EL CUERPO
1
Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Claro que eso no es todo, ¿verdad? Todo aquello que consideramos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos, como marcas hacia un tesoro que los enemigos ansiaran robarnos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos solo con la mirada extrañada de la gente que no entiende en absoluto lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante como para que casi se nos quiebre la voz al contarlo. Creo que eso es precisamente lo peor. Que el secreto lo siga siendo, no por falta de un narrador, sino por falta de un oyente comprensivo.
Tenía yo casi trece años cuando vi por primera vez a una persona muerta. Ocurrió en mil novecientos sesenta, hace ya mucho tiempo… aunque, a veces, no me parece tanto. Sobre todo, cuando despierto de noche tras haber visto en sueños el granizo que caía en sus ojos abiertos.
2
En Castle Rock teníamos una casita junto a un olmo que se alzaba en un amplio solar. Ahora hay allí una empresa de mudanzas y el olmo ha desaparecido. Progreso. Nuestra casa del árbol era una especie de club social, aunque no tenía nombre. Íbamos al club unos cinco o seis chavales fijos y algunos otros tontorrones que solían merodear por allí y a los que solíamos dejar subir cuando había una partida de cartas y necesitábamos nuevas víctimas. Jugábamos casi siempre a las veintiuna, cinco centavos límite; pero podías ganar el doble con la jota y cinco cartas… o triple con seis cartas, aunque Teddy era el único tan demente como para arriesgarse a eso.
Habíamos hecho las paredes de la casita con tablones que sacamos del muladar que había detrás del almacén de madera y material de construcción de Carbine Road (estaban astillados y llenos de agujeros de los nudos de la madera que habíamos taponado con papel higiénico y servilletas de papel), y el tejado era de hojalata; lo sacamos del mismo lugar, sin perder un segundo de vista al perro, que teóricamente era un gran monstruo devoraniños. En el mismo sitio también, y el mismo día, encontramos una portezuela de tela metálica. Impedía el paso a las moscas, pero estaba realmente herrumbrosa; quiero decir absolutamente herrumbrosa. Fuera cual fuera la hora del día a la que miraras al exterior por ella, siempre parecía la hora del ocaso.
Además de ser un buen sitio para jugar a las cartas, nuestro club lo era también para fumar cigarrillos y mirar libros de mujeres desnudas. Teníamos una media docena de ceniceros abollados de lata, con la palabra CAMEL en el fondo, una cantidad considerable de fotos de las páginas centrales de revistas clavadas a las astilladas paredes, veinte o treinta barajas viejas (a Teddy se las proporcionó su tío, que llevaba la papelería de Castle Rock; cuando este le preguntó un día a qué jugábamos, le contestó que a una juego de cartas llamado cribbage, y a su tío le pareció bien), una serie de fichas de plástico, de póquer, y un montón de revistas con historias policíacas que dejábamos siempre por allí para cuando no había otra cosa en que entretenerse. También habíamos hecho un compartimiento secreto de veinticinco por treinta centímetros bajo el suelo, para esconder todo este material en las contadas ocasiones en que el padre de alguno de los chicos decidía que era hora de darse una vueltecita por nuestro club, ya sabes, esa costumbre de los mayores de «hay-que-ver-qué-buenos-colegas-somos». Estar en el club cuando llovía era como estar en el interior de un tambor jamaicano… pero aquel verano no llovió.
Según los periódicos, era el verano más caluroso y seco desde mil novecientos siete, y el último viernes de vacaciones, víspera del Día del Trabajo, hasta las varas de oro de los campos y las cunetas de los caminos, estaban resecas y sedientas. Aquel verano, ningún huerto había producido lo suficiente para hacer conservas, y las grandes estanterías de material de enlatado de Red & White de Castle Rock esperaban en vano acumulando polvo. Nadie tenía gran cosa que conservar aquel verano, a no ser que quisieran hacer vino de diente de león.
Pues, aquel viernes que digo, por la mañana estábamos en el club Teddy, Chris y yo, mirándonos lúgubremente y lamentándonos del inminente principio de curso y jugando a las cartas e intercambiando los manidos chistes de siempre sobre vendedores y franceses. («¿Cómo sabes que ha pasado un francés por tu corral? Bueno, porque los cubos de basura están vacíos y el perro preñado.» Teddy intentaba hacerse el ofendido, aunque él era el primero en transmitir un chiste en cuanto lo oía, pero sustituyendo a los franceses por polacos.)
El olmo daba buena sombra, pero nos habíamos quitado las camisas para no sudarlas demasiado. Estábamos jugando al scat, uno de los juegos de cartas más estúpidos que se hayan inventado; hacía demasiado calor para pensar en algo más complicado. Hasta mediados de agosto se formaban siempre buenas y concurridas partidas, pero a partir de entonces los chicos se dispersaban. Demasiado calor.
Me tocaba a mí y pintaba picas. Había empezado con trece, conseguido un ocho para hacer veintiuna y no había pasado nada desde entonces. Robó Chris. Tomé mi última mano: nada que mereciera la pena.
—Veintinueve —dijo Chris.
—Veintidós —dijo Teddy, con cierto disgusto.
—A la porra —dije yo, y eché las cartas en la mesa boca abajo.
—Gordie fuera, el bueno de Gordie agarra la bolsa y se larga —trompeteó Teddy y soltó su especial risa patentada Teddy Duchamp, iiii, iiii, iiii, que sonaba igual que un clavo oxidado raspando madera podrida.
Todos sabíamos que Teddy era raro. Tenía nuestra misma edad, casi trece, pero entre las gafas gruesas y el aparato del oído, parecía un viejo. Los chicos intentaban siempre gorrearle cigarrillos en la calle, engañados por el bulto de la camisa, que, en realidad, era la batería del aparato del oído.
Pese a las gafas y al botón color piel enroscado siempre en su oído, no veía demasiado bien ni entendía siempre lo que le decías. Para jugar al béisbol, le colocábamos entre Chris, que se situaba en el jardín izquierdo, y Billy Greer, que lo hacía en el derecho. Y luego nos limitábamos a esperar que no le llegara nunca la pelota, porque, la viera o no, se iría detrás de ella. Alguna que otra vez, de todos modos, recibía un buen porrazo y en una ocasión se dio de morros contra la cerca de nuestro club y se desmayó. Se quedó allí de espaldas con los ojos en blanco casi cinco minutos; yo me asusté. Luego volvió en sí y empezó a dar vueltas, sangrando por la nariz, con un gran chichón en la frente y lanzando insultos contra la pelota.
Sus defectos de visión eran de nacimiento, aunque no así su sordera. Por aquella época estaba de moda llevar el pelo muy corto, de forma que las orejas parecían las asas de un cántaro, bien descubiertas; pues Teddy fue el primero en llevar el pelo estilo Beatles cuatro años antes de que en Estados Unidos se empezara a oír hablar de este conjunto. Sus orejas parecían dos grumos de cera caliente, por eso las llevaba tapadas.
Cuando Teddy tenía ocho años (cuatro años antes de aquel verano) su padre se enfureció con él porque rompió un plato. Su madre estaba trabajando en la fábrica de calzado de Sooth Paris cuando esto ocurrió, y cuando se enteró de lo sucedido ya no podía hacer nada.
Su padre le agarró, le llevó a la gran cocina de leña que había detrás de la cocina de su casa y le sujetó la cabeza de lado contra la plancha de hierro ardiente. Le tuvo así unos diez segundos, le alzó luego la cabeza tirándole del pelo y le colocó del otro lado. Llamó a continuación al centro médico, a la unidad de urgencias, para que fueran a buscar a su hijo. Colgó el teléfono, fue al armario, agarró su 410 y se sentó con él sobre las rodillas a ver la tele. Cuando llegó la señora Burroughs, la vecina de al lado, a preguntar si le pasaba algo a Teddy porque le había oído llorar, el padre de Teddy le apuntó con el arma. La mujer salió disparada de casa de los Duchamp, aproximadamente a la velocidad de la luz, se encerró con llave en su propia casa y llamó a la policía. Cuando llegó la ambulancia, el señor Duchamp dejó pasar a los enfermeros y volvió al porche de atrás para hacer guardia mientras llevaban a Teddy en camilla a la ambulancia.
El padre de Teddy explicó a los enfermeros que, aunque los malditos oficiales decían que la zona estaba ya limpia, seguía habiendo alemanes emboscados por todas partes. Uno de los enfermeros le preguntó si creía que podría resistir. Él soltó una sonrisita y repuso que si hacía falta resistiría hasta que el infierno se convirtiera en concesionario de neveras Frigidaire. El enfermero le saludó y el padre de Teddy le dio una palmada en la espalda. A los pocos minutos de haber partido la ambulancia, llegó la policía y relevó del servicio al señor Duchamp.
Llevaba un año haciendo cosas raras como disparar a los gatos y quemar buzones, y después de esta última atrocidad, celebraron un juicio rápido y le mandaron a Togus, que es un hospital para veteranos del Ejército. Togus es donde te corresponde ir cuando a tu caso se le aplica el artículo ocho. El padre de Teddy había tomado la playa de Normandía, y esa era la explicación que daba nuestro amigo. A pesar de todo lo que le había hecho, estaba orgulloso de su viejo y acompañaba siempre a su madre a visitarle todas las semanas.
Creo que era el chaval más simple de los alrededores, y además estaba completamente chiflado. Corría los riesgos más absurdos que puedas imaginar y conseguía salir indemne de ellos. Lo más increíble era lo que él llamaba «regatear camiones». Corría delante de ellos por la carretera, a escasos milímetros a veces. Sabe Dios los infartos que provocaría, y se reía mientras el golpe de viento del camión agitaba su ropa al pasar. Nosotros nos asustábamos mucho, porque tanto con las gafas de culo de botella como sin ellas veía bastante mal. Creíamos que era solo cuestión de tiempo el que uno de aquellos camiones le atropellara. Y había que tener sumo cuidado a la hora de desafiarle a algo, porque no se le ponía nada por delante.
—¡Gordie fuera, iii, iii, iii!
—¡Mierda! —dije, y abrí una revista para leer mientras ellos seguían jugando. Empecé a leer «Mató a la linda estudiante a patadas en el ascensor» y a los pocos minutos estaba enfrascado en la historia.
Teddy recogió sus cartas, les echó una mirada rápida y dijo:
—Cierro.
—Asqueroso cuatro ojos de mierda —gritó Chris.
—El asqueroso cuatro ojos tiene cien ojos —dijo Teddy muy serio, y tanto Chris como yo soltamos la carcajada.
Teddy nos miró un poco sorprendido, como si se preguntara de qué nos reíamos. Esa era otra de sus cosas, siempre tenía salidas como lo de «el asqueroso cuatro ojos tiene cien ojos» y nunca podías estar seguro de si se proponía hacer gracia o era pura casualidad. Nos miraba con el ceño fruncido mientras nos reíamos, como diciendo: «Bueno, ¿y qué pasa ahora?».
Teddy tenía trío de jotas, dama y rey de trébol. Chris tenía solo dieciséis y quedaba eliminado.
Teddy estaba barajando a su modo desmañado y yo estaba llegando a la parte más emocionante de la historia (en la que el marinero perturbado de Nueva Orleans le hace el zapateado especial a la estudiante del Bryn Mawr College porque no soporta los lugares cerrados), cuando oímos que alguien subía a toda prisa la escalera, y, acto seguido, una llamada en la trampilla.
—¿Quién va? —gritó Chris.
—¡Vern! —parecía nervioso y jadeante.
Me acerqué a la trampilla y solté el cierre. La trampilla saltó hacia arriba y Vern Tessio, otro de los asiduos del club, saltó al interior. Sudaba a mares y tenía el pelo, que llevaba siempre en una perfecta imitación de su ídolo de rock-and-roll Bobby Rydell, chorreante y revuelto.
—¡Ay! ¡Buf! —resolló—. ¡Esperad que os lo cuente…, esperad!
—¿Que nos cuentes qué? —le pregunté.
—Dadme un respiro, por favor. Vengo corriendo desde mi casa sin parar.
—He venido corriendo todo el camino desde casa —canturreó Teddy, en un espantoso falsetto Little Anthony—. Solo para decir que lo sieeento.
—Vete a la mierda —dijo Vern.
—Estoy muy cerca de ella —le contestó Teddy sagazmente.
—¿Has venido corriendo desde tu casa sin parar? —preguntó Chris incrédulo—. Oye, tío, estás chiflado. —Vern vivía a unos tres kilómetros—. La temperatura debe llegar a los cuarenta grados ahí fuera.
—Merecía la pena —dijo Vern—. Por Cristo bendito que no os lo vais a creer. En serio.
Hizo un gesto de jurar, como para asegurarnos su absoluta sinceridad.
—Bueno, bueno, ¿qué? —dijo Chris.
—¿Os dejarían dormir fuera en la tienda esta noche? —nos miraba serio y anhelante. Sus ojos parecían dos uvas pasas hundidas en círculos de sudor—. Quiero decir si pedís permiso a vuestros padres para acampar al aire libre detrás de mi casa, en el campo…
—Sí, creo que sí —dijo Chris, tomando las cartas y mirándolas—. Claro que mi padre está de malas. Bueno, ya sabéis, la bebida.
—Tienes que conseguir que te deje —dijo Vern—. De verdad que no vais a creerlo. ¿Y a ti, Gordie, crees que te dejarán?
—Supongo que sí.
Normalmente solían darme permiso para cosas así… la verdad es que durante todo el verano había sido una especie de Chico Invisible. Mi hermano mayor, Dennis, había muerto en abril en un accidente. Fue en Fort Benning, Georgia, pues estaba en el Ejército… Iba con otro tipo en jeep al almacén y un camión militar les dio de costado. Dennis murió en el acto y su pasajero seguía todavía en coma. Dennis habría cumplido veintidós años a la semana siguiente. Yo ya había elegido una tarjeta de felicitación para él.
Lloré cuando me lo dijeron y también lloré en el funeral y no podía creer que Dennis hubiera muerto, que alguien que solía darme cachetes o asustarme con una araña de goma hasta hacerme llorar, y darme un beso cuando me caía y me raspaba las rodillas y sangraba y decirme al oído «Vamos, deja ya de llorar, niño»…, que aquella persona que me había tocado, pudiera haber muerto… y mis padres parecían absolutamente vacíos. Para mí, Dennis había sido poco más que un conocido. Me llevaba diez años, comprendes, y tenía sus propios amigos y compañeros de clase. Claro que comimos en la misma mesa durante muchos años y que a veces fue mi amigo y a veces mi torturador, pero la mayor parte del tiempo fue, bueno, simplemente un individuo. Cuando murió, llevaba un año fuera, quitando un par de permisos que había pasado en casa. Hasta mucho tiempo después no comprendí que en realidad había llorado más que nada por papá y por mamá, aunque no creo que mi llanto nos beneficiara mucho ni a mí ni a ellos.
—Bueno, ¿vas a decirnos de una puñetera vez de qué se trata o no, Vern? —preguntó Teddy.
—Cierro —dijo Chris.
—¿Qué? —gritó Teddy, olvidándose por completo de Vern—. ¡Mentiroso de mierda! ¡Es absolutamente imposible, no puedes hacerlo!
Chris sonrió con aire de superioridad.
—Anda, roba, imbécil.
Teddy tendió la mano hacia el montón de cartas, Chris tendió la mano hacia los Winstons de la repisa que había detrás de él. Yo me incliné para recoger mi revista.
Vern Tessio dijo entonces:
—Bueno, ¿queréis o no queréis ver un cadáver?
Todos quedamos paralizados.
3
Lo habíamos oído por la radio, claro. Teníamos en el club una Philco con la caja toda agrietada, que también habíamos encontrado en el basurero y que siempre estaba funcionando. Normalmente sintonizábamos una emisora de Lewinston que emitía los éxitos musicales del momento y los antiguos como «Wath in the World’s Come Over You», de Jack Scott, y «This Time», de Troy Shondell, y «King Creole», de Elvis, y «Only the Lonely», de Roy Orbison. A la hora de los noticieros, nos desconectábamos mentalmente y no oíamos. En general, no era más que un montón de paparruchas sobre Kennedy y Nixon y Quemoy y Matsu y el fallo de los cohetes y no sé qué diablos sobre lo que era Castro en realidad. Pero todos habíamos prestado atención a la historia de Ray Brower, supongo que porque se trataba de un chico de nuestra edad.
Era de Chamberlain, un pueblecito que quedaba a unos sesenta kilómetros de Castle Rock, hacia el este. Tres días antes de que Vern irrumpiera en el club tras una carrera de tres kilómetros, Ray Brower había salido de casa con una olla de su madre a buscar arándanos. Por la noche el chico no había regresado, así que los Brower llamaron al sheriff del condado y la búsqueda se inició. Primero solo por los alrededores de la casa del muchacho, y luego hasta los pueblos próximos de Motton y Durham y Pownal. En la búsqueda participaron policías, ayudantes, guardabosques y voluntarios. Pero a los tres días el niño seguía sin aparecer. Al oírlo por la radio, daba la impresión de que no iban a encontrar vivo al pobre infeliz, de que al final la búsqueda terminaría sin que consiguieran nada. Podía haberse asfixiado bajo un alud de arena o haberse ahogado en un arroyo y tal vez al cabo de diez años algún cazador tropezara con sus huesos. Estaban dragando las lagunas de Chamberlain y el embalse de Motton.
Hoy día no podría ocurrir nada parecido; prácticamente toda la zona está comunicada con carreteras y pistas y las comunidades dormitorio que rodean Portland y Lewinston se han extendido como los tentáculos de un calamar gigante. El bosque sigue allí y se hace más cerrado a medida que te adentras en él hacia el oeste, hacia las Montañas Blancas; pero, si puedes aguantar de pie el tiempo suficiente para recorrer ocho kilómetros en la misma dirección, estáte seguro de que cruzarás alguna carretera de doble sentido. Pero en mil novecientos sesenta toda la zona entre Chamberlain y Castle Rock era casi virgen y algunos lugares no se habían explotado forestalmente desde antes de la Segunda Guerra Mundial. En aquellos tiempos, aún era posible adentrarse en el bosque y perderse y morir solo allí.
4
Vern Tessio había estado cavando aquella mañana debajo del porche de su casa.
Cuando nos lo dijo, todos entendimos de qué se trataba, pero tal vez deba hacer un alto para explicarlo. A Teddy Duchamp le faltaba alguna hora de sol, pero desde luego Vern Tessio no le iba muy a la zaga. Aun así, su hermano Billy era todavía más tonto, como veréis. Pero antes he de contar por qué cavaba Vern bajo su porche.
Cuando tenía ocho años, hacía cuatro, por tanto, un día enterró un tarro lleno de centavos bajo el porche de su casa. Vern llamaba «cueva» a la gran zona oscura que quedaba bajo el porche. Se traía entre manos una especie de juego de piratas y aquel tarro lleno de centavos era su tesoro enterrado (claro que si jugabas con él a piratas no podías decir el tesoro enterrado, tenías que decir «el botín»). Así que enterró bien hondo el tarro con el dinero, volvió a rellenar el agujero y cubrió la tierra removida con las hojas que se habían ido amontonando bajo el porche a lo largo de los años. Dibujó un mapa del tesoro y lo guardó en su cuarto con sus cosas. Y durante meses se olvidó por completo del asunto. Y luego, un buen día, le hacía falta dinero para ir al cine o para algo parecido, y se acordó de su tesoro y fue a buscar el mapa. Pero para entonces su madre había ordenado ya dos o tres veces el cuarto de Vern y había recogido todos los papeles de deberes escolares atrasados y papeles de caramelos y tebeos y cuentos, y tal vez los hubiera usado para prender el fuego por la mañana algún día.
O al menos eso fue lo que pensó Vern.
Intentó localizar el lugar del tesoro sin el mapa y se puso a cavar donde creía que debía estar. Nada. Cavó a derecha e izquierda del lugar. Nada. Al fin renunció y lo dejó por aquel día; pero seguía intentándolo y cavando de vez en cuando. Y así llevaba cuatro años, oye. Cuatro años. ¿Qué te parece? No sabías si echarte a reír o a llorar.
El asunto había llegado a obsesionarle. El porche delantero de la casa de los Tessio ocupaba toda la fachada, tendría unos doce metros de largo por dos y medio de ancho y Vern había cavado toda aquella superficie centímetro a centímetro por lo menos un par de veces sin encontrar ni rastro de las monedas. Y con el tiempo, el número de centavos se había ido multiplicando, claro. Al principio, nos dijo a Chris y a mí que debían de ser en total unos tres dólares. Al cabo de un año eran ya cinco y últimamente se aproximaban a los diez, según lo mal que anduviera de pasta.
De vez en cuando, intentábamos hacerle entender lo que a todos nos parecía evidente: que su hermano Billy se había enterado y se lo había quitado. Pero Vern se negaba a creerlo, aunque odiaba a Billy como los árabes a los judíos y le hubiera encantado condenarle a pena de muerte, por ratero, si alguna vez hubiera tenido ocasión de hacerlo. También se negaba a preguntárselo directamente. Tal vez temiera que se echara a reír en sus narices y le dijera: Claro que los apañé, enano cretino; había unos veinte pavos en centavos en aquel tarro, y me los gasté todos, hasta el último. Así que, en lugar de preguntárselo, optaba por dedicarse a cavar en busca de su tesoro siempre que tenía ánimos (y, por supuesto, cuando Billy no andaba por allí cerca). Y salía siempre a rastras de debajo del porche, con los pantalones llenos de polvo y el pelo lleno de hojas y las manos vacías. Le tomábamos el pelo cantidad con este asunto y le llamábamos Centavo Tessio. Creo que vino tan deprisa con la noticia al club no solo para comunicárnosla, sino para demostrar que al fin había resultado algo bueno de su búsqueda del tesoro.
Aquella mañana se había levantado el primero, había tomado sus copos de maíz y estaba echando tiros en el aro que había sobre la puerta del garaje y como no tenía gran cosa que hacer ni nadie con quien jugar decidió una vez más buscar su dinero. Y a ello estaba entregado cuando oyó la puerta de la casa. Se quedó helado y procuró no hacer ruido. Si era su padre, saldría a rastras; si era Bill, se quedaría allí hasta que él y el delincuente juvenil de su amigo se largaran.
Oyó las pisadas de dos personas en el porche y luego la voz temblona y balbuceante del mismísimo Charles Hogan, que decía:
—Cielo santo, Billy, ¿qué vamos a hacer?
Vern nos contó que solo al oír a Charles Hogan hablar en aquel tono (Charlie era uno de los chicos más rudos del pueblo) aguzó los oídos. Después de todo, Charlie andaba con Ace Merrill y Ojo Chambers… y si andas con tipejos de esa ralea has de ser duro.
—Nada —dijo Bill—. Eso es lo que vamos a hacer. Nada.
—Pero algo tenemos que hacer —dijo Charlie; y ambos se sentaron en el porche muy cerca de donde estaba acurrucado Vern—. ¿No le viste?
Vern se arriesgó a acercarse un poco más a los peldaños, muerto de miedo. Pensó que tal vez Billy y Charlie se hubieran emborrachado de veras y hubieran atropellado a alguien. Vern procuró no aplastar ninguna hoja seca al moverse. Si se daban cuenta de que estaba allí debajo y de que les estaba oyendo, seguro que lo que quedara de Vern cuando ellos terminaran cabría en una lata de comida concentrada de perro.
—No es asunto nuestro —dijo Billy Tessio—. El chico está muerto, así que tampoco a él le importa gran cosa. ¿Qué coño puede importar que le encuentren o no? A mí, desde luego, me tiene sin cuidado.
—Pero es el chico del que han estado hablando por la radio —dijo Charlie—. Mierda, seguro que lo es. Brocker, Borwer, Flowers, como diablos se llame. Tuvo que ser el maldito tren.
—Siií —dijo Billy. El sonido de una cerilla al rasparla para encenderla. Vern la vio revolotear en el camino de entrada y enseguida olió el humo del cigarrillo—. Seguro. Y tú vomitaste.
Silencio; pese a lo cual, Vern percibió las oleadas de vergüenza emanando de Charlie Hogan.
—Bueno, las chicas no se dieron cuenta —dijo Billy después de un rato—. Menos mal —por el sonido, había dado una palmada a Charlie, para animarle—. Les hubiera faltado tiempo para pregonarlo de aquí a Portland. De todas formas, nos largamos rápido. ¿Crees que se dieron cuenta de que pasaba algo?
—No —dijo Charlie—. A Marie no le gusta bajar por el camino de Harlow detrás del cementerio. Tiene miedo de los fantasmas —añadió. Y luego, con aquel tono de voz temblón y titubeante—: Dios mío, ojalá no hubiéramos agarrado aquel coche anoche. Ojalá hubiéramos ido simplemente al cine como teníamos pensado…
Charlie y Billy salían con dos adefesios llamadas Marie Dougherty y Beverly Thomas. No era normal ver semejantes espantajos fuera del circo (granos, bigote, el completo). Y algunas veces, los cuatro (o tal vez seis u ocho si iban también con sus chicas Bracowitz el Peludo y Ace Merrill), se afanaban un coche del aparcamiento de Lewiston y se largaban a dar una vuelta por el campo con dos o tres botellas de vino Wild Irish Rose y media docena de gaseosas de jengibre. Aparcaban en algún sitio de Castle View o de Harlow o Shiloh, bebían y se besuqueaban y todo eso. Y luego, dejaban el coche cerca de casa. Emociones de pacotilla en la jaula de los monos, como decía a veces Chris. No les habían pescado nunca, aunque Vern no perdía la esperanza. En realidad, abrigaba la idea de visitar a su hermano los domingos en el reformatorio.
—Si fuéramos a la poli, nos preguntarían cómo diablos llegamos a Harlow —dijo Bill—. No tenemos coche. Así que más vale que mantengamos la boca bien cerrada. Así no podrán tocarnos.
—Podríamos hacer una llamada anónima —dijo Charlie.
—Pueden localizar esas malditas llamadas —dijo lúgubremente Billy—. Lo vi en Patrulla de carretera y en Draget.
—Sí, claro —dijo Charlie, apesadumbrado—. Santo cielo, ojalá hubiera venido también Ace. Así podríamos decirles a los guris que habíamos ido hasta allí en su coche.
—Sí. Pero no vino.
—Ya —dijo Charlie. Suspiró—. Creo que tienes razón —una colilla de cigarrillo cayó en el camino—. Y tuvimos que ir a echar una meada junto a las vías, ¿eh? No podíamos haber ido en la otra dirección, ¿verdad? Y me vomité todos los zapatos —bajó un poco la voz—. Y el condenado chico estaba allí tendido, ¿sabes? ¿Tú viste bien a aquel hijoputa, Billy?
—Sí —dijo Billy, y una segunda colilla aterrizó junto a la primera en el camino—. Vamos a ver si se ha levantado ya Ace. Tengo la boca seca.
—¿Se lo vamos a decir?
—Charlie, no se lo vamos a decir a nadie. Absolutamente a nadie. ¿Me entiendes?
—Sí, Billy, te entiendo —dijo Charlie—. Santo cielo, ojalá no hubiéramos subido nunca a aquel maldito Dodge.
—Déjalo ya de una vez y vámonos.
Dos pares de piernas enfundadas en pantalones estrechos descoloridos por las lavaduras, dos pares de pies calzados con botas negras de mecánico con hebillas a los lados, bajaron los peldaños. Vern permaneció absolutamente inmóvil, paralizado («Se me pusieron por corbata», nos dijo), convencido de que su hermano le había sentido allá abajo y se disponía a sacarle a rastras y machacarle; él y Charlie Hogan hubieran acabado con los pocos sesos que el buen Dios le había concedido, y le habrían pateado luego a base de bien con sus grandes botas negras. Pero se limitaron a seguir su camino y cuando Vern se convenció de que se habían largado, salió a rastras de debajo del porche y no paró de correr hasta que llegó al club.
5
—Pues tuviste mucha suerte —le dije—. Te habrían matado.
—Sé donde queda el camino de Harlow —dijo Teddy—. Muere en la orilla del río. Solíamos ir allí a pasear.
Chris asintió.
—Antes había un puente, pero hubo una riada. Hace mucho. Ahora solo está la vía del tren.
—¿Podría realmente un chico haber hecho todo el camino desde Chamberlain a Harlow? —le pregunté a Chris—. Hay lo menos cuarenta o cincuenta kilómetros.
—Bueno, creo que sí. Lo más probable es que diera por casualidad con la vía del tren y que la siguiera. Seguro que pensó que si la seguía llegaría a algún sitio y que podría hacer señales al tren si tenía que hacerlo. Pero creo que ahora esa es una vía de mercancías (del Great Southern & Western Maine, hasta Derry y Brownsville) y de todas maneras no circulan muchos. Habría tenido que recorrer todo el camino hasta Castle Rock para salir del bosque. Se hizo de noche y al fin pasó un tren… y, zas, el topetazo.
Chris golpeó el puño derecho contra la palma izquierda, produciendo un sonido sordo. Teddy, veterano de tantas salvaciones milagrosas regateando camiones en la carretera 196, parecía un tanto complacido. Yo me sentí bastante mal imaginándome al chico tan lejos de su casa, muerto de miedo pero siguiendo tenazmente las vías, seguramente caminando sobre las traviesas, aterrado por los ruidos nocturnos de árboles y arbustos… tal vez incluso por los de las alcantarillas de debajo del firme de la vía férrea. Y aparece el tren y tal vez el gran faro le cegó los instantes suficientes para impedirle saltar a tiempo. O tal vez estuviera tirado en la vía, desfallecido de hambre cuando pasó el tren. Poco importaba ya, de todas formas. Chris estaba en lo cierto: el topetazo había sido el resultado definitivo. El chico estaba muerto.
—Entonces qué, ¿queréis ir a verle o no? —preguntó Vern. Andaba culebreando a nuestro alrededor como si no se aguantara las ganas de ir al retrete.
Durante un largo instante, todos le miramos en silencio. Hasta que Chris tiró las cartas y dijo:
—¡Claro! ¡Y os apuesto lo que queráis a que salimos en el periódico!
—¿Eeeh? —dijo Vern.
—¿Sí? —dijo Teddy, y lanzó su demencial risita de cuando «regateaba» camiones.
—Bueno —dijo Chris, inclinándose sobre la astrosa mesa de cartas—. Descubriremos el cadáver e informaremos de nuestro hallazgo. ¡Y saldremos en los periódicos!
—Oh no —dijo Vern, claramente desconcertado—. Billy sabría entonces cómo lo averigüé. Me sacará la maldita verdad a golpes.
—No —dije—, porque seremos nosotros quienes encontraremos a ese chico, no Billy y Charlie Hogan en un coche robado. Así que no tendrán que preocuparse más del asunto. Hasta puede que te pongan una medalla, Centavo.
—¿Siií? —Vern sonrió, enseñando su espantosa dentadura. Era una sonrisa de aturdimiento, como si la idea de que algo que hiciera él pudiera complacer a Billy le produjera el mismo efecto que un directo a la barbilla—. ¿Lo crees de verdad?
Teddy estaba riéndose también. Luego frunció el ceño y dijo:
—Oh-oh.
—Bueno, ¿qué? —preguntó Vern. Empezó otra vez a retorcerse, temiendo seguramente que a Teddy se le ocurriera alguna objeción realmente importante… o solo que se le ocurriera algo.
—Nuestros padres —dijo Teddy—. Si encontramos el cadáver de ese chico mañana en Harlow, se darán cuenta por fuerza de que no pasamos la noche en el campo detrás de casa de Vern.
—Claro —dijo Chris—. Y comprenderán que estábamos buscando a ese chico.
—No, no lo creo —dije. Me sentía extraño: excitado y asustado porque sabía que podíamos intentarlo y conseguirlo. La mezcla de emociones me hacía sentirme febril y con la cabeza pesada. Tomé la baraja, para tener las manos ocupadas, y empecé a barajarlas. Barajar y jugar al cribbage era casi todo lo que me quedaba de mi hermano mayor Dennis. Los otros chicos envidiaban mi habilidad barajando y creo que todos los chicos que conocía me habían pedido que les enseñara a hacerlo igual… todos excepto Chris. Supongo que solo Chris sabía que enseñarle a barajar de aquel modo a alguien sería como regalar un trocito de Dennis, y me quedaban muy pocas cosas suyas para dedicarme a repartirlas.
Dije:
—Les diremos sencillamente que nos aburría estar en el campo de Vern porque ya lo hemos hecho muchas veces y que decidimos subir por las vías y acampar en el bosque. Apuesto a que ni siquiera nos zurran, porque todo el mundo estará muy nervioso con nuestro descubrimiento.
—Mi padre me zurrará de todos modos —dijo Chris—. Esta temporada está de malas —movió lúgubremente la cabeza—. Al diablo, creo que bien merece una paliza.
—Muy bien —dijo Teddy, levantándose. Seguía con aquella sonrisa demencial, amagando con convertirla en cualquier momento en su risa estridente y cloqueante—. Nos encontraremos todos en casa de Vern después de comer. ¿Qué diremos de la cena?
—Tú y yo y Gordie podemos decirles que vamos a cenar en casa de Vern.
—Y yo le diré a mi madre que voy a cenar en casa de Chris —dijo Vern.
Aquello serviría si no surgía ningún imprevisto y si no daba la casualidad de que algunos de nuestros padres coincidieran en algún sitio. Y ni los padres de Vern ni los de Chris tenían teléfono. Por entonces había muchas familias que seguían considerando el teléfono como un lujo, especialmente las familias humildes. Y ninguno de nosotros venia precisamente de las capas superiores.
Mi padre estaba retirado. El padre de Vern trabajaba en la fábrica y todavía conducía un DeSoto del cincuenta y dos. La madre de Teddy tenía una casa en la calle Danberry y siempre que podía alquilaba una habitación. Aquel verano no la había alquilado. El letrero de SE ALQUILA HABITACIÓN AMUEBLADA llevaba colgado en la ventana de la sala de estar desde el mes de junio. Y el padre de Chris estaba prácticamente siempre «de malas»; era un borracho que cobraba el desempleo una temporada sí y otra también y se pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna de Sukey con Junior Merrill, el padre de Ace Merrill y otros dos borrachines del pueblo.
Chris no hablaba mucho de su padre, pero todos sabíamos que le odiaba a rabiar. Cada dos semanas o así, aparecía todo señalado, con moretones en las mejillas y en el cuello o con un ojo hinchado y policromado como una puesta de sol y una vez apareció en la escuela con la cabeza vendada. Otras veces ni siquiera iba a clase. Llamaba su madre diciendo que estaba enfermo, porque estaba demasiado mal para asistir a clase. Chris era inteligente, inteligente de veras, pero hacía muchos novillos y el señor Halliburton, el inspector local de asistencia a clase, aparecía a cada poco por casa de Chris en su viejo Chevrolet negro con una pegatina que decía VIAJEROS NO en el parabrisas. Si Chris hacía novillos y Bertie (que era como llamábamos al señor Halliburton, siempre a sus espaldas, claro) le descubría, le llevaba a rastras a la escuela y se encargaba de que saliera más tarde durante una semana. Pero si lo que Bertie descubría era que Chris estaba en casa porque su padre le había dado una buena tunda, se largaba sin más y no abría la boca para nada. Hasta unos veinte años después, no se me ocurrió analizar semejante orden de prioridades.
El curso anterior, Chris había estado tres días sin ir a clase, como castigo. Había faltado el dinero de la leche cuando le tocaba a Chris ser el encargado de la clase de recogerlo y como era un Chambers de los de poca monta, tenía que recibir una lección, pese a que juró y perjuró que no había tocado el dinero. Aquella vez, el señor Chambers mandó a Chris a pasar la noche al hospital; cuando su padre se enteró de que le habían castigado a no ir a clase, le rompió la nariz y la muñeca derecha. Chris no procedía de una buena familia, de acuerdo y todo el mundo estaba convencido de que tenía que ser malo… incluso el propio Chris. Sus hermanos habían cumplido plenamente todo lo que la gente esperaba de ellos. Frank, el mayor, se fue de casa a los diecisiete años, se alistó en la Marina y al final tuvo que cumplir una larga condena en Portsmouth por asalto y violación. El segundo, Richard (que tenía el ojo derecho muy raro y temblón, por lo que todo el mundo le llamaba Ojo) había dejado la escuela en el décimo curso y andaba por ahí con Charlie y Billy Tessio y con sus colegas delincuentes juveniles.
—Creo que eso servirá —le dije a Chris—. ¿Qué haremos con John y Marty? —John y Marty DeSpain eran otros dos de la pandilla.
—Todavía no han vuelto —dijo Chris—. No volverán hasta el lunes.
—Oh, vaya faena.
—Bueno, ¿vamos o no? —preguntó Vern, que seguía retorciéndose. No quería que se desviara la conversación ni siquiera por un minuto.
—Yo creo que sí —dijo Chris—. ¿Alguien quiere echar otra partida?
Nadie quería jugar a las cartas. Estábamos demasiado nerviosos para eso. Bajamos de la casa del árbol, saltamos la cerca y jugamos un rato a lanzar con la vieja pelota de cinta aislante de Vern, pero nos cansamos enseguida. No podíamos dejar de pensar en aquel chico Brower al que el tren había golpeado y en que íbamos a verle… bueno, a ver lo que quedara de él. Hacia las diez, nos marchamos todos a casa para arreglar las cosas con nuestros padres.
6
Llegué a casa a las once menos cuarto, después de hacer un alto en la tienda para echar una ojeada a los libros de bolsillo. Solía hacerlo más o menos cada dos días, para comprobar si había llegado algo nuevo de John D. MacDonalds. Tenía veinticinco centavos y pensé que si había llegado alguno nuevo podría comprarlo de paso. Pero estaban solo los viejos, y ya me los había leído todos por lo menos media docena de veces.
Cuando llegué a casa, no vi el coche y recordé que mi madre y algunas de sus amigas de la tertulia de mujeres habían ido a un concierto a Boston. Una gran aficionada a los conciertos mi madre, desde luego. ¿Y por qué no? Su único hijo había muerto y algo tenía que hacer para distraerse. Tal vez esto os parezca excesivamente amargo. Pero si supierais cómo eran las cosas, creo que comprenderíais perfectamente mis sentimientos.
Papá estaba en la parte de atrás, regando con un fino chorro su agostado huerto. Si no advertías de inmediato que se trataba de una causa perdida por la lúgubre expresión de su rostro, no tenías más que echar una ojeada al huerto en sí. El terreno estaba seco y polvoriento. Todo estaba muerto, menos el maíz, que, de cualquier forma, nunca había producido una sola mazorca comestible. Papá decía que nunca había aprendido a regar un huerto; o la madre naturaleza se encargaba de ello, o nada. Echaba demasiada agua en un sitio y ahogaba las plantas. Y en el surco siguiente, las plantas se morían de sed. Nunca conseguía dar con el justo medio. Pero no solía hablar de ello. Había perdido un hijo en abril y un huerto en agosto. Y si no quería hablar ni de lo uno ni de lo otro, creo que estaba en su derecho. Lo único que me molestaba era que se negara a hablar de cualquier otra cosa. Eso era llevar la democracia demasiado lejos.
—Hola, papá —dije, parándome a su lado. Le ofrecí los dulces que había comprado en la tienda—. ¿Quieres uno?
—Hola, Gordon. No, gracias —siguió golpeteando con el fino chorro el desolado y lúgubre terreno.
—¿Puedo dormir esta noche en la tienda de campaña en la parte de atrás de casa de los Tessio, con los otros chicos?
—¿Qué chicos?
—Vern. Teddy Duchamp. A lo mejor también Chris.
Esperaba que empezara a meterse con Chris… a decir que Chris era una mala compañía, la manzana podrida, un ladrón, un aprendiz de delincuente juvenil…
Pero se limitó a suspirar y dijo:
—Bueno. Está bien.
—¡Estupendo! ¡Gracias!
Me volví para ir hacia la casa con la intención de mirar qué ponían en la tele, cuando su voz me hizo detenerme:
—Esa es la gente con la que te gusta andar, ¿eh Gordon?
Me volví hacia él, preparándome para una discusión; pero él no tenía ninguna gana de discutir aquella mañana. Supongo que hubiera sido mejor lo contrario. Estaba encorvado y ni siquiera me miraba; contemplaba con expresión abatida el huerto; y advertí en sus ojos un extraño destello, lágrimas tal vez…
—Oh, papá, son buenos chicos…
—Claro, claro que lo son. Un ladrón y dos retardados. Excelente compañía para mi hijo.
—Vern Tessio no es ningún retardado —dije. Era más difícil defender a Teddy.
—Doce años y sigue en quinto todavía —dijo mi padre—. Y aquella vez que se quedó a dormir… Cuando llegó el periódico del domingo a la mañana siguiente, tardó hora y media en leer las hojas de las historietas.
Todo aquello me ponía malo, porque me parecía injusto. Juzgaba a Vern igual que a todos mis amigos, solo por haberle visto alguna que otra vez al salir o entrar en mi casa. No tenía razón. Y cuando llamaba ladrón a Chris me ponía furioso, porque no sabía nada de él. Tenía ganas de decírselo, pero si se lo decía en aquel momento y se enfadaba me obligaría a quedarme en casa. Y en realidad no estaba furioso, no como solía ponerse a veces en la mesa del comedor, despotricando tan fuerte que ya nadie quería comer. Ahora parecía simplemente triste y cansado y envejecido. Tenía sesenta y tres años, suficientes como para ser mi abuelo.
Mamá tenía cincuenta y cinco… tampoco era una pollita ya. Cuando papá y ella se casaron, intentaron crear una familia normal enseguida, y mi madre quedó embarazada y tuvo un aborto. Abortó otras dos veces y el médico le dijo que no conseguiría nunca llevar a buen término un embarazo. Yo me enteré de todo esto, con pelos y señales, ya sabes, en las ocasiones en que se dedicaban a adoctrinarme. Querían hacerme ver que era un especial regalo divino y que no apreciaba lo suficiente mi grandísima fortuna al haber sido concebido cuando mi madre tenía cuarenta y dos años y empezaba a encanecer. Yo no apreciaba mi grandísima suerte ni tampoco su inmenso dolor ni sus sacrificios.
Cinco años después de que el médico le dijera a mamá que nunca podría tener un hijo, quedó embarazada de Dennis. Lo llevó dentro durante ocho meses y luego sencillamente él fue y se desprendió… con sus tres kilos seiscientos… Papá solía decir que si en lugar de ochomesino hubiera nacido a los nueve meses de embarazo habría pesado siete kilos. El médico dijo: «Bueno, a veces la naturaleza se burla de nosotros, nos sorprende, pero este será el único hijo que tenga. Agradézcaselo a Dios y dése por satisfecha». Diez años después, mi madre volvió a quedar embarazada. Y yo no solo nací a los nueve meses de embarazo sino que el médico tuvo que sacarme con fórceps. ¿Has visto alguna vez una familia parecida? Llegué, pues, al mundo como fruto de dos máquinas renqueantes, que no buscaban precisamente esa meta y mi único hermano era jugador de la liga de béisbol con los chicos mayores cuando yo todavía llevaba pañales.
En el caso de mis padres, un regalo divino había sido más que suficiente. No digo que me trataran mal, y creo que nunca me pegaron, pero fue una sorpresa demasiado grande y supongo que cuando uno ha cumplido ya los cuarenta no es tan aficionado a las sorpresas como a los veintitantos. Cuando yo nací, mamá se hizo esa operación a la que sus amigas de tertulia llamaban «la tirita». Supongo que quería asegurarse totalmente de que no recibiría más regalos divinos. Cuando llegué a la facultad descubrí que había sido extraordinariamente afortunado por no haber nacido retardado… aunque creo que mi padre tuvo sus dudas cuando vio que mi amigo Vern tardaba diez minutos en descifrar el diálogo de Beetle Baily.
El asunto ese de que te ignoren: no pude determinarlo específicamente hasta que tuve que hacer un trabajo sobre un libro titulado El hombre invisible en el instituto. Cuando acepté hacer el comentario del texto creía que se trataba de un relato de ciencia ficción sobre el tipo de las vendas y Foster Grants (cuyo papel interpretaba en el cine Claude Rains). Cuando descubrí que era una historia diferente, intenté devolver el libro a la profesora, la señorita Hardy, que no me lo permitió. Y acabó gustándome muchísimo. Este Hombre invisible trata de un negro. Nadie se fija en él a no ser que meta la pata. La gente mira a través de él. Cuando habla, nadie le contesta. Es como un fantasma negro. En cuanto empecé a leerlo, lo devoré como si fuera una de las historias de John MacDonalds, porque ese tal Ralph Ellison hablaba de mí. En la mesa del comedor era siempre la misma historia de Denny cuántos lanzaste y Denny quién te invitó al baile de Sadie Hopkins y Denny me gustaría que habláramos de hombre a hombre de aquel coche que estuvimos mirando. Yo decía, por ejemplo: «¿Me pasas la mantequilla?», y papá decía: «Denny, ¿estás seguro de que es precisamente el Ejército lo que quieres?». Yo decía: «¿Me pasa alguien la mantequilla, por favor?», y entonces mamá le preguntaba a Denny si quería que le comprara una de las camisas Pendleton que vendían en el centro y yo acababa alcanzando yo mismo la mantequilla. Una noche cuando tenía nueve años, recuerdo que, solo para ver qué pasaba, dije: «Por favor, pasadme esas malditas patatas», y mamá dijo: «Denny, hoy llamó tía Grace y preguntó por ti y por Gordon».
Cuando Dennis se graduó brillantemente en el instituto de Castle Rock, me hice el enfermo y me quedé en casa. Conseguí que el hermano mayor de Stevie Darabont me comprara una botella de Wild Irish Rose, me bebí la mitad y por la noche vomité en la cama.
En una situación familiar como esa, lo normal es que odies al hermano mayor o que le idolatres… o al menos eso es lo que enseñan en la escuela de psicología. Paparruchas, ¿verdad? Por lo que a mí respecta, yo no sentía ni lo uno ni lo otro por Dennis. Nunca discutimos ni nos peleamos. Habría sido ridículo. ¿Puedes imaginarte a un chaval de catorce años pegando por algo a su hermano de cuatro? Y nuestros padres estuvieron siempre demasiado impresionados por él para obligarle a cuidar de su hermano pequeño, así que nunca tuvo en contra mía eso, como les pasa a muchos chicos con sus hermanos pequeños. Cuando me llevaba a algún sitio era porque quería hacerlo y tales ocasiones figuran entre las más felices que recuerdo.
—Eh, Lachance, ¿quién coño es ese?
—Mi hermano pequeño, y más vale que midas tus palabras, Davis, o le obligarás a hacértelas tragar. Gordie es de cuidado.
Me rodean un momento, enormes, increíblemente altos, solo un momento de interés, como un pedazo de sol. Son altísimos y mayorcísimos.
—Oye, chaval. ¿Ese tontorrón es de verdad tu hermano?
Asiento tímidamente.
—Es un auténtico mierda, ¿a que sí?
Vuelvo a asentir y todos, Dennis incluido, se echan a reír. Dennis da dos fuertes palmadas y dice:
—Bueno, qué. ¿Vamos a entrenar de una vez o nos vamos a quedar aquí todo el rato como pasmarotes?
Todos corren a sus puestos, llevando la pelota por el campo.
—Vete allí y siéntate en el banco, Gordie. Estáte callado y no molestes a nadie.
Voy a sentarme al banco. Soy bueno. Me siento minúsculo bajo las dulces nubes estivales. Miro a mi hermano lanzar la pelota. No molesto a nadie.
Pero eso no se repitió muchas veces.
A veces me leía historias para dormir que eran mejores que las de mamá; las de mamá eran del Hombre fanfarrón y de Los tres cerditos, no estaban mal, pero las de Dennis eran historias como Barba Azul y Jack el Destripador. Y me contaba también una versión del Puente del Diablo en la que al final el ganador era el duende de debajo del puente. Y, como ya he dicho, me enseñó a jugar a eso del cribagge y a barajar de un modo especial. No es que sea gran cosa, pero, oye, en este mundo has de aceptar lo que se te ofrece, ¿no es cierto?
Cuando me hice mayor, mis sentimientos de amor por Dennis dieron paso a un temor reverente casi clínico, el tipo de temor que los cristianos mediocres sienten por Dios, supongo. Y cuando Dennis murió me sentí impresionado y triste, tal como supongo que debieron sentirse esos mismos cristianos mediocres cuando leyeron en el Times que Dios había muerto. Dejadme explicarlo de este modo: sentí la misma tristeza por la muerte de Dennis que por la de Dan Blocker cuando oí en la radio que había muerto. Les había visto a ambos con la misma frecuencia y además Denny nunca tendría reposiciones.
Le enterraron en un ataúd cerrado cubierto con la bandera de Estados Unidos (quitaron la bandera de la caja antes de meterla en la fosa y la doblaron —la bandera, no la caja— y se la entregaron a mi madre). Mis padres quedaron destrozados. Y cuatro meses transcurridos no habían sido tiempo suficiente para recuperarse; no sé si se recuperarán alguna vez. La habitación de Dennis seguía en animación suspendida, solo a una puerta de mi propio dormitorio, animación suspendida o tal vez perversión temporal. Aún seguían en las paredes sus banderines de la universidad y las fotos de las chicas con las que había salido seguían enganchadas al espejo ante el cual había pasado larguísimas horas peinándose al estilo Elvis. Y el montón de True y Sports Illustrated seguía en su escritorio y sus fechas resultaban cada vez más antiguas a medida que el tiempo transcurría. Exactamente el tipo de cosa que uno ve en las películas sentimentaloides y lacrimosas. Solo que a mí no me resultaba nada sentimental, sino terrible. No entraba en la habitación de Dennis a menos que me viera obligado a hacerlo, porque tenía la impresión de que él estaba detrás de la puerta o debajo de la cama o en el armario. La idea de que estaba en el armario era la que me agobiaba con más frecuencia; y cuando mi madre me mandaba llevarle el álbum de postales de Denny o su caja de fotografías para mirarlas, siempre imaginaba que la puerta del armario se abría lentamente mientras me quedaba paralizado de terror. Le imaginaba pálido y ensangrentado en la oscuridad, la parte en que había recibido el golpe, la cabeza, convertida en una masa gris sanguinolenta y los sesos esparcidos por su camisa secándose. Le imaginaba alzando los brazos hacia mí, con las manos ensangrentadas en forma de garras y graznando: Debieras haber sido tú, Gordon. Debieras haber sido tú.
7
Stud City, de Gordon Lachance. Publicado en Greenspun Cuarterly, número 45, otoño de 1970. Reproducido con permiso.
Marzo.
Chico está junto a la ventana, los brazos cruzados, los codos en el saliente que divide el panel superior del inferior, mirando el exterior, su aliento empaña la ventana. El cristal inferior de la derecha se rompió. En su lugar, un trozo de cartulina.
—Chico.
No se vuelve. Ella guarda silencio. Él ve su imagen reflejada en el cristal: en la cama, sentada, las sábanas subidas en aparente desafío a la ley de la gravedad. La pintura de los ojos se le ha corrido formando en torno suyo profundas sombras.
Chico desvía la mirada de la imagen de ella en el cristal y mira de nuevo al exterior. Llueve. Las manchas de nieve se disuelven dejando al descubierto la tierra pelada que cubrían. Ve la hierba muerta del año anterior, un juguete de plástico (de Billy), un rastrillo oxidado. El coche de su hermano Johnny está alzado sobre adoquines con las ruedas asomando como piernas. Recuerda a John trabajando en el Dodge, escuchando los superéxitos del momento y las viejas canciones por el viejo transistor, recuerda un par de veces que Johnny le dio una cerveza. Devorará todo lo que se te ponga por delante en la carretera desde Gates Falls a Castle Rock. ¡Espera que consigamos instalarle este decalador y verás!
Pero aquello había sido entonces y esto era ahora.
Más allá del coche de Johnny estaba la autopista. Carretera 14, en dirección a Portland y al sur de New Hampshire, todo el camino hacia el norte de Canadá si girabas a la izquierda en la U.S. 1 en Thomaston.
—Stud City —dice Chico al cristal. Fuma su cigarrillo.
—¿Qué?
—Nada, pequeña.
—¿Chico? —la voz de la muchacha es confusa.
Chico tendrá que cambiar las sábanas antes de que regrese papá. La chica las manchó de sangre.
—Qué.
—Te quiero, Chico.
—Está bien.
Marzo inmundo. Eres una vieja ramera, piensa Chico. Inmunda ramera de abolsadas, viejas y bamboleantes tetas, Marzo, con la cara llena de lluvia.
—Esta era la habitación de Johnny —dice Chico de pronto.
—¿Quién?
—Mi hermano.
—Ah. ¿Dónde está?
—En el Ejército —dice Chico; pero Johnny no está en el Ejército. El verano anterior estaba trabajando en la pista de carreras Oxford Plains y uno de los coches perdió el control y atravesó el campo hasta la zona en que estaba Johnny cambiando los neumáticos traseros de un Chevy trucado. Algunos tipos le gritaron para que se diera cuenta de lo que pasaba, pero Johnny no les oyó. Uno de los que le gritaron era su hermano Chico.
—¿No tienes frío? —pregunta la chica.
—No. Bueno, un poco en los pies.
Y piensa de pronto: Bueno, Dios mío. A Johnny no le pasó nada que no vaya a pasarnos a todos antes o después. No obstante, vuelve a verlo: el Ford Mustang patinando, resbalando, los bultitos de la columna vertebral de su hermano, agachado, marcándose en su camisa blanca de manga corta; su hermano allí agachado, tirando de uno de los neumáticos traseros del Chevy. Le había dado tiempo a ver la goma de los neumáticos del Mustang descontrolado, de ver el colgante silenciador del coche soltando chispas. Y golpeó a Johnny cuando Johnny intentaba incorporarse. Y, acto seguido, el clamor amarillento de las llamas.
Bueno, piensa Chico, podría haber sido lento, y recuerda a su abuelo: Olores de hospital. Bellas enfermeras jóvenes portando cuñas. El último aliento entrecortado. ¿Acaso existía algún buen camino?
Tiembla y piensa en Dios. Acaricia la medallita de plata de san Cristóbal que cuelga en su cuello de una cadena. No es católico; seguramente tampoco mexicano: en realidad se llama Edward May, y todos sus amigos le llaman Chico porque tiene el pelo negro y se lo embadurna con Brylcreem y usa botas de puntera afilada y tacones cubanos. No es católico, pero lleva una medalla de san Cristóbal al cuello. Si Johnny hubiera llevado una igual, tal vez el Mustang hubiera pasado por su lado sin tocarle. ¡Quién podría decirlo!
Fuma, mira por la ventana; tras él, la chica se levanta de la cama y se le acerca rápida, melindrosa casi, tal vez con miedo de que él se dé la vuelta y la contemple. Posa una mano cálida en la espalda de Chico. Aprieta los senos contra su costado. Su vientre le roza las nalgas.
—¡Oh, hace frío!
—Es este lugar.
—Chico, ¿me quieres?
—¡Puedes estar segura! —dice Chico sin pensarlo. Luego, con más seriedad, añade—: Tenías intacto el himen…
—¿Eso qué quiere…?
—Eras virgen.
Ella sube la mano. Recorre con un dedo la nuca de Chico.
—Ya te lo había dicho, ¿no?
—¿Fue difícil? ¿Te hizo daño?
La muchacha sonríe.
—No. Pero estaba asustada.
Contemplan la lluvia. Un Oldsmobile nuevo pasa por la autopista lanzando agua.
—Stud City —dice Chico.
—¿Qué?
—Aquel tipo. Se dirige a Stud City. Con su nuevo coche potente.
La muchacha besa a Chico en el punto que había estado acariciando con suavidad y él la sacude como si se tratara de una mosca.
—¿Qué pasa?
Se vuelve hacia ella. Los ojos de la muchacha saltan al pene y alza la mirada precipitadamente. Se cubre luego con los brazos y entonces recuerda que en las películas nunca hacían aquello, así que los deja caer a los costados de nuevo. Tiene el cabello negro y la piel blanco invernal, color crema. Sus senos son firmes, tal vez un punto demasiado blando el vientre. Un defecto para recordar, se dice Chico, que esto no es una película.
—¿Jane?
—¿Qué?
Él se siente a punto. No empezando, no; listo ya.
—Está bien —dice Chico—. Somos amigos —la contempla deliberadamente, permitiéndose escrutarla de arriba abajo. Cuando al fin vuelve a mirarla a la cara, la muchacha está ruborizada—. ¿Te molesta que te mire?
—Yo… oh, no. No, Chico.
Retrocede, los ojos cerrados, se sienta en la cama, se echa de espaldas, las piernas abiertas. Él la contempla toda. Los músculos, los pequeños músculos del interior de sus muslos… se alzan incontrolados, y esto le excita súbitamente más que los tensos conos de sus senos o la dulce perla rosada de su sexo. El deseo tiembla en su interior, como un bozo estúpido en un resorte. Tal vez el amor sea tan divino como dicen los poetas, piensa Chico, pero el sexo es Bozo del Payaso saltando. ¿Cómo puede una mujer contemplar un pene erecto sin que le dé un ataque de risa?
La lluvia golpea el tejado, la ventana, la empapada cartulina que cubre el paño en el que falta el cristal. Se oprime el pecho con la mano y, por un instante, parece un romano de teatro a punto de pronunciar un discurso. Tiene la mano fría. La deja caer al costado.
—Abre los ojos. Dije que somos amigos.
Obediente, la chica abre los ojos. Le mira. Ahora sus ojos parecen violeta. El agua de lluvia al caer por la ventana, forma ondulantes dibujos en su cara, cuello y pecho. Estirado, su vientre parece ahora más terso. Es perfecta en un instante.
—Oh —dice—. Oh, Chico, es tan divertido —la recorre un estremecimiento. Ha doblado involuntariamente los dedos de los pies. Chico puede verle los empeines. Son rosados—. Chico, Chico.
Avanza hacia ella. El cuerpo de él se estremece. Ella abre mucho los ojos. Dice algo, una palabra, pero él no sabría decir qué. No es momento de preguntas. Queda medio arrodillado ante ella justo un segundo, contemplando el suelo con preocupada concentración, tocándole las piernas justo sobre las rodillas. Mide la marea de su interior. Su impulso es precipitado, fantástico. Prolonga un poco más la pausa.
El único sonido es el tictac del reloj despertador de la mesita de noche, sobre un montón de libros de historietas de Spiderman, el Hombre Araña. La respiración de la chica se acelera. Los músculos de Chico se deslizan con suavidad al subir y bajar. Empiezan. Esta vez todo es mejor. Fuera, la lluvia sigue lavando la nieve.
Media hora más tarde, Chico la saca de su leve adormecimiento.
—Tenemos que irnos —dice—. Papá y Virginia volverán enseguida.
Ella mira su reloj de pulsera y se incorpora en la cama. Ya no intenta cubrirse. Todo su tono ha cambiado. No es que haya madurado (aunque seguramente ella así lo cree) ni aprendido nada más complicado que atarse los cordones de los zapatos, pero de todos modos su tono ha cambiado. Le sonríe y asiente vacilante. El alcanza los cigarrillos que están en la mesita de noche. Cuando ella se pone las bragas, Chico recuerda un fragmento de una vieja canción: Sigue tocando hasta que yo pase, Blue… sigue tocando, sigue, de Rolf Harris, «Tie Me Kangaroo Down». Chico sonríe, John solía cantarla. Terminaba: Así que curtimos su piel cuando murió, Clyde, y ahí está colgada en el cobertizo.
Se abrochó el sujetador y empezó a abotonarse la blusa.
—¿De qué te ríes, Chico?
—De nada —contesta Chico.
—¿Me subes la cremallera?
Se le acerca, aún desnuda; le sube la cremallera. La besa en la mejilla.
—Pasa al cuarto de baño y arréglate la cara si quieres —le dice—. Pero no tardes mucho, ¿vale?
Camina airosa hacia el pasillo y Chico la contempla, fumando. Es una chica alta (más alta que él mismo) y tiene que bajar un poco la cabeza para entrar en el cuarto de baño. Chico encuentra los calzoncillos bajo la cama. Los echa a la bolsa de ropa sucia que cuelga en la parte interior de la puerta del armario y saca unos limpios de la cómoda. Se los pone y luego, mientras vuelve a la cama, resbala y a punto está de caerse en un charquito de agua que ha entrado por la cartulina de la ventana.
—Maldita sea —murmura, furioso.
Mira en torno suyo la habitación que fuera la de Johnny antes de su muerte (¿Por qué le diría que estaba en el Ejército, válgame Dios?, se pregunta, con cierta inquietud). Paredes de cartón, tan finas que puede oír a papá y a Virginia dándole al asunto por las noches, que ni siquiera llegan hasta el techo. El suelo es irregular, de forma que la puerta del cuarto solo permanece abierta si la sujetas; si lo olvidas, se va cerrando furtivamente en cuanto te das la vuelta. En la pared del fondo hay un cartel de Easy Rider: Dos hombres fueron a buscar América y no la hallaron en parte alguna. La habitación tenía más vida cuando Johnny vivía en ella. Chico ignora cómo y por qué; pero sabe que así es. Y también sabe algo más. Sabe que a veces la habitación le asusta de noche. A veces piensa que la puerta del armario se abrirá y aparecerá John con el cuerpo chamuscado y retorcido y ennegrecido, con algunas de sus piezas dentales postizas amarillentas desprendidas, y susurrándole: Fuera de mi cuarto, Chico. Como pongas una mano en mi Dodge, te juro que te mato. ¿Entendido?
Entendido, hermano, piensa Chico.
Se queda inmóvil un momento, contemplando las arrugadas sábanas manchadas con la sangre de la chica y luego estira la ropa con rápido ademán. Aquí. Aquí mismo. ¿Cómo te sienta eso, Virginia? ¿Qué tal? ¿Cómo lo encajas? Se pone los pantalones, las botas, encuentra un suéter.
Está peinándose ante el espejo cuando aparece ella. Está elegante. Su vientre algo blando no se advierte con la ropa. Mira la cama, le da un par de toques aquí y allá y al instante parece perfectamente hecha, en vez de solo estirada.
—Muy bien —dice Chico.
Ella ríe con cierta seguridad y se retira un mechón de pelo por detrás de la oreja. Es un gesto evocador, conmovedor.
—Vamos —dice Chico.
Cruzan el pasillo y la sala de estar. Jane se detiene ante una fotografía en color que hay sobre la tele. Aparecen en ella su padre y Virginia, Johnny adolescente, un Chico infantil y un Billy todavía niñito; en la foto, Johnny tiene en brazos a Billy. Todos muestran estáticas y pétreas sonrisas… todos, excepto Virginia, cuya expresión es soñolienta e indescifrable. Chico recuerda que cuando hicieron aquella fotografía aún no hacía un mes que padre se había casado con aquella zorra.
—¿Son tu padre y tu madre?
—Es mi padre —dice Chico—. Ella es mi madrastra, Virginia. Vamos.
—¿Sigue siendo tan guapa? —pregunta Jane, recogiendo su abrigo y pasándole a Chico la cazadora.
—Supongo que al viejo se lo parece —dice Chico.
Salen al cobertizo, húmedo y frío. Siempre hay corriente porque el viento se cuela por las grietas de las paredes. Hay una pila de viejas llantas, la bici vieja de Johnny que heredó Chico a los diez años y que destrozó enseguida, un montón de revistas policíacas, cascos de Pepsi, un sucio bloque de motor, una caja de naranjas llena de libros de bolsillo, un viejo dibujo de un caballo en un prado polvoriento.
Chico la ayuda a salir. La lluvia persiste con firmeza desalentadora. El viejo sedán de Chico está en un charco del camino con aire abatido. Incluso sobre los adoquines y con un plástico cubriendo el lugar que debería ocupar el parabrisas, el Dodge de Johnny tiene más clase. El coche de Chico es un Buick. La pintura es un desastre y está llena de herrumbre. La tapicería del asiento delantero está cubierta con una manta parda del Ejército. Un botón grande clavado a la visera del lado del viajero dice: LO DESEO TODOS LOS DÍAS. En el asiento de atrás hay una armazón del mecanismo de arranque oxidada. Si deja de llover alguna vez, piensa Chico, lo limpiará y tal vez lo instale en el Dodge de Johnny. O tal vez no.
El Buick huele a humedad y el motor renquea un rato antes de ponerse en marcha.
—¿Es la batería? —pregunta la chica.
—Solo la maldita lluvia, creo.
Sale a la carretera marcha atrás, accionando los limpiaparabrisas y parándose un momento para mirar la casa. Es de un desagradable color acuoso. El cobertizo de tablas se proyecta de la casa en un ángulo irregular, ripias de aspecto pelado y papel alquitranado.
La radio empieza a funcionar con estrépito y Chico la apaga de inmediato. Tras su frente apunta el principio de una jaqueca de domingo por la tarde. Pasan por el salón de Grange y la estación de bomberos y el almacén de Brownie. El coche T-Bird de Sally Morrison está aparcado junto a la bomba de Brownie y Chico la saluda con la mano al girar hacia la vieja carretera de Lewiston.
—¿Quién es?
—Sally Morrison.
—Bella dama —muy neutral.
Tantea buscando los cigarrillos.
—Ha estado casada dos veces y se ha divorciado dos veces. Ahora es la puta del pueblo, si crees la mitad de lo que se rumorea en este rincón de mierda.
—Parece joven.
—Lo es.
—¿Has ido alguna vez…?
Chico desliza la mano por la pierna de la chica y sonríe.
—No —dice—. Tal vez mi hermano, pero yo no. Aunque me cae bien. Ha conseguido su pensión y su gran coche blanco, y no se preocupa por lo que la gente diga de ella.
El viaje empieza a hacerse largo. El Androscoggin, a la derecha, es pizarroso y lóbrego. Ya no tiene hielo ahora. Jane está callada y pensativa. Solo se oye el chasquido constante de los limpiaparabrisas. Cuando el coche cruza las hondonadas, hay neblina baja que aguarda la noche para salir furtivamente de estas bolsas y cubrir toda la carretera.
Doblan hacia Auburn y Chico toma el atajo y entra en Minot Avenue. Los cuatro carriles están prácticamente desiertos y todas las casitas de la zona parecen paquetitos. Ven a un niñito de impermeable amarillo, metiéndose meticulosamente en todos los charcos.
—Venga, hombre —dice Chico suavemente.
—¿Qué? —pregunta Jane.
—Nada, pequeña. Vuelve a dormir.
Ella ríe, un poco vacilante.
Chico gira calle Keston arriba y dobla hacia una de las casitas. No apaga el motor.
—Pasa y te daré pastelillos —dice ella.
El mueve la cabeza.
—Tengo que volver a casa.
—Comprendo —le rodea con los brazos y le besa—. Gracias por el rato más maravilloso de mi vida.
Él sonríe súbitamente. Su cara resplandece. Es casi mágica.
—Te veré el lunes, Janey-Jane. Amigos todavía, ¿no?
—Sabes que sí —le contesta, y vuelve a besarle… pero cuando él toma su seno palpándolo a través de la ropa, ella se retira—. No, puede vernos mi padre.
La deja irse, su sonrisa ya apenas perceptible. Sale rápida del coche y corre bajo la lluvia hasta la puerta de atrás. Al instante siguiente, ha desaparecido. Chico se para un momento para encender un cigarrillo y sale del camino de coches marcha atrás. El motor se cala y el mecanismo del encendido parece resollar una eternidad antes de que arranque el motor. Tardará un buen rato hasta la casa.
Cuando llega al fin, el coche de su padre está aparcado en el camino de la casa. Se detiene junto a él y deja que el motor se apague. Se queda un rato en el coche, escuchando la lluvia. Es como estar en el interior de un tambor metálico.
En la casa, Billy mira la televisión, Carl Stormer y sus vaqueros. Al verle entrar, Billy se levanta de un salto, nervioso.
—Eddie, Eddie, oye Eddie, ¿sabes lo que nos contó tío Pete? ¡Que él y un montón de tipos habían hundido un submarino alemán en la guerra! ¿Me llevarás al cine el sábado?
—No lo sé —dice Chico, sonriendo—. Tal vez, si me besas los pies todas las noches durante toda la semana antes de cenar —le da un tirón de pelo. Billy vocifera y ríe y le da patadas en las piernas.
—Vamos, quietos ya —dice Sam May, entrando en la sala—. Silencio los dos. Ya sabéis que a vuestra madre no le gustan las peleas.
Se ha bajado la corbata y se ha soltado el botón del cuello de la camisa. Porta una bandeja de perritos calientes rojos. Los perritos calientes están envueltos en pan blanco y Sam May ha colocado a la derecha la mostaza rancia.
—¿Dónde estuviste, Eddie?
—En casa de Jane.
Se oye la cisterna del cuarto de baño. Virginia. Chico se pregunta un instante si Jane dejaría algún cabello en el lavabo, o un lápiz de labios o una horquilla.
—Debías haber venido con nosotros a ver a tu tío Pete y a tu tía Ann —dice su padre. Se come una salchicha de tres bocados—. Te estás convirtiendo en una especie de extraño aquí, Eddie. Y eso no me gusta. No mientras nosotros te demos cama y comida.
—Menuda cama —dice Chico—. Menuda comida.
Sam alza la vista rápido, dolido al principio, furioso luego. Chico se fija en sus dientes, manchados del amarillo de la mostaza francesa. Siente leves náuseas.
—Piensa lo que dices, descarado. No eres demasiado grande todavía, mocoso.
Chico se encoge de hombros. Toma una rebanada de pan del paquete que hay en la bandeja de la televisión junto a la butaca de su padre y le pone salsa de tomate.
—Dentro de tres meses me habré largado.
—¿De qué diablos hablas ahora?
—Voy a arreglar el coche de Johnny y me iré a California. A buscar trabajo.
—Ah, sí, claro. Muy bien.
Es un hombre grande, corpulento y desgarbado. Pero a Chico le parece que ha empequeñecido desde que se casó con Virginia, y más aún tras la muerte de Johnny. Y se oye mentalmente diciéndole a Jane: Mi hermano tal vez, pero yo no. Sigue tocando, sigue, Blue.
—Con ese coche no llegarías ni a Castle Rock, no digamos ya California.
—No, ¿eh? Espera y verás la jodida polvareda que dejo.
Su padre se queda simplemente mirándole un instante y luego le tira a la cara la salchicha que tiene en la mano. Le da en el pecho, y le mancha de mostaza el jersey y la silla.
—Vuelve a hablarme así y te parto la cara, descarado.
Chico recoge la salchicha y la mira. Salchicha roja barata untada con mostaza francesa. Esparce un poco de luz. Se la devuelve a su padre. Sam se levanta, cara color de ladrillo viejo, la vena del centro de la frente palpitando. Tropieza con la bandeja que hay sobre la televisión y la vuelca. Billy les mira desde el quicio de la puerta de la cocina. Tiene en la mano un plato de salchichas y judías, ladeado, y el jugo de las judías cae al suelo. Abre mucho los ojos, le tiemblan los labios. En la tele, Carl Stormer y sus vaqueros acometen «Long Black Veil» a velocidad vertiginosa.
—Te esfuerzas para criarles y sacarles adelante y luego te escupen a la cara —dice su padre con voz apagada—. Oh. Así son las cosas —tantea el asiento de la butaca y se levanta con el perrito caliente a medio comer. Lo aguanta en la mano como un falo cercenado. E, increíblemente, empieza a comerlo… al tiempo que Chico ve que ha empezado a llorar—: Oooh, te escupen… así son las cosas.
—Bueno, ¿por qué diablos tuviste que casarte con ella? —explota de pronto Chico; y luego tiene que soltar el resto: Si no lo hubieras hecho, si no te hubieras casado con ella, Johnny seguiría vivo.
—Eso a ti no te importa en absoluto —ruge Sam entre lágrimas—. ¡Eso es cuestión mía!
—¿Ah sí? —grita Chico a su vez—. ¿De veras? ¡Claro, yo solo tengo que vivir con ella! ¡Yo y Billy, nosotros tenemos que vivir con ella! ¡Y ver como te destroza! ¡Y eso que ni siquiera sabes…!
—¿Qué? —ruge su padre, con voz súbitamente lúgubre y baja. El trocito de salchicha que le queda en la mano cerrada parece un huesecillo sanguinolento—. ¿Qué es lo que no sé?
—No sabes de la misa la mitad —le contesta Chico, consternado por lo que ha estado a punto de decir.
—Mejor cállate ya, no sigas —dice su padre—. O te daré una paliza de muerte, Chico.
Solo le llama Chico cuando está realmente furioso.
Chico se vuelve; Virginia está al otro lado de la habitación, ajustándose la falda, contemplándole con sus grandes, serenos, ojos castaños; son bellos sus ojos. El resto de su persona no lo es tanto, pero aquellos ojos le pertenecerán todavía durante años, piensa Chico, y siente de nuevo el odio enfermizo. Así que curtimos su piel cuando murió, Clyde, y está ahí colgada en el cobertizo.
—¡Te tiene absolutamente dominado y no tienes agallas para hacer nada!
Todas estas voces acaban con la resistencia de Billy, que da un gemido aterrado, lanza el plato de salchichas y judías y se cubre la cara con las manos. El jugo de las judías salpica sus zapatos de domingo y se extiende por la alfombra.
Sam da un solo paso al frente y se detiene al ver a Chico hacer un gesto lacónico, como diciendo: Anda, vamos, ¿por qué diablos eres tan condenadamente lento? Se quedan como estatuas, mientras habla Virginia; lo hace en voz baja, tan serena como sus ojos castaños.
—¿Has estado con una chica en tu cuarto, Ed? Ya sabes lo que pensamos tu padre y yo al respecto —y añade, casi como si lo recordara en el momento—: Se dejó una pañoleta.
La mira fijamente, incapaz de expresar sus sentimientos, de decirle la forma en que le parece sucia, la forma en que ataca certeramente por la espalda, la forma en que acecha y te corta los tendones paralizándote.
Podrías herirme si quisieras, dicen los serenos ojos castaños. Sé que sabes lo que estaba ocurriendo antes de su muerte. Pero esa sería la única forma en que podrías herirme, ¿verdad, Chico? Y entonces solo en el caso de que tu padre te creyera. Y si te creyera, el disgusto le mataría.
Su padre reacciona ante la maniobra de ella, arremetiendo como un oso:
—¿Has estado jodiendo en mi casa, cabroncete de mierda?
—Por favor, Sam, mide tus palabras, contrólate —dice Virginia en tono sereno.
—Por eso es por lo que no quisiste acompañarnos, ¿eh? Para poder jod… para poder…
—¡Suéltalo ya, anda! —dijo Chico, llorando—. ¡No dejes que lo haga ella por ti! ¡Di de una vez lo que quieras decir!
—¡Largo! —dice su padre—. Y no vuelvas hasta que estés dispuesto a pedir perdón a tu madre y a mí.
—¡No lo hagas! ¡No te atrevas a llamar a esa zorra mi madre! ¡Te mataré!
—¡Por favor, Eddie, por favor, cállate! —grita Billy. Sus palabras le llegan confusas y apagadas pues se cubre la cara con las manos—. ¡Deja de gritarle a papá! ¡Por favor, Eddie, cállate!
Virginia sigue inmóvil en el quicio de la puerta. Sus ojos tranquilos siguen clavados en Chico.
Sam retrocede un paso torpemente y tropieza con el sillón. Se deja caer en él pesadamente y desvía la cara, apoyándola en su velludo antebrazo.
—¡No puedo mirarte a la cara cuando dices esas cosas, Eddie! Me haces sentirme tan mal.
—¡Ella es quien te hace sentirte mal! ¿Es que no lo admitirás nunca?
Su padre no le contesta. Sigue sin mirarle siquiera. Busca otra salchicha con pan en la bandeja de la televisión. Busca la mostaza. Billy sigue llorando. Carl Stormer y sus vaqueros están cantando una canción de camioneros. «Mi carruaje es viejo, pero eso no quiere decir que sea lento», dice Carl a sus telespectadores de Maine occidental.
—El muchacho no sabe lo que dice, Sam —apunta con suavidad Virginia—. Es muy duro a su edad. Es duro crecer.
Le ha vencido. Esto es el fin, muy bien.
Se vuelve; se encamina hacia la puerta que da primero al cobertizo y luego afuera. Cuando la abre, mira a Virginia; ella aguanta la mirada tranquilamente cuando él pronuncia su nombre:
—¿De qué se trata, Ed?
—Las sábanas están manchadas de sangre —hace una pausa—. La desvirgué.
Cree haber visto aletear algo en los ojos de Virginia, aunque tal vez solo fuera su propio deseo.
—Por favor, Ed, márchate. Estás haciendo daño a Billy.
Se va. El Buick no quiere arrancar y ya casi está resignado a caminar bajo la lluvia cuando prende el motor. Enciende un cigarrillo y sale marcha atrás hasta la 14. Suelta el embrague y está ya pasando la fábrica cuando empieza a dar sacudidas. La luz de la dínamo parpadea funestamente un par de veces y luego el coche sigue la marcha con cierta inseguridad. Al fin en marcha, lentamente, carretera arriba hacia Gates Falls.
Pasa sin dirigir una última mirada al Dodge de Johnny.
Johnny podría haber tenido trabajo fijo allí en la fábrica aunque solo en el turno de noche. No le importaba en absoluto trabajar de noche, se lo había dicho a Chico, y la paga era mejor que en la pista de carreras, pero su padre trabajaba durante el día y trabajar en el turno de noche en la fábrica significaba tener que haber estado en casa con ella, solo en casa con ella, o con Chico en la habitación de al lado… y las paredes eran muy finas. No puedo dejarlo y ella no me permitirá que lo intente, le dijo Johnny. Bueno, sé lo que este asunto significaría para padre. Pero ella es… sencillamente no cortará y yo no puedo hacerlo… No me deja en paz. Tú sabes lo que quiero decir. Tú ya la has visto; Billy es demasiado joven para comprenderlo, pero tú la has visto…
Sí. Él la había visto. Y Johnny se había ido de casa diciéndole a su padre que lo hacía porque en aquel trabajo podría conseguir piezas baratas para el Dodge. Y así sucedió que estaba cambiando un neumático cuando aquel Mustang perdió el control y se lanzó patinando descontrolado con el silenciador echando chispas; y así fue como su madrastra había matado a su hermano, así que sigue tocando hasta que yo pase, Blue, porque vamos a Stud City en este maldito Buick; y recuerda el olor del neumático y las vértebras de Johnny marcándose en su blanquísima camisa y recuerda a Johnny intentando incorporarse en el momento justo en que el Mustang arremetió contra él aplastándole contra el coche en que había estado trabajando y el propio Mustang y el golpe seco y el Chevy cayéndose de los gatos y el brillante resplandor amarillo de la llamarada, el olor intenso a gasolina…
Chico pisa los frenos con ambos pies, haciendo que el coche se pare crujiendo y patinando en la orilla encharcada. Se inclina precipitada, alocadamente, sobre el asiento de al lado, abre de golpe la puerta del pasajero y suelta la vomitada amarillenta sobre el barro y la nieve. El ver el vómito le hace vomitar de nuevo y el pensar en ello le produce nuevas náuseas. El coche está a punto de calarse, pero consigue que no suceda. La luz del generador parpadea con renuencia cuando Chico acelera. Se queda sentado, siente los escalofríos recorriéndole. Pasa rápido un coche. Un Ford nuevo, blanco, salpicando agua y fango.
—Stud City —dice Chico—. En su nuevo coche potente. Fantástico.
Siente el sabor del vómito en los labios y en la garganta y taponándole las fosas nasales. No desea fumar un cigarrillo. Danny Carter le permitirá pasar la noche en su casa. Mañana estará a tiempo de tomar decisiones. Vuelve hasta la 14 y gira.
8
Bastante melodramático, ¿no?
El mundo ha visto una o dos historias mejores, lo sé… cien o doscientas mejores, sería más exacto. Debería llevar en todas las páginas PRODUCTO DE TALLER PREGRADUADO DE ESCRITURA CREATIVA, pues eso es lo que era, al menos hasta determinado punto. Me parece lamentablemente inmaduro y flojo ahora; el estilo de Hemingway (aparte el hecho de que, no sé por qué, toda la historia está en presente), el tema de Faulkner. ¿Podría ser algo más serio? ¿Más literario?
Pero ni siquiera su pretensión puede ocultar el hecho de que es un relato sumamente sexual escrito por un joven sumamente inexperto (cuando escribí Stud City me había acostado solo con dos chicas y en una de las dos ocasiones había eyaculado precozmente por encima de la chica… así que no creo que tuviera mucho que ver con el Chico del relato anterior). Su actitud hacia las mujeres supera la hostilidad casi hasta el punto de lo desagradable: dos de las mujeres del relato son putas y la tercera es un mero receptáculo que dice cosas como: «Te quiero, Chico» y «Pasa y te daré pastelillos». Chico, por otro lado, es un héroe machista de clase obrera que podría haber alentado y surgido de los surcos de un disco de Bruce Springsteen (aunque Springsteen no era aún conocido cuando yo publiqué ese relato en la revista literaria de la universidad, donde aparecía entre un poema titulado «Imágenes de mí mismo» y un ensayo sobre la vida universitaria, escrito todo en minúsculas). Es el relato de un joven absolutamente inseguro e inexperto.
No obstante, era la primera narración que sentía como mía (la primera que consideré realmente completa, después de llevar intentándolo cinco años). La primera que puede todavía sostenerse por sí misma. Desagradable pero viva. Aún cuando ahora la leo, ahogando una sonrisa provocada por su seudodureza y sus pretensiones, me es posible ver entre líneas la verdadera cara de Gordon Lachance, un Gordon Lachance más joven que este que vive y escribe ahora, un Gordon Lachance sin duda más idealista que el novelista de éxito más capaz de conseguir una revisión de los contratos de sus libros de bolsillo, pero no tan joven como aquel que salió aquel día con sus amigos en busca del cadáver de un chico llamado Ray Brower. Un Gordon Lachance a medio camino de perder su brillantez.
No, no es un buen relato: su autor estaba demasiado absorto escuchando las voces de los demás para poder escuchar con la debida atención su propia voz interior. Pero fue realmente la primera vez que utilizaba los lugares que conocía y mis propios sentimientos en una narración y sentí una especie de asombroso regocijo al ver que las cosas que durante años me habían preocupado adoptaban una forma nueva: una forma que yo dominaba y controlaba. Habían pasado años desde que se me había ocurrido la idea de que Denny estaba en el armario de su habitación; yo sinceramente la había creído olvidada. Y, sin embargo, aparece en el relato, con leves cambios… pero controlada.
He resistido el impulso de cambiarla, de reescribirla, de revigorizarla… el impulso era bastante fuerte, pues el relato me resulta ahora bastante embarazoso. Pero aún me agradan cosas del mismo que sin duda habrían vulgarizado los cambios introducidos por este Lachance de ahora, que ya ha empezado a encanecer. Cosas como la imagen de las marcas de las vértebras en la camisa blanca de Johnny, o la de las ondas de la lluvia sobre el cuerpo desnudo de Jane, que resultan mejores de lo que lo son por sí mismas.
Fue también el primer relato que nunca enseñé a mis padres. Hay en él demasiado Denny. Y demasiado Castle Rock. Y sobre todo, demasiado mil novecientos sesenta. La verdad siempre la identificas, porque cuando te hieres a ti mismo o a algún otro con ella, siempre brota la sangre.
9
Mi habitación quedaba en la segunda planta y la temperatura allá arriba debía llegar casi a los cuarenta grados. Y después del mediodía llegaría casi a los cuarenta y cinco, aun con todas las ventanas abiertas. Me alegró de veras pensar que no dormiría allí aquella noche, y al recordar dónde íbamos a dormir volví a excitarme. Enrollé dos mantas y las até con un cinturón viejo. Reuní todo el dinero que tenía, unos sesenta y ocho centavos. Y ya estaba listo para partir.
Bajé por las escaleras de atrás para no encontrarme a mi padre al salir, pero no había que preocuparse por ello; seguía todavía en el huerto con la manguera formando en el aire inútiles arcoiris y mirando a través de ellos.
Bajé la calle Summer y atajé por un solar hasta Carbine… donde hoy están las oficinas del Call de Castle Rock. Subía por Carbine hacia el club cuando un coche se subió al bordillo y de él salió Chris. Llevaba en una mano su vieja mochila de boy scout y dos mantas enrolladas y atadas con una cinta en la otra.
—Gracias, señor —dijo y corrió a mi lado al tiempo que el coche se alejaba. La cantimplora de boy scout le colgaba del cuello bajo el brazo y se balanceaba junto a su cadera. Le centelleaban los ojos.
—¡Gordie! ¿Quieres ver una cosa?
—Claro, seguro. ¿Qué?
—Ven, vamos por aquí —señaló la estrecha calleja que quedaba entre el comedor Blue Point y el almacén de Castle Rock.
—¿De qué se trata, Chris?
—¡Te digo que vengas!
Entró corriendo en la calleja, y al poco (justo lo que tardé en desdeñar mi sentido común) le seguí. Los dos edificios se acercaban levemente el uno hacia el otro, en vez de correr paralelamente entre sí, así que la calleja se estrechaba a medida que te adentrabas en ella.
Pasamos con bastante dificultad entre montones de periódicos viejos y centelleantes cascos rotos de cerveza y soda. Chris atajó por detrás del Blue Point y dejó el hatillo en el suelo. Había allí unos ocho o nueve cubos de basura en fila y el hedor era insoportable.
—¡Puaf! ¡Chris! ¡Vamos, dame un respiro!
—Dame el brazo —dijo Chris.
—No, de veras, voy a arr…
Me quedé mudo y olvidé por completo los hediondos cubos de basura. Chris se había soltado la mochila y la había abierto y revuelto en su interior. Y me mostraba ahora una gran pistola con la empuñadura de madera oscura.
—¿Te gustaría ser el Llanero Solitario o Cisco Kid? —me preguntó, sonriendo.
—¡Por Cristo bendito, Chris! ¿De dónde la has sacado?
—De la cómoda de mi padre. Es una cuarenta y cinco.
—Sí, ya lo veo —dije, aunque, por lo que yo sabía, tanto podía haber sido una 38 o una 357… Pese a los muchos libros de John D. MacDonalds y Ed McBains que hubiera leído, la única pistola que yo había visto de cerca era la que llevaba el alguacil Bannerman; y, por mucho que los chicos le pedíamos que la sacara de la cartuchera, nunca lo hizo—. Amigo, tu padre te va a dar una buena cuando se entere. Y además dijiste que anda de malas.
Sus ojos seguían bailando.
—Precisamente, amigo. No se dará cuenta de nada, no se enterará. Él y esos otros borrachos están en Harrison con seis u ocho botellas. Tardarán lo menos una semana en volver. Malditos borrachos.
Arrugó los labios; Chris era el único de la pandilla que nunca tomaba un trago, ni siquiera para demostrar que tenía, ya sabes, huevos. Decía que no iba a ser un maldito borracho como su viejo. Y una vez me confesó (cuando los gemelos DeSpain aparecieron con una caja de seis cervezas que habían birlado a su viejo y todo el mundo tomó el pelo a Chris porque no quiso beber ni siquiera un sorbo) que le asustaba beber. Dijo que su padre estaba siempre pegado a la botella y ya no podría librarse de ella, que su hermano mayor estaba como una cuba cuando violó a aquella chica y que Ojo no hacía más que beber y beber con Ace Merrill y Charlie Hogan y Billy Tessio. ¿Qué oportunidades creía yo que tendría, me preguntó, de dejar de beber si empezaba a hacerlo? Tal vez parezca extraño que un chico de doce años se preocupe por la posibilidad de su incipiente alcoholismo, pero no lo era para Chris. En absoluto. Él había considerado largamente tal posibilidad. Había tenido ocasión de pensar mucho en ello.
—¿Te acordaste de las municiones?
—Tengo unas nueve o diez… todas las que quedaban en la caja. Creerá que las gastó tirándoles a las latas cuando estaba borracho.
—¿Está cargada?
—¡No! ¡Por amor de Dios!, ¿pero qué es lo que crees que soy?
Al fin tomé el arma. Me gustaba sentir su peso en la mano. Me imaginaba como Steve Carella de la Patrulla 84 persiguiendo a un tipo o cubriendo a Meyer o a Kling mientras irrumpían en el mugriento apartamento de un peligroso drogadicto. Apunté a uno de los cubos de basura y apreté el gatillo.
¡BLUAM!
El arma me rebotó en la mano. El cañón escupió fuego. Sentí como si me acabara de romper la muñeca. Se me hizo un nudo en la garganta. Apareció un gran agujero en la superficie metálica del cubo de basura: obra de un mago maligno, sin duda.
—¡Jesús! —grité.
Chris se reía sin parar como un loco (no podría decir si con ganas auténticas o por puro histerismo).
—¡Lo hiciste! ¡Lo lograste! ¡Gordie lo hizo! —gritaba como un loco—. ¡Oh, Gordie Lachance provoca el pánico en Castle Rock!
—¡Cierra el pico! ¡Larguémonos de aquí, deprisa! —grité y le agarré por la camisa.
Cuando ya nos alejábamos corriendo, la puerta trasera del Blue Point se abrió de golpe y apareció Francine Tupper, con su uniforme blanco de camarera.
—¿Quién anda por ahí? ¿Eh, quién anda tirando petardos por ahí?
Corrimos como almas que lleva el diablo, cortando por detrás del almacén y la ferretería y el Emporium Galorium, que vendía antigüedades y libros baratos y trastos viejos, saltamos la cerca raspándonos las manos y salimos al fin a la calle Curran. Según íbamos corriendo, le había pasado el arma a Chris, que no dejaba de reírse como un loco, pero que agarró la pistola y de algún modo consiguió guardarla bien en la mochila. Doblamos la esquina de la calle Curran y salimos por detrás a Carbine, donde aminoramos la marcha para no llamar la atención. Chris seguía riéndose.
—Amigo, tenías que haber visto la cara que pusiste. Fue algo digno de verse, algo absolutamente increíble. Extraordinario —movió la cabeza, se palmeó la pierna y lanzó un alarido.
—Sabías que estaba cargada, ¿no es cierto? ¡Eres un imbécil! ¡Ya verás en qué lío me he metido! ¡La Tupper me vio!
—Mierda, ella creyó que había sido un petardo. Además, la pobre no puede ver más allá de sus narices, lo sabes perfectamente. Cree que las gafas estropearían su linda carita —se colocó la palma en la región lumbar, se palmeó las caderas y empezó a reírse de nuevo.
—Bueno, es igual; fue un truco sucio, Chris. De veras.
—Vamos, Gordie —me puso una mano en el hombro—. Te aseguro que no sabía que estaba cargada, te lo juro; lo juro por mi madre. La saqué de la cómoda de mi padre. Y siempre la deja descargada. Debía de estar demasiado trompa la última vez que la usó.
—¿De veras no la cargaste tú?
—De veras.
—¿No te importa jurar en falso por tu madre y que se vaya al infierno por tu culpa?
—Te juro que digo la verdad —se santiguó y escupió, con expresión tan compungida e inocente como un niñito del coro; pero cuando llegamos junto al club y vio a Vern y a Teddy sentados en sus hatillos esperándonos, empezó otra vez a reírse y les contó toda la historia de pe a pa; y cuando al fin todos acabaron con las bromas, Teddy le preguntó a Chris para qué creía él que necesitábamos una pistola.
—Para nada —dijo Chris—. A no ser que aparezca un oso. O algo por el estilo. Bueno, y además lo de pasar la noche en el bosque es serio.
Todos asentimos. Chris era el mayor y el más fuerte de la pandilla y se las arreglaba para salir siempre con razonamientos como ese. Por otro lado, Teddy se habría cuidado muy mucho de insinuar siquiera que le daba miedo la oscuridad.
—¿Dejaste la tienda montada en el campo detrás de tu casa? —preguntó Teddy a Vern.
—Claro. Y coloqué dentro dos linternas encendidas para que cuando oscurezca parezca que estamos dentro.
—¡Gran idea! —dije, y le di una palmada en la espalda. Tratándose de él, era realmente una idea genial. Sonrió y se sonrojó.
—Pues en marcha —dijo Teddy—. ¡Vamos! Son ya casi las doce.
Chris se levantó y todos le rodeamos.
—Cruzaremos el campo de Beeman por detrás del sitio ese de accesorios de Sonny’s Texaco —dijo—. Luego subiremos hasta las vías bajando por el basurero y cruzando el puente en dirección a Harlow.
—¿Qué distancia crees tú que habrá? —preguntó Teddy.
Chris se encogió de hombros.
—Harlow es grande. Creo que tendremos que recorrer por lo menos treinta y tantos kilómetros. ¿Qué dices tú, Gordie?
—Bueno, puede que sean cuarenta y tantos.
—Aunque fueran cuarenta y tantos, tendríamos que estar allí mañana a primera hora de la tarde; eso siempre que no haya por aquí gallinitas que se achiquen.
—Yo no veo gallinas por aquí —se apresuró a decir Teddy.
Nos miramos un instante.
—¡Cocorocó! —dijo Vern, y todos nos echamos a reír.
—Pues en marcha de una vez —dijo Chris, echándose la mochila al hombro.
Salimos del solar del club en grupo, Chris un poco adelantado.
10
Cuando cruzamos al fin el campo de Beeman y nos abrimos paso por el ceniciento terraplén en dirección a las vías del ferrocarril Great Southern & Western Maine (GS&WM), todos nos habíamos quitado las camisas y nos las habíamos atado a la cintura. Sudábamos cómo puercos. Desde el pico del terraplén, divisamos ya las vías hacia las que nos teníamos que dirigir.
Por muchos años que viva, jamás olvidaré aquel momento. Yo era el único que tenía reloj: un Timex barato que me había ganado vendiendo bálsamo Cloverine el año anterior. Sus manecillas marcaban las doce en punto y el sol caía a plomo sobre la tierra reseca, y sin sombras, con fuerza implacable. Sentías sus rayos perpendiculares atravesarte el cráneo y achicharrarte el cerebro.
A nuestra espalda quedaba Castle Rock, que se extendía sobre la gran colina conocida como Castle View, que rodeaba sus verdes y umbríos terrenos comunales. Más a lo lejos, río Castle abajo, podían verse las chimeneas de la fábrica textil que escupían al cielo humo color acero y desperdicios al agua. A nuestra izquierda quedaba el almacén de muebles y justo al frente las vías férreas, que brillaban resplandecientes al sol. Corrían paralelas al río Castle, que quedaba a nuestra izquierda. A la derecha había una gran extensión de maleza (donde hoy hay un circuito de motocicletas en el que todos los domingos a las dos en punto hay carreras). Un antiguo depósito de agua se alzaba en el horizonte, herrumbroso y un tanto pavoroso.
Nos quedamos allí aquel justo instante del mediodía; luego, Chris dijo impaciente:
—Vamos. Sigamos de una vez.
Caminamos entre las cenizas; pronto teníamos calcetines y zapatos llenos del polvo negro que levantábamos en oleadas a cada paso. Vern empezó a cantar «Roll Me Over in the Clover», pero enseguida se calló, lo cual fue un alivio para nuestros oídos. Solo habían llevado cantimploras Teddy y Chris y todos las atacábamos a cada poco.
—Podremos volver a llenar las cantimploras en el basurero —dije—. Mi padre me indicó que es buena agua. El pozo está a ciento noventa pies de profundidad.
—Perfecto —dijo Chris, que era el valiente jefe del pelotón—. Allí podremos descansar un poco, además.
—¿Y qué hay de la comida? —preguntó súbitamente Teddy—. Seguro que a nadie se le ocurrió traerse algo para comer. Yo desde luego no traje nada.
Chris se detuvo.
—¡Mierda! ¡Tampoco yo! ¿Gordie?
Moví la cabeza, preguntándome cómo podía haber sido tan estúpido.
—¿Vern?
—Nada —dijo Vern—. Lo siento.
—Muy bien, veamos cuánto dinero tenemos —dije.
Me desaté la camisa que llevaba atada a la cintura, la extendí en el suelo y eché encima mis sesenta y ocho centavos. Brillaron ardorosamente a la luz del sol. Chris tenía un andrajoso dólar y dos centavos. Teddy tenía dos monedas de veinticinco centavos y dos de diez. Y Vern, exactamente siete centavos.
—Dos cuarenta y siete —dije—. No está mal. Al final de ese caminito que va al basurero hay una tienda. Alguien tendrá que bajar hasta allí y comprar unas hamburguesas y algunas tónicas mientras los demás descansan.
—¿Quién? —preguntó Vern.
—Lo echaremos a suertes cuando hagamos el alto. Vamos.
Me guardé todo el dinero en el bolsillo del pantalón y estaba atándome otra vez la camisa a la cintura cuando Chris vociferó:
—¡Tren!
Posé la mano en el raíl para sentirlo, aunque ya casi podía oírlo. La vía retumbaba con estruendo. Por un instante, fue como si tuviera el tren en la mano.
—¡Paracaidistas, a lanzarse! —gritó Vern, y de un brinco demencial y payasesco se plantó casi en la mitad del terraplén.
Vern se atrevía a jugar a paracaidistas en cualquier lugar en que el terreno fuera suave: un cascajal, un henil, un terraplén como aquel mismo. A continuación saltó Chris. Ahora el tren se sentía verdaderamente fuerte. Lo más seguro es que se dirigiera a Lewiston por nuestro lado del río. En vez de saltar, Teddy avanzó en la dirección en que venía el tren: los gruesos cristales de sus gafas brillaban al sol. Su cabello largo se agitaba alborotado en mechones empapados de sudor sobre su frente.
—¡Eh, Teddy, vamos! —dije.
—Oh, oh, qué va, voy a regatearlo —me miró fijamente, con sus enormes ojos demenciales—. Voy a regatear el tren, ¿entiendes? ¿Qué significa un camión comparado con un tren?
—Estás de remate, amigo. ¿O es que quieres que te mate?
—¡Igual que en la playa de Normandía! —vociferó Teddy, corriendo al centro de las vías. Se situó en una de las traviesas manteniendo a duras penas el equilibrio.
Permanecí un instante asustado, paralizado: no podía creer que Teddy se propusiera estupidez semejante. Pero reaccioné enseguida, le agarré y tiré con fuerza de él, que protestaba y se debatía; le empujé hacia el terraplén. Salté detrás; consiguió atizarme un buen golpe cuando aún estaba en el aire. Me cortó la respiración, aunque pude golpearle el esternón con la rodilla y aterrizar sobre su espalda sin darle tiempo a incorporarse. Caí cuan largo era; Teddy me agarró por el cuello; y bajamos así rodando hasta el pie del terraplén golpeándonos y arañándonos mientras Chris y Vern nos miraban sorprendidos.
—¡Desgraciado hijo de perra! —gritaba Teddy—. ¡Tú no mandas en mí, yo hago lo que me da la gana! ¿Te enteras? ¡Te vas a acordar de esto, montón de mierda!
Recobré el aliento y al fin conseguí ponerme en pie. Retrocedí, mientras Teddy avanzaba, con las manos abiertas alzadas para parar sus golpes, entre divertido y asustado. Teddy no era precisamente el tipo al que pudieras irle con bromas cuando le daban aquellos ataques de furia. Una vez, se había enfrentado en aquel estado a uno de los mayores y cuando estaba ya con los dos brazos rotos, hizo morder el polvo al otro.
—Escucha, Teddy, podrás hacer lo que te dé la gana en cuanto hayamos visto lo que vamos a ver, pero…
Lanza contra mí su puño con gran fuerza y consigo esquivarlo, golpe en el hombro,
—… hasta ese momento, es mejor que no nos vea nadie, tú…
golpe en la mejilla; en este punto, podríamos habernos lanzado a una pelea en serio si Vern y Chris
—¡Majadero!
no nos hubieran agarrado y separado.
Pasó el tren rugiendo con su atronar de descarga de diesel y el pesado traqueteo de las ruedas de la locomotora. Cayeron por el terraplén trozos de escoria y la discusión terminó… al menos hasta que pudiéramos volver a oírnos.
Solo era un tren de carga; cuando pasó el vagón de cola, Teddy dijo:
—Voy a matarle. Voy a romperle los morros.
Se debatió para zafarse de Chris, pero este le sujetó con más fuerza.
—Teddy, por favor, cálmate —le decía Chris en tono sereno; y se lo siguió diciendo hasta que Teddy dejó de debatirse y se tranquilizó; tenía las gafas torcidas y el cordón del aparato del oído le colgaba fláccido sobre el pecho, enganchado a la batería que se había guardado en el bolsillo de los pantalones.
Cuando al fin parecía completamente calmado, Chris se volvió y me preguntó:
—¿Qué diablos ha pasado, Gordon?
—Quería ponerse a regatear el tren. Y pensé que si lo hacía el maquinista le vería y lógicamente informaría de ello. Y mandarían un policía en nuestra busca.
—Oooh, estará demasiado ocupado manchándose los calzoncillos de chocolate —dijo Teddy; ya no estaba enfadado. Había pasado la tormenta.
—Gordie solo intentaba hacer lo correcto, Teddy —dijo Vern—. Vamos, haced las paces.
—Haced las paces —insistió también Chris.
—Bueno, está bien —dije; y tendí la mano con la palma hacia arriba—. ¿Amigos, Teddy?
—Lo habría hecho, habría conseguido regatearle; tú sabes muy bien que podía haberlo hecho, Gordie —me dijo.
—Sí —le contesté, aunque solo de pensarlo me estremecía—. Lo sé.
—Muy bien, entonces amigos…
—Chócala de una vez, amigo —ordenó Chris, soltando al fin a Teddy.
Teddy me dio una palmada en la mano lo bastante fuerte como para hacerme daño y me ofreció luego la suya. Le di también una palmada.
—Maldito gallina Lachance —dijo Teddy.
—¡Cocorocó! —añadí yo.
—Venga, chicos, vámonos ya, ¿no?
—Vámonos a donde sea, pero no sigamos aquí —dijo Chris solemnemente, y Vern se volvió como si fuera a pegarle.
11
Hacia la una y media llegamos al basurero. Vern abrió la marcha con su «¡Paracaidistas, abajo!» y llegamos al fin con grandes brincos; saltamos el nauseabundo regato que rezumaba de la alcantarilla que salía de entre la escoria. Un poco más adelante de esta zona cenagosa se encontraba la zona arenosa y llena de desperdicios que lindaba con el basurero propiamente dicho.
Lo rodeaba una valla de unos dos metros todo alrededor. Cada cinco o seis metros había letreros, descoloridos por el tiempo, en los que podía leerse:
BASURERO DE CASTLE ROCK
HORARIO: 4-8 TARDE
CERRADO LOS LUNES
PROHIBIDO EL PASO
Subimos la valla, pasamos por encima y saltamos al otro lado. Teddy y Vern se encaminaron hacia el pozo que se accionaba con una de esas anticuadas bombas a las que hay que dar con ahínco para conseguir que el agua salga al fin. Había junto a la misma una lata llena de agua; y había que acordarse de dejarla llena para la siguiente persona que pasara. El mango de hierro de la bomba se proyectaba en un ángulo que semejaba un pájaro de una sola ala a punto de alzar el vuelo. Había sido verde en tiempos, pero los miles de manos que lo habían asido desde mil novecientos cuarenta apenas habían dejado rastro de pintura.
El basurero es uno de mis recuerdos más intensos de Castle Rock. Cuando pienso en él, recuerdo siempre a los pintores surrealistas, esos tipos que pintaban fláccidas esferas de reloj colgando de horcaduras de árboles o salas de casas victorianas en el centro del Sahara o locomotoras de vapor saliendo de chimeneas. Para mis ojos infantiles, cuanto veía en el basurero de Castle Rock estaba allí fuera de lugar.
Entramos por la parte posterior. Llegando por el frente, había un amplio camino sucio y polvoriento que cruzaba la puerta y que terminaba en una amplia zona semicircular que habían dejado tan llana como una pista de aterrizaje y que quedaba cortada abruptamente al borde de la zanja de descarga. La bomba (junto a la cual estaban ya Vern y Teddy, discutiendo quién bebía primero) quedaba detrás de esta gran zanja. Tendría unos veinte metros de profundidad y estaba llena de todo tipo de objetos vacíos, viejos o averiados. Había tal cantidad de cosas que solo verlo hacía daño a la vista… o tal vez a lo que hacía daño en realidad fuera al cerebro, porque no acababas de decidir en cuál de ellos posar la mirada. Luego tu mirada se detenía, o quedaba apresada, en algo que resultaba tan fuera de lugar como las esferas de reloj o los salones victorianos en el desierto. La armadura de latón de una cama inclinándose ebria al sol. Una muñeca contemplando sorprendida sus muslos mientras alumbraba su propio relleno. Un automóvil volcado con el morro de cromo brillando al sol apuntando como un cohete tipo Buck Rogers. Un garrafón de agua de los que usan en las oficinas, transformado por gracia del sol estival en un ardiente y deslumbrante zafiro.
Y también había allí abundante vida salvaje: aunque no precisamente del tipo de la que puedes ver en las películas de Walt Disney ni en los zoos domésticos en que puedes acariciar a los animales. Ratas rollizas, marmotas robustas alimentadas a base de exquisiteces como hamburguesas podridas y verduras agusanadas; gaviotas a millares, y, entre ellas, acechando como atentos ministros introspectivos, algún que otro gran cuervo. Allí acudían también los perros vagabundos cuando no encontraban cubos de basura que volcar ni venados que perseguir; eran perros cruzados, miserables y de mal genio; solían atacarse entre sí ferozmente disputándose un trozo podrido de salchichón o menudillos de pollo que fermentaban al sol.
Pero estos perros no atacaban nunca a Milo Pressman, el encargado del basurero, porque Milo llevaba siempre a Chopper pegado a los talones. Y Chopper era (al menos hasta que Cujo, el perro de Joe Camber, cogiera la rabia veinte años más tarde) el perro más temido e incomprendido de Castle Rock. Era el más fiero en sesenta kilómetros a la redonda y tan feo como para parar un reloj de campana. Los chicos contaban leyendas sobre su maldad y fiereza. Algunos decían que era medio pastor alemán, otros que era prácticamente bóxer y un chico de Castle View proclamaba que Chopper era un Doberman al que habían extirpado quirúrgicamente las cuerdas vocales para que no le oyeran cuando se disponía a atacar. Y había también quienes decían que era un borzoi o galgo ruso chiflado, y que Milo Pressman le alimentaba con una mezcla especial de sangre de pollo y otras cosas raras. Los mismos chicos decían que Milo no se atrevía a sacar a Chopper de su caseta sin llevarlo encaperuzado como un halcón de caza.
Una de las historias más repetidas sobre el perro era que Milo no le había entrenado solo para atacar, sino para atacar partes específicas y concretas de la anatomía humana. Así que el desdichado chaval que saltara ilegalmente la valla del basurero para buscar tesoros ilícitos, podía oír a Milo Pressman gritar: «¡Chopper! ¡Ataca! ¡Mano!». Y Chopper agarraría aquella mano y la sujetaría rasgando piel y tendones, pulverizando huesos entre sus babeantes quijadas hasta que Milo le diera la orden de parar. Se rumoreaba que Chopper podía arrancar una oreja, un ojo, un pie o una pierna… y que quien repitiera el delito y por segunda vez fuera sorprendido por Milo y su siempre fiel Chopper, oiría el terrible grito: «¡Chopper! ¡Ataca! ¡Huevos!». Y aquel chaval sería soprano el resto de su existencia. Se le consideraba al propio Milo más normal y corriente. No era más que un infeliz trabajador medio tonto que complementaba su pequeño salario municipal arreglando cosas que la gente desechaba y vendiéndolas luego.
Aquel día no había por allí rastro de Milo ni de Chopper.
Chris y yo contemplamos a Vern preparando la bomba mientras Teddy accionaba frenético el manubrio. Al final fue recompensado con un chorro de agua clara. Al instante, ambos tenían la cabeza bajo el conducto, mientras Teddy seguía bombeando a toda pastilla.
—Teddy está loco —dije suavemente.
—Desde luego —respondió Chris con toda naturalidad—. No vivirá para cumplir el doble de los años que tiene ahora, estoy seguro. Creo que es por lo de las orejas. Solo un loco haría lo de regatear camiones como lo hace él. Y tanto con gafas como sin ellas, no ve cuatro en un burro.
—¿Te acuerdas de aquella vez en el árbol?
—Claro.
El año anterior, Teddy y Chris habían estado gateando el gran pino que había detrás de mi casa. Habían llegado casi al pico cuando Chris dijo que no podían seguir subiendo porque todas las ramas más altas estaban podridas. Teddy puso entonces aquel gesto demencial y obstinado y dijo que a la porra, que tenía todas las manos llenas de resina y que seguiría subiendo. De nada sirvieron las protestas de Chris. Así que allá se fue y realmente lo consiguió; claro que no pesaba más de unos treinta kilos. Y se quedó allí agarrando el pico del pino con una mano enresinada y gritando que era el rey del universo o cualquier otra memez por el estilo. Luego, la rama en que se apoyaba se quebró con un crac y él cayó a plomo. Lo que ocurrió en los segundos siguientes es una de esas cosas que te convencen de que tiene que haber Dios. Chris estiró la mano, por puro acto reflejo, y se encontró agarrando con fuerza un puñado de pelo de Teddy Duchamp. Se le hinchó la muñeca y no pudo volver a utilizar bien la mano derecha hasta pasadas dos semanas, pero aguantó a Teddy hasta que este, maldiciendo y gritando, apoyó los pies en una rama firme y sana que aguantó su peso. De no haber sido por Chris, habría caído en picado hasta el suelo, a unos cuatro metros. Una vez ambos en tierra, Chris, lívido, se sintió medio mareado y con ganas de vomitar por el susto. Y Teddy quería pelearse con él porque le había tirado del pelo. Y seguro que se hubieran pegado si yo no hubiera estado allí para evitar que sucediera.
—Aún sueño con aquello de vez en cuando —dijo Chris, y me miró con ojos extrañamente desvalidos—. Solo que en los sueños nunca consigo sujetarle. Agarro solo dos cabellos y Teddy grita y allá se va. Extraño, ¿verdad?
—Sí —admití.
Y por un instante, nos miramos directamente a los ojos y vimos algunas de las cosas verdaderas que nos hacían ser amigos. Luego, ambos desviamos la mirada y miramos a Teddy y a Vern que se estaban tirando agua, gritando y riéndose y llamándose gallinas.
—Sí, pero le sujetaste —dije—. Chris Chambers nunca falla, ¿no es cierto?
—Ni siquiera cuando las damas dejan bajada la parte de abajo de la tapa —dijo.
Me hizo un guiño, formó una O con el pulgar y el Índice y lanzó un escupitajo blanco a su través.
—Eres único, Chambers —dije.
—Y que lo digas, Gordie —dijo, y ambos nos echamos a reír.
Vern gritó:
—¡Venid ya de una vez antes de que el agua se derrame!
—Te echo una carrera —dijo Chris.
—¿Con este calor? Tú no estás bien.
—Vamos —insistió, riéndose todavía—. Venga.
—De acuerdo.
—¡Ya!
Echamos a correr, pisando con fuerza el duro y seco suelo requemado por el sol, los torsos adelantados sobre nuestras veloces piernas, los puños cerrados. Llegamos a la vez, Vern junto a Chris y Teddy junto a mí, alzando al tiempo la mano en señal de victoria. Nos echamos a reír en el quieto hedor humoso del lugar, y Chris tiró la cantimplora a Vern. Una vez llena, Chris y yo nos acercamos a la bomba y primero bombeó él para mí y luego yo para él; él agua, sorprendentemente fría, borró de golpe hollín y calor, trasladándonos al helado y crudo enero. Volví a llenar luego la lata y volvimos a sentarnos a la sombra del único árbol que había en el recinto del basurero, un fresno enano a escasa distancia de la caseta de papel alquitranado de Milo Pressman. El fresno se inclinaba levemente hacia el oeste, como si deseara alzar las raíces como alza una anciana las sayas y alejarse a toda prisa del basurero.
—¡Extraordinario! —dijo Chris, riéndose aún y retirándose el pelo revuelto de la frente.
—¡Increíble! —dije yo, asintiendo y riéndome también.
—Todo esto es estupendo —dijo Vern.
Y no se refería solo a que estuviéramos tan tranquilos en el basurero, ni a que hubiéramos engañado a nuestros padres, ni a nuestra proyectada caminata por las vías hacia Harlow; se refería a todo ello, por supuesto, pero yo percibí que había algo más y que todos lo sabíamos. Todo estaba allí y en torno nuestro. Sabíamos exactamente quiénes éramos y a dónde íbamos. Era grandioso.
Permanecimos sentados bajo el fresno un rato, hablando de los temas habituales: quién tenía el mejor equipo (todavía los Yankees, con Mantle y Maris, por supuesto), cuál era el mejor coche (el Thunderbird del cincuenta y cinco, aunque Teddy votaba tercamente por el Corvette del cincuenta y ocho), quién era el tipo más valiente de Castle Rock que no perteneciera a nuestra pandilla (todos estábamos de acuerdo en que Jamie Gallant, que dio un corte de manga a la señorita Ewing y salió tranquilamente de la clase con las manos en los bolsillos mientras ella le gritaba), el mejor programa de la tele (si Los Intocables o Peter Gunn; ambos excelentes, con Robert Stack como Eliot Ness y Craig Stevens como Gunn); bueno, toda esa cháchara.
Teddy fue el primero en advertir que la sombra del árbol se iba alargando y me preguntó la hora. Miré el reloj y me sorprendió ver que eran ya las dos y cuarto.
—Bueno, chicos —dijo Vern—. Alguien tendrá que ir a buscar provisiones. El basurero abre a las cuatro. Y, no es por nada, pero no me gustaría estar aquí cuando aparezcan Milo y Chopper.
Hasta Teddy estaba de acuerdo en esto. No es que temiera a Milo, que era barrigudo y tenía por lo menos cuarenta años; pero todos los chicos de Castle Rock se arrugaban nada más oír el nombre de Chopper.
—Muy bien —dije—. Irá el que saque distinto.
—Seguro que te toca a ti, Gordie —dijo Chris—. Que eres el más raro.
—Vete a la mierda —dije, y entregué una moneda a cada uno—. Venga, tiremos.
Las cuatro monedas brillaron al sol en el aire. Cuatro manos las arrebataron al vuelo. Cuatro golpes secos sobre cuatro sucias muñecas. Abrimos los puños. Dos caras y dos cruces. Tiramos de nuevo y sacamos cruz los cuatro.
—¡Oh Dios! Mal asunto —dijo Vern, sin decirnos nada que no supiéramos. Se creía que cuatro caras traía muy buena suerte. Y que cuatro cruces significaban desastre.
—Déjate de pijadas —dijo Chris—. Eso no significa nada. Volvamos a tirar.
—No, amigo —dijo Vern, nervioso—. Sabes muy bien que cuatro cruces traen mala suerte. ¿Recuerdas lo que les pasó a Clint Bracken y a los otros en Sirois Hill, en Durham? Billy me contó que estuvieron echando a suertes quién iba a por cervezas y les salió todo cruces; justo antes de subirse al coche. Y luego, ¡bang! Quedaron hechos mierda. No me gusta nada. En serio.
—Nadie se traga esas tonterías sobre buena y mala suerte —dijo Teddy con impaciencia—. Son bobadas de críos, Vern. ¿Quieres lanzar, o no?
Vern lanzó, aunque de bastante mala gana. Esta vez él, Chris y Teddy sacaron cruces. Mi moneda mostraba a Thomas Jefferson. Sentí un súbito temor. Como si un nubarrón hubiera cubierto algún sol interior. Al parecer, sobre ellos tres seguía pesando la mala suerte, como si, en silencio, el destino les hubiera señalado por segunda vez. Recordé de repente las palabras de Chris: Agarro solo dos cabellos de Teddy en la mano y él grita y allá se va. Extraño, ¿verdad?
Tres cruces. Una cara.
Y acto seguido Teddy estaba soltando su risa cloqueante y demencial y apuntándome y mi aprensión se esfumó.
—Tengo entendido que solo los maricas se ríen de ese modo —dije y le hice un corte de manga.
—Iiiii, iiiii, iiiii, te fastidias, Gordie —se reía Teddy sin parar—. A por provisiones, jodido hermafrodita.
La verdad es que no me molestaba tener que ir. Había descansado y no me importaba recorrer el camino hasta la tienda.
—No me dediques los nombres cariñosos de tu madre —le dije a Teddy.
—Iiiii, iiii, iiii, pero qué tonto eres, Lachance.
—Anda, Gordie —dijo Chris—. Te esperamos junto a la vía.
—Más valdrá que no os vayáis sin mí —dije.
Vern se echó a reír.
—¡Cómo íbamos a dejar sola a la más guapa, Gordie!
—Anda, cierra el pico.
Todos cantaron entonces a coro:
—No cierro el pico, ni me achico; pero si te miro, vomito.
—¡Y luego llega vuestra mami amada, a limpiar con la lengua la vomitada! —dije, y salí pitando, alzando hacia ellos por encima del hombro el dedo corazón.
No he vuelto a tener amigos como aquellos que tenía a los doce años, de veras. ¿Y tú?
12
Una misma palabra evoca cosas distintas a cada individuo. Si yo digo, por ejemplo, verano, la palabra te sugerirá una serie de imágenes distintas a las que la misma palabra provoca en mí. Está bien. Para mí, verano irá siempre ligado al camino hacia el Florida Market con la calderilla tintineando en el bolsillo, a unos treinta y tantos grados de temperatura, con zapatos de lona. La palabra conjura una imagen de las vías del ferrocarril GS&WM perdiéndose a lo lejos, tan ardientes y blanquecinas bajo el sol que cuando cerrabas los ojos las seguías viendo, solo que azules en vez de blancas. Hubo más cosas aquel verano que nuestro viaje a través del río en busca de Ray Brower, aunque eso es lo más relevante. Los Fleetwoods cantando «Come Softly to Me» y Robin Luke atacando «Susie Darlin» y Little Anthony vociferando «I Ran All the Way Home». ¿Fueron todos ellos éxitos de aquel verano de mil novecientos sesenta? Sí y no. En su mayor parte, sí. En aquellos largos atardeceres púrpura de béisbol y rock and roll, el tiempo cambió. Creo que fue todo mil novecientos sesenta y que aquel verano se prolongó por espacio de años, conservándose mágicamente intacto en un entramado de sonidos: el dulce zumbido de los grillos, el ruido de ametralladora de los naipes que traqueteaban contra los radios de las bicis de algunos chicos que pedaleaban rumbo a casa para una tardía cena de fiambre y té helado, la monótona voz lejana de Buddy Knox cantando «Acompáñame, sé mi pareja y te haré el amor, te haré el amor», y la voz del cronista deportivo mezclándose con la canción y con el olor a yerba recién cortada: «Tres dos en estos momentos. Whitey Ford se inclina hacia delante… se lanza… ahora lo consigue… Ford se detiene… tira… ¡y allá va! ¡Williams lo ha conseguido otra vez! ¡Despídete! ¡RED SOX A LA CABEZA, TRES A UNO!». ¿Jugaba todavía con los Red Sox Ted Williams en mil novecientos sesenta? Puedes apostar lo que quieras a que sí. Era mi favorito. Lo recuerdo muy bien. Hacía un par de años que había empezado a interesarme por el béisbol realmente, desde que tuve que afrontar la idea de que los jugadores de béisbol eran personas de carne y hueso como yo mismo. Lo supe cuando el coche de Roy Campanella volcó y los periódicos publicaron la cruda realidad a los cuatro vientos: había concluido su carrera, permanecería en una silla de ruedas el resto de su vida. Volví a recordarlo, con la misma sensación angustiosa, cuando me senté ante esta máquina de escribir una mañana hace dos años, puse la radio y oí que Thurman Munson había muerto cuando intentaba tomar tierra en su aeroplano.
Hubo también aquel verano películas que fuimos a ver al Gem, hace muchísimo ya demolido; películas de ciencia ficción como Gog, con Richard Egan, y del Oeste, con Audie Murphy (Teddy vio todas las películas que hizo Audie Murphy por lo menos tres veces; para él, Murphy era casi un dios) y películas de guerra, con John Wayne. Y hubo también partidos y comidas interminables, pradillos que segar, lugares a donde ir, paredes contra las cuales lanzar monedas, gente que te palmeaba la espalda. Y ahora me siento aquí intentando mirar a través del teclado de una IBM y ver de nuevo aquella época, intentando recordar todo lo bueno y lo malo de aquel verano verde y pardo y casi puedo sentir aún a aquel chico flaco y mentiroso en el interior de este cuerpo maduro y oír todavía aquellos mismos sonidos. Pero la apoteosis del recuerdo y la época es Gordon Lachance corriendo por el camino a buscar provisiones con la calderilla en el bolsillo y la espalda chorreándole sudor.
Pedí kilo y medio de carne picada y unos bollos para las hamburguesas, cuatro botellas de soda y un abridor de dos centavos para abrirlas. El propietario, un individuo llamado George Dusset, preparó la carne y se inclinó luego junto a la caja registradora con una mano rolliza apoyada en el mostrador junto al gran frasco de huevos duros, un palillo en la boca y su gran vientre de cerveza hinchando su blanca camisa de manga corta como vela hinchada por un gran viento. Se quedó allí sin moverse mientras yo compraba para asegurarse de que no intentaba birlar nada. No abrió la boca hasta que estaba ya pesando la carne picada.
—Te conozco. Eres hermano de Denny Lachance. ¿Verdad?
El palillo pasaba de una de las comisuras de sus labios a la otra como impulsado por un resorte. Se estiró tras la caja registradora, agarró una botella de soda y la agitó.
—Sí, señor, pero Denny…
—Sí, ya lo sé. Es triste, muchacho. La Biblia dice: «En mitad de la vida nos topamos con la muerte». ¿Lo sabías? Sí. Yo perdí un hermano en Corea. Te pareces muchísimo a Denny, ¿te lo dice siempre la gente? ¿Eh?
—Sí señor, a veces.
—Recuerdo el año en que fue de los mejores del fútbol. Jugaba de medio. ¿Eh? Podía correr. ¡Dios santo y su santo hijito! Seguramente eres demasiado joven para recordarlo.
Mientras hablaba, miraba por encima de mi cabeza a través de la contrapuerta hacia la calle ardiente y soleada, como si contemplara una bella visión de mi hermano.
—Sí que me acuerdo. Eh, señor Dusset.
—¿Sí, muchacho? —sus ojos seguían empañados por el recuerdo; el palillo temblaba levemente entre sus labios.
—Tiene usted el pulgar en la balanza.
—¿Qué? —bajó la vista, asombrado, hasta el punto en que su pulgar presionaba con firmeza el esmalte blanco. Si no me hubiera apartado un poco de él cuando empezó a hablar de Dennis, la carne picada me hubiera impedido verlo—. Oh, es verdad. Vamos, creo que me distraje pensando en tu hermano, Dios le tenga en su gloria.
George Dusset se santiguó. Cuando retiró el dedo de la balanza, la aguja retrocedió ciento cincuenta gramos. Colocó un poquito más de carne sobre la que ya estaba en el peso, y luego la envolvió con papel de carnicería.
—Muy bien —dijo, a través del palillo—. Veamos lo que hay aquí. Kilo y cuarto de carne picada, un dólar cuarenta y cuatro. Panecillos, veintisiete. Cuatro sodas, cuarenta centavos. Un abridor, dos centavos. Total… —lo sumó todo en la bolsa en la que iba a colocar la compra—. Dos dólares veintinueve centavos.
—Trece —dije.
Alzó muy despacio la vista hacia mí, frunciendo el ceño.
—¿Cómo?
—Dos dólares trece centavos. Se ha equivocado en la suma.
—Oye, chaval, acaso eres…
—Se ha equivocado al sumar —dije—. Primero, puso usted el dedo en la balanza y luego me cobra de más por la compra, señor Dusset. Necesitaba algo más, pero creo que ya no lo compraré —tiré dos dólares trece centavos en el mostrador delante de él.
Se quedó mirando el dinero; luego me miró a mí. Su ceño era ahora mucho más marcado, las arrugas de su rostro tan profundas como fisuras.
—¡Pero qué es lo que eres tú, chaval! —dijo, en voz baja, en un tono siniestramente confidencial—. Te crees muy listo, ¿eh?
—No, señor —dije—. Pero no va a engañarme y quedarse tan tranquilo. ¿Qué cree usted que diría su madre si se enterara de que se dedica a engañar a los niños pequeños?
Metió todo lo que había comprado en la bolsa a trompicones, sin preocuparse de si las botellas de Coca-Cola entrechocaban o no. Y me entregó furioso la bolsa sin preocuparse de si se me caía y se me rompían las botellas de soda o no. Su atezado rostro estaba rojo y embotado, su expresión ceñuda parecía ya algo permanente en él.
—Muy bien, chaval. Hemos terminado. Ahora lárgate de mi tienda como un tiro. Si vuelvo a verte por aquí, te echaré a patadas. ¿Oíste? Sabihondo hijoputa.
—Tranquilo, no pienso volver —dije, dirigiéndome hacia la puerta y abriéndola de golpe. Fuera, la tarde tórrida susurraba soñolienta marcando su ritmo establecido, que sonaba a verde y dorado y a luz silenciosa—. Y tampoco vendrá ninguno de mis amigos. Y debo tener unos cincuenta o así.
—¡Tu hermano no se creía tan sabihondo! —vociferó George Dusset.
—¡Váyase a la mierda! —grité yo y salí disparado.
Oí la puerta abriéndose de golpe y su mugido siguiéndome:
—¡Si vuelves a aparecer por aquí, te rompo los morros, enano miserable!
Corrí sin parar hasta coronar la primera loma, asustado y riéndome para mis adentros, el corazón golpeteándome enloquecido en el pecho. Aminoré entonces la marcha mirando hacia atrás por encima del hombro de vez en cuando por si acaso se le había ocurrido seguirme en el coche o algo por el estilo.
No lo hizo, y al poco rato llegué a la puerta del basurero. Guardé la bolsa con la compra dentro de la camisa, escalé la puerta y salté al otro lado. Había cruzado aproximadamente la mitad del recinto del basurero cuando vi algo que no me gustó: el Buick del cincuenta y seis de Milo Pressman aparcado detrás de su cabaña. Si Milo me veía no iba a pasarlo lo que se dice bien. Aunque no se advertía rastro de él ni de Chopper por parte alguna, de repente me pareció que la valla metálica del fondo del basurero estaba lejísimos. Empecé a pensar que más me habría valido dar la vuelta por fuera, pero ahora la entrada también me quedaba lejos para salir por donde había entrado. Si Milo me veía saltando la valla, tendría problemas cuando volviera a casa, pero eso me preocupaba menos que la posibilidad de que me echara el perro.
Una alarmante música de violín empezó a resonar en mi cabeza. Seguí caminando con decisión, procurando adoptar un aire natural, intentando dar la impresión de que era normalísimo que estuviera allí con la bolsa de la tienda asomándose fuera de mi camisa y encaminándome a la valla que separaba el basurero de la vía.
Estaría a unos quince metros de la valla y ya empezaba a creer que después de todo no iba a pasar absolutamente nada, cuando oí a Milo que gritaba:
—¡Eh, eh, tú, chaval! ¡No te acerques a la valla! ¡Sal inmediatamente de aquí!
Lo más razonable habría sido darle la razón, volverme y salir de allí, pero yo ya estaba tan nervioso que, en vez de hacer lo más sensato, corrí hacia la valla con un grito enloquecido. Vern, Teddy y Chris salieron de entre la maleza y se quedaron mirándome nerviosísimos a través de la alambrada.
—¡Vuelve aquí ahora mismo! —vociferaba Milo—. ¡Vuelve de inmediato o te echo el perro, maldita sea!
No me pareció que aquella fuera precisamente la voz de la cordura y la sensatez, así que corrí aún más deprisa hacia la valla, agitando los brazos, mientras la bolsa de la compra me golpeteaba el pecho. Teddy empezó a soltar su risilla cloqueante, iii-iii-iii, que más bien parecía un instrumento de viento tocado por un lunático.
—¡Vamos, Gordie, vamos! —gritaba Vern.
Y Milo vociferaba:
—¡Atácale, Chopper, a él, Chopper!
Lancé por encima de la valla la bolsa con las viandas y Vern dio un empujón con el codo a Teddy para recogerla. Podía oír a mi espalda a Chopper avanzando, haciendo temblar la tierra, echando fuego por una de sus fosas nasales y hielo por la otra, rezumando sulfuro de sus impacientes quijadas. Llegué casi a la mitad de la valla de un salto, gritando. La coroné en menos de tres segundos y sencillamente salté: no pensé en lo que hacía, ni siquiera miré abajo para ver dónde iba a aterrizar. Y casi aterrizo sobre Teddy, que tampoco me veía porque estaba doblado riéndose como un loco. Se le habían caído las gafas y le lloraban los ojos… No caí sobre él por milímetros y aterricé en el terraplén de grava y arcilla a su izquierda. En el justo momento en que yo aterrizaba del otro lado de la valla, Chopper se daba contra ella desde el interior, y lanzaba un alarido de dolor y disgusto. Me volví, con la piel de una rodilla levantada y vi por primera vez al famoso Chopper y comprendí por vez primera la diferencia entre mito y realidad. En vez de un monstruo gigantesco con furibundos ojos enrojecidos y los dientes saliendo de su boca como tubos de escape de un coche de carreras, me encontré frente a un perro mestizo de tamaño medio absolutamente vulgar, blanco y negro, que ladraba y saltaba contra la valla alzándose sobre las patas traseras para agarrarse a la misma.
Teddy daba brincos frente a él del otro lado de la valla, jugueteando con las gafas en la mano y enfureciéndole aún más.
—¡Anda, Choppie, guapo, come mierda! —invitaba Teddy, escupiéndole—. ¡Toma, Choppie, toma, come mierda!
Y acercaba el trasero hasta pegarlo bien a la valla y el pobre Chopper intentaba alcanzarle, sin conseguir más que darse buenos golpes en los morros. Empezó a aullar enloquecido echando espuma por la boca. Teddy seguía acercando las nalgas a la valla y Chopper seguía arremetiendo contra ella, fallando siempre, despellejándose el hocico, que había empezado ya a sangrarle. Teddy seguía exhortándole, llamándole Choppie y Chris y Vern estaban en el suelo y se reían tanto que ya apenas podían más que jadear.
Y llegó hasta la valla Milo Pressman, vestido con su mono manchado de sudor y la gorra de béisbol de los Gigantes de Nueva York y la boca crispada por la furia.
—Vamos, vamos —vociferaba—. ¡Ya está bien, muchachos, dejad de molestar a mi perro! ¿Me oís? Parad ya de una vez.
—¡Muerde, Choppie! —gritaba Teddy, corriendo arriba y abajo de nuestro lado de la valla como un prusiano loco pasando revista a sus tropas—. ¡Anda, atácame! ¡Atácame!
Chopper estaba absolutamente enloquecido. De verdad. Corría formando un amplio círculo, ladrando y aullando y espumarajeando, levantando pequeños terrones secos con las patas traseras. Dio la vuelta unas tres veces, supongo que haciendo acopio de valor, y luego se lanzó contra la valla de seguridad. Debía ir a unos ciento cincuenta kilómetros hora cuando se dio contra ella, no es broma, tenía los labios perrunos abiertos, con los dientes al descubierto, y las orejas le flotaban hacia atrás. Toda la valla produjo un sordo sonido musical cuando el alambre no solo fue empujado hacia atrás contra los postes, sino estirado hacia atrás. Fue como una nota de cítara: yimmmmmmmm. Chopper emitió un alarido estrangulado, puso los ojos en blanco, hizo un tonel rápido invertido absolutamente sorprendente, aterrizando de espaldas con un golpe seco que alzó polvo a su alrededor. Se quedó un instante allí tirado y luego se arrastró con la lengua colgando a un lado de la boca.
En este punto, el propio Milo estaba ya prácticamente enloquecido por la furia. Su tez había adquirido un tono ciruela alarmante: hasta el cuero cabelludo se le había sonrojado bajo su pelo erizado. Sentado en el suelo, aturdido, con las dos rodilleras de los pantalones rotas, el corazón trompeteándome aún en el pecho tras el salto, vi a Milo. Parecía como la versión humana de Chopper.
—¡A ti te conozco! —bramó Milo—. ¡Eres Teddy Duchamp! ¡Os conozco a todos! ¡Hijo, te juro que me las pagarás por asustar a mi perro de esa forma!
—Me gustaría verlo —bramó Teddy a su vez—. ¡Anda, salta la valla y demuéstramelo, bola de sebo!
—¿CÓMO? ¿QUÉ ES LO QUE ME HAS LLAMADO?
—¡Bola de sebo! —gritó Teddy encantado—. ¡CUBO DE MANTECA! ¡Anda, anda, decídete! —saltaba con los puños apretados y el sudor chorreándole por la cara—. ¡APRENDERÁS A ECHARLE TU MALDITO PERRO A LA GENTE! ¡ANDA! ¡ÁNIMO! ¡ME GUSTARÁ VER CÓMO LO INTENTAS!
—Maldita sea, ¡el cretino este, hijo de un loco desgraciado y miserable! Ya me encargaré yo de que tu madre reciba una invitación para presentarse a declarar por lo que le has hecho a mi pobre perro.
—¿Cómo has dicho? —preguntó Teddy con aspereza.
Había dejado de saltar. Tenía los ojos vidriosos y muy abiertos y la cara color plomizo.
Milo le había dicho muchas cosas a Teddy, que fue perfectamente capaz de repasarlas y elegir entre todas, sin problema, precisamente aquella que le afectaba; desde entonces he observado muchísimas veces esto, la habilidad de la gente para eso… para encontrar el botón LOCO, pulsarlo, y no solo pulsarlo, sino matraquearlo incesantemente.
—Tu papá estaba loco —dijo, riéndose—. Y por eso está en Togus. Más loco que un rebaño, peor que un cencerro, peor que un gato de rabo largo en un cuarto lleno de mecedoras. Completamente loco. No es raro que hagas tú lo que haces teniendo un loco por pad…
—¡Tu madre comía ratas muertas! —gritó Teddy—. ¡Y si vuelves a llamar loco a mi padre, te juro que te mataré, maldito chupapollas!
—¡Loco! —dijo Milo, muy ufano. Había encontrado la clave—. Tu padre es un loco. Tu padre está completamente abarrenado, como un cencerro, chaval.
Vern y Chris habían empezado a dominar su ataque de risa, tal vez al advertir la gravedad de la situación, y llamaron a Teddy; pero cuando Teddy le dijo a Milo que su madre comía ratas muertas, volvió su ataque de risa histérica y siguieron allí desternillándose, pataleando y sujetándose el estómago con las manos.
—No sigas, por favor —suplicaba Chris—. Por favor, no sigas. ¡No puedo soportarlo, voy a reventar!
Chopper daba vueltas aturdido describiendo un gran ocho detrás de Milo. Parecía el luchador que ha perdido la pelea unos diez segundos después de que el árbitro declare ganador al contrario por nocaut técnico. Teddy y Milo proseguían, entretanto, su discusión sobre el padre de Teddy, nariz contra nariz, separados por aquella alambrada que Milo no podía saltar por ser demasiado viejo y demasiado gordo.
—¡No vuelvas a nombrar a mi padre, ni una palabra más! ¡Mi padre tomó la playa de Normandía, maldito imbécil!
—¿Ah, sí? ¡No me digas! ¿Y dónde está ahora, enano cuatroojos? Allá en Togus, ¿no es cierto? ¡Y está en Togus porque le aplicaron el artículo ocho!
—Muy bien, ya está, se acabó. ¡Tú te lo has buscado! —dijo Teddy—. ¡Voy a matarte!
Se agarró a la valla y empezó a escalarla.
—Anda, vamos, inténtalo, cabroncete asqueroso.
Milo retrocedió y aguardó, sonriendo.
—¡No! —grité.
Me levanté, agarré a Teddy por la culera de los pantalones y tiré de él. Ambos caímos de espaldas, él encima. Me aplastó las pelotas a base de bien y di un alarido. No hay nada más doloroso que el que te aplasten las bolas, ¿lo sabías? Pero no le solté.
—¡Suéltame! —decía Teddy sollozando y retorciéndose entre mis brazos—. ¡Déjame, Gordie! ¡No voy a consentir que se meta con mi viejo! ¡Suéltame, maldita sea, suéltame!
—Eso es precisamente lo que él quiere —le grité al oído—. Quiere que saltes, agarrarte por su cuenta, darte la gran paliza y luego llevarte a la poli.
—¿Eh? —Teddy se volvió, estirándose para mirarme con expresión de aturdimiento.
—No te metas donde no te llaman, chaval —dijo Milo, acercándose otra vez a la valla, con sus musculosos puños apretados—. Déjale que libre sus propias batallas.
—¡Sí, hombre! —dije—. Total, solo le ganas unos doscientos kilos…
—También a ti te conozco —dijo Milo lúgubremente—. Te llamas Lachance —señaló en la dirección de Vern y Chris, que al fin habían logrado ponerse en pie, jadeantes aún de tanto reírse—. Y esos de ahí son Chris Chambers y uno de esos estúpidos chicos Tessio. Todos vuestros padres tendrán noticias mías, menos el loco ese que está en Togus. Y os veréis en el reformatorio, todos y cada uno de vosotros. ¡Delincuentes juveniles!
Se quedó quieto, muy erguido, las grandes manos pecosas extendidas como si quisiera jugar a «una patata, dos patatas», respirando con dificultad, los ojos entrecerrados, esperando que nos echáramos a llorar o le pidiéramos perdón, o, tal vez, que le entregáramos a Teddy para poder alimentar con él a Chopper.
Chris formó una O con el pulgar y el índice y escupió limpiamente a su través.
Vern se puso a canturrear mirando el cielo.
Teddy dijo:
—Vamos, Gordie. Larguémonos de aquí antes de que empiece a vomitar.
—Oh, te acordarás de esto, chulillo deslenguado. Ya verás cuando te lleve a la policía.
—Oímos todos lo que dijiste de su padre —dije yo—. Somos todos testigos. Y además me echaste al perro. Y eso va contra la ley.
Milo parecía titubear.
—Habías traspasado el límite.
—Y un cuerno. El basurero es propiedad pública.
—Saltaste la valla.
—Hombre, claro. Después de que azuzaste al perro contra mí —dije, con la esperanza de que Milo no recordara que también había saltado para entrar porque la puerta estaba cerrada—. ¿Qué esperabas que hiciera? ¿Que me quedara esperando y le dejara destrozarme? Vámonos, chicos, larguémonos de una vez. Aquí apesta.
—El formatorio —prometió amenazante Milo con voz temblona—. El formatorio es donde acabaréis por sabihondos.
—¡Tengo unas ganas de contarle a los polis que llamó maldito demente a un ex combatiente! —le gritó Chris por encima del hombro, cuando nos alejábamos—. ¿Qué es lo que hizo usted en la guerra, señor Pressman?
—¡Qué diablos os importa a vosotros! —vociferó Milo—. ¡Os metisteis con mi perro!
—Póngalo en una bandeja y mándeselo al capellán —susurró Vern, y acto seguido estábamos ya trepando por el terraplén de la vía.
—¡Volved! —gritaba Milo, pero su voz era ya más débil y parecía haber perdido interés.
Teddy le hizo un corte de manga. Yo me volví a mirar por encima del hombro cuando coronamos el terraplén. Milo seguía allá quieto tras la valla de seguridad: un hombre grande con una gorra de béisbol, con su perro sentado al lado; se había agarrado a la alambrada mientras nos gritaba y de repente sentí una gran lástima por él. Parecía el alumno de tercero más grande del mundo, que se hubiera quedado encerrado en el patio por error, gritando para que alguien fuera a sacarle. Siguió vociferando un rato y luego o bien se calló o dejamos de oírle al alejarnos. No volvimos a ver ni a oír a Milo Pressman ni a Chopper aquel día.
13
Discutimos un poco (en tonos correctos que realmente eran una especie de sondeo forzado) sobre la forma en que habíamos demostrado al rastrero de Milo Pressman que no éramos un grupo de mariquitas. Les conté cómo había intentado engañarnos el tipo de la tienda y todos guardamos un lúgubre y pensativo silencio.
Personalmente, estaba pensando que tal vez tuviera algo que ver con aquella tontería de la mala suerte, después de todo. Las cosas no podían haber ido peor. En realidad, pensé que tal vez fuera mejor volvernos atrás en aquel momento y ahorrar a mis padres el dolor de tener un hijo en el cementerio de Castle View y otro en el correccional de South Windham. Estaba seguro de que Milo acudiría a la policía en cuanto la idea de que en el momento de nuestro incidente el basurero estaba cerrado se filtrara en su espesa mollera. Momento en el cual caería en la cuenta de que yo realmente había transgredido los límites, sin que importara que el basurero fuera o no propiedad pública. Lo cual, seguramente, le daría todos los derechos del mundo a echarme a su estúpido perro. Y aunque Chopper no era el monstruo que se decía, sin duda me habría arrancado los fondillos de los pantalones de no haber ganado la carrera y haber conseguido saltar la valla. Todo esto me entristeció y estropeó el día. Y había también otra lúgubre idea rodándome en la cabeza: la de que en realidad aquello no era divertido y que tal vez mereciéramos la mala suerte. Tal vez fuera un aviso de Dios para que volviéramos a casa. ¿Qué pretendíamos, en realidad, al ir a ver el cadáver de un chico destrozado y machacado por un tren carguero?
Pero lo estábamos consiguiendo y ninguno de los cuatro deseaba volverse.
Habíamos llegado ya casi al puentecillo que cruzaba el río, cuando Teddy se echó a llorar. Parecía que una gran marejada interior hubiera roto el dique mental cuidadosamente construido. En serio, era exactamente lo que parecía por lo súbito e intenso de su irrupción. Los sollozos le hacían doblarse como si se tratara de puñetazos, parecía destrozado, llevándose las manos del vientre a los mutilados barujos de carne que habían sido sus orejas. Lloraba con gritos y fuertes sollozos.
Ninguno sabíamos qué diablos hacer. No era un llanto como cuando te lesionabas jugando al béisbol o al fútbol o cuando te caías de la bici. No existía ninguna lesión física. Nos alejamos un poco y nos quedamos mirándole con las manos en los bolsillos.
—Mira, hombre… —empezó a decir Vern en tono muy suave.
Chris y yo miramos esperanzados a Vern. «Mira, hombre» era siempre un buen comienzo; pero Vern no supo seguir.
Teddy se inclinó sobre las traviesas y se colocó una mano sobre los ojos. Parecía estar haciendo una parodia, una broma, solo que aquello no era divertido.
Al fin, cuando se había calmado un poquito, Chris se le acercó. Era el más fuerte y el más valiente de la pandilla (puede que incluso más que Jamie Gallant, según mi opinión personal), y también era el más hábil para calmar a la gente y para conseguir que se hicieran las paces. En realidad, poseía una habilidad especial. Le había visto en el bordillo junto a un niño pequeño que sangraba por la rodilla, un chico al que ni siquiera conocía, y hacerle hablar de cualquier cosa: el circo que estaba a punto de llegar al pueblo, o los dibujos animados de la tele, hasta que el chaval se olvidaba de que se había hecho daño. Chris sabía hacerlo. Y era valiente, además, para saber hacerlo bien.
—Escúchame, Teddy, ¿qué puede importarte a ti lo que un viejo montón seboso de mierda diga de tu padre? ¿Eh? En serio, ¿qué puede importarte? Lo que él diga no cambia absolutamente nada, digo yo. ¿Qué puede importar lo que diga un montón de mierda como él? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh?
Teddy movió la cabeza con firmeza. No cambiaba nada, desde luego. Pero el oírlo en un día luminoso como aquel, algo que él debía haber mascullado una y otra vez mientras yacía despierto en la cama contemplando la luna descentrada en un paño de ventana, algo en lo que él había pensado a su forma lenta y torpe hasta considerarlo casi como algo sagrado, intentando darle algún sentido y luego enterarse de que los demás sencillamente consideraban a su padre loco… aquello le había impresionado, sin duda. Aunque no cambiara nada. Nada.
—Tomó la playa de Normandía, ¿no es cierto? —dijo Chris. Agarró una sucia y sudorosa mano de Teddy y se la palmeó.
Teddy asentía con firmeza, sin dejar de llorar. Le colgaban los mocos.
—¿Tú crees que ese montón de mierda estuvo en Normandía?
Teddy movió la cabeza con violencia.
—¡No-no-no-no!
—¿Crees que ese tipejo te conoce?
—¡No, no! No, pero…
—¿Crees que conoce a tu padre? ¿Es uno de los colegas de tu viejo?
—¡NO!
Furioso, aterrado. Solo de imaginarlo, Teddy hinchó el pecho y emitió nuevos sollozos. Se había retirado el pelo por detrás de las orejas, y el botoncito redondo de plástico color castaño del aparato del oído estaba en el centro de su oído derecho. La forma del aparato tenía más sentido que la de su oreja, si es que entiendes lo que quiero decir.
Chris dijo con calma:
—Hablar es fácil.
Teddy asintió, aún con la vista baja.
—¿Y qué me dices de lo que hay entre tú y tu padre? Las palabras no pueden cambiarlo.
Teddy movió la cabeza, indeciso ahora, como si no estuviera seguro de si esto era o no cierto. Alguien había redefinido su dolor, y lo había redefinido en términos sorprendentemente normales. Que tendría
(loco)
que examinar
(maldito artículo ocho)
más adelante. A fondo. En profundidad. En las largas noches de insomnio.
Chris le sorprendía.
—Él te estaba tanteando, hombre —le dijo, con suaves cadencias, casi como un arrullo—. Te estaba provocando para que saltaras la valla, ¿no te das cuenta? Él no sabe absolutamente nada de tu viejo. No sabe más que los comentarios que haya podido oír en el Mellow Tiger. Pura mierda, ¿no crees, Teddy? ¿Eh? ¿No te parece?
Se había calmado bastante. Casi no sollozaba. Se secó los ojos, dejando dos cercos tiznados a su alrededor; se levantó.
—Estoy perfectamente —dijo, y el sonido de su propia voz pareció convencerle—. Sí, ya estoy bien. —Se irguió y volvió a ponerse las gafas, vistiendo su cara desnuda, según pensé. Sonrió tímidamente y se limpió los mocos en el brazo desnudo—. Soy un imbécil llorón, ¿eh?
—No, hombre, no —dijo Vern, incómodo—. Si alguien se metiera con mi padre…
—¡Le matarías! —se apresuró a decir Teddy, casi con arrogancia—. Le matarías sin pensarlo, ¿verdad, Chris?
—Desde luego —dijo Chris amablemente, y dio una palmada a Teddy en la espalda.
—¿Y tú, Gordie?
—Sin duda alguna —dije, preguntándome cómo podría importarle tanto a Teddy su padre, que había estado a punto de matarle, y, en cambio, a mí parecía importarme un pimiento mi propio padre, quien, por lo que podía recordar, no me había puesto la mano encima desde un día a los tres años o así, que saqué de debajo del fregadero un blanqueador y empecé a comérmelo.
Recorrimos otros doscientos metros de vía y Teddy dijo, con voz más calmada:
—Bueno, si os he fastidiado el día lo siento. Creo que no tuvo ninguna gracia toda la escena de la valla.
—No estoy muy seguro de querer pasarlo bien —dijo Vern de pronto.
—¿Estás diciéndonos que te gustaría volver? —preguntó Chris mirándole fijamente.
—Oh, no, no —frunció el ceño, pensativo—. Pero el ir a ver el cadáver de un chico… no es que sea precisamente una fiesta. Digo yo, vamos. Quiero decir… —nos miró con cierta tensión—. Quiero decir que es muy probable que me asuste algo.
Todos guardamos silencio, y Vern prosiguió:
—Me refiero a que a veces tengo pesadillas. Como… bueno, seguro que todos os acordáis de cuando Danny Naughton nos dejó aquel montón de cuentos, los de los vampiros y gente despedazada y toda esa mierda. Madre mía, me despertaba por la noche en medio de una pesadilla sobre alguien colgado en una casa con la cara verde o algo parecido, ya sabéis, esas cosas, lo de pensar que hay algo debajo de la cama y que si dejas caer la mano te la agarrará…
Cabeceamos todos, asintiendo. Sabíamos muy bien de lo que estaba hablando. Aunque supongo que me habría reído entonces si me hubieran dicho que algún día, no muchos años después, convertiría todos aquellos temores y pesadillas infantiles en un millón de dólares, más o menos.
—Y cuando me pasa no me atrevo a decir nada porque mi maldito hermano… bueno, ya conocéis a Bill… le faltaría tiempo para pregonarlo —se encogió de hombros, abatido—. Así que me da miedo mirar a ese chico porque si está… bueno, ya sabéis, si está realmente mal…
Tragué saliva y miré a Chris. Él miraba con gran seriedad a Vern y cabeceaba, animándole a continuar.
—Si está realmente mal —concluyó Vern—, soñaré con él y despertaré pensando que está debajo de mi cama, despedazado en un charco de sangre, como si acabara de pasar por una trituradora, solo las cuencas de los ojos vacías y el pelo, pero moviéndose, no sé si me explico, moviéndose, sabéis, y disponiéndose a agarrar…
—Santo cielo —dijo Teddy con voz apagada—. Vaya una maldita historia para la hora de dormir.
—Yo no puedo evitarlo —dijo Vern, en tono defensivo—. Pero siento como si tuviera que verle, aunque el hacerlo me cueste luego pesadillas. ¿Comprendéis? Como si tuviéramos que hacerlo. Aunque… aunque seguro que no lo pasaremos bien.
—Ya —dijo Chris, en tono suave—. Seguro.
—No se lo contaréis a los otros chicos —dijo Vern en tono suplicante—. ¿Verdad? No me refiero a las pesadillas, que todo el mundo las tiene. Quiero decir lo de que pienso que hay algo debajo de mi cama. Soy demasiado grande para tener miedo del coco.
Le aseguramos que no lo contaríamos y cayó sobre nosotros un sombrío silencio. Eran solo las tres y cuarto, pero parecía mucho más tarde. Hacía demasiado calor y habían sucedido demasiadas cosas. Ni siquiera habíamos llegado a Harlow. No teníamos más remedio que olvidarnos de todo y empezar a caminar en serio si queríamos recorrer unos kilómetros antes de que se hiciera de noche.
Pasamos el empalme del ferrocarril y un letrero en un poste alto y herrumbroso y todos nos detuvimos para lanzar piedras a la banderola metálica que había arriba, pero nadie le dio. Y hacia las tres y media llegamos al río Castle y al puente de caballete del ferrocarril que lo cruzaba.
14
En aquel punto, y en mil novecientos sesenta, el río tenía más de cien metros de anchura; volví tiempo después al lugar y descubrí que en los años transcurridos se ha estrechado bastante. Siempre lo han utilizado para conseguir que hiciera funcionar mejor las fábricas y han hecho tantas presas que prácticamente está domado. Pero en aquellos días solo había tres presas a todo lo largo del río, que cruza New Hampshire y la mitad de Maine. En aquella época el Castle era prácticamente libre y más o menos cada tres primaveras se desbordaba e inundaba la carretera 136 en el cruce de Harlow o Danvers o ambos.
Aquel día, a finales del verano más seco que Maine occidental conociera desde la Depresión, aún era ancho. Desde donde estábamos nosotros de la orilla de Castle Rock, el inmenso bosque del lado de Harlow parecía un país completamente distinto. Los pinos y los abetos parecían azulados a la ardiente calina de la primera hora de la tarde. La vía cruzaba el río a unos quince metros del agua sobre un soporte apuntalado de postes de madera embreada y vigas entrecruzadas. El agua era tan poco profunda que mirándola podía verse la parte superior de las espitas de cemento colocadas a treinta metros de profundidad en el lecho del río para aguantar el puentecillo.
El puente en sí mismo era bastante curioso: las vías corrían por una plataforma de madera, larga y estrecha. Había una separación de diez centímetros entre traviesa y traviesa, por donde se podía mirar todo el rato el agua. A los lados, solo quedaban unos cincuenta centímetros entre el raíl y el borde del puente. Tal vez si pasaba un tren hubiera espacio suficiente para que no te aplastara… pero el viento generado por la velocidad del carguero sin duda alguna te arrastraría, llevándote a una muerte segura contra las piedras del río poco profundo.
Mientras contemplábamos el puentecillo, todos sentimos el miedo hormigueándonos en la boca del estómago… y, extrañamente mezclada con el miedo, sentíamos también la emoción de un gran desafío, un reto de veras importante, algo de lo que podríamos ufanarnos durante mucho tiempo después… si es que había un después. Aquella extraña luz tintineaba de nuevo en los ojos de Teddy y pensé que no veía en absoluto el puentecillo, sino una inmensa playa arenosa, un millar de lanchas de desembarco varadas en las espumeantes olas, diez mil infantes de Marina cargando playa adentro y las botas de combate hundiéndose en la arena. ¡Había rollos de alambre de púas! ¡Granadas contra los pequeños vehículos! ¡Nidos de ametralladoras tomados!
Estábamos junto a las vías, en el punto en que el terraplén bajaba hasta la orilla del río: donde terminaba el terraplén y empezaba el puentecillo. Mirando hacia abajo pude ver dónde empezaba a hacerse escarpado el declive. El terraplén daba paso a ralos matorrales de aspecto resistente y a rocosas losas grises. Más abajo, había unos cuantos abetos enanos cuyas raíces al aire se abrían tortuosamente paso entre las fisuras del terreno rocoso; parecían estar contemplando su propia imagen lastimosa en la corriente de agua.
En aquel trecho, el río parecía limpísimo; en Castle Rock era donde entraba en el cinturón industrial textil de Maine. Mas, pese a ser tan clara el agua que podía verse el fondo, no se veían peces (había que recorrer otros quince kilómetros río arriba en dirección a New Hampshire para poder ver algún pez). Así pues, no había peces. Y a las orillas del río podían verse sucios cercos de espuma color marfil viejo rodeando las rocas. Tampoco el olor del río era particularmente agradable. Olía como un canasto de la lavandería lleno de toallas mohosas. Las libélulas punteaban su superficie y depositaban con absoluta impunidad sus huevos en ella. No había truchas que pudieran comérselas. Válgame Dios, ni siquiera había carpas.
—Caramba —dijo Chris, con suavidad.
—Vámonos —dijo Teddy, en tono enérgico y arrogante—. Adelante —avanzaba ya entre los brillantes raíles, pisando con cuidado en las traviesas.
—Oíd —dijo Vern inquieto—, ¿alguno de vosotros sabe a qué hora debe pasar el siguiente tren?
Todos nos encogimos de hombros.
—Allá está el puente de la carretera 136 —dije yo.
—Oh, vamos, por favor —gritó Teddy—. Eso significa que tenemos que caminar unos ocho kilómetros río abajo por esta orilla y luego otros ocho subiendo por la otra orilla… nos llevará hasta la noche. Si utilizáramos el puentecillo llegaríamos al mismo punto en unos diez minutos.
—Pero si pasara un tren no tendríamos dónde meternos —dijo Vern.
No estaba mirando a Teddy mientras hablaba. Estaba mirando al río, rápido e imperturbable.
—¡Y qué diablos más da! —dijo Teddy con indignación.
Saltó el arcén y sujetó uno de los soportes de madera que había entre los raíles. No había ido muy lejos (sus pies casi tocaban el suelo), pero la idea de hacer aquello mismo en el centro del río, con una distancia de caída de ciento cincuenta metros hasta abajo y un tren bramando justo sobre mi cabeza, un tren que sin duda alguna lanzaría ardientes chispas al pasar que podrían caerme en el pelo o en la nuca… la verdad es que no había nada en todo aquello que me hiciera particularmente feliz.
—Ya veis lo fácil que es —dijo Teddy.
Saltó al terraplén, se sacudió el polvo de las manos y volvió a subir hasta donde estábamos nosotros.
—¿Quieres decirme que te vas a quedar así colgado mientras pasa, por ejemplo, un mercancías de unos doscientos vagones? —preguntó Chris—. No creo que aguantaras ni siquiera cinco o diez minutos colgado así…
—¿Te acobardas? —gritó Teddy.
—No, solo estoy preguntando lo que harías tú —contestó Chris, sonriendo—. Tranquilo, muchacho.
—Dad el rodeo si es lo que queréis —gritó Teddy con voz ronca—. ¿A quién diablos le importa? Ya os esperaré sentado. ¡Dormiré una siesta!
—Uno de los trenes ya ha pasado —dije yo, molesto—. Y tal vez no pasen más de dos diarios en dirección a Harlow. Mirad, fijaos —moví con el pie las yerbas que crecían entre las traviesas. En la vía que iba de Castle Rock a Lewinston, no había yerbas.
—¿Veis? ¿Os dais cuenta? —dijo Teddy triunfante.
—Claro que, aun así, existe la posibilidad de que pase un tren —añadí.
—Sí —dijo Chris. Me miraba solo a mí, con los ojos muy brillantes—. Atrévete, Lachance.
—Los valientes primero.
—De acuerdo —dijo Chris, e introdujo en su campo de visión a Teddy y a Vern—. ¿Alguien se achica?
—¡NO! —gritó Teddy.
Vern carraspeó, gruñó, volvió a carraspear y al fin dijo también que no con voz muy débil. Nos miraba con una sonrisa leve y triste.
—Muy bien —dijo Chris.
Pero todos vacilamos un instante, incluso Teddy, mirando cautelosamente primero en una y luego en la otra dirección de la vía. Me arrodillé y así firmemente una de las vías férreas con una mano, sin importarme que estuviera tan caliente que podía abrasarme la mano. Estaba silenciosa.
—Muy bien —dije; y en el mismo instante sentí como si alguien me hundiera un palo en la boca del estómago. Sentí como si el palo se hundiera hasta los mismos huevos y acabara luego sentándose a horcajadas sobre mi corazón.
Iniciamos la marcha por el puentecillo, en fila india: Chris el primero, Teddy luego, Vern a continuación y yo cerrando la marcha porque era el que había dicho que los valientes primero. Pisábamos en las traviesas de la plataforma que había entre las vías, y había que irse fijando en dónde se ponían los pies tanto si te daba miedo la altura como si no. Si fallabas, quedarías con una pierna colgando, seguramente con un tobillo roto por añadidura. El terraplén se alejaba debajo de mí, y cada nuevo paso parecía sellar nuestra decisión más firmemente… y hacerla parecer más suicida y estúpida. Me detuve para mirar arriba cuando vi que las piedras daban paso al agua allá abajo. Chris y Teddy se habían adelantado bastante, habían recorrido ya casi la mitad del camino y Vern les seguía de cerca asegurándose bien de dónde ponía los pies. Parecía una vieja dama probando unos zancos con la cabeza inclinada, la espalda doblada, y los brazos extendidos para mantener el equilibrio. Demasiado lejos, oye. Tenía que seguir avanzando, y no solo porque pudiera llegar un tren. Si retrocedía, sería un cobardica durante el resto de mi vida.
Así que me puse de nuevo en marcha. Después de caminar con la vista fija en las interminables traviesas durante un buen rato, con un atisbo del agua corriendo entre ellas, empecé a sentirme mareado y desorientado. Cada vez que posaba un pie sobre la traviesa, una parte de mi mente me aseguraba que se hundiría en el espacio abierto, aunque podía ver que no era así.
Me hice extraordinariamente consciente de todos los ruidos exteriores e interiores, semejantes en conjunto a una orquesta demencial afinando para empezar a tocar. El golpeteo firme de mi corazón, los latidos en los oídos, como un tambor tocado con escobillas, el crujido de los tendones, como cuerdas de violín tensadas al máximo, el constante silbido del río, el zumbido vehemente de una cigarra convirtiéndose en grito fijo, el chillido monótono de un pájaro carbonero y, en algún lugar muy lejos, el ladrido de un perro. Tal vez Chopper. Y me llegaba intenso el olor mohoso del río. Me temblaban los largos músculos de los muslos. Pensaba que sería mucho más seguro (y también más rápido) recorrer todo el camino a gatas. Pero no podía hacerlo. Ninguno de los cuatro podría hacerlo. Si las películas matinales del Gem nos habían enseñado algo, ese algo era que «Solo los perdedores se arrastran». Este era uno de los principales dogmas del «Evangelio según Hollywood». Los buenos caminan siempre bien erguidos y si te crujen los tendones como cuerdas de violín supertensadas por el flujo de adrenalina de tu organismo, y si te tiemblan los músculos largos de los muslos, por idéntica razón, bueno, aguanta, así ha de ser.
Tuve que pararme en medio del puentecillo y mirar el cielo un rato. Aquella desagradable sensación de mareo se había intensificado. Veía traviesas fantasmas… parecían flotar justo delante de mis narices. Se desvanecieron al poco rato y volví a sentirme bien. Miré al frente y vi que casi había alcanzado a Vern, que se iba demorando más cada vez. Chris y Teddy casi habían llegado al final del puente.
Aunque he escrito desde entonces siete libros sobre personas que pueden hacer cosas tan extrañas como leer la mente y preconizar el futuro, fue aquella la primera y la última vez que sentí el chispazo psíquico. Estoy seguro de que fue eso; ¿cómo podría explicarse, si no? Me acuclillé y agarré la vía de mi izquierda con la mano. La sentí retumbar. Retumbaba con tal fuerza que era como si tuviera en la mano un manojo de serpientes metálicas.
¿Has oído alguna vez eso de «se le soltaron las tripas»? Pues yo sé lo que significa; sé lo que significa exactamente. Tal vez sea el tópico más exacto que se haya acuñado. Muchas veces desde entonces he sentido miedo y me he asustado muchísimo, pero nunca tanto como en aquel momento en que agarré aquel raíl vivo. Por un instante, pareció como si todo el mecanismo de mi garganta para abajo se debilitara de pronto y quedara sumido en una especie de desmayo interno. Un hilillo de orina se deslizó indiferente pierna abajo. Se me abrió la boca. Yo no la abrí, sencillamente se abrió ella misma por su cuenta, cayéndoseme el mentón como una trampilla a la que se quitan de golpe las bisagras. La lengua se me pegó al paladar. Todos mis músculos se tensaron. Eso era lo peor. Todo mi mecanismo interno estaba como en suspenso, pero mis músculos estaban como petrificados y no me podía mover en absoluto. Fue solo un instante, pero en el flujo temporal subjetivo me pareció toda una eternidad.
Todo mi potencial sensorial se intensificó, como si se hubiera producido un exceso de voltaje en el flujo eléctrico de mi cerebro pasando todo de ciento diez a doscientos veinte voltios. Oí un avión que pasaba cerca por el cielo y tuve tiempo de desear estar en él, tranquilamente sentado en un asiento de ventanilla, con una Coca-Cola en la mano, contemplando allá abajo la brillante línea de un río cuyo nombre ignoraba. Podía ver todas las astillas y las mellas de la traviesa en la que estaba agachado. Y podía ver por el rabillo del ojo el chispeante raíl y mi propia mano asiéndolo. La vibración de aquel raíl penetró con fuerza tal en mi mano que cuando la retiré seguí sintiendo la vibración, las terminaciones nerviosas entrechocándose, hormigueando tal como hormiguea una mano o un pie cuando se nos ha quedado dormido y empieza a despertar. Podía saborear mi propia saliva, súbitamente eléctrica y amarga y como coagulada en las encías. Y algo aún peor, lo más espantoso de todo: podía oír el tren, aunque no podía saber de qué dirección venía ni a qué distancia estaba. Era invisible. Y únicamente sabía de su llegada por el raíl retumbante. Solo aquello anunciaba su inminente llegada. La imagen de Ray Brower espantosamente destrozado y lanzado como un trapo bailó ante mis ojos. Pronto nos uniríamos a él, al menos Vern y yo; o al menos yo. Nosotros mismos nos habíamos invitado a nuestro propio funeral.
Este último pensamiento rompió mi parálisis y me puse en pie de un salto. Si alguien me hubiera estado mirando, seguramente le habría parecido un muñeco de resorte, aunque yo personalmente me sentí como un chico que avanza bajo el agua a cámara lenta, ascendiendo no a través de aire sino de agua, moviéndose muy despacio, avanzando con espantosa languidez y dificultad, con horrible lentitud hacia arriba.
Pero al final toqué la superficie.
—¡TREN! —grité.
Dejé atrás definitivamente la parálisis y eché a correr.
Vern se volvió a mirarme por encima del hombro. La sorpresa que distorsionaba su expresión era casi cómicamente exagerada, clara y grande como las letras de la primera cartilla. Me vio corriendo, saltando desmañada y torpemente de una traviesa a la siguiente y comprendió que no estaba bromeando. También él se echó a correr.
Pude ver a lo lejos a Chris saltando de las vías a la sólida seguridad del terraplén y le odié con odio tan fresco, amargo y jugoso como la savia de una hoja de abril. Estaba a salvo. Aquel mamón estaba a salvo. Le vi arrodillarse y agarrar la vía.
Estuve a punto de meter el pie izquierdo en el hueco que quedaba entre las traviesas, agité las manos, mis ojos tan ardientes como cojinetes de bolas de alguna pieza de maquinaria, incontrolable, mantuve el equilibrio y seguí corriendo. Ahora estaba justo detrás de Vern. Acabábamos de pasar aproximadamente la mitad del camino cuando oí por vez primera el tren. Venía detrás de nosotros, del lado de Castle Rock. Era un sonido bajo retumbante que se fue intensificando poco a poco y el ruido monótono del motor diesel y el más fuerte y más siniestro de las grandes ruedas acanaladas girando pesadamente sobre los raíles.
—¡Ohhhhhhh, mierda! —gritaba Vern.
—Corre, imbécil —le grité empujándole por detrás.
—¡No puedo! ¡Me caeré!
—¡Corre más deprisa!
—¡OHHHHHH, MIERDA!
Pero corrió más deprisa, como un espantapájaros arrastrando torpemente los pies con la espalda desnuda abrasada por el sol, el cuello de la camisa colgando y balanceándose por debajo del tronco. Podía ver el sudor de sus omoplatos formando perfectas gotitas redondas. Podía ver la fina pelusa de su nuca. Sus músculos se contraían y se distendían, se contraían y se distendían. Su columna vertebral resaltaba en una hilera de bultitos, cada uno de los cuales formaba su propia sombra (podía verlos aproximándose cada vez más a medida que se acercaban al cuello). Todavía portaba su hatillo y yo portaba el mío. Sus pisadas resonaban en las traviesas. Casi falló una, se inclinó hacia delante con los brazos extendidos y le empujé otra vez para que siguiera avanzando.
—¡Gordiiiie, no puedo! ¡OHHHH, MIEEEERDA!
—¡CORRE MÁS DEPRISA, IMBÉCIL! —vociferé.
¿Acaso disfrutaba yo con todo aquello? En cierto modo, de un modo peculiar, autodestructivo, que he experimentado a partir de entonces solo cuando estoy completa y absolutamente borracho, sí. Guiaba a Vern Tessio igual que lleva un ganadero a una vaca especialmente buena al mercado. Y tal vez él disfrutara igual de su propio miedo, berreando como lo haría la misma vaca, vociferando y sudando, con el tórax subiendo y bajando como los fuelles de un herrero a toda prisa, manteniendo la marcha con torpeza, tambaleándose.
El ruido del tren era muy intenso ahora, la locomotora emitía un retumbar constante y firme. Oímos su pitido cuando cruzó el empalme en el que nos habíamos detenido para tirar piedras a la banderola metálica. Me gustara o no, había conseguido al fin mi Cancerbero. Esperaba que el puentecillo empezara a temblar bajo mis pies. Cuando eso ocurriera, estaría justo detrás de nosotros.
—¡MÁS DEPRISA, VERN! ¡MAAÁS DEPRISA!
—¡Santo Dios Gordie OH Dios mío Gordie Oh Dios OHHHH MIERDAAA!
La bocina eléctrica del carguero rompió en aquel punto el aire en mil pedazos con un largo y estruendoso pitido, convirtiendo todo cuanto hubieras visto en el cine o en un tebeo o en tus propios ensueños en nada, permitiéndote saber lo que tanto héroes como cobardes oían realmente cuando la muerte inexorable caía sobre ellos:
¡JUUUUNNNNK! ¡JUUUUNNNNK!
Y luego Chris estaba bajo nosotros a la derecha y Teddy detrás suyo, con las gafas reflejando arcos de luz del sol y ambos estaban formulando una misma palabra, y esa palabra era: ¡Saltad!, pero el tren había borrado todo su significado, dejando solo la forma en sus labios al formularla. El puentecillo empezó a temblar cuando el tren entró en él. Saltamos.
Vern aterrizó cuan largo era entre ceniza y polvo y yo aterricé a su lado. Yo no vi el tren, ni sé tampoco si el maquinista nos vería a nosotros: cuando, unos dos años después, mencioné a Chris la posibilidad de que no nos hubiera visto, él dijo: «No pitan de aquel modo sin más ni más, Gordie». Pero tal vez lo hiciera, tal vez se pusiera a pitar de aquel modo solo porque sí. Supongo. Pero en aquel momento, todo esto no importaba absolutamente nada. Me apreté las manos contra los oídos y hundí la cara en el suelo cálido mientras el carguero pasaba, emitiendo un sonido de metal rozando contra metal. No sentía el impulso de mirarlo.
Era un carguero muy largo, pero yo no lo vi, no lo miré. Antes de que hubiera pasado del todo, sentí una mano cálida en el cuello y supe que era la de Chris.
Cuando pasó del todo (cuando estuve bien seguro de que había pasado del todo), alcé la cabeza como el soldado que sale de la trinchera tras una larga jornada de andanadas artilleras. Vern seguía pegado al suelo, temblando. Chris estaba sentado entre ambos, con las piernas cruzadas, con una mano apoyada en el sudoroso cuello de Vern y la otra aún en el mío.
Cuando al fin Vern se incorporó, temblando de pies a cabeza y lamiéndose compulsivamente los labios, Chris dijo:
—¿Qué os parecería si nos tomáramos esas cocas? ¿Le apetece a alguien tomarse una? A mí sí.
A todos nos apetecía.
15
Como a medio kilómetro en el lado de Harlow, las vías del ferrocarril penetran directamente en el bosque. El terreno, tupidamente arbolado, desciende hacia una zona pantanosa. Estaba plagada de mosquitos casi tan grandes como avionetas, pero era fresca… deliciosamente fresca.
Nos sentamos a beber los refrescos a la sombra. Vern y yo nos echamos la camisa por los hombros para mantener alejados a los insectos, pero Teddy y Chris se sentaron desnudos de cintura para arriba, con un aire tan apacible e indiferente como el de los dos esquimales en un iglú. No llevábamos allí cinco minutos, cuando Vern se alejó entre los matorrales y se agazapó por allí, lo que nos llevó a un montón de bromas y codazos cuando regresó.
—¿Te asustaste mucho con el tren, Vern?
—No —contestó—. Iba a hacerlo de todas formas cuando llegáramos al otro lado. Tenía que hacerlo igualmente, tenía ganas antes, ¿comprendéis?
—¿Verrrrn? —corearon Chris y Teddy.
—Venga ya, que es cierto. En serio.
—Entonces, ¿no te importa que examinemos los fondillos de tus calzones para comprobar si hay chorretadas, eh? —preguntó Teddy. Vern se echó a reír, comprendiendo al fin que le estaban tomando el pelo.
—A la porra.
Chris se volvió hacia mí.
—¿Te asustaste, Gordie?
—Nada de nada —dije y di un sorbo a mi coca.
—¿Nada de nada? ¡No me digas! —me dio un golpe en el brazo.
—En serio. No me asusté lo más mínimo.
—¿En serio? ¿No te asustaste? —Chris me miró de arriba abajo.
—En serio. Sencillamente estaba petrificado.
Esto les hizo gracia a todos, incluso a Vern, y nos reímos un buen rato con ganas. Luego nos tendimos de espaldas, sin bromear ya, limitándonos a beber el refresco, callados. Sentía el cuerpo cálido, relajado y en paz consigo mismo. Todo en él era armonioso. Estaba vivo y contento de estarlo. Todo parecía destacarse con una especial dulzura, y aunque no podría decirlo muy alto, no creo que importara. Tal vez aquella sensación de dulzura era algo que deseaba solo para mí.
Creo que aquel día empecé a comprender un poco lo que hace a los hombres temerarios. Hace un par de años, pagué veinte dólares para ver a Evel Kneivel intentar saltar el Cañón del Río Snake y mi esposa se horrorizó. Me dijo que, si hubiera sido romano, habría estado en el Coliseo mascando tranquilamente uvas y viendo cómo los leones destripaban cristianos. No tenía razón, pero no me era fácil explicárselo (en realidad creo que se habría creído que me burlaba de ella). No pagué aquellos veinte pavos para ver a aquel individuo morir en un circuito cerrado de televisión, aunque estaba absolutamente seguro de que era lo que ocurriría. Fui precisamente por las sombras que hay siempre en un lugar tras nuestros ojos, por eso que Bruce Springsteen llama en una de sus canciones la oscuridad que bordea una ciudad, y creo que siempre hay un momento en el que todos deseamos penetrar en esa oscuridad, pese a los torpes y limitados cuerpos que algún dios bromista nos concedió a los seres humanos. No… no a pesar de nuestros torpes cuerpos, sino precisamente por ellos.
—Eh, oye, cuéntanos esa historia —dijo de pronto Chris, incorporándose.
—¿Qué historia? —le pregunté, aunque estaba casi seguro de saber a cuál se refería.
Me sentía siempre incómodo cuando se hablaba de mis escritos, aunque parecía que a todos les gustaban: desear contar historias, desear incluso escribirlas… no era mucho más peculiar o audaz que querer ser inspector de alcantarillas o mecánico del Grand Prix. Richie Janner, un chaval que había pertenecido a nuestra pandilla hasta que su familia se trasladó a Nebraska en mil novecientos cincuenta y nueve, fue el primero que descubrió que yo quería ser escritor, que quería dedicarme a escribir como trabajo exclusivo, profesionalmente. Estábamos un día allá arriba en mi cuarto, sencillamente pasando el rato, y encontró por casualidad un montón de hojas escritas debajo de los tebeos en una caja en mi armario. ¿Qué es esto?, pregunta Richie. Nada, le contesto yo, e intento quitarle las hojas de la mano. Richie las retira para mantenerlas fuera de mi alcance… y, bueno, he de admitir que no puse gran empeño en recuperarlas. Deseaba que las leyera y, al mismo tiempo, no quería que lo hiciera: una inquietante mezcla de orgullo y timidez que sigo sintiendo aún hoy cuando alguien quiere ver lo que estoy escribiendo. El acto mismo de escribir es algo que se hace en secreto, como la masturbación… Bueno, yo tengo un amigo que hace cosas como escribir relatos en los escaparates de librerías y grandes almacenes, pero es un caso de valor fuera de lo normal, es el tipo de individuo con quien te gustaría poder contar si alguna vez te da un ataque al corazón en una ciudad en la que nadie te conoce. Para mí quiere siempre ser sexo y no llega nunca a serlo… es siempre esa masturbación adolescente en el lavabo, encerrado.
Richie se pasó sentado al borde de mi cama prácticamente toda la tarde leyendo todos aquellos papeles míos, inspirados casi todos por el mismo tipo de historietas que las que habían producido a Vern sus pesadillas. Y cuando al fin terminó, me contempló de un modo extraño y nuevo que me hizo sentirme muy especial, como si se viera forzado a reconsiderar y revalorar toda mi personalidad. Lo haces muy bien, me dijo. ¿Por qué no le enseñas estos relatos a Chris? Le dije que no, que quería que fuera un secreto; Richie me dijo: ¿Por qué? No es ninguna debilidad. Tú no eres ningún marica. Quiero decir que no es poesía.
De todos modos, le obligué a prometerme que no se lo contaría a nadie, promesa que, por supuesto, no cumplió; y resultó que a casi todos les gustaba lo que yo escribía, que prácticamente eran todos relatos sobre enterrados vivos o malhechores que regresaban de la muerte y mataban a los miembros del jurado que les habían condenado, o sobre maníacos que enloquecían y se dedicaban a hacer chuletas de un montón de gente antes de que el héroe, Curt Cannon, «despedazara al vociferante loco infrahumano con una andanada tras otra de su humeante automática del 45».
En mis relatos había siempre andanadas, nunca tiros.
Y, para variar, estaban los relatos de Le Dio. Le Dio era una ciudad de Francia que, durante mil novecientos cuarenta y dos, un tétrico pelotón de soldados estadounidenses intentaba tomar a los nazis (esto era dos años antes de que me enterara de que los Aliados no llegaron a Francia hasta mil novecientos cuarenta y cuatro).
Intentaban tomar la ciudad, ganándola calle a calle, a todo lo largo de unos cuarenta relatos que escribí entre los nueve y los catorce años. A Teddy le entusiasmaban los relatos de Le Dio y creo que por lo menos escribí unos doce solo para él (cuando estaba ya más que harto de Le Dio y de escribir cosas como Mon Dieu y Cherchez le boche! y Fermez la porte). En Le Dio, los paisanos franceses andaban siempre diciendo a los soldados estadounidenses Fermez la porte! Pero Teddy se inclinaba sobre las hojas con los ojos muy abiertos, la frente moteada de gotitas de sudor y el rostro contraído. Algunas veces, casi podía oír yo las Brownings y los silbantes 88 resonándole en el cráneo. Su forma de clamar pidiéndome más relatos de De Dio era a un tiempo agradable y aterradora.
En la actualidad, mi trabajo es escribir, y el placer ha disminuido, y el placer masturbatorio y la culpabilidad se asocian cada vez más a menudo en mi mente con las imágenes fríamente clínicas de la inseminación artificial. Concluyo el asunto según las normas y reglas de mi contrato editorial. Y, aunque nadie me llamará nunca el Thomas Wolfe de mi generación, no me siento en absoluto un tramposo: doy el máximo de mí mismo cada maldita vez. El no hacerlo así sería, de un modo extraño, volverme marica… o lo que significara eso para nosotros entonces. Lo que me espanta es la frecuencia con que hiere en estos días. En aquel entonces, a veces me disgustaba lo malditamente bien que me hacía sentir la escritura. Ahora, contemplo a veces esta máquina de escribir y me pregunto cuándo se le agotarán las buenas palabras. No deseo que eso suceda, claro. Supongo que podré estar tranquilo mientras tenga cosas que contar, ¿no?
—¿Qué historia? —preguntó Vern, preocupado—. No será un relato de terror, ¿eh, Gordie? Creo que no me apetece mucho en estos momentos oír relatos de terror. No estoy preparado para eso, amigo.
—No, no es un relato de terror —dijo Chris—. Es uno muy divertido. Interesante, pero divertido. Anda, Gordie, cuéntanoslo de una vez.
—¿Es de Le Dio? —preguntó Teddy.
—No, no es de Le Dio, psicópata de mierda —le dijo Chris, y le dio un golpe en la nuca—. Trata de un concurso de comer tartas.
—¡Oye! Ese relato todavía no lo he escrito —dije yo.
—Bueno, pero cuéntanoslo.
—¿Vosotros queréis que os lo cuente?
—Seguro, jefe —dijo Teddy.
—Bueno… Se desarrolla en un pueblo llamado Gretna, un lugar ficticio, claro. Gretna, Maine.
—¿Gretna? —preguntó Vern con una sonrisilla—. ¿Pero qué nombre es ese? En Maine no hay ningún Gretna.
—Cállate, imbécil —dijo Chris—. Acaba de decirte que es un lugar de ficción, ¿no?
—Sí… pero Gretna parece muy estúpido…
—Un montón de nombres auténticos parecen estúpidos —dijo Chris—. Por ejemplo, ¿qué me dices de Alfred, Maine? ¿Y de Saco, Maine? ¿Y de Jerusalem’s Lot? ¿Y de Castle-malditasea-Rock? ¿Eh? Aquí no hay ningún castillo. Casi todos los nombres de ciudades y pueblos son absurdos. Ni siquiera se para uno a pensarlo porque estamos acostumbrados a ellos. ¿No es cierto, Gordie?
—Sin duda —dije, aunque para mis adentros creía que Vern tenía razón, que Gretna era un nombre bastante tonto para un pueblo. Pero la verdad era que no había sido capaz de inventarme otro—. Bueno, el caso es que en aquel pueblo celebraban las fiestas de los pioneros, igual que se celebran aquí en Castle Rock…
—Oh sí, las fiestas de los pioneros… ¡menudas juergas! —dijo Vern con seriedad—. Metí a toda mi familia en esa cárcel sobre ruedas que tienen, hasta al cretino de Billy. Duró solo media hora y me costó toda la paga, aunque mereció la pena solo por saber dónde estaba ese hijoputa…
—¿Querrás cerrar el pico de una vez y dejarle que siga? —vociferó Teddy.
—¡Claro! Por supuesto. Desde luego —titubeó Vern.
—Sigue, Gordie —dijo Chris.
—En realidad no es gran cosa…
—Vamos, tampoco es que esperemos gran cosa de un majadero como tú —dijo Teddy—. Pero cuéntanoslo, anda.
Carraspeé.
—Bueno. Pues estamos en la fiesta de los pioneros; la última noche celebran estos tres actos importantes: hay rollos de primavera para los niñitos más pequeños y una carrera de sacos para los chicos de ocho o nueve años y luego el concurso de comer tartas para todos. Y el personaje principal de la historia es un chico gordísimo que cae mal a todos y que se llama Davie Hogan.
—Como el hermano de Charlie Hogan, si tuviera un hermano —dijo Vern, y se calló cuando Chris le dio un capón en el cogote.
—Bien, pues este chico, que tiene nuestra misma edad, es muy gordo. Pesa unos setenta kilos y siempre le pegan y se ríen de él. Y en lugar de llamarle Davie, todos los chicos le llaman Gordinflón Hogan y aprovechan cualquier ocasión para ponerle en ridículo.
Todos asentían con seriedad, demostrando simpatía y comprensión por Gordinflón, aunque si alguna vez hubiera aparecido un chico semejante por Castle Rock nos habríamos dedicado a meternos con él y a fastidiarle y tomarle el pelo.
—Así que decide vengarse porque, bueno, ya está harto, ¿comprendéis? Él solo participa en el concurso de comer tartas, que es como el broche final de las fiestas de los pioneros y en realidad todo el mundo lo entiende. El premio consiste en cinco pavos…
—Y va y lo gana y le da un corte de manga a todo el mundo —dice Teddy—. ¡Grandioso!
—No, es mucho mejor que todo eso —dijo Chris—. Limítate a escuchar, ¿quieres?
—Gordinflón hace sus cálculos y se dice: cinco pavos, ¿qué son cinco pavos? Si alguien recuerda aún algo después de dos semanas será solo que el maldito cerdo de Hogan comió más que nadie, así que vayamos a su casa y démosle una buena, solo que ahora le llamaremos Zampatartas Hogan en vez de Gordinflón.
Siguen todos asintiendo, todos convencidos de que Davie Hogan era un tipo sesudo. Empiezo a cogerle gusto a mi propia historia.
—Pero todos esperan que él participe en el concurso, ¿comprendéis? Hasta sus padres. Bueno, prácticamente ya han gastado por él los cinco dólares.
—Claro. Seguro —dijo Chris.
—Así que está pensándolo y le disgusta todo el maldito asunto, porque el ser gordo en realidad no es culpa suya. Él no tiene la culpa de tener esas malditas glándulas… lo que sea, y…
—¡A mi prima le pasa lo mismo! —dijo Vern, con gran excitación—. ¡De veras! ¡Pesa casi cien kilos! Creen que es la glándula hiboide o algo parecido. Yo no sé nada de esas glándulas, pero qué horrible, mierda, la pobre parece un pavo relleno, y una vez…
—¿Quieres cerrar el pico de una maldita vez, Vern? —gritó Chris muy enfadado—. ¡No te aviso más! ¡Te lo juro! —había terminado la Coca-Cola y la agarró con firmeza blandiéndola sobre la cabeza de Vern.
—Bueno, está bien, lo siento. Sigue, Gordie. Es una historia macanuda.
Sonreí. En realidad, no me molestaban en absoluto las interrupciones de Vern, pero, claro, no podía decírselo a Chris. Él era el autodesignado Guardián del Arte.
—Así que se estuvo toda la semana de las fiestas dándole vueltas y vueltas al asunto. En el colegio, los chavales seguían acercándosele y preguntándole: «Eh, Gordinflón, ¿cuántas tartas vas a comerte? ¿Conseguirás comerte diez? ¿O veinte? ¿Serás capaz de llegar a ochenta?». Y Gordinflón, él, dice: «¿Cómo podría saberlo? Ni siquiera sé de lo que serán». Y, en fin, hay bastante interés este año en el concurso, porque el campeón es un grandullón que creo que se llama… esto… Bill Traynor, me parece. Y este Traynor ni siquiera es gordo. En realidad es un auténtico fideo. Pero zampa tartas como un fenómeno; el año anterior comió seis en cinco minutos.
—¿Enteras? —preguntó Teddy, asombradísimo.
—Exactamente. Y Gordinflón es el más joven de los participantes del concurso, de siempre.
—Ánimo, Gordinflón —gritó emocionado Teddy—. ¡Acaba con esas malditas tartas!
—Cuenta lo de los otros participantes —dijo Chris.
—De acuerdo. Además de Gordinflón Hogan y de Bill Traynor, también participaba en el concurso Calvin Spier, el tipo más gordo de la ciudad (el encargado de la joyería).
—Joyería Gretna, seguro —dijo Vern, y sonrió con disimulo. Chris le dedicó una mirada asesina.
—Y un tipo que hace de disquero o pinchadiscos, como quieras, en una emisora de radio de Lewiston y que no es exactamente gordo sino, digamos, rechoncho, ya me entendéis. Y el último participante es Hubert Gretna Tercero, que era el director del colegio de Gordinflón Hogan.
—¿Tenía que competir contra su propio director? —preguntó Teddy.
Chris se agarró las rodillas y se balanceó atrás y adelante con gran regocijo.
—¿No es extraordinario? Sigue, Gordie.
Les tenía absortos. Todos estaban inclinados hacia delante. Sentía esa intoxicante sensación de poder. Lancé la botella de refrescos vacía entre los matorrales y divagué un poco más para regodearme. Recuerdo que oí otra vez al pájaro carpintero allá en el bosque, más lejos ahora, desgranando su monótono grito interminable, lanzándolo al cielo: diii-diii-diii.
—Y al fin se le ocurrió —dije—. La mejor venganza que jamás se le ocurriera a un chico. Y llega al fin la gran noche: la clausura de las fiestas de los pioneros. El concurso de comer tartas se celebra justo antes de los fuegos artificiales. La calle Mayor de Gretna se ha cerrado al tráfico para que la gente pueda pasear por ella; han montado en la calle un tablado, adornado con banderolas, frente al cual se congrega una gran multitud. Asiste también un reportero gráfico para tomar una foto del ganador con toda la cara llena de arándanos, pues resulta que este año las tartas son de arándanos. Ay, casi se me olvidaba decíroslo: los concursantes han de comer las tartas con las manos debidamente atadas a la espalda. Así que suben al entarimado…