cansado. En realidad, creo que estaba conmocionado (conmocionado y más que algo borracho por el café de tía Evvie, que debía de ser coñac en más de un sesenta por ciento). Les dije que creía que eran de otro pueblo, de «la parte alta», lo que todo el mundo entendía por Lewiston-Auburn.
Me llevaron al doctor Clarkson. El doctor Clarkson, que aún vive, era ya entonces lo bastante viejo como para tratar a Dios de igual a igual. Me escayoló la nariz y dedos y dio a mi madre una receta para un calmante. Luego, con algún pretexto, consiguió hacer salir a mis padres de la sala de reconocimiento y volvió arrastrando los pies a mi lado, la cabeza inclinada, como Boris Karloff abordando a Igor.
—¿Quién fue, Gordon?
—No lo sé, doctor Clar…
—Mientes.
—No, señor. Oh-oh.
Sus mejillas cetrinas empezaron a colorearse.
—¿Por qué tienes que encubrir a los cretinos que te hicieron esto? ¿Crees que te respetarán por ello? Se reirán de ti y te llamarán idiota. «Oh —dirán—, ahí va el idiota ese al que pateamos el otro día. ¡Ja, ja! ¡Jooo, jooo! ¡Jua, jua, jua, jua!»
—No sé quiénes son. De verdad.
Pude ver sus manos disponiéndose a sacudirme, pero, claro, no podía hacerlo. Así que me mandó con mis padres, sacudiendo la cabeza y murmurando no se qué sobre delincuentes juveniles. Seguramente se lo contaría todo aquella noche a su buen amigo Dios mientras se tomaban su jerez y se fumaban sus puros.
No me importaba que aquella pandilla de cretinos de Ace y los demás me respetaran o creyeran que era idiota, o el que ni siquiera pensaran en mí. Pero estaba Chris para preocuparse. Su hermano Ojo le había roto un brazo por dos sitios y le había puesto la cara como una salida de sol canadiense. Le tuvieron que meter una punta de acero en el brazo. La señora McGinn vio carretera abajo a Chris arrastrándose por el arcén, sangrando de los dos oídos y leyendo una historieta de Richie Rich. Le llevó a la sala de urgencias de un hospital, donde Chris dijo al médico que le atendió que se había caído por las escaleras del sótano, a oscuras.
—Muy bien —dijo el médico, tan disgustado con Chris como el doctor Clarkson conmigo; y llamó al alguacil Bannerman.
Mientras el médico hacía esta llamada desde su despacho, Chris avanzó lentamente por el vestíbulo, sujetando el cabestrillo provisional contra el pecho para que no se le moviera el brazo y los huesos rotos se rozaron unos con otros; y utilizó una moneda para llamar por teléfono a la señora McGinn (más tarde me contó que era la primera llamada a pagar en destino que hacía en su vida y que le aterraba la idea de que la señora McGinn pudiera negarse a aceptarla. Pero la aceptó).
—Chris, ¿estás bien? —le preguntó.
—Sí, gracias —contestó Chris.
—Lamento no haberme podido quedar contigo, pero tenía pasteles en el…
—No se preocupe, señora McGinn —dijo Chris—. ¿Puede ver usted el Buick en nuestro patio de entrada?
El Buick era el coche que conducía la madre de Chris. Tenía diez años y cuando se calentaba el motor olía a zapatos fritos.
—Sí, ahí está —dijo la señora McGinn con cautela. Mejor sería no meterse mucho en los asuntos de aquellos Chambers. Basura blanca pobre; irlandeses miserables.
—¿Podría ir usted a casa y decirle a mamá que baje al sótano y quite la bombilla del portalámparas?
—Oye, Chris, en realidad… mis pasteles…
—Dígale —dijo Chris, implacable— que lo haga de inmediato. A menos que quiera que mi hermano vaya a la cárcel.
Hubo una larga y prolongada pausa, tras la cual la señora McGinn aceptó dar el recado. No hizo preguntas y Chris no le dijo mentiras. El aguacil Bannerman fue a la casa de los Chambers, pero Richie Chambers no fue a la cárcel.
También Vern y Teddy recibieron lo suyo, aunque no tanto como Chris y yo. Cuando Vern llegó a casa, Billy estaba esperándole. Se le acercó por detrás con un tubo y le atizó con bastante fuerza como para dejarle inconsciente con cuatro o cinco porrazos. Vern solo estaba atontado, pero Billy temió haberle matado y le dejó. Y una tarde, cuando Teddy volvía del club a casa, le agarraron entre tres. Le dieron de puñetazos y le rompieron las gafas. Él les hizo frente, pero dejaron de pegarle cuando vieron que les buscaba a tientas como un ciego.
Vagábamos juntos por el colegio como los restos de una fuerza de asalto coreana. Nadie sabía con exactitud lo que había pasado, pero todos entendían que habíamos tenido un encontronazo muy grave con los mayores y que nos habíamos portado como hombres. Corrieron algunos rumores. Todos ellos absolutamente falsos.
Cuando nos quitaron las escayolas y desaparecieron las marcas de los porrazos, Vern y Teddy se alejaron. Habían descubierto a un grupo de chavales de su edad a los que podían dominar. Casi todos eran tontos de verdad, lelos, pequeños cretinos de quinto curso, pero Vern y Teddy seguían trayéndoles a la casa del árbol mandándoles de allá para acá y pavoneándose con ellos como generales nazis.
Chris y yo empezamos a ir cada vez menos al club y al cabo de un tiempo el lugar era suyo por abandono. Recuerdo que fui una vez en la primavera del sesenta y uno, y el lugar no me gustó nada. No recuerdo haber vuelto. Vern y Teddy se fueron convirtiendo lentamente en dos caras más en los estudios o los castigos de las tres y media. Nos saludábamos con un gesto, nos decíamos hola. Y eso era todo. Sucede. Los amigos entran y salen de tu vida como ayudantes de camarero en un restaurante, ¿no te has fijado nunca? Pero cuando pienso en aquel sueño, los cadáveres tirando de mí implacablemente bajo el agua, me parece bien que así sea. Algunos se ahogan, eso es todo. No es justo, pero sucede. Algunas personas se ahogan.
33
Vern Tessio murió en un incendio que destruyó un edificio de apartamentos de Lewiston en mil novecientos sesenta y seis (en Brooklyn y en el Bronx llaman a ese tipo de edificios de apartamentos «casas pobres», creo). El departamento de bomberos comunicó que el incendio se inició hacia las dos de la madrugada y para el amanecer todo el edificio era solo un montón de ceniza en el hueco del sótano. Había habido una gran juerga; y Vern estaba allí. Alguien se durmió en uno de los dormitorios con el cigarrillo encendido, tal vez el propio Vern, completamente ido, pensando en sus monedas enterradas bajo el porche. A Vern y a otros cuatro que murieron en el incendio, les identificaron por la dentadura.
Teddy terminó en un sórdido accidente de coches. Creo que fue en el setenta y uno, o tal vez a principios del setenta y dos. Cuando yo era pequeño había un dicho que decía: «Si sales adelante solo eres un héroe. Lleva a alguien contigo y serás una mierda». A Teddy, que lo único que había deseado, desde que tuvo edad suficiente para desear algo, fue ingresar en el Ejército, le rechazaron en las Fuerzas Aéreas y le declararon no apto en la oficina de reclutamiento. Solo hacía falta verle las gafas y el aparato del oído para saber que ocurriría aquello; cualquiera se habría dado cuenta… cualquiera, salvo Teddy. En su primer año de instituto le castigaron a no ir durante tres días a clase por llamar saco de mierda al tutor. Él había observado que Teddy iba con mucha frecuencia (casi todos los días) a inspeccionar nuevas informaciones sobre el Ejército. Así que le dijo a Teddy que sería mejor que pensara en otra carrera y fue precisamente entonces cuando Teddy perdió los estribos.
Iba un año retrasado por faltas repetidas, faltas de puntualidad y asistencia a cursos de retrasados… pero consiguió graduarse. Tenía un Chevrolet Bel Air antiguo y lo usaba para recorrer los mismos lugares que antes que él habían frecuentado Ace y Bracowicz: la sala de billares, el salón de baile, Suckey’s Tavern, que ahora está cerrada, y Mellow Tiger, que no lo está. Con el tiempo, consiguió un trabajo en el Departamento de Obras Públicas de Castle Rock, para rellenar agujeros.
El accidente ocurrió en Harlow. El coche de Teddy iba lleno de amigos suyos (dos de los cuales habían pertenecido al grupo aquel que él y Vern se habían dedicado a mangonear allá por mil novecientos sesenta), y se estaban pasando un par de porros y un par de botellas de Popov. Chocaron contra un poste, que arrancaron, y dieron seis vueltas de campana. Una de las muchachas resultó técnicamente viva. Permaneció seis meses en lo que las enfermeras y enfermeros del Hospital General de Maine llaman «Sala de Coles y Nabos», hasta que algún alma caritativa le desconectó el aparato de respiración artificial. Teddy Duchamp recibió a titulo póstumo el premio del Cerote de Oro del Año.
Chris se apuntó a los cursos para la universidad en su segundo año de la primera etapa del instituto (los dos sabíamos que, si esperaba más para hacerlo, sería demasiado tarde; no podría ponerse al día). Todos le riñeron por ello: sus padres, que consideraban que estaba dándose tono; sus amigos, la mayoría de los cuales le tildaron de mariquita; el tutor, que no le consideraba capacitado para conseguirlo, y casi todos los profesores, a quienes no agradaba precisamente su presencia (peinado con un gran flequillo de lado, chaqueta de cuero, botas de mecánico) materializándose en sus clases sin previo aviso. Se advertía a simple vista que el ver aquellas botas y aquella cazadora con tantas cremalleras les ofendía por considerarlas irreconciliables con materias tan elevadas como el álgebra, el latín y las ciencias naturales; semejante atuendo solo era concebible en los muchachos que seguían la formación profesional. Chris se sentaba entre aquellos chicos y chicas vivarachos y bien vestidos de las familias de clase media de Castle View y Brickyard Hill cual un Grendel mudo y caviloso que en cualquier momento pudiera volverse contra ellos rugiendo estruendosamente y engullirlos con sus caros zapatitos, sus vistosas camisas y sus jerséis Peter Pan incluidos.
Estuvo a punto de renunciar por lo menos una docena de veces aquel año. Le acosaba especialmente su padre, que le acusaba de creerse mejor que él, y de querer «ir a la universidad para poder arruinarme». Una vez, le rompió una botella de Rhinegold en la nuca y Chris terminó otra vez en la sala de urgencias del hospital, donde le tuvieron que dar cuatro puntos para cerrar la herida. Sus antiguos amigos, la mayoría de los cuales se estaban ahora especializando en el Área del Humo, se reían de él por la calle. El tutor intentó convencerle de que hiciera al menos algunas asignaturas de formación profesional para que luego no tuviera que partir de cero. Y, por supuesto, lo peor era esto: había estado haciendo el vago durante los primeros siete años de sus estudios y ahora le llegaba el momento de pagar la factura con creces.
Estudiábamos juntos casi todas las noches, a veces hasta seis horas seguidas. Después de aquellas sesiones acababa siempre agotado, y, a veces, incluso asustado: asustado por su incrédula rabia por lo espantosamente elevada que era aquella factura. Antes incluso de que pudiera empezar a entender los principios del álgebra, tenía que aprender de nuevo los quebrados, de los que él y Vern y Teddy ni siquiera se habían enterado por pasarse la clase jugando al «billar de bolsillo».
Antes de empezar siquiera a entender el Pater noster qui est in caelis, tenía que aprender lo que eran los sustantivos, y las preposiciones y los complementos. Dentro de su libro de gramática, con letras bien claras, estaban las palabras: A LA MIERDA LOS GERUNDIOS. Tenía buenas ideas para las redacciones, pero su ortografía era realmente infame y en cuanto a la puntuación, parecía que puntuase con una escopeta. Destrozó un ejemplar de Warriner’s y se compró otro en una librería de Portland, que fue el primer libro de pasta dura que poseyó realmente, y que se convirtió para él en una especie de Biblia.
Pero para nuestro primer curso de la segunda etapa en el instituto, ya le habían aceptado. Ninguno logró grandes honores, pero yo quedé en séptimo lugar y él en el decimonoveno. A ambos nos admitieron en la Universidad de Maine, pero yo fui al campus de Orono y él se matriculó en el de Portland. En Derecho. ¿Te imaginas? Más latín.
Salimos durante todo el bachillerato, pero no hubo jamás una chica entre nosotros. ¿Puede dar eso la impresión de que éramos maricas? Eso habrían pensado casi todos nuestros antiguos amigos, incluidos Vern y Teddy. Pero era solo cuestión de supervivencia. Ambos estábamos en apuros y nos aferrábamos el uno al otro. Creo que ya he explicado el caso de Chris; mis motivos para aferrarme a él no eran tan precisos. Su deseo de salir de Castle Rock y de la sombra de la fábrica me parecía que era lo mejor de mí, mi mejor parte, y no podía dejarle flotar o hundirse a su suerte. Si él se hubiera ahogado, creo que aquella parte mía se habría ahogado también con él.
Casi a finales de mil novecientos setenta y uno, Chris entró un día en un bar de Portland a tomar un plato combinado. Justo delante suyo, dos individuos empezaron a discutir sobre quién de los dos iba primero en la cola. Uno de ellos sacó una navaja. Y Chris, que siempre había sido el mejor de la pandilla en lo de conseguir que hiciéramos las paces, se interpuso entre los dos y recibió un navajazo en la garganta. El hombre de la navaja había cumplido condena en varias instituciones penitenciarias; hacía solo una semana que acababa de salir de la prisión estatal de Shawshank. Chris murió casi instantáneamente.
Leí la noticia en el periódico (Chris estaba terminando su segundo año de estudios para graduados). Yo, por mi parte, llevaba año y medio casado y era profesor de inglés en un instituto de enseñanza media. Mi esposa estaba embarazada y yo estaba intentando escribir un libro. Cuando leí la noticia: ESTUDIANTE RECIBE CUCHILLADA MORTAL EN RESTAURANTE DE PORTLAND, le dije a mi esposa que salía a tomar un batido de leche. Salí del pueblo en el coche, aparqué a un lado de la carretera y lloré por Chris. Lloré durante casi una maldita media hora, creo. No podía hacerlo delante de mi esposa, pese a lo mucho que la quiero. Hubiera sido una debilidad.
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¿Y yo?
Como ya dije, ahora soy escritor. Muchísimos críticos creen que lo que escribo es una mierda. Y muchas veces creo que tienen razón… pero aún me entusiasma poner esas dos palabras «Escritor independiente» en el apartado de profesión de los formularios que hay que rellenar en los despachos de los médicos y en las oficinas de créditos. Mi historia se parece tantísimo a un cuento de hadas que resulta absurda.
Vendí mi libro e hicieron una película, que tuvo excelentes criticas y además fue un éxito extraordinario. Y todo esto había ocurrido ya cuando yo tenia veintiséis años. También de mi segundo libro se hizo una película. Y del tercero. Ya os lo dije: es absolutamente absurdo. De momento, a mi esposa no le molesta que yo esté durante el día por la casa y ya tenemos tres hijos. Los tres me parecen perfectos y soy bastante feliz.
Pero, como ya he dicho, escribir no es tan fácil ni divertido como antes. A veces tengo fortísimos dolores de cabeza, y entonces tengo que quedarme echado en una habitación a oscuras hasta que se me pasan. Dice el médico que no son verdaderas migrañas; él los llama «dolores de tensión» y me aconseja que trabaje menos. A veces me obsesiono. Es un hábito absurdo, pero no puedo evitarlo. Y me pregunto si tendrá algún sentido lo que estoy haciendo, y qué es lo que me corresponde hacer en un mundo en el que un hombre puede hacerse rico jugando a «imaginemos».
Pero es curioso cómo volví a ver a Ace Merrill. Mis amigos han muerto, pero Ace está vivo. Le vi saliendo del aparcamiento de la fábrica nada más sonar las tres, la última vez que bajé a mis hijos a visitar a mi padre.
Ya no tenía el Ford del cincuenta y dos, sino una rubia Ford del setenta y siete. Una desvaída pegatina decía REAGAN/ BUSH 1980. Llevaba el pelo cortado al cepillo y estaba gordo. Los rasgos afilados y agradables que yo recordaba habían desaparecido bajo un alud de carne. Yo había dejado a los niños con papá el tiempo suficiente para ir al centro y comprar el periódico. Esperaba en la esquina de las calles Maine y Carbine y él me lanzó una mirada mientras yo esperaba para cruzar. No hubo indicio alguno de reconocimiento en el rostro de aquel individuo de treinta y dos años que, en otra dimensión temporal, me había partido la nariz.
Le observé mientras dejaba su Ford en el sucio aparcamiento que hay junto al Mellow Tiger, salir, tironearse de los pantalones y entrar en el local. Podía imaginarme el breve fragmento de Oeste rural cuando abrió la puerta, la breve vaharada de Knick y Gansert de barril, los gritos de recibimiento de los otros parroquianos cuando cerró la puerta y posó su inmenso trasero en el mismo taburete que seguramente le había aguantado al menos durante tres horas todos los días de su vida (excepto los domingos) desde que tenía veintiún años.
Así que ahora Ace es eso, pensé.
Miré hacia la izquierda: más allá de la fábrica podía verse el río Castle, no tan caudaloso ya, pero algo más limpio, corriendo aún bajo el puente entre Castle Rock y Harlow. El viaducto de caballetes que había río arriba ha desaparecido, pero el río sigue aún su curso. Yo también.