La Palabra Deplorable
Los niños estaban frente a frente, uno a cada lado del pilar en el que colgaba la campana, temblorosa aún, aunque ya no emitía ninguna nota. De improviso escucharon un ruido quedo procedente del extremo de la habitación que seguía intacto, y se volvieron veloces como el rayo para averiguar qué era. Una de las figuras de largas vestiduras, la más alejada, la mujer que Digory consideraba tan hermosa, se alzaba en aquellos momentos de su asiento. Una vez en pie, los niños se dieron cuenta de que era aún más alta de lo que habían pensado. Y podía verse al instante, no sólo por su corona y ropajes, sino por el centelleo de los ojos y la curva de los labios, que era una gran reina. La mujer paseó la mirada por la habitación y vio los destrozos y también a los niños, pero su rostro no dejaba adivinar qué pensaba de ninguna de las dos cosas, ni si se sentía sorprendida. Se adelantó con zancadas largas y veloces.
—¿Quién me ha despertado? ¿Quién ha roto el hechizo? —preguntó.
—Creo que he sido yo —respondió Digory.
—¡Tú! —exclamó la reina, posando la mano en el hombro del niño; era una mano blanca y hermosa, pero Digory también notó que era fuerte como unas tenazas de acero—. ¿Tú? Pero si no eres más que un niño, un niño vulgar. Cualquiera puede darse cuenta a primera vista de que no posees ni una gota de sangre real o noble en tus venas. ¿Cómo se ha atrevido alguien como tú a entrar en esta casa?
—Hemos venido de otro mundo; mediante la magia —dijo Polly, que pensó que ya era hora de que la reina le prestara un poco de atención a ella además de a Digory.
—¿Es eso cierto? —inquirió la mujer, sin dejar de mirar al niño y sin dedicar ni una mirada a Polly.
—Sí —respondió él.
La reina puso la otra mano bajo la barbilla del niño y tiró hacia arriba de ella para poder contemplar mejor su rostro. Digory intentó sostenerle la mirada pero no tardó en bajar la vista. Había algo en los ojos de la mujer que lo intimidaba. Tras estudiarlo durante más de un minuto, la dama le soltó la barbilla y declaró:
—No eres mago. No tienes la marca. Debes de ser sólo el sirviente de un mago. Para viajar hasta aquí te has servido de la magia de otro.
—La de mi tío Andrew —dijo Digory.
En aquel momento, no en la habitación misma pero procedente de un lugar muy próximo, se escuchó, primero un retumbo, luego un crujido y por fin el estruendo de la mampostería al caer; a continuación el suelo tembló.
—Este lugar es muy peligroso —indicó la reina—. Todo el palacio se está haciendo pedazos. Si no salimos de él en unos minutos quedaremos enterrados bajo las ruinas. —Lo dijo con la tranquilidad de quien pregunta qué hora es—. Vamos —añadió, y tendió una mano a cada niño.
Polly, a quien la mujer no le inspiraba confianza y se sentía más bien malhumorada, no habría permitido que la tomara de la mano de haber podido evitarlo; pero aunque la mujer hablaba con calma, sus movimientos era tan veloces como el pensamiento. Antes de que la niña supiera qué le sucedía, su mano derecha había quedado atrapada en una mano que superaba tan ampliamente en tamaño y fuerza a la suya que no pudo hacer nada para impedirlo.
«Es una mujer terrible —pensó—. Tiene tanta fuerza que puede romperme el brazo con un movimiento. Y ahora que me sujeta la mano izquierda no puedo alcanzar el anillo amarillo. Si intentara alargar el brazo e introducir la mano derecha en el bolsillo izquierdo me sería imposible alcanzarlo antes de que ella me preguntara qué hago. Pase lo que pase no debemos permitir que conozca la existencia de los anillos. Realmente espero que Digory tenga el sentido común de mantener la boca cerrada. Ojalá pudiera hablar con él a solas».
La reina los condujo fuera de la Galería de las Imágenes a un largo pasillo y luego a través de todo un laberinto de vestíbulos, escaleras y patios. Una y otra vez oían cómo se desplomaban partes del enorme palacio, a veces muy cerca de ellos. En una ocasión un arco enorme se precipitó con un gran estruendo al suelo apenas unos instantes después de que ellos lo hubieran cruzado. La mujer andaba rápido —los niños se veían obligados a trotar para mantenerse a su altura— pero no mostraba ningún temor. Digory pensaba: «Es tan increíblemente valiente. Y fuerte. ¡Es lo que yo llamo una reina! Deseo con todas mis fuerzas que nos cuente la historia de este lugar».
En realidad sí que les contó algunas cosas mientras avanzaban:
«Ésa es la puerta de las mazmorras», les decía, por ejemplo, o «Aquel pasillo conduce a las principales cámaras de tortura», o «Ésta es la vieja sala de banquetes donde mi bisabuelo invitó a setecientos nobles a un festín y los mató a todos antes de que hubieran tenido tiempo de beber hasta hartarse, porque habían pensado en rebelarse».
Llegaron por fin a un vestíbulo mucho más grande y soberbio que ninguno de los otros que ya habían visto. A juzgar por su tamaño y las enormes puertas situadas al otro extremo, Digory se dijo que debían de estar llegando por fin a la entrada principal. En eso no se equivocaba. Las puertas eran de un negro opaco que podía ser madera de ébano o de algún metal negro que no se encontraba en nuestro mundo. Estaban atrancadas mediante grandes barras, la mayoría de ellas situadas a demasiada altura para poder alcanzarlas y todas excesivamente pesadas para conseguir alzarlas. El niño se preguntó cómo saldrían.
La reina le soltó la mano y alzó el brazo, y a continuación se irguió todo lo que pudo y se quedó muy tiesa. Luego dijo algo que no entendieron, pero que sonó horrible, e hizo un movimiento como si lanzara algo en dirección a las puertas. Y aquellas puertas enormes y pesadas temblaron durante un segundo como si estuvieran hechas de seda y luego se desintegraron hasta que no quedó de ellas más que un montón de polvo en el umbral.
—¡Vaya! —exclamó Digory.
—¿Tiene tu señor mago, tu tío, poder como el mío? —preguntó la reina, volviendo a agarrar con firmeza la mano del niño—. Ya lo averiguaré más tarde. Entretanto, recordad lo que habéis visto. Esto es lo que les sucede a las cosas y a las personas que se convierten en un obstáculo en mi camino.
Por el umbral ahora despejado penetraba mucha más luz de la que habían visto hasta el momento en aquel país y, cuando la mujer los condujo al exterior a través de él, no los sorprendió encontrarse al aire libre. El viento que soplaba sobre sus rostros era frío, pero a la vez un poco viciado. Observaban desde una terraza elevada, y a sus pies se extendía un amplio panorama.
Muy bajo y cerca de la línea del horizonte flotaba un enorme sol rojo, mucho mayor que el nuestro. Digory tuvo inmediatamente la impresión de que también era mucho más viejo: un sol que se hallaba cerca del final de su existencia, cansado de contemplar aquel mundo. A la izquierda del sol, y algo más alta, había una única estrella, grande y luminosa. Aquéllas eran las únicas dos cosas que se podían ver en el oscuro firmamento; formaban un grupo deprimente. Y en tierra, en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, se extendía una ciudad inmensa en la que no se veía ni un ser vivo. Y todos los templos, torres, palacios, pirámides y puentes proyectaban largas sombras de aspecto desastroso a la luz de aquel sol marchito. En el pasado un gran río había discurrido a través de la ciudad, pero el agua había desaparecido hacía ya mucho tiempo, y en aquellos momentos no quedaba otra cosa que una amplia zanja de polvo gris.
—Contemplad bien lo que ningún ojo volverá a ver nunca jamás —anunció la reina—. Esto era Charn, la gran ciudad, la ciudad del Gran Rey, el asombro del mundo, tal vez de todos los mundos. ¿Gobierna tu tío una ciudad tan grande como ésta, muchacho?
—No —respondió Digory.
Estaba a punto de explicar que el tío Andrew no gobernaba ninguna ciudad, pero ella siguió diciendo:
—Ahora está en silencio. Sin embargo, yo he estado aquí cuando el aire estaba lleno de los ruidos de Charn; el sonido de las pisadas, el crujido de las ruedas, el chasquear de los látigos y el gemir de los esclavos, el retumbar de los carruajes, y el golpear de los tambores para los sacrificios de los templos. He estado aquí, pero eso fue cerca del final, cuando el tronar de la batalla emergió de todas las calles y el río de Charn fluyó rojo. —Hizo una pausa y añadió—: En un solo instante una mujer la aniquiló para siempre.
—¿Quién? —inquirió Digory con voz desfallecida; pero ya había adivinado la respuesta.
—Yo —declaró la reina—. Yo, Jadis, la última reina, pero la Reina del Mundo.
Los dos niños permanecieron callados, temblando por el aire helado.
—Fue culpa de mi hermana —siguió ella—. Me empujó a hacerlo. ¡Que la maldición de todos los Poderes caiga sobre ella para siempre! Yo estaba dispuesta a firmar la paz en cualquier momento; sí, y a perdonarle la vida también, si me hubiera entregado el trono. Pero no quiso. Su orgullo ha destruido el mundo entero. Incluso después del inicio de la guerra, se hizo una solemne promesa de que ningún bando utilizaría la magia. Sin embargo, cuando ella rompió su promesa, ¿qué podía hacer yo? ¡Estúpida! ¡Cómo si no supiera que poseía más magia que ella! Incluso sabía que yo tenía el secreto de la Palabra Deplorable. ¿Pensaba acaso, pues siempre fue un ser débil, que no la utilizaría?
—¿Cuál era? —quiso saber Digory.
—Ése era el mayor secreto de todos los secretos —respondió la reina Jadis—. Desde tiempos inmemoriales los grandes reyes de nuestra raza habían sabido que existía una palabra que, si se pronunciaba con el ceremonial adecuado, destruiría a todos los seres vivos excepto al que la pronunciase. Sin embargo, los antiguos reyes eran débiles y blandos y, mediante terribles juramentos, se obligaron a sí mismos y a todos los que les sucedieran a no intentar averiguar jamás cuál era esa palabra. Pero yo la aprendí en un lugar recóndito y pagué un precio altísimo por ella. No la usé hasta que ella me obligó a hacerlo. Intenté derrotarla por todos los demás medios posibles. Vertí la sangre de mis ejércitos como si fuera agua…
—¡Sabandija! —masculló Polly.
—La última gran batalla —prosiguió la mujer— se prolongó encarnizadamente durante tres días aquí, en la misma Charn. Durante tres días contemplé los combates desde este mismo sitio. No utilicé mi poder hasta que no hubo caído el último de mis soldados, y la miserable mujer, mi hermana, a la cabeza de sus rebeldes, había ascendido ya la mitad de esa gran escalinata que conduce desde la ciudad al mirador. Entonces aguardé hasta que estuvimos tan cerca que podíamos vernos las caras. Sus perversos y horribles ojos centellearon sobre mi persona y dijo: «Victoria». «Sí», respondí, «victoria, pero no para ti». Entonces pronuncié la Palabra Deplorable. Al cabo de un instante yo era el único ser vivo bajo el sol.
—Pero ¿y la gente? —preguntó Digory con voz entrecortada.
—¿Qué gente, muchacho?
—Toda la gente de a pie —dijo Polly— que no le había hecho a usted ningún daño. ¿Y las mujeres, los niños y los animales?
—¿Es qué no lo comprendes? —replicó la reina, que se dirigía siempre a Digory únicamente—. Yo era la reina. Todos eran mis súbditos. ¿Para qué otra cosa servían si no era para cumplir mi voluntad?
—Pues vaya mala suerte que tuvieron —indicó él.
—Había olvidado que no eres más que un muchacho vulgar. ¿Cómo podrías comprender las razones de Estado? Debes aprender, niño, que lo que podría resultar incorrecto para ti o para cualquier persona corriente no lo es para una gran reina como yo. El peso del mundo descansa sobre nuestros hombros, y por lo tanto debemos estar libres de toda regla. El nuestro es un destino sublime y solitario.
Digory recordó de repente que el tío Andrew había usado exactamente las mismas palabras, aunque sonaron mucho más solemnes cuando la reina Jadis las pronunció; tal vez se debiera a que su tío no medía más de dos metros de estatura ni poseía una belleza deslumbrante.
—Y ¿qué hizo usted entonces? —preguntó el niño.
—Con anterioridad ya había lanzado poderosos hechizos en la Galería que ocupan las imágenes de mis antepasados, y aquellos hechizos poseían la facultad de hacer que yo durmiera entre ellos, como si también fuera una imagen, sin necesitar comida ni fuego, aunque transcurrieran mil años, hasta que llegara alguien, golpeara la campana y me despertara.
—¿Fue la Palabra Deplorable la que hizo que el sol se volviera así? —preguntó Digory.
—¿Cómo? —inquirió Jadis.
—Tan grande, tan rojo, y tan frío.
—Siempre ha sido así. Al menos, durante cientos de miles de años. ¿Tenéis un sol distinto en vuestro mundo?
—Sí, es más pequeño y amarillo. Y desprende mucho más calor.
La reina profirió un prolongado «¡Aaaah!», y el niño vio en su rostro aquella misma expresión ansiosa y codiciosa que no hacía mucho había observado en su tío.
—De modo que —dijo la mujer— el vuestro es un mundo más joven.
Calló unos instantes para mirar una vez más la desierta ciudad —y si lamentaba todo el mal que había causado allí, desde luego no lo demostró— y luego dijo:
—Ahora, pongámonos en marcha. Hace frío aquí, en el fin de todas las eras.
—Y ¿adónde vamos a ir? —preguntaron al unísono los dos niños.
—¿Adónde? —repitió Jadis, sorprendida—. Pues a vuestro mundo, desde luego.
Polly y Digory se miraron estupefactos. Polly había sentido antipatía por la reina desde el principio; e incluso Digory, ahora que había oído el relato, sentía que ya había tenido bastante y no quería saber nada más de ella. Desde luego, no era en absoluto la clase de persona que a uno le gustaría llevar a casa, y aunque quisieran hacerlo, tampoco sabían cómo podrían. Lo que deseaban era escapar, pero Polly no podía alcanzar su anillo y, evidentemente, Digory no podía marcharse sin ella. Digory enrojeció profundamente y tartamudeó.
—A… a… nuestro mundo. No sabía que usted quisiera ir allí.
—¿Para qué otra cosa te enviaron si no era para venir a buscarme? —inquirió Jadis.
—Estoy seguro de que no le gustaría nada nuestro mundo —declaró él—. No es la clase de sitio al que está acostumbrada, ¿verdad, Polly? Es muy aburrido; no es digno de ser contemplado, en realidad.
—No tardará en ser digno de ser contemplado cuando yo lo gobierne —respondió la reina.
—Eh…, pero no puede —dijo Digory—. No se hace así. No la dejarían, ¿sabe?
La reina le dedicó una desdeñosa sonrisa.
—Muchos grandes reyes —declaró— creyeron que podían oponerse a la Casa de Charn. Sin embargo, todos fueron vencidos, ¡y hasta sus nombres han caído en el olvido! ¡Niño estúpido! ¿Crees que yo, con mi belleza y mi magia, no podré tener a todo tu mundo a mis pies antes de que haya transcurrido un año? Prepara tus sortilegios y condúceme allí de inmediato.
—Esto es espantoso —dijo Digory a Polly.
—Tal vez temas por ese tío tuyo —comentó Jadis—. Pero si me honra como es debido, conservará la vida y el trono. No voy a ir a combatir contra él. Sin duda es un gran mago, si ha encontrado el modo de enviarte aquí. ¿Es rey de todo tu mundo o sólo de una parte?
—No es rey de ningún sitio —respondió Digory.
—Mientes —replicó ella—. ¿Acaso no va la magia siempre unida a la sangre real? ¿Quién oyó hablar jamás de personas normales y corrientes que fueran magos? Distingo la verdad tanto si la dices como si no. Tu tío es el gran rey y hechicero de tu mundo. Mediante su arte ha obtenido la visión de mi rostro, en algún espejo mágico o estanque encantado; y por amor a mi belleza ha creado un poderoso conjuro que ha estremecido tu mundo hasta sus cimientos y te ha enviado través del inmenso abismo que separa unos mundos y otros para buscar mi favor y conducirme hasta él. Respóndeme: ¿es así como sucedió?
—Pues, no exactamente.
—¿No exactamente? —gritó Polly—. Pero ¡si esto no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vaya majadería!
—¡Esbirros! —exclamó la reina, revolviéndose enfurecida contra Polly a la vez que la agarraba del pelo, por la parte de la coronilla, que es donde más duele; pero al hacerlo soltó las manos de ambos niños.
—Ahora —gritó Digory.
—¡Rápido! —chilló Polly.
Hundieron la mano izquierda en el bolsillo, y no necesitaron siquiera ponerse los anillos. En cuanto los tocaron, todo aquel mundo sombrío se esfumó de su vista, y se encontraron ascendiendo a toda velocidad, en dirección a una cálida luz verde que brillaba sobre sus cabezas.