Capítulo 9

La fundación de Narnia

El león iba y venía por aquel territorio vacío y entonaba una nueva canción. Era más dulce y melodiosa que la que había cantado para invocar a las estrellas y al sol; una suave música susurrante. Y mientras andaba y cantaba, el valle se llenó de hierba verde que se desparramaba a partir del león como un estanque. La hierba ascendió por las faldas de las pequeñas colinas como una oleada, y en pocos minutos trepaba ya por las laderas inferiores de las lejanas montañas, convirtiendo aquel mundo joven en algo cada vez más mullido. Ya se oía el suave viento que rizaba la hierba, y muy pronto hubo otras cosas además de hierba. Las laderas más altas se oscurecieron con matas de brezo, y retazos de un verde más tosco y encrespado aparecieron en el valle. Digory no supo lo que eran hasta que uno empezó a brotar cerca de él. Era un menudo objeto puntiagudo que echó docenas de ramificaciones y los cubrió de verde mientras crecía a un ritmo de tres centímetros cada dos segundos. Docenas de aquellas cosas rodeaban ya al pequeño, y cuando fueron casi tan altas como él se dio cuenta de lo que eran.

—¡Árboles! —exclamó.

Lo fastidioso de aquello, tal como dijo Polly después, era que no te dejaban tranquilo para que pudieras observarlo. Justo mientras decía «¡Árboles! », Digory tuvo que dar un salto porque el tío Andrew había vuelto a acercársele furtivamente y se disponía a hurgar en su bolsillo; aunque poco provecho habría sacado de haber tenido éxito, pues apuntaba al bolsillo derecho porque pensaba aún que los anillos verdes eran «de regreso a casa». De todos modos Digory no deseaba perder ni unos ni otros.

—¡Detente! —gritó la bruja—. Retrocede. No, más atrás. Si alguien se acerca a más de diez pasos de cualquiera de los niños, le abriré la cabeza.

Balanceaba en la mano la barra de hierro que había arrancado del farol, lista para lanzarla, y, sin saber por qué, nadie dudó de su buena puntería.

—¡Vaya! —siguió—. Así que estabas dispuesto a regresar a escondidas a tu mundo con el niño y dejarme aquí.

El mal genio del tío Andrew finalmente pudo más que sus temores.

—Pues sí, señora —declaró—. ¡Sin lugar a dudas! Estaría en mi perfecto derecho a hacerlo. He sido tratado de un modo de lo más vergonzoso y abominable. He hecho todo lo que estaba en mi mano para mostrarle toda la cortesía posible. ¿Y cuál ha sido mi recompensa? Ha robado, me veo obligado a repetir la palabra, «robado» a un joyero respetable. Ha insistido en que la invitara a un almuerzo sumamente caro, por no decir ostentoso, a pesar de que me vi obligado a empeñar el reloj y la cadena para poder hacerlo; y permita que le diga, señora, que nadie de nuestra familia ha tenido por costumbre frecuentar las tiendas de empeño, excepto mi primo Edward, y él estaba en el cuerpo voluntario de caballería del condado. Durante esa indigesta comida, y me siento fatal sólo de pensar en ella ahora, su comportamiento y conversación atrajeron la desfavorable atención de todos los presentes. Me doy cuenta de que he sido deshonrado públicamente. Jamás podré volver a aparecer por ese restaurante. Ha atacado a la policía. Ha robado…

—Ya, cierre el pico, jefe, haga el favor de cerrar el pico —dijo el cochero—. Ahora hay que mirar y escuchar, no hablar.

Desde luego había muchas cosas que observar y escuchar. El árbol que había llamado la atención de Digory se había convertido en un haya adulta cuyas ramas se balanceaban suavemente por encima de su cabeza. Estaban de pie sobre hierba fresca y verde, espolvoreada de margaritas y ranúnculos, y algo más allá, a lo largo de la orilla del río, crecían sauces. Al otro lado, marañas de grosellas en flor, lilas, rosas silvestres y rododendros los rodeaban. El caballo se dedicaba a arrancar deliciosos bocados de hierba fresca.

Durante todo aquel tiempo la canción del león, y su majestuoso vagabundeo a un lado y a otro, de aquí para allá, siguieron sin pausa, y lo que resultaba más bien alarmante era que con cada giro se acercaba un poco más. A Polly la canción le resultaba cada vez más interesante porque le parecía empezar a ver una conexión entre la música y las cosas que sucedían. Cuando una hilera de abetos negros brotó en una loma a unos cien metros de distancia, sintió que se debían a una serie de profundas y prolongadas notas que el león había entonado un segundo antes; y cuando el animal emitió una rápida sucesión de notas más ligeras no le sorprendió ver que, de improviso, aparecían prímulas en todas direcciones. Así pues, con una inenarrable emoción, se sintió muy segura de que todas las cosas salían —así lo dijo ella— «de la cabeza del león». Cuando uno escuchaba su canción oía las cosas que creaba; cuando miraba a su alrededor, las veía. Aquello resultaba tan emocionante que no tenía tiempo de asustarse. Sin embargo, Digory y el cochero no podían evitar sentirse un poco nerviosos al ver que cada giro en el paseo del animal lo conducía más cerca de ellos. En cuanto al tío Andrew, los dientes le castañeteaban, pero las rodillas le temblaban de tal modo que le resultaba imposible salir huyendo.

De repente la bruja avanzó decidida en dirección al león. Éste seguía acercándose, sin dejar de cantar, con paso lento y meditado. Se encontraba a sólo doce metros de distancia, cuando la mujer alzó el brazo y le arrojó la barra directamente a la cabeza.

Nadie, y aún menos Jadis, podría haber fallado a aquella distancia. La barra alcanzó al animal justo entre los ojos, rebotó y cayó a la hierba con un golpe sordo. El león siguió avanzando y su paso no era ni más lento ni más rápido que antes; era imposible saber si era consciente de que lo habían golpeado. A pesar de que sus blandas patas no producían el menor sonido, uno notaba cómo la tierra temblaba bajo su peso.

La bruja lanzó un alarido y echó a correr, desapareciendo entre los árboles en unos instantes. El tío Andrew intentó hacer lo mismo, tropezó con una raíz y cayó de bruces en un pequeño arroyo que discurría hacia el río. Los niños eran incapaces de moverse, aunque tampoco estaban muy seguros de querer hacerlo. El león no les prestó atención. La enorme boca roja estaba abierta, pero abierta para cantar, no para rugir. Pasó tan cerca de ellos que podrían haberle tocado la melena. Los pequeños tenían un miedo atroz a que se volviera y los mirara, y a la vez, curiosamente, deseaban que lo hiciera. De todos modos, les prestó la misma atención que si hubieran sido invisibles y no olieran a nada. Una vez que hubo pasado junto a ellos e ido unos pasos más allá, se dio la vuelta, pasó de nuevo a su lado y prosiguió la marcha en dirección este.

El tío Andrew, entre toses y farfulleos, se puso en pie.

—Bien, Digory —anunció—, nos hemos librado de esa mujer y ese horrible león se ha ido. Dame la mano y ponte el anillo inmediatamente.

—No me toques —dijo Digory, apartándose de él—. Mantente alejada de él, Polly. Ven aquí, a mi lado. Te lo advierto, tío Andrew, no te acerques ni un paso más o desapareceremos.

—¡Haz el favor de obedecer, señorito! —ordenó el tío Andrew—. Eres un niño sumamente desobediente y maleducado.

—Ni hablar. Queremos quedarnos y ver qué sucede. Creí que deseabas saber cosas de otros mundos. ¿No te gusta ahora que estás aquí?

—¡Gustarme! —exclamó él—. ¡Mírame! ¡Estoy hecho un desastre! Y era mi mejor levita y mi mejor chaleco.

Desde luego en aquellos momentos su aspecto era horrible pues, por supuesto, cuanto más elegante se viste uno, peor aspecto tiene después de haberse arrastrado fuera de un coche de caballos hecho trizas y de haber caído en un arroyo cenagoso.

—No estoy diciendo —añadió— que éste no sea un lugar de lo más interesante. Si yo fuera más joven, claro…, tal vez pudiera conseguir que algún joven enérgico viniera aquí primero. Uno de esos cazadores de caza mayor. Se le podría sacar algún provecho a este país. El clima es delicioso. Jamás había respirado un aire así. Estoy seguro de que me habría hecho mucho bien si… si las circunstancias hubieran sido más favorables. Si al menos tuviéramos un arma.

—Al diablo con las armas —dijo el cochero—. Voy a darle un buen masaje a Fresón. Ese caballo tiene más sentido común que muchas personas que yo conozco…

Regresó junto al caballo y empezó a proferir los siseos habituales de los peones de cuadra.

—¿Todavía crees que a ese león lo podría matar un arma? —preguntó Digory—. No pareció inmutarse con la barra de hierro.

—A pesar de todos sus defectos —repuso el tío Andrew—, es una xica valerosa, muchacho. Fue una acción muy audaz. —Se frotó las manos e hizo chasquear los nudillos, como si volviera a olvidar lo mucho que la bruja lo atemorizaba cuando estaba presente.

—Fue algo malvado —protestó Polly—. ¿Qué daño le había hecho él?

—¡Vaya! ¿Qué es eso? —dijo Digory, que había salido disparado al frente para examinar algo situado unos pocos metros más allá—. Eh, Polly —llamó—. Ven a echar un vistazo.

El tío Andrew fue con ella; no porque quisiera verlo sino porque quería mantenerse cerca de los niños, por si se le presentaba una oportunidad de robarles los anillos. Sin embargo, cuando vio lo que Digory contemplaba, incluso él empezó a mostrar cierto interés. Era un modelo perfecto de un farol, de poco menos de un metro de altura, aunque iba creciendo, y adquiriendo grosor de forma proporcionada, mientras lo observaban; en realidad, crecía igual que lo habían hecho los árboles.

—También está vivo…, quiero decir, está encendido —indicó Digory.

Así era; aunque desde luego la luminosidad del sol hacía que la pequeña llama del farol resultara difícil de percibir, a menos que la sombra de uno cayera sobre él.

—Impresionante, vaya que sí —murmuró el tío Andrew—. Ni siquiera yo había soñado jamás con magia como ésta. Nos hallamos en un mundo donde todo, incluso un farol, adquiere vida y crece. Me gustaría saber de qué semilla crece un farol…

—¿No te das cuenta? —dijo Digory—. Aquí es donde cayó la barra; la barra que ella arrancó del farol en nuestro país. Se clavó en el suelo y ahora brota en forma de joven farol.

En realidad no tan joven en aquellos momentos, pues ya había alcanzado la altura de Digory mientras él hablaba.

—¡Eso es! Prodigioso, prodigioso —asintió el tío Andrew, frotándose las manos con más energía que nunca—. ¡Ja, ja! Se rieron de mi magia. Esa estúpida hermana mía cree que soy un lunático. Me gustaría saber qué dirán ahora. He descubierto un mundo donde todo rebosa vida y desarrollo. ¡Colón, vaya! ¡Y hablan de Colón! Pero ¿qué fue América comparada con esto? Las posibilidades comerciales de este país son ilimitadas. Se traen unos viejos restos de chatarra, se entierran, y en seguida brotarán en forma de flamantes locomotoras, buques de guerra, cualquier cosa que uno desee. No me costarían nada y podría venderlos en Inglaterra por un dineral. Seré millonario. ¡Y además, el clima! Ya me siento varios años más joven. Podría convertirlo en un balneario. Un buen sanatorio aquí podría producir unas veinte mil libras al año. Desde luego tendré que revelar el secreto a unos cuantos. Lo primero es conseguir que maten a ese animal.

—Es usted igual que la bruja —dijo Polly—. No piensa en otra cosa que en matar.

—Y en lo que respecta a mí —prosiguió el anciano, sumido en su feliz ensoñación—, es imposible saber cuánto tiempo podría vivir si me instalase aquí. Y eso es algo que hay que tener en cuenta cuando uno ha cumplido ya los sesenta. ¡No me sorprendería no envejecer ni un día más en este país! ¡Formidable! ¡El País de la Juventud!

—¿Cómo? —gritó Digory—. ¡El País de la Juventud! ¿Realmente crees que lo es? —Pues, naturalmente, recordaba lo que la tía Letty había dicho a la señora que había traído las uvas, y aquella dulce esperanza volvió a embargarlo—. Tío Andrew —dijo—, ¿crees que aquí hay algo que pueda curar a mi madre?

—¿De qué hablas? —replicó él—. Esto no es una farmacia. Pero tal como decía…

—Mi madre te importa un comino —le espetó Digory con rabia—. Pensaba que te importaba; al fin y al cabo es tu hermana además de mi madre. Bueno, me da igual. Pienso ir a preguntarle al león en persona si puede ayudarme.

Dio media vuelta y se alejó a buen paso. Polly aguardó unos instantes y luego fue tras él.

—¡Eh! ¡Detente! ¡Regresa! Este chico se ha vuelto loco —dijo el tío Andrew.

El anciano siguió a los niños a una distancia prudente; pues no deseaba alejarse demasiado de los anillos verdes ni acercarse en exceso al león.

En unos minutos Digory llegó al límite del bosque y se detuvo allí. El león seguía cantando; pero la canción había vuelto a cambiar. Era mucho más parecida a lo que llamaríamos una melodía, pero también era mucho más desenfrenada. Hacía que se quisiera correr, saltar y trepar; hacía que entraran ganas de gritar; hacía que se deseara correr hacia otras personas y abrazarlas o pelear con ellas. Hizo que el rostro de Digory se sonrojara y acalorara, y también ejerció un cierto efecto sobre el tío Andrew, ya que el niño lo oyó decir:

—Una xica valerosa, sí, señor. Es una lástima que tenga ese genio, pero es una mujer realmente magnífica de todos modos, una mujer realmente magnífica.

Pero el efecto que la canción tenía sobre los dos humanos no era nada comparado con el que tenía sobre el territorio.

¿Eres capaz de imaginar un prado cubierto de hierba que borbotea como el agua en una olla? Pues ésta es la mejor descripción de lo que estaba sucediendo. El terreno se iba llenando de montecillos por todas partes. Eran de tamaños muy distintos, algunos no mayores que madrigueras de topos, otros tan grandes como carretillas, dos del tamaño de casitas de campo. Y los montecillos se movieron e hincharon hasta estallar, y la tierra desmoronada se derramó por los costados, y de cada montículo surgió un animal. Los topos salieron de la tierra igual que salen en Inglaterra. Los perros surgieron ladrando en cuanto les quedó libre la cabeza y forcejeaban como se los ve hacer cuando atraviesan un túnel estrecho o un cerco. Los ciervos fueron los más curiosos de observar, puesto que las cornamentas salieron mucho antes de que apareciera el resto de ellos, de modo que en un principio Digory pensó que se trataba de árboles. Las ranas, que surgieron todas cerca del río, fueron directas a éste con un plof-plof y un sonoro croar. Las panteras, leopardos y animales de ese estilo, se sentaron inmediatamente para lamerse la tierra de los cuartos traseros y luego se apoyaron en los árboles para afilar las zarpas delanteras. Avalanchas de pájaros salieron de los árboles. Las mariposas revolotearon, y las abejas se pusieron a trabajar en las flores como si no tuvieran un segundo que perder. No obstante, el momento más espectacular fue cuando el montículo más grande se quebró como por un pequeño terremoto y emergió el lomo inclinado, la enorme cabeza sabia, y las cuatro patas llenas de pliegues de un elefante. Y entonces apenas se oía ya la canción del león, debido a la gran cantidad de graznidos, arrullos, cacareos, rebuznos, relinchos, aullidos, ladridos, balidos y bramidos.

Sin embargo, a pesar de no oír ya al león, Digory sí lo veía. Era tan grande y reluciente que no podía apartar los ojos de él. Los otros animales no parecían tenerle miedo. A decir verdad, en aquel mismo instante, Digory oyó el sonido de cascos a su espalda, y al cabo de unos segundos el viejo caballo del cabriolé pasó trotando por su lado para ir a reunirse con las otras bestias. Al parecer el aire le había sentado tan bien como al tío Andrew, pues ya no parecía el viejo y desdichado esclavo que había sido en Londres; alzaba bien los cascos al andar y mantenía la cabeza bien erguida. Y ahora, por vez primera, el león estaba callado; paseaba de un lado a otro por entre los animales, y de vez en cuando se acercaba a dos de ellos —siempre de dos en dos— y les rozaba el hocico con el suyo. Tocaba a dos castores de entre todos los castores, a dos leopardos de entre todos los leopardos, a un ciervo y una cierva de entre todos los ciervos, y dejaba a los demás. Algunas clases de animales las pasaba por alto tranquilamente. Las parejas que había tocado abandonaban al instante a sus congéneres y lo seguían. Finalmente el león se quedó quieto y todas las criaturas que había tocado se acercaron y formaron un amplio círculo a su alrededor.

Aquellos que no había tocado empezaron a dispersarse, y sus sonidos se fueron desvaneciendo en la distancia. Los animales elegidos que se quedaban permanecían en un silencio absoluto, con los ojos muy fijos en el león. Aquellos que pertenecían a la familia de los felinos agitaban de vez en cuando la cola pero, aparte de eso, se mantenían inmóviles. Por vez primera aquel día se hizo un completo silencio, sólo interrumpido por el fluir del agua del río. El corazón de Digory latía con violencia; sabía que algo muy solemne estaba a punto de ocurrir. No había olvidado a su madre, pero sabía perfectamente que, ni siquiera por ella, podía interrumpir algo como aquello.

El león, cuyos ojos no pestañeaban jamás, contempló a los animales con tanta severidad como si fuera a abrasarlos sólo con mirarlos, y poco a poco se efectuó un cambio en ellos. Los más pequeños —conejos, topos y seres parecidos—, se volvieron bastante más grandes. Los que eran muy grandes —resultaba más visible en los elefantes—, se volvieron un poco más pequeños. Muchos animales se sentaron sobre los cuartos traseros, y la mayoría ladeó la cabeza como si pusieran mucho empeño en comprender. El león abrió las fauces, pero no salió ningún sonido; exhalaba, un largo y cálido aliento, que pareció balancear a todos los animales igual que el viento balancea una hilera de árboles. En las alturas, desde un punto situado más allá del velo de cielo azul que las ocultaba, las estrellas volvieron a cantar; era una música pura, serena e intrincada. Entonces se produjo un veloz fogonazo parecido a una llamarada —que no quemó a nadie— procedente del cielo o del mismo león, los niños sintieron que toda su sangre hormigueaba, y la voz más profunda e impetuosa que habían oído jamás empezó a decir:

—Narnia, Narnia, Narnia, despierta. Ama. Piensa. Habla. Sed Árboles Andantes. Sed Bestias Parlantes. Sed Aguas Divinas.