Capítulo 4

La campana y el martillo

No hubo duda respecto a la magia en esa ocasión. Cayeron y cayeron como una exhalación, primero a través de oscuridad y luego por entre una masa de formas vagas y arremolinadas que podrían haber sido casi cualquier cosa. Clareó un poco, y entonces, de repente, notaron que estaban de pie sobre algo sólido. Al cabo de un instante todo adquirió nitidez y pudieron mirar a su alrededor.

—¡Qué lugar más original! —dijo Digory.

—No me gusta —indicó Polly, con algo parecido a un estremecimiento.

Lo primero que les llamó la atención fue la luz. No se parecía a la luz del sol, ni podía compararse con la luz eléctrica, las lámparas, las velas, ni cualquier otra clase de luz que conocieran. Era una luz apagada y más bien rojiza, en absoluto alegre, y además era estable, sin parpadeos. Estaban de pie sobre una superficie plana pavimentada y a su alrededor se alzaban varios edificios. No había techo; se hallaban en una especie de patio. El cielo era extraordinariamente oscuro, de un tono entre azul y negro. Después de haber visto aquel cielo uno se preguntaba cómo podía existir la luz en ese lugar.

—Hace un tiempo muy curioso —comentó Digory—. Me pregunto si no habremos llegado justo en el momento de presenciar una tormenta; o un eclipse.

—No me gusta —repitió Polly.

Los dos, sin saber muy bien por qué, hablaban en susurros, y a pesar de que no existía un motivo por el que debieran seguir con las manos entrelazadas tras su salto, no se soltaron.

Las paredes se alzaban muy altas alrededor de todo aquel patio, y tenían enormes ventanas, ventanas sin cristales, a través de las cuales no se veía otra cosa que negra oscuridad. Más abajo había enormes arcos sostenidos por pilares, que se abrían negros como las bocas de los túneles del ferrocarril. Hacía bastante frío.

La piedra en la que estaba construido todo parecía roja, pero el efecto podía deberse meramente a la curiosa luz. Resultaba evidente que el lugar era muy antiguo. Muchas de las losas planas que cubrían el patio estaban agrietadas; ninguna encajaba bien y las puntiagudas esquinas estaban desgastadas. Una de las entradas en forma de arco estaba medio tapada por escombros. Los dos niños no hacían más que girar y girar para contemplar los distintos extremos del patio, y uno de los motivos que tenían para hacer eso era que temían que alguien —o algo— los mirara desde aquellas ventanas cuando estuvieran de espaldas.

—¿Crees que aquí vive alguien? —preguntó Digory por fin, todavía en un susurro.

—No —respondió Polly—. Está todo en ruinas, y no hemos oído ni un ruido desde que llegamos.

—Quedémonos muy quietos y escuchemos durante un rato —sugirió él.

Permanecieron inmóviles y aguzaron el oído, pero todo lo que oyeron fue el sordo golpeteo de sus corazones. Aquel lugar estaba al menos tan silencioso como el Bosque entre los Mundos; pero se trataba de una quietud distinta. El silencio del bosque había sido plácido y cálido —casi se podía sentir cómo crecían los árboles—, y lleno de vida; aquél era un silencio sin vida, frío y vacío. Era inimaginable que creciera algo en él.

—Vámonos a casa —propuso Polly.

—Pero no hemos visto nada aún —protestó Digory—. Ahora que estamos aquí, sencillamente debemos echar un vistazo.

—Estoy segura de que no hay nada interesante en este lugar.

—De poco sirve encontrar un anillo mágico que te permite entrar en otros mundos si tienes miedo de echarles un vistazo cuando has llegado a ellos.

—¿Quién habla de tener miedo? —dijo Polly, soltando la mano de su compañero.

—Bueno, no pareces muy entusiasmada con la idea de explorar este sitio.

—Iré a donde tú vayas.

—Podemos marcharnos en cuanto queramos —dijo Digory—. Será mejor que nos saquemos los anillos verdes y los guardemos en el bolsillo derecho. Todo lo que tenemos que hacer es recordar que los amarillos se encuentran en los bolsillos de la izquierda. Puedes mantener la mano tan cerca del bolsillo como quieras, pero no la metas o tocarías el anillo amarillo y desaparecerías.

Así lo hicieron y se acercaron sin hacer ruido a una de las enormes entradas en forma de arco que conducían al interior del edificio. Cuando se hallaron en el umbral y pudieron mirar al interior, descubrieron que dentro no estaba tan oscuro como habían pensado en un principio. La entrada llevaba a un inmenso y tenebroso vestíbulo que parecía vacío; pero en el otro extremo había una hilera de columnas con arcos entre ellas y a través de aquellos arcos penetraba un poco más de la misma luz cansina. Atravesaron el vestíbulo, andando con sumo cuidado por temor a que hubiera agujeros en el suelo o cualquier cosa caída con la que pudieran tropezar. Les pareció una caminata muy larga. Cuando llegaron al otro lado salieron por las arcadas y se encontraron en otro patio aún más grande.

—Eso no parece muy seguro —dijo Polly, indicando un punto donde la pared se curvaba hacia fuera y daba la impresión de estar a punto de caer al patio.

En una zona faltaba parte de un pilar entre dos arcos y el pedazo de piedra que descendía hasta donde debería haber estado la columna colgaba allí, sin nada que lo sostuviera. Evidentemente, el lugar había estado abandonado durante cientos, tal vez miles, de años.

—Si ha aguantado hasta ahora, supongo que aguantara un poco más —indicó Digory—. Pero debemos ser muy silenciosos. Ya sabes que un ruido a menudo hace que las cosas se derrumben; como un alud en los Alpes.

Salieron del patio, atravesando otro portal, ascendieron una gran escalinata y recorrieron salas inmensas que se sucedían hasta conseguir que uno se sintiera mareado por el impresionante tamaño del lugar. De vez en cuando les parecía que iban a salir al exterior y ver qué clase de terreno rodeaba el enorme palacio; pero en cada una de esas ocasiones sólo iban a parar a un nuevo patio. Sin duda tenían que haber sido unas estancias magníficas en la época en que la gente vivía en ellas. En uno de los patios había existido una fuente. Un gran monstruo de piedra de alas extendidas se alzaba con la boca abierta y aún se podía ver un pedazo de tubería que sobresalía de ella, por el que el agua había brotado en el pasado. Debajo de la figura había una amplia pila de piedra para contener el agua; pero estaba tan seca como un hueso. En otros lugares se veían los tallos secos de alguna especie de planta trepadora que se había enroscado a las columnas y ayudado a derribar algunas de ellas. Aquella planta también había muerto hacía mucho tiempo, y no había ni hormigas ni arañas ni tampoco los seres vivos que uno espera encontrar en las ruinas; y en los puntos en los que la tierra reseca aparecía por entre las losas rotas no había ni hierba ni musgo.

Resultaba todo tan deprimente y tan idéntico que incluso Digory pensaba en que lo mejor sería que se pusieran los anillos amarillos y regresaran al cálido y verde bosque vivo del Lugar Intermedio, cuando llegaron ante dos enormes puertas de un metal que posiblemente podría ser oro. Una se encontraba algo entreabierta; así que, claro está, fueron a echar un vistazo. Ambos dieron un salto y aspiraron profundamente: allí por fin había algo digno de contemplar.

Por un segundo pensaron que la habitación estaba llena de gente; cientos de personas, todas sentadas y totalmente inmóviles. Polly y Digory, como puedes imaginar, permanecieron también completamente quietos durante un buen rato, mirando el interior. Finalmente decidieron que lo que veían no podía ser gente real. Ni una sola se movía; tampoco se oía el sonido de una sola respiración. Eran como las figuras de cera más maravillosas que uno hubiera visto jamás.

En esa ocasión fue Polly quién tomó la iniciativa. Había algo en aquella habitación que le interesaba más que a Digory: todas las figuras lucían vestidos magníficos. Si a uno le gustaban los vestidos, no podía evitar entrar para verlos más de cerca. Además el resplandor de sus colores hacía que la habitación pareciera, no exactamente alegre, pero al menos señorial y majestuosa después de todo el polvo y la desolación de las otras. Y, tenía más ventanas y mucha más luz.

Apenas puedo describir sus ropas. Todas las figuras llevaban regias vestiduras y coronas en la cabeza. Las prendas eran de color carmesí, de color gris plateado, de un púrpura intenso y también de un verde brillante, y lucían estampados y dibujos de flores y animales desconocidos, bordados por todas partes. Piedras preciosas de sorprendente tamaño y luminosidad observaban fijamente desde las coronas, colgaban en cadenas alrededor de sus cuellos y atisbaban desde todos aquellos lugares en los que había algo abrochado.

—¿Por qué no se han podrido todas estas prendas? ¡Con el tiempo que deben de llevar aquí! —inquirió Polly.

—Magia —musitó Digory—. ¿No la percibes? Apuesto a que toda la habitación está atiborrada de hechizos. Me di cuenta en cuanto entramos.

—Cualquiera de estos vestidos valdría cientos de libras esterlinas —dijo ella.

Pero Digory estaba más interesado en los rostros, y desde luego eran todos dignos de ser contemplados. Las figuras estaban sentadas en sus tronos de piedra bordeando la habitación y el suelo quedaba libre en la parte central, de modo que se podía recorrer la sala de un extremo a otro e ir contemplando los rostros de uno en uno.

—Parecen buena gente —declaró el niño.

Polly asintió. Todos los rostros que veían eran tranquilizadores. Tanto hombres como mujeres parecían bondadosos y sensatos, y daban la impresión de provenir de una raza hermosa. No obstante, después de avanzar unos pasos más por la habitación, los niños se encontraron con rostros que tenían un aspecto algo distinto. Se trataba de caras muy solemnes. Si se tropezase uno con personas vivas que tuvieran aquella expresión, debería tener cuidado de no meter la pata. Tras avanzar un poco más, se encontraron entre caras que no les gustaron: esto sucedió más o menos en la parte central de la habitación. Los rostros de aquella zona tenían un aspecto muy enérgico y también orgulloso y feliz, pero parecían gente cruel; un poco más adelante parecían más crueles todavía. Más allá seguían siendo crueles pero ya no parecían felices. Eran incluso rostros desesperados: como si la gente a la que pertenecían hubiera hecho cosas espantosas y también padecido cosas horribles. La última de todas las figuras era la más interesante; era una mujer vestida con más suntuosidad aún que los demás, muy alta —aunque todas las figuras de aquella habitación eran más altas que la gente de nuestro mundo—, con una expresión tal de ferocidad y orgullo que lo dejaba a uno sin respiración. Sin embargo, al mismo tiempo era hermosa. Años después, cuando era un anciano, Digory decía que jamás en la vida había conocido a una mujer tan bella. De todos modos es justo decir también que Polly siempre declaró que no pudo ver nada especialmente hermoso en ella.

Esa mujer, como decía, era la última figura: pero quedaba un gran número de sillas vacías después de ella, como si la habitación hubiera estado pensada para una colección mucho mayor de imágenes.

—¡Me encantaría conocer la historia que hay detrás de todo esto! —dijo Digory—. Retrocedamos y echemos un vistazo a esa especie de mesa que hay en el centro de la habitación.

Lo que había en el centro de la habitación no era exactamente una mesa. Era una columna cuadrada de un metro veinte de altura, aproximadamente, y sobre ella se alzaba un pequeño arco dorado del que colgaba una campanilla dorada; y junto a ésta descansaba un martillo también dorado, con el cual se golpeaba la campana.

—Me pregunto… me pregunto… me pregunto —empezó a decir Digory.

—Mira, parece que hay algo escrito —indicó Polly, inclinándose para observar el lateral de la columna.

—¡Caramba! Parece que sí —confirmó él—; pero naturalmente no podremos leerlo.

—¿No podremos? No estoy tan segura.

Ambos miraron con atención y, tal como era de esperar, las letras talladas en la piedra eran desconocidas. Pero entonces tuvo lugar un gran prodigio: pues a medida que miraban, a pesar de que la forma de las extrañas letras no cambió en ningún momento, descubrieron que las entendían. Si Digory hubiera recordado lo que él mismo había dicho apenas unos minutos antes, acerca de que la sala estaba encantada, habría podido adivinar que el hechizo empezaba a actuar; pero la curiosidad lo embargaba de tal modo que no podía pensar en eso. Cada vez ansiaba más averiguar lo que estaba escrito en la columna y, por suerte, no tardaron en saberlo. Lo que decía era algo parecido a esto; al menos éste es el significado del texto, aunque la poesía en la lengua original era mejor:

Haz tu elección, aventurero desconocido; golpea la campana y aguarda el peligro, o pregúntate hasta enloquecer, qué habría sucedido si lo llegas a hacer.

—¡Ni hablar! —exclamó Polly—. No queremos correr peligros de ninguna clase.

—Pero ¿no te das cuenta de que no sirve de nada? —dijo Digory—. Ahora no podemos escapar. Nos pasaremos la vida preguntándonos qué habría sucedido si hubiéramos golpeado la campana. No pienso regresar a casa para luego volverme loco pensando en eso. ¡Ni hablar!

—No seas bobo —repuso Polly—. ¡Cómo si eso fuera a pasarle a alguien! ¿Qué importa lo que habría sucedido?

—Supongo que cualquiera que haya llegado tan lejos se verá obligado a hacerse preguntas continuamente hasta acabar chiflado. Ésa es la magia que posee, ¿comprendes? Ya noto cómo empieza a hacerme efecto.

—Bueno, pues yo no —indicó Polly, malhumorada—. Y dudo mucho que tú lo notes. ¡Estás fingiendo!

—Eso es lo que dices tú —dijo Digory—. ¡No lo entiendes porque eres una chica! Las chicas nunca quieren saber nada que no sean habladurías y tonterías sobre bodas de blanco…

—¡Has puesto la misma expresión que tu tío! —le increpó Polly.

—¿Por qué te vas siempre por las ramas? De lo que estamos hablando es…

—¡Típico de hombres! —exclamó ella con una voz muy adulta; pero se apresuró a añadir, con su tono de siempre—: Y no digas que eso es típico de mujeres, o serás un copión asqueroso.

—Jamás se me ocurriría llamar mujer a una niña como tú —respondió Digory con altivez.

—Ah, así que soy una niña, ¿no es eso? —dijo Polly, que estaba furiosa de verdad—. Bien, pues no tendrás que preocuparte más por tener a una niña a tu lado. Me voy. Estoy harta de este lugar. Y también estoy harta de ti…, ¡cerdo repugnante, presumido y testarudo!

—¡Nada de eso! —exclamó Digory en un tono de voz mucho más desagradable de lo que era su intención; pues vio que la mano de Polly se dirigía hacia su bolsillo para tomar el anillo amarillo.

No puedo disculpar lo que hizo a continuación si no es diciendo que lo lamentó muchísimo después, y también lo lamentaron muchas otras personas. Antes de que la mano de la niña llegara al bolsillo, le sujetó con fuerza la muñeca, inclinando su espalda contra el pecho de su amiga. Luego, manteniendo la otra mano de Polly apartada con el codo, se inclinó hacia delante, levantó el martillo y asestó a la campana dorada un ligero y rápido golpecito. Hecho eso soltó a la niña y ambos se separaron mirándose fijamente el uno al otro y con la respiración entrecortada. Polly empezó a llorar, no de miedo ni tampoco debido a que él le hubiera hecho daño en la muñeca, sino presa de una gran cólera. Sin embargo, en cuestión de dos segundos, los dos tuvieron algo en lo que pensar que les hizo olvidar totalmente su pelea.

En cuanto recibió el golpe, la campana emitió una nota, una nota melodiosa tal como se habría esperado de ella, y no muy fuerte. No obstante, en lugar de apagarse de nuevo, la nota siguió sonando; y a medida que sonaba fue subiendo de volumen. Antes de transcurrido un minuto sonaba ya el doble de alto de lo que lo había hecho al principio, y muy pronto fue tan potente que si los niños hubieran intentado hablar —aunque no pensaban en hablar en aquellos momentos; se limitaban a permanecer allí de pie boquiabiertos— no se habrían oído el uno al otro. Muy pronto fue tan fuerte que ni siquiera gritando se habrían oído mutuamente. Y el sonido siguió aumentando: siempre basado en una nota, un melodioso sonido ininterrumpido, aunque había algo inquietante en su dulzura, hasta que toda la atmósfera de aquella enorme habitación vibró con él y notaron cómo el suelo de piedra temblaba bajo sus pies. Luego, por fin, empezó a mezclarse con otro sonido, vago y catastrófico, que al principio recordó al rugir de un tren lejano y luego al estampido de un árbol al desplomarse. Oyeron algo parecido a grandes pesos que caían. Finalmente, con una repentina ráfaga de aire y un retumbo, y una sacudida que casi los derribó al suelo, más o menos una cuarta parte del techo situado en un extremo de la habitación se vino abajo, enormes bloques de mampostería cayeron alrededor de los niños, y las paredes se bambolearon. El sonido de la campana se apagó. Las nubes de polvo se disolvieron. Todo volvió a quedar muy silencioso.

Jamás se descubrió si la caída del techo fue parte de la magia o si aquel insoportable y fuerte sonido procedente de la campana había emitido por casualidad una nota que era más de lo que las medio desmoronadas paredes podían soportar.

—¡Ya está! Espero que estés satisfecho —jadeó Polly.

—Bueno, al menos se ha acabado.

Y los dos pensaron que así era; pero jamás habían estado tan equivocados.