Lo que sucedió ante la puerta principal
—Y bien, esclavo, ¿cuánto tiempo debo esperar mi carruaje? —tronó la bruja.
El tío Andrew se encogió, asustado. Ahora que la mujer estaba presente de verdad, todas las ideas estúpidas que había tenido mientras se contemplaba en el espejo se esfumaron. Por su parte, la tía Letty abandonó al momento su posición arrodillada y avanzó hacia el centro mismo de la habitación.
—Y ¿quién es esta joven, Andrew, si se me permite preguntarlo? —dijo con voz glacial.
—Una distinguida extranjera…, un… una per… persona muy importante —tartamudeó.
—¡Tonterías! —exclamó la tía Letty, y luego, volviéndose hacia la bruja—: Sal de mi casa inmediatamente, desvergonzada, o llamaré a la policía.
Pensaba que la desconocida pertenecía a un circo y no le parecía correcto que la gente fuera por ahí con los brazos al descubierto.
—¿Quién es esta mujer? —inquirió Jadis—. De rodillas, sierva, antes de que te fulmine.
—En esta casa nadie me levanta la voz, jovencita —la reprendió la tía Letty.
Al instante, al menos así se lo pareció al tío Andrew, la reina se irguió a una mayor altura, si eso era posible. Sus ojos relampaguearon, y extendió el brazo con el mismo gesto y las mismas palabras horribles que hacía poco habían convertido en polvo las puertas del palacio de Charn. Pero nada sucedió excepto que la tía Letty, pensando que aquellas palabras tan horrorosas eran una frase hecha muy vulgar, exclamó:
—Ya decía yo… Esta mujer está borracha. ¡Borracha! Ni siquiera es capaz de hablar con claridad.
Para la bruja fue sin duda un momento terrible cuando comprendió, de repente, que su poder para convertir en polvo a las personas, que había sido muy real en su propio mundo, no iba a funcionar en el nuestro. Sin embargo, no perdió el coraje ni siquiera por un instante. Sin malgastar un solo pensamiento en la decepción sufrida, se abalanzó al frente, agarró a tía Letty por el cuello y las rodillas, la alzó por encima de su cabeza como si no pesara más que una muñeca, y la arrojó al otro extremo de la habitación. Mientras la tía Letty volaba aún por los aires, la criada —que estaba disfrutando de una mañana de lo más emocionante— introdujo la cabeza por la puerta y dijo:
—Con su permiso, señor, el coche de caballos espera.
—Te sigo, esclavo —indicó la bruja al tío Andrew.
El anciano empezó a refunfuñar algo sobre «violencia lamentable… realmente debo protestar», pero una simple mirada de Jadis lo hizo enmudecer de golpe. La mujer lo sacó de la habitación y de la casa; Digory bajó corriendo la escalera a tiempo de ver que la puerta de la calle se cerraba tras ellos.
—¡Cáscaras! —exclamó—. Ahora anda suelta por la ciudad. Y con el tío Andrew. Me gustaría saber qué sucederá ahora.
—Vaya, señorito Digory —dijo la criada, que disfrutaba una barbaridad—. Me parece que la señorita Ketterley se ha hecho daño.
Los dos se precipitaron al salón para averiguar qué había sucedido.
Si la tía Letty hubiera caído sobre tablas desnudas o incluso sobre la alfombra, supongo que se le habrían roto todos los huesos: pero por una inmensa suerte había ido a caer sobre el colchón. La mujer era una anciana dura de pelar: las mujeres a menudo lo eran en aquellos tiempos. Una vez que hubo aspirado unas cuantas sales y permanecido sentada muy quieta unos minutos, declaró que se hallaba perfectamente, aparte de tener unas cuantas marcas de golpes. No tardó en tomar el control de la situación.
—Sarah —dijo a la criada que, vuelvo a repetir, jamás se había divertido tanto—, ve a la comisaría en seguida y diles que hay una lunática peligrosa suelta por ahí. Ya le subiré yo el almuerzo a la señora Kirke.
La señora Kirke era, claro está, la madre de Digory.
Una vez que se hubieron ocupado del almuerzo de su madre, Digory y la tía Letty tomaron el suyo, y después de eso el niño se dedicó a pensar muy seriamente.
El problema era cómo devolver a la bruja a su propio mundo, o por lo menos sacarla del nuestro, lo antes posible. Sucediera lo que sucediese, no se le debía permitir que se dedicara a arrasar la casa; su madre no debía verla. Y, si era posible, tampoco se le debía permitir que corriera a sus anchas por Londres. Digory no había estado en el salón cuando intentó «fulminar» a la tía Letty, pero la había visto «fulminar» las puertas de Charn: por lo tanto conocía sus terribles poderes y no sabía que los había perdido al llegar a nuestro mundo. También sabía que la mujer tenía la intención de conquistar nuestro mundo. En aquel momento, por lo que él sabía, podría estar volando el palacio de Buckingham o el Parlamento, y era casi seguro que un cierto número de policías habrían quedado reducidos ya a montoncitos de polvo. Además, no creía que él pudiera hacer nada para evitarlo. «Pero los anillos parecen funcionar como imanes —pensó—. Si pudiera tocarla mientras me pongo el amarillo, los dos iríamos al Bosque entre los Mundos. ¿Volvería ella a perder las fuerzas allí? ¿Acaso el lugar provoca su debilidad, o fue tan sólo debido al sobresalto de verse arrancada de su propio mundo? Supongo que tendré que arriesgarme. Y ¿cómo voy a encontrar a esa fiera? No creo que tía Letty vaya a dejarme salir, no, a menos que le diga a donde voy. Y no tengo más que dos peniques. Necesitaría una buena cantidad de dinero para autobuses y tranvías si tuviera que buscar por todo Londres. De todos modos, no tengo la menor idea de dónde buscar. Me gustaría saber si el tío Andrew sigue con ella».
Finalmente se dijo que lo único que podía hacer era aguardar y confiar en que el tío Andrew y la bruja regresaran. Si lo hacían, tenía que salir corriendo, sujetar a la mujer y ponerse el anillo amarillo antes de que ella tuviera oportunidad de entrar en la casa. Eso significaba que debía controlar la puerta de la calle como un gato que vigila el agujero de una ratonera; no tenía que abandonar su puesto ni un instante. Así pues entró en el comedor y «pegó la cara», como suele decirse, a la ventana. Era una ventana en forma de mirador desde la que se podían observar los peldaños que ascendían hasta la puerta principal y ver a ambos lados de la calle, de modo que nadie podía llegar a la puerta sin que él lo supiera.
«Me pregunto qué está haciendo Polly», pensó Digory.
Se hizo muchas preguntas al respecto mientras transcurría la primera y lenta media hora; pero tú no tienes que ponerte a elucubrar, porque yo voy a contarte qué hacía. Polly había llegado tarde a comer, con los zapatos y las medias muy mojados; y cuando le preguntaron dónde había estado y qué había hecho, respondió que había estado por ahí con Digory Kirke. Sometida a un interrogatorio más detallado dijo que se había mojado los pies en un estanque, y que el estanque estaba en un bosque. Cuando le preguntaron dónde se hallaba el bosque, contestó que no lo sabía. Cuando le preguntaron si estaba en uno de los parques, respondió sin faltar a la verdad que suponía que debía de encontrarse en una especie de parque. De todo eso la madre de Polly sacó la idea de que la niña se había marchado, sin decírselo a nadie, a alguna parte de Londres que no conocía, y entrado en un parque desconocido en el que se había divertido saltando en los charcos. Como consecuencia le dijeron que había sido muy desobediente y que no se le permitiría volver a jugar con «ese chico Kirke» nunca más si volvía a suceder algo parecido. A continuación le sirvieron la comida pero sin incluir aquello que más le gustaba y la enviaron a dormir durante dos horas enteras. Eran cosas que a uno le sucedían bastante a menudo en aquellos tiempos.
Así pues, mientras Digory miraba con atención por la ventana del comedor, Polly permanecía acostada en la cama, y ambos pensaban en lo terriblemente despacio que podía transcurrir el tiempo. Si me hubieran dado a elegir, creo que habría preferido estar en el lugar de Polly, ya que ella sólo tenía que aguardar el final de sus dos horas, mientras que cada pocos minutos Digory oía un coche de caballos o el carromato del panadero o un empleado de la carnicería que doblaban la esquina y pensaba «Ahí viene», y a continuación descubría que no era así. Y entre tales falsas alarmas, durante lo que parecieron horas innumerables, el reloj siguió marcando la hora y una mosca enorme —en lo alto y totalmente lejos de su alcance— se dedicó a zumbar contra la ventana. Era una de esas casas que se tornan muy silenciosas y aburridas después del mediodía y que siempre parecen oler a cordero.
Durante su larga vigilancia y espera sucedió una minucia que tendré que mencionar porque algo importante surgió de ella más tarde. Llegó una señora de visita con unas uvas para la madre de Digory; y puesto que la puerta del comedor estaba abierta, éste no pudo evitar oír a la tía Letty y a la visita mientras hablaban en el vestíbulo.
—¡Qué uvas más exquisitas! —dijo la voz de la tía Letty—. Estoy segura de que si algo puede hacerle bien, son estas uvas. ¡Mi querida Mabel, pobrecita! Aunque me temo que haría falta fruta del país de la juventud para ayudarla ahora. Nada de este mundo le servirá de gran cosa.
Luego las dos bajaron la voz y dijeron muchas más cosas que él no consiguió oír.
De haber oído la mención del país de la juventud unos pocos días antes habría creído que la tía Letty se limitaba a hablar sin referirse a nada en concreto, como hacen los adultos, y no le habría interesado. Estuvo a punto de pensar lo mismo entonces; pero de improviso le vino a la mente que ahora sabía —incluso aunque su tía no lo supiera— que existían realmente otros mundos y que él mismo había estado en uno de ellos. Así pues, podría ser que existiera un auténtico País de la Juventud en alguna parte. Podría existir casi cualquier cosa. ¡Podría haber fruta en algún otro mundo capaz de curar para siempre a su madre! Y, ay, ay, ay… Bueno, ya sabes qué se siente cuando uno empieza a tener esperanzas de conseguir algo que desea desesperadamente; casi se lucha contra la esperanza porque ese algo es demasiado bonito para ser cierto; uno ya se ha visto decepcionado en demasiadas ocasiones. Así era como se sentía Digory en aquellos instantes. De todos modos no servía de nada intentar suprimir aquella esperanza, porque podía, de verdad que podía, resultar cierta. Habían sucedido tantas cosas raras hasta el momento. Y además tenía los anillos mágicos. Sin duda existían mundos a los que se podía acceder a través de cada uno de los estanques del bosque, y él podía buscar en todos ellos. Y luego, ¡su madre volvería a estar bien! Todo volvería a ir bien. Se olvidó completamente de vigilar el regreso de la bruja, y su mano penetraba ya en el bolsillo donde guardaba el anillo amarillo, cuando de improviso oyó un galope.
«¡Vaya! ¿Qué es eso? —pensó—. ¿Un coche de bomberos? Me preguntó qué casa está en llamas. ¡Válgame Dios, pero si viene hacia aquí! Pero, si es ella».
No necesito decirte a quién se refería al decir «ella».
Primero apareció el cabriolé. No había nadie en el asiento del cochero. En el techo —no sentada, sino de pie sobre el techo— balanceándose con soberbio equilibrio mientras doblaba a toda velocidad la esquina con una rueda en el aire, estaba Jadis, la Gran Reina y el Terror de Charn. Mostraba los dientes en una mueca, sus ojos relucían como si llamearan, y la larga melena ondeaba a su espalda como la cola de un cometa. La mujer azotaba al caballo sin piedad, y la nariz del animal estaba dilatada y enrojecida, y sus costados salpicados de espuma. El caballo galopó enloquecido hasta la puerta principal, esquivando la farola por cuestión de centímetros, y luego se alzó sobre los cuartos traseros. El carruaje chocó contra la farola y se partió en varios pedazos. La bruja, de un magnífico salto, había abandonado el cabriolé justo a tiempo, pasando sobre el lomo del caballo. La mujer se acomodó a horcajadas y se inclinó al frente, musitándole cosas al oído; cosas que sin duda no estaban pensadas para tranquilizarlo sino para enloquecerlo. El animal volvió a alzarse sobre los cuartos traseros al instante, y su relincho fue como un grito; el corcel era todo cascos, dientes, ojos y crines alborotadas. Únicamente un espléndido jinete habría podido mantenerse sobre su lomo.
Antes de que Digory hubiera recuperado el aliento, empezaron a suceder muchas otras cosas. Un segundo cabriolé apareció a toda velocidad detrás del primero: de él saltaron un hombre gordo con levita y un policía. A continuación apareció un tercer carruaje con dos policías más en él. Tras éste llegaron unas veinte personas —la mayoría chicos de los mandados— en bicicleta, todos haciendo sonar los timbres y lanzando aclamaciones y silbidos. Cerrando la marcha se presentó una multitud de gente a pie: estaban muy sofocados de tanto correr, pero evidentemente divertidos con todo aquello. Se abrieron de inmediato las ventanas de todas las casas de aquella calle y una sirvienta o un mayordomo aparecieron ante todas y cada una de las puertas principales. Todos querían contemplar la diversión.
Entretanto, un anciano caballero había empezado a abrirse paso, temblorosamente, fuera de los restos del primer coche de caballos. Varias personas se adelantaron para ayudarlo; pero como unas tiraban de él en una dirección y otras en otra distinta, tal vez habría salido más de prisa por sí mismo. Digory supuso que el anciano caballero debía ser el tío Andrew, aunque era imposible verle el rostro, ya que le habían calado el sombrero de copa hasta la barbilla.
Digory salió veloz y se unió a la muchedumbre.
—Ésa es la mujer, ésa es la mujer —gritó el hombre gordo, señalando a Jadis—. Cumpla con su deber, agente. Se ha llevado cosas por valor de cientos de miles de libras de mi tienda. Mire esa ristra de perlas que lleva al cuello. Es mía. Y además me ha puesto un ojo morado.
—¡Ya lo creo, jefe! —dijo un miembro de la multitud—. ¡Menuda obra de arte le ha hecho en ese ojo! ¡Vaya! ¡Sí que es fuerte!
—Debería ponerse un pedazo de carne cruda sobre él, señor, eso es lo que necesita —aconsejó un aprendiz de carnicero.
—Y bien —dijo el más importante de los policías—, ¿qué sucede aquí?
—Yo se lo diré, ella… —empezó el hombre gordo, cuando otra persona gritó:
—No dejéis que ese sujeto del coche de caballos se escape. Él la incitó a hacerlo.
El anciano caballero que, desde luego, era el tío Andrew, acababa de conseguir ponerse en pie y se frotaba las contusiones en aquel momento.
—Muy bien —dijo el policía, volviéndose hacia él—. ¿Qué es todo esto?
—Mmm…, pomi… chomf —surgió la voz de tío Andrew desde el interior del sombrero.
—¡Vamos! ¡Basta de tonterías! —ordenó el policía con severidad—. ¡Esto no es cosa de risa! Quítese el sombrero, ¿quiere?
Eso era más fácil de decir que de hacer; pero después de que el anciano hubiera forcejeado en vano con el sombrero durante un rato, otros dos policías lo agarraron por el ala y se lo extrajeron de un tirón.
—Gracias, gracias, gracias —dijo el tío Andrew con voz débil—. Gracias. Cielos, me siento terriblemente agitado. Si alguien pudiera darme una copita de coñac…
—Haga el favor de prestarme atención —lo instó el policía, sacando un cuaderno muy grande y un lápiz muy pequeño—. ¿Está usted a cargo de esa joven de ahí?
—¡Cuidado! —gritaron varias voces, y el policía dio un salto atrás justo a tiempo.
El caballo le había lanzado una coz que sin duda habría podido matarlo. Luego la bruja hizo girar al animal de modo que ahora ella miraba a la multitud y las patas traseras del caballo estaban sobre la acera. La mujer sujetaba un reluciente cuchillo y había estado ocupada cortando los correajes que sujetaban el animal a los restos del cabriolé.
Durante todo aquel tiempo Digory había intentado colocarse en un lugar que le permitiera tocar a la bruja. No era tarea fácil ya que, en el lado más próximo a él, había demasiada gente, y para poder dar la vuelta hasta el otro lado tenía que pasar por entre los cascos del caballo y las verjas de la «zona» que rodeaba la casa; pues la mansión de los Ketterley tenía un sótano. Cualquiera que esté familiarizado con los caballos, y en especial que hubiera visto cómo se hallaba el animal en ese momento, comprendería que aquélla era una acción un tanto peliaguda. Digory sabía muy bien lo peligrosos que podían ser los caballos, pero apretó los dientes y se preparó para echar a correr hacia allí en cuando viera una oportunidad.
Un hombre de rostro enrojecido con un sombrero hongo se había abierto paso en aquel momento hasta la parte delantera de la multitud.
—¡Eh, policía! —llamó—. El caballo que está mareando es mío, y el coche que se ha hecho trizas es mío.
—De uno en uno, por favor, de uno en uno —dijo el policía.
—Pero no hay tiempo —protestó el cochero—. Conozco ese caballo mejor que usted. Su padre fue caballo de batalla de un oficial, ya lo creo. Y si esa muchacha sigue poniéndolo nervioso, correrá la sangre. Vamos, ¡sólo quiero acercarme a él!
El policía se sintió más que satisfecho de poder tener un buen motivo para apartarse aún más del caballo, y el cochero dio un paso al frente, alzó los ojos hacia Jadis y dijo en un tono de voz no precisamente severo:
—Vamos, señorita, yo le sujeto la cabeza y usted se baja. Es una dama y no querrá que todos esos matones se le echen encima, ¿verdad? Seguro que quiere irse a casa y tomar una buena taza de té y acostarse un rato; luego se sentirá muchísimo mejor. —Al tiempo que hablaba alargó la mano hacia la cabeza del caballo, diciendo—: Calma, Fresón. Tranquilo, tranquilo.
Entonces la bruja habló por primera vez.
—¡Perro! —dijo con una voz fría y nítida, que resonó con fuerza por encima del resto de ruidos—. Perro, suelta a nuestro corcel real. Estás ante la emperatriz Jadis.