Capítulo 8

La pelea junto al farol

—¡Eh! Así que eres emperatriz, ¿no? Ya lo veremos —dijo una voz.

Luego otra voz gritó: «¡Tres hurras por la emperatriz de Colney Hatch!», y varias voces se le unieron. Un cierto sonrojo apareció en el rostro de la bruja y ésta hizo una leve reverencia; pero las aclamaciones se apagaron para dar paso a estruendosas carcajadas y comprendió que sólo se burlaban de ella. Su expresión se alteró y pasó el cuchillo a la mano izquierda. Luego, sin advertencia previa, hizo algo que resultó un espectáculo terrible. Con agilidad, como si fuera lo más normal del mundo, alargó el brazo derecho y arrancó uno de los brazos del farol. Puede que hubiera perdido algunos poderes mágicos en nuestro mundo, pero no había perdido la fuerza; era capaz de romper una barra de hierro como si se tratara de una barrita de azúcar. Arrojó su nueva arma al aire, volvió a atraparla, la blandió e instó al caballo a que siguiera adelante.

«Ahora es la mía», pensó Digory. Se introdujo a toda velocidad entre el caballo y la barandilla y empezó a avanzar. Si al menos el animal se quedara quieto un instante podría sujetar el talón de la bruja. Mientras corría, escuchó un escalofriante estrépito y un golpe sordo. La bruja había descargado la barra sobre el casco del jefe de policía: el hombre se desplomó de golpe.

—De prisa, Digory. Hay que detener esto —dijo una voz junto a él; era Polly, que había bajado corriendo en cuanto le permitieron levantarse.

—Eres una amiga de verdad —dijo Digory—. Sujétate a mí con fuerza. Tendrás que encargarte tú del anillo. Amarillo, recuerda. Y no te lo pongas hasta que grite.

Se oyó un segundo estrépito y otro policía se desplomó. Un enojado rugido surgió de la muchedumbre:

—Derribadla. Tomad unos cuantos adoquines. Llamad a los militares.

De todos modos la mayoría se alejaban tanto como podían. El cochero, no obstante, evidentemente el más valiente además de la persona más amable de entre todos los presentes, se mantenía pegado al caballo, regateando a un lado y a otro para esquivar la barra de metal, pero sin dejar de intentar agarrar la cabeza de Fresón.

La multitud abucheó y bramó otra vez. Una piedra silbó por encima de la cabeza de Digory. Entonces se oyó la voz de la bruja, clara como una enorme campana, y sonando como si, por una vez, la mujer se sintiera casi feliz.

—¡Basura! Pagaréis muy caro por esto cuando haya conquistado vuestro mundo. No quedará ni una piedra de esta ciudad. Haré con ella lo mismo que con Charn, que con Felinda, que con Sorlis, que con Bramandin.

Digory consiguió por fin sujetarla por el tobillo. La mujer lanzó una patada con el talón y lo golpeó en la boca, y el niño, debido al dolor, la soltó. Tenía un corte en el labio y la boca llena de sangre. De algún punto muy cercano llegó la voz del tío Andrew en una especie de tembloroso chillido.

—Señora, mi querida joven, por el amor de Dios, cálmese.

Digory intentó alcanzar de nuevo el talón, y fue repelido otra vez. Más hombres cayeron bajo el impacto de la barra de hierro. El niño hizo un tercer intento: agarró el talón, y se aferró a él como si le fuera la vida en ello, a la vez que gritaba a Polly.

—¡Ya!

Entonces… ¡gracias a Dios! Los rostros enojados y asustados se habían desvanecido; las voces enfurecidas y atemorizadas habían callado. Todas excepto la del tío Andrew. Muy cerca de Digory en la oscuridad, el anciano seguía gimoteando:

—No, no, ¿estoy delirando? ¿Es esto el fin? No puedo soportarlo. No es justo. Jamás quise ser mago. Todo es un malentendido. Es todo culpa de mi madrina; ¡no hay derecho! En mi estado de salud, además. Una familia muy antigua del condado de Dorset.

«¡Diablos! —pensó Digory—. No queríamos traerlo también a él. ¡Caracoles!, qué fiesta».

—¿Estas ahí, Polly? —preguntó en voz alta.

—Sí, estoy ahí. Deja de empujar.

—No te empujo —empezó a decir él, pero antes de que pudiera añadir nada más, sus cabezas salieron a la cálida y verdosa luz solar del bosque.

—¡Mira! —gritó Polly mientras abandonaban el estanque—. También hemos traído al viejo caballo con nosotros. Y al señor Ketterley. Y al cochero. ¡En qué lío nos hemos metido!

En cuanto la bruja vio que volvía a estar en el bosque palideció y se encorvó hasta que su rostro rozó las crines del caballo. Era evidente que se sentía terriblemente enferma. El tío Andrew temblaba. Sin embargo, Fresón, el caballo, sacudió la cabeza, lanzó un alegre relincho y pareció sentirse mejor. Se tranquilizó por primera vez desde que Digory lo había visto. Las orejas que habían estado echadas hacia atrás y pegadas al cráneo, regresaron a su posición correcta, y el fuego desapareció de sus ojos.

—Eso es, viejo amigo —dijo el cochero, palmeando el cuello de Fresón—. Eso está mejor. Tranquilo.

Fresón hizo entonces la cosa más natural del mundo; puesto que estaba sediento, lo que no era extraño, se encaminó despacio al estanque más próximo y penetró en él para beber. Digory sujetaba aún el talón de la bruja y Polly sujetaba la mano de Digory. Una de las manos del cochero estaba posada en el caballo; y el tío Andrew, todavía tambaleante, acababa de agarrar la otra mano del cochero.

—Rápido —dijo Polly, lanzando una mirada a Digory—. ¡Verdes!

Así pues el caballo jamás consiguió beber. En lugar de ello, todo el grupo se vio sumergido en una total oscuridad. Fresón relinchó; el tío Andrew lloriqueó.

—¡Qué suerte hemos tenido! —declaró Digory. Se produjo una corta pausa, y a continuación Polly dijo:

—¿No deberíamos estar ya casi allí?

—Parece como si estuviéramos en alguna parte —dijo Digory—. Al menos estoy de pie sobre algo sólido.

—¡Vaya! También yo, ahora que lo pienso —asintió Polly—. Pero ¿por qué está tan oscuro? Digo yo, ¿crees que habremos entrado en el estanque equivocado?

—A lo mejor esto es Charn —indicó Digory—. Sólo que hemos regresado en plena noche.

—Esto no es Charn —dijo la voz de la bruja—. Esto es un mundo vacío. Esto es la Nada.

Y realmente resultaba extraordinariamente parecido a la Nada. No había estrellas, y estaba tan oscuro que no se podían ver entre sí y tampoco existía ninguna diferencia entre tener los ojos cerrados o abiertos. Bajo los pies tenían algo frío y plano que podría haber sido tierra, y que desde luego no era ni hierba ni madera. El aire era frío y seco y no soplaba viento.

—Mi fin ha llegado —declaró la bruja con una voz asombrosamente tranquila.

—Vamos, no diga eso —balbuceó el tío Andrew—. Mi querida joven, se lo ruego, no diga tales cosas. No puede estar tan mal. Ah…, cochero…, buen hombre…, ¿no llevará una botellita con usted? Una gota de licor es justo lo que necesito.

—Bueno, bueno —oyeron decir al cochero, con voz firme y valerosa—, que nadie se ponga nervioso, eso es lo que yo digo. ¿Alguien se ha roto algo? Bien. Pues ¡podemos dar gracias! ¡Es una suerte y más después de semejante caída! Tal vez hemos caído en un hoyo, a lo mejor es para las obras de la nueva estación de metro. Dentro de poco vendrá alguien a sacarnos de aquí. ¡Ya lo veréis! Y si estamos muertos, que no niego que pueda ser, bueno, pues pensad que en el mar pasan cosas peores y ¡que algún día hay que morirse! Y no hay nada que temer si uno ha llevado una vida honrada. Y yo creo que lo mejor que podemos hacer para pasar el rato es cantar.

Y así lo hizo. Empezó a entonar al instante un himno de agradecimiento por la cosecha, que decía algo sobre cosechas «puestas a buen recaudo». No era muy apropiado para un lugar en el que daba la impresión de que nada había crecido jamás desde el principio de los tiempos, pero era el que mejor recordaba. Poseía una voz hermosa y los niños se unieron a él; resultó muy reconfortante. El tío Andrew y la bruja no cantaron.

Hacia el final del canto, Digory sintió que alguien tiraba de su codo y por el olor general a coñac, tabaco y ropa buena decidió que debía de tratarse del tío Andrew. El anciano lo apartaba cautelosamente de los otros. Una vez que se hubieron alejado un poco, el hombre acercó tanto la boca a la oreja de su sobrino que le hizo cosquillas, y susurró:

—Ahora, muchacho. Ponte el anillo y vámonos.

Pero la bruja tenía el oído muy fino.

—¡Estúpido! —le gritó y saltó del caballo—. ¿Has olvidado que puedo escuchar los pensamientos de los hombres? Suelta al muchacho. Si intentas traicionarme me vengaré de ti en un modo que nunca se ha conocido en ningún mundo desde el principio de los tiempos.

—Y —añadió Digory— si crees que soy un cerdo tan mezquino como para marcharme y dejar abandonada a Polly y al cochero y al caballo en un lugar como éste, estás muy equivocado.

—Eres un chiquillo muy malo e impertinente —declaró el tío Andrew.

—¡Silencio! —exclamó el cochero, y todos aguzaron el oído.

En la oscuridad empezaba a suceder algo por fin. Una voz había comenzado a cantar. Sonaba muy distante y a Digory le costaba mucho decidir de qué dirección provenía. En ocasiones parecía provenir de todas a la vez; otras veces casi creía que surgía de la tierra bajo sus pies, pues las notas bajas eran lo bastante graves como para ser la voz de la tierra misma. No había palabras. Apenas si existía una melodía. Sin embargo se trataba, sin comparación posible, del sonido más hermoso que había oído jamás. Resultaba tan hermoso que apenas podía soportarlo. Al caballo también parecía gustarle; emitió la clase de relincho que emitiría un caballo si, tras años de ser un caballo de tiro, se encontrara de vuelta en el campo donde había jugado cuando era un potro, y viera a alguien, que recordaba y quería, cruzando el terreno para darle un terrón de azúcar.

—¡Caray! —exclamó el cochero—. ¡Qué voz!

En ese momento ocurrieron dos prodigios al mismo tiempo. Uno fue que a la voz se le unieron de repente otras voces; tantas que era imposible contarlas. Estaban en armonía con ella, pero situadas en un punto mucho más alto de la escala: voces frías, tintineantes y brillantes. El segundo prodigio fue que la oscuridad sobre sus cabezas se llenó, de improviso, de fulgurantes estrellas. Éstas no surgieron suavemente de una en una, como sucede en una tarde de verano, sino que, de una total oscuridad, se pasó a miles y miles de puntos de luz que se materializaron todos a la vez: estrellas individuales, constelaciones y planetas, más brillantes y grandes que los de nuestro mundo. No había nubes. Las nuevas estrellas y las nuevas voces nacieron justo al mismo tiempo, y si las hubieses visto y escuchado, como lo hizo Digory, te habrías sentido muy seguro de que eran las mismas estrellas las que cantaban, y de que fue la primera voz, la voz profunda, la que las había hecho aparecer y cantar.

—¡Esto es la gloria! —exclamó el cochero—. ¡Me habría portado mejor de haber sabido que existían cosas así!

La voz situada en la tierra sonaba ahora más fuerte y triunfante; pero las voces del cielo, tras cantar sonoramente con ella durante un rato, empezaron a debilitarse. Y algo más empezó a suceder.

A lo lejos, y cerca de la línea del horizonte, el firmamento fue tornándose gris, y comenzó a soplar una suave brisa, muy fresca. Justo en aquel punto, el cielo adquirió poco a poco una tonalidad más clara, y se pudieron distinguir las formas de colinas que se recortaban oscuras contra él. La voz no dejó de cantar ni un solo momento.

Pronto hubo luz suficiente para que pudieran verse los rostros. El cochero y los dos niños estaban boquiabiertos y les brillaban los ojos; escuchaban embelesados el sonido y daba la impresión de que les recordaba algo. El tío Andrew también estaba boquiabierto, pero no de alegría; parecía más bien como si su barbilla se hubiera desencajado del resto de la cara. Tenía los hombros encorvados y le temblaban las rodillas; no le gustaba la voz, y si hubiese podido alejarse de ella introduciéndose en el interior de la madriguera de una rata, lo habría hecho. Por su parte, la bruja parecía comprender la música mucho mejor que ninguno de ellos. Tenía la boca cerrada y apretaba con fuerza labios y puños. Desde el mismo instante en que se inició la canción había percibido que todo aquel mundo estaba lleno de una magia distinta de la suya y más poderosa, y lo odiaba. Habría hecho pedazos todo el mundo, o todos los mundos, si con ello hubiera podido detener la canción. El caballo permanecía allí con las orejas bien erguidas al frente y en movimiento. De vez en cuando resoplaba y pateaba el suelo, y ya no parecía un viejo y cansado caballo de cabriolé; en aquellos momentos era fácil creer que su padre había participado en batallas.

Por el este, el cielo cambió de blanco a rosa y de rosa a dorado. La voz creció y creció, hasta que todo el aire se estremeció con ella, y justo cuando alcanzaba el sonido más potente y glorioso que había producido hasta el momento, el sol se alzó.

Digory no había contemplado jamás un sol como aquél. El sol que brillaba sobre las ruinas de Charn daba la impresión de ser más viejo que el nuestro: éste parecía más joven. Uno podía imaginarlo riendo feliz mientras se alzaba. Y a medida que sus rayos recorrían la tierra, los viajeros vieron por vez primera en qué clase de lugar se encontraban. Era un valle por el que serpenteaba un río amplio y veloz, fluyendo hacia el este en dirección al sol. Al sur había montañas, al norte colinas más bajas. No obstante era un valle de simple tierra, rocas y agua; no se veían árboles, ni arbustos, ni una brizna de hierba. La tierra tenía muchos colores: colores frescos, cálidos e intensos, que hacían que uno se sintiera emocionado… hasta que vieron al cantor, y entonces olvidaron todo lo demás.

Era un león. Enorme, peludo y radiante, se hallaba de cara al sol que acababa de alzarse. Cantaba con las fauces abiertas de par en par y se encontraba a unos trescientos metros de distancia.

—Éste es un mundo terrible —dijo la bruja—. Debemos huir de inmediato. Prepara la magia.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, señora —respondió el tío Andrew—. Es un lugar de lo más desagradable. Completamente salvaje. Si fuera más joven y tuviera un arma…

—¿Cómo? —dijo el cochero—. No pensará dispararle, ¿verdad?

—Y ¿quién querría hacerlo? —intervino Polly.

—Prepara la magia, viejo estúpido —ordenó Jadis.

—Desde luego, señora —respondió el tío Andrew con astucia—; debo tener a los dos niños a mi lado. En contacto conmigo. Ponte el anillo de vuelta a casa, Digory. —El anciano deseaba marcharse sin la bruja.

—Ah, son anillos, ¿no es eso? —exclamó la mujer.

Habría introducido las manos en el bolsillo del niño en un santiamén, pero Digory agarró la mano de Polly y chilló:

—Id con cuidado. Si cualquiera de vosotros se acerca medio centímetro más, los dos nos esfumaremos y os quedaréis aquí para siempre. Sí, tengo un anillo en el bolsillo que nos llevará a Polly y a mí a casa. ¡Y fijaos! Tengo la mano preparada. Así que mantened la distancia. Lo siento por usted —miró al cochero—, y por el caballo, pero no puedo evitarlo. En cuando a vosotros dos —miró entonces al tío Andrew y a la reina—, los dos sois magos, de modo que tendría que gustaros vivir juntos.

—¡Silencio! —indicó el cochero—. Quiero escuchar la música.

La canción acababa de cambiar.