El Bosque entre los Mundos
El tío Andrew y su estudio se desvanecieron al instante, y luego, por un momento, todo se volvió confuso. Lo siguiente que supo Digory fue que había una suave luz verde que caía sobre él desde lo alto, y oscuridad a sus pies. No tenía la impresión de estar de pie sobre nada, ni sentado, ni acostado; no parecía estar en contacto con nada.
—Me parece que estoy en el agua —dijo—, o «debajo» del agua.
Aquello lo asustó por un segundo, pero casi al mismo tiempo sintió que ascendía a toda velocidad. Luego su cabeza salió repentinamente al aire libre y se encontró gateando hacia tierra firme, sobre un terreno llano cubierto de hierba situado al borde de un estanque.
Mientras se ponía en pie advirtió que no chorreaba agua ni le faltaba el aliento, como habría sido de esperar tras un buen chapuzón. Tenía la ropa perfectamente seca y estaba de pie junto al borde de un pequeño estanque —no había más de tres metros de un extremo a otro— en el interior de un bosque. Los árboles crecían muy juntos y eran tan frondosos que no se podía entrever ni un pedazo de cielo. La única luz que le llegaba era una luz verde que se filtraba por entre las hojas: pero sin duda existía un sol potente en lo alto, pues aquella luz natural verde era brillante y cálida. Era el bosque más silencioso que se pueda imaginar. No había pájaros, ni insectos, ni animales, y no soplaba viento. Casi se podía sentir cómo crecían los árboles. El estanque del que acababa de salir no era el único. Había docenas de estanques, uno cada pocos metros hasta donde alcanzaban sus ojos, y creía percibir cómo los árboles absorbían el agua con sus raíces. Era un bosque lleno de vida y al intentar describirlo más tarde, Digory siempre decía: «Era un lugar apetitoso: tan apetitoso como un pastel de ciruelas».
Lo más extraño de todo fue que, incluso antes de haber mirado a su alrededor, Digory ya había medio olvidado cómo había llegado allí. Desde luego no pensaba en Polly, ni en el tío Andrew, ni siquiera en su madre, y además no estaba nada asustado, ni nervioso, ni tampoco sentía curiosidad. Si alguien le hubiera preguntado: «¿De dónde has venido?», probablemente habría respondido: «Yo siempre he estado aquí». Aquélla era la sensación que producía, como si uno hubiera estado siempre en aquel lugar y jamás se hubiera aburrido a pesar de que allí nunca sucedía nada. Tal como explicó mucho más tarde.
«En este sitio no sucede nada. Los árboles se dedican a crecer, eso es todo».
Al cabo de un buen rato de contemplar el bosque, Digory se dio cuenta de que había una niña acostada de espaldas a los pies de un árbol a unos metros de allí. Los ojos de la pequeña estaban medio cerrados, como si estuviera entre el sueño y la vigilia. Por ese motivo, el niño se dedicó a contemplarla durante un buen rato sin decir nada. Finalmente, ella abrió los ojos y lo miró durante mucho tiempo, sin pronunciar palabra tampoco, hasta que por fin le habló, con una voz soñolienta y complacida.
—Creo que nos hemos visto antes —declaró.
—A mí también me lo parece —respondió Digory—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Toda la vida —dijo ella—. Al menos… no sé… mucho tiempo.
—Yo también.
—No, tú no —indicó la niña—, porque acabo de verte salir de aquel estanque.
—Sí, puede ser —concedió Digory con expresión perpleja—. Lo había olvidado.
Después se pasaron un buen rato en silencio.
—Oye —dijo la niña finalmente—, me pregunto si ya nos conocíamos. Tengo una vaga idea, una especie de imagen en la cabeza, de un niño y una niña, como nosotros, que vivían en un lugar muy distinto y hacían toda clase de cosas. A lo mejor fue sólo un sueño.
—Pues creo que he tenido ese mismo sueño —repuso Digory—. De un niño y una niña que vivían en casas contiguas…, y gateaban entre las vigas. Recuerdo que la niña tenía un rostro muy sucio.
—¿Estas seguro? En mi sueño era el niño quién tenía la cara sucia.
—No recuerdo el rostro del niño —indicó Digory y luego añadió—: ¡Vaya! ¿Qué es eso?
—¡Toma! Es un conejillo de Indias —dijo la niña.
Y eso era, un rechoncho conejillo de Indias, que husmeaba por entre la hierba, con una cinta alrededor de la barriga que sujetaba a su lomo un brillante anillo amarillo.
—¡Mira! ¡Mira! —gritó Digory—. ¡El anillo! Y ¡fíjate! Tú llevas uno en el dedo, y yo también.
La niña se sentó entonces, interesadísima en el hallazgo. Ambos se miraron fijamente, intentando recordar. Y entonces, a la vez, ella exclamó, «¡El señor Ketterley!», y él gritó, «¡El tío Andrew!», y supieron quiénes eran y empezaron a recordar todo lo sucedido. Tras unos minutos de intensa conversación consiguieron por fin tenerlo todo claro, y Digory explicó el detestable comportamiento del tío Andrew.
—¿Qué hacemos ahora? —quiso saber Polly—. ¿Agarrar el conejillo de Indias y volver a casa?
—No hay prisa —respondió él, con un enorme bostezo.
—Creo que sí la hay —indicó ella—. Este lugar es demasiado silencioso. Resulta tan… tan maravilloso. Estás casi dormido. Si nos dejamos dominar por él nos acostaremos y dormitaremos eternamente.
—Se está muy bien aquí —repuso Digory.
—Sí, ya lo creo —asintió ella—, pero tenemos que regresar.
Se puso en pie y empezó a avanzar con cautela en dirección al conejillo de Indias, pero entonces cambió de idea.
—Podríamos dejar al conejillo aquí —dijo—. Es feliz en este sitio, y tu tío sin duda haría algo horrendo con él si lo lleváramos de vuelta.
—Apuesto a que sí —respondió Digory—. Mira cómo nos ha tratado a nosotros. Por cierto, ¿cómo regresaremos a casa?
—Volviéndonos a meter en el estanque, supongo.
Fueron hacia él y permanecieron de pie junto al borde, contemplando la lisa superficie del agua. La cubría el reflejo de las verdes y frondosas ramas, que hacían que pareciera tener una gran profundidad.
—No tenemos traje de baño —observó Polly.
—No lo necesitaremos, boba —dijo Digory—. Vamos a meternos con la ropa puesta. ¿Acaso no recuerdas que al ascender no nos mojamos?
—¿Sabes nadar?
—Un poco. ¿Y tú?
—Bueno, no mucho.
—No creo que tengamos que nadar —indicó Digory—. Queremos ir hacia «abajo», ¿no es cierto?
A ninguno de los dos le gustaba demasiado la idea de saltar al interior del estanque, pero ninguno se lo mencionó al otro. Se tomaron de la mano y dijeron: «Uno… dos… y tres… ¡Ya!» y saltaron. Hubo un gran chapoteo y desde luego cerraron los ojos; pero cuando los abrieron de nuevo descubrieron que seguían estando allí, con las manos entrelazadas, en medio del frondoso bosque y con el agua a la altura de los tobillos. Al parecer el estanque apenas tenía unos centímetros de profundidad. Chapotearon de vuelta a tierra firme.
—¿Qué diablos ha salido mal? —inquirió Polly con voz asustada; pero no tan atemorizada como cabría esperar, porque resultaba difícil sentirse realmente asustado en aquel bosque. El lugar era demasiado tranquilo.
—Ya sé —dijo Digory—. Claro que no funciona. Todavía llevamos puestos los anillos amarillos, y son para el viaje de ida, ya sabes. Son los verdes los que te devuelven a casa. Debemos cambiar de anillos. ¿Tienes bolsillos? Estupendo. Guarda tu amarillo en el de la izquierda. Yo tengo dos de color verde; toma, aquí tienes uno.
Se pusieron los anillos y regresaron al estanque. Sin embargo, antes de que intentaran otro salto Digory lanzó un prolongado «¡Oooooh!».
—¿Qué sucede? —quiso saber Polly.
—Acabo de tener una idea realmente maravillosa. ¿Qué son todos los otros estanques?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que si podemos regresar a nuestro propio mundo saltando al interior de este estanque, ¿no podríamos ir a parar a algún otro sitio si saltamos dentro de uno de los otros? Supongamos que existe un mundo en el fondo de cada estanque.
—Pero creía que ya nos encontrábamos en el Otro Mundo u Otro Lugar o comoquiera que él lo llame, al que se refería tu tío. No dijiste que…
—¡Bah!, al cuerno con el tío Andrew —interrumpió Digory—. No creo que sepa nada sobre él, porque jamás tuvo el coraje de venir aquí él mismo. Sólo hablaba de «un» Otro Mundo, pero supongamos que existieran docenas…
—¿Te refieres a que este bosque podría ser únicamente uno de ellos?
—No, ni siquiera creo que este bosque sea un mundo. Me parece que es una especie de lugar intermedio.
Polly mostró una expresión perpleja.
—¿No te das cuenta? —inquirió Digory—. No, escucha. Piensa en nuestro túnel por debajo de las tejas. No puede considerarse una habitación de alguna casa. En cierto modo, no forma parte de ninguna de ellas, pero una vez que estás en el túnel puedes seguirlo y entrar en cualquiera de las casas de la fila. ¿No podría ocurrir lo mismo con este bosque? Es un lugar que no se encuentra en ninguno de los mundos, pero que permite entrar en todos ellos.
—Bueno, incluso aunque puedas… —empezó a decir Polly, pero Digory siguió hablando como si no la hubiera oído.
—Y desde luego eso lo explica todo —dijo—. Por eso aquí está todo tan tranquilo y soñoliento. Aquí no sucede nunca nada. Igual que en nuestro hogar, es en las casas donde la gente habla, actúa y come. En los lugares intermedios no pasa nada; ni detrás de las paredes, ni encima de los techos ni debajo de los suelos, ¡ni en nuestro túnel! Pero cuando sales del túnel puedes encontrarte en «cualquier» casa. ¡Creo que podemos salir de este lugar e ir a parar a cualquier otro sitio! No es necesario que saltemos de nuevo al interior del mismo estanque por el que vinimos, o al menos todavía no.
—El Bosque entre los Mundos —observó Polly como en sueños—; suena muy bien.
—Vamos —le instó Digory—, ¿qué estanque probamos?
—Mira —dijo ella—, no pienso probar ningún estanque nuevo hasta que no nos hayamos asegurado de que podemos regresar por el viejo. Ni siquiera estamos seguros aún de que vaya a funcionar.
—Sí —repuso él—, ¡y que el tío Andrew nos atrape y nos quite los anillos antes de que hayamos podido divertirnos! No, gracias.
—¿No podríamos descender simplemente una parte del trayecto por nuestro estanque? —sugirió Polly—. Sólo para comprobar si funciona. Entonces si lo hace, nos cambiamos los anillos y subimos otra vez antes de que estemos de vuelta en el estudio del señor Ketterley.
—¿Podemos descender una parte del camino?
—Bueno, se tardaba un poco en subir. Supongo que harán falta unos segundos para regresar.
Digory hizo unos cuantos aspavientos al respecto, pero finalmente tuvo que acceder a la idea porque Polly se negó en redondo a explorar ningún mundo nuevo hasta que se hubieran asegurado de poder regresar al antiguo. Era una niña casi tan valiente como él acerca de algunos peligros (como las avispas, por ejemplo), pero no estaba tan interesada en descubrir cosas de las que nadie había oído hablar antes; en cambio Digory era la clase de persona que quiere saberlo todo, y cuando creció se convirtió en el famoso profesor Kirke que aparece en otros libros.
Tras discutirlo mucho, acordaron ponerse los anillos verdes («Verde símbolo de seguridad —dijo Digory—, así no olvidaremos cuál es cuál»), tomarse de la mano y saltar. No obstante, en cuanto pareciera que estaban a punto de regresar al estudio del tío Andrew, o incluso a su propio mundo, Polly debía gritar, «Cambio». Entonces se quitarían los anillos verdes y se pondrían los de color amarillo. Digory quería ser quien gritara «Cambio», pero Polly se negó a aceptarlo.
Se pusieron los anillos verdes, entrelazaron las manos, y de nuevo gritaron: «Uno… dos… y tres… ¡Ya!». Esa vez funcionó, aunque resulta muy difícil explicar qué sensación producía, pues todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Al principio hubo luces brillantes que se movían en un cielo negro; Digory sigue pensando que eran estrellas e incluso jura que vio a Júpiter muy de cerca; lo bastante cerca como para ver su luna. Pero casi al mismo tiempo aparecieron hileras e hileras de tejados y cañones de chimeneas a su alrededor, y distinguieron la catedral de San Pablo y supieron que contemplaban Londres. Sólo que uno podía ver a través de las paredes de todas las casas. Entonces vieron al tío Andrew, de un modo muy vago y nebuloso, pero volviéndose cada vez más nítido y sólido, igual que si estuviera materializándose; pero antes de que se tornara completamente real Polly gritó «Cambio» y efectuaron el cambio, y nuestro mundo se desvaneció como un sueño, y la luz verde de lo alto adquirió más y más fuerza, hasta que por fin sus cabezas surgieron del estanque y los dos gatearon hasta la orilla. Y allí estaba el bosque rodeándolos, tan verde, luminoso y silencioso como siempre. Todo aquello había tenido lugar en menos de un minuto.
—¡Ya está! —dijo Digory—. Funciona. Ahora corramos nuestra aventura. Cualquier estanque servirá. Ven, probemos ése.
—¡Detente! —ordenó Polly—. ¿No vamos a marcar «este» estanque?
Se miraron fijamente y palidecieron al comprender el espantoso error que Digory había estado a punto de cometer; pues había varios estanques en el bosque, y los estanques eran todos iguales y también los árboles eran idénticos, de modo que si hubieran dejado atrás aquel que conducía a nuestro propio mundo sin efectuar alguna especie de marca, las posibilidades de volver a encontrarlo habrían sido casi nulas.
A Digory le temblaba la mano cuando abrió su cortaplumas y con su ayuda extrajo una larga tira de hierba de la orilla del estanque. La tierra, que olía de un modo muy agradable, era de un intenso marrón rojizo y destacaba perfectamente entre el verde.
—¡Menos mal que por lo menos uno de nosotros tiene un poco de sentido común! —observó Polly.
—Bueno, ahora no te pases todo el tiempo presumiendo —replicó él—. Vamos, quiero ver qué hay en otro estanque.
Y Polly le dedicó una respuesta bastante mordaz y él le respondió algo aún más desagradable. La riña duró varios minutos pero resultaría tedioso reflejarla por escrito, de modo que pasemos al momento en que se encontraron, con el corazón palpitante y el rostro asustado, ante el borde del estanque desconocido con los anillos amarillos puestos y las manos entrelazadas y volvieron a decir: «Uno… dos… y tres… ¡Ya!».
¡Chaff! De nuevo no había funcionado. Aquel estanque parecía no ser más que eso, un estanque, pues en lugar de llegar a un mundo nuevo sólo consiguieron mojarse los pies y salpicarse las piernas por segunda vez aquella mañana; si es que se trataba de una mañana, pues en el Bosque entre los Mundos siempre parece que sea la misma hora.
—¡Caray! —exclamó Digory—. Y ¿qué ha salido mal ahora? Llevamos puestos los anillos amarillos. Dijo que el amarillo era para el viaje de ida.
Lo cierto era que el tío Andrew, que no sabía nada del Bosque entre los Mundos, tenía una idea bastante equivocada respecto a los anillos. Los de color amarillo no eran anillos «de ida» y los verdes no eran anillos «de regreso a casa»; al menos, no tal como él lo pensaba, aunque la sustancia de la que estaban hechos ambos anillos había salido del bosque. La sustancia de los anillos amarillos poseía el poder de atraerte al bosque; era una materia que quería regresar al lugar al que pertenecía, el lugar intermedio. Sin embargo la sustancia de los anillos verdes intentaba abandonar el lugar al que pertenecía: de modo que un anillo verde te sacaría del bosque y te conduciría a un mundo. El tío Andrew, por lo visto, trataba con cosas que en realidad no comprendía; muchos magos lo hacen. Ni siquiera Digory comprendió la verdad con tanta claridad o, al menos, no hasta más adelante. Pero una vez que lo hubieron discutido, decidieron probar los anillos verdes en el estanque nuevo, sólo para ver qué sucedía.
—Si tú te atreves, yo también —dijo Polly.
En realidad lo dijo porque, en lo más recóndito de su corazón, estaba segura de que ninguna clase de anillo funcionaría en el nuevo estanque, y por lo tanto no había nada que temer salvo otro chapoteo en el agua. Me huele que Digory tenía la misma sensación. En cualquier caso, tras ponerse los anillos verdes y regresar al borde del agua, volvieron a entrelazar las manos y se sintieron sin lugar a dudas mucho más animados y menos preocupados que la primera vez.
—Uno… dos… y tres… ¡Ya! —exclamó Digory. Y saltaron.