Capítulo 2

Digory y su tío

Fue tan repentino y tan terriblemente distinto de todo lo que le había sucedido a Digory en su vida, incluso en sus pesadillas, que éste gritó. Al instante, la mano del tío Andrew cayó sobre su boca.

—¡Nada de eso! —le susurró al oído—. Si empiezas a hacer ruido tu madre lo oirá, y ya sabes lo que puede afectarle un susto.

Tal como dijo Digory más tarde, la horrible mezquindad de intimidar a una persona de «aquél» modo casi le provocó náuseas, aunque, desde luego, no volvió a gritar.

—Eso está mejor —dijo el tío Andrew—. Supongo que no has podido evitarlo. Realmente uno siente un sobresalto terrible la primera vez que ve desaparecer a alguien. Si incluso yo me llevé un buen susto cuando le sucedió lo mismo al conejillo de Indias la otra noche.

—¿Fue esa la noche que lanzaste un alarido? —preguntó Digory.

—Vaya, entonces lo oíste, ¿no es así? Espero que no me hayas estado espiando.

—No, no lo he hecho —respondió su sobrino, indignado—; pero ¿qué le ha sucedido a Polly?

—Felicítame, querido muchacho —indicó su tío, frotándose las manos—. Mi experimento ha tenido éxito. La niña se ha ido, se ha esfumado, de este mundo.

—¿Qué le has hecho?

—Enviarla a… digamos… otro lugar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Digory.

—Bueno —dijo el tío Andrew, sentándose—, te lo contaré todo. ¿Has oído hablar alguna vez de la anciana señora Lefay?

—¿No era una tía abuela o algo parecido? —inquirió Digory.

—No exactamente —respondió él—, era mi madrina. Mira hacia la pared; ésa de ahí es ella.

Digory miró y vio una fotografía descolorida que mostraba el rostro de una anciana con una toca. Recordó entonces que una vez había visto una fotografía del mismo rostro en un cajón de su casa, en el campo. Había preguntado a su madre quién era, pero ella no había mostrado mucho interés en hablar de aquel tema. No era un rostro agradable en absoluto, se dijo Digory, aunque desde luego con aquellas fotografías tan antiguas era muy difícil estar seguro.

—¿Había… no había… algo raro respecto a ella, tío Andrew?

—Bueno —dijo su tío con una risita ahogada—, depende de a qué llames «raro». La gente tiene una mentalidad muy cerrada. Desde luego se volvió muy excéntrica en sus últimos años de vida, e hizo cosas muy imprudentes. Por ese motivo la encerraron.

—¿En un manicomio, quieres decir?

—No, no, no —respondió su tío, escandalizado—. Nada de eso; sólo la llevaron a la cárcel.

—¡Vaya! —exclamó Digory—. ¿Qué había hecho?

—Ah, pobre mujer —respondió el anciano—. Había sido muy imprudente. Hubo un gran número de hechos diversos, pero no es necesario que entremos en detalles. Siempre fue muy amable conmigo.

—Pero oye, ¿qué tiene todo esto que ver con Polly? Realmente me gustaría que…

—Todo a su debido tiempo, muchacho —dijo el tío Andrew—. Pusieron en libertad a la vieja señora Lefay antes de que muriera y yo fui una de las poquísimas personas a las que permitió que la visitaran durante sus últimos meses de vida. Le resultaba antipática a la gente corriente e ignorante, como comprenderás. A mí me sucede lo mismo. Sin embargo, ella y yo estábamos interesados en la misma clase de cosas, y fue sólo unos pocos días antes de su muerte cuando me dijo que fuera a una vieja cómoda de su casa, abriera un cajón secreto y le trajera una cajita que encontraría allí. En cuanto así la caja me di cuenta por el hormigueo de mis dedos que sostenía un gran secreto en mis manos. Me la entregó y me hizo prometerle que la quemaría en cuanto ella muriera, sin abrirla, y con ciertas ceremonias. Promesa que no cumplí.

—Bien, pues en ese caso te comportaste de un modo repugnante —lo reprendió Digory.

—¡Repugnante! —exclamó él con una expresión perpleja—. Bueno, ya lo entiendo. Quieres decir que los niños deben mantener sus promesas. Muy cierto: es lo más correcto y decente, estoy seguro, y me alegro de que te hayan enseñado a obrar así. Aunque desde luego debes comprender que normas de esa clase, por muy excelentes que puedan ser para muchachitos, criados, mujeres, e incluso la gente en general, no pueden aplicarse bajo ningún concepto a estudiantes concienzudos, grandes pensadores y sabios. No, Digory; los hombres como yo, que poseen un saber oculto, estamos libres de las normas corrientes del mismo modo que también estamos excluidos de los placeres corrientes. El nuestro, muchacho, es un destino sublime y solitario.

Mientras lo decía suspiró y adoptó una expresión tan seria, noble y misteriosa que por un segundo Digory realmente pensó que estaba diciendo algo magnífico; pero entonces recordó la desagradable expresión que había visto en el rostro de su tío justo antes de que Polly se esfumara, e inmediatamente vio más allá de las grandilocuentes palabras del tío Andrew.

«Lo único que significa eso —se dijo— es que cree que puede hacer lo que le parezca para conseguir lo que desea».

—Desde luego —siguió el anciano—, no me atreví a abrir la caja durante mucho tiempo, pues sabía que podría contener algo sumamente peligroso, ya que mi madrina era una mujer excepcional. Lo cierto es que fue una de los últimos mortales de este país que tenía sangre mágica, como las hadas; decía que había habido otras dos durante su época: una era una duquesa y la otra una asistenta. De hecho, Digory, en estos momentos hablas, posiblemente, con el último hombre que realmente tuvo un hada madrina. ¡Vaya! Eso será algo que podrás recordar cuando también seas anciano.

«Seguro que era un hada mala», pensó el niño; y en voz alta añadió:

—Pero ¿qué pasa con Polly?

—¡Qué pesado estás con eso! —se quejó el tío Andrew—. ¡Como si eso fuera lo importante! Mi primera tarea fue desde luego estudiar la caja misma. Era muy antigua, y yo sabía lo suficiente incluso entonces como para comprender que no era ni griega, ni del antiguo Egipto, ni babilónica, ni hitita, ni china, sino que era mucho más vieja que cualquiera de esas naciones. Ah…, entonces llegó un gran día en que descubrí la verdad. La caja procedía de la Atlántida; provenía de la isla perdida de la Atlántida. Eso significaba que tenía muchos más siglos de antigüedad que cualquiera de las cosas de la Edad de Piedra que se desentierran en Europa. Tampoco se trataba de algo primitivo y tosco como suelen ser esas cosas, pues en los albores de los tiempos la Atlántida era una gran ciudad con palacios, templos y sabios.

Hizo una pausa durante unos momentos como si esperara que Digory dijera algo; pero el niño encontraba a su tío más desagradable a cada minuto que pasaba, de modo que no dijo nada.

—Entretanto —prosiguió el tío Andrew—, yo aprendía muchas cosas por otros medios, que no resultaría apropiado explicar a un niño, sobre magia en general. Eso significó que llegué a tener una buena idea de la clase de cosas que podría haber en la caja. Reduje las posibilidades mediante varias pruebas, que me obligaron a conocer a algunas, digamos, personas diabólicamente peculiares, y pasar por algunas experiencias muy desagradables. Eso fue lo que hizo que mi pelo encaneciera. Uno no se convierte en mago sin tener que dar algo a cambio. Al final mi salud se debilitó, pero mejoré, y finalmente ¡lo supe!

A pesar de que no existía realmente la menor posibilidad de que alguien pudiera oírlos, el anciano se inclinó hacia delante y casi susurró cuando dijo:

—La caja de la Atlántida contenía algo que había sido traído de Otro Mundo cuando el nuestro apenas empezaba a existir.

—¿Qué? —preguntó Digory, que en aquellos momentos se sentía interesado muy a su pesar.

—Sólo había polvo —respondió el tío Andrew—. Un fino polvo seco. Nada espectacular en apariencia; no gran cosa como resultado de toda una vida de trabajo, podrías decir. Ah, pero cuando miré aquel polvo —y tuve buen cuidado de no tocarlo—, pensé que cada grano había estado en el pasado en Otro Mundo, y no me refiero a otro planeta, ¿me explico?; porque los demás planetas son parte de nuestro mundo y podrías llegar hasta ellos si viajaras lo bastante lejos, sino realmente Otro Mundo, otra naturaleza, otro universo, un lugar al que jamás podrías llegar aunque viajaras por el espacio de este universo eternamente, un mundo que sólo se puede alcanzar mediante la magia, ¡eso es!

Llegado a aquel punto, el tío Andrew se frotó las manos hasta que los nudillos crujieron igual que fuegos artificiales.

—Comprendí —siguió—, que si alguien conseguía darle la forma correcta, aquel polvo lo conduciría de vuelta al lugar del que procedía. Sin embargo, la dificultad estaba en darle la forma correcta. Mis primeros experimentos acabaron todos en fracaso. Los probé con conejillos de Indias, pero algunos se limitaron a morir. Unos cuantos estallaron como pequeñas bombas…

—¡Qué cruel! —le reprendió Digory, que en una ocasión había tenido su propio conejillo de Indias.

—¡Es que no puedes dejar de cambiar de tema! Para eso eran las criaturas. Las compré yo mismo. Veamos… ¿por dónde iba? Ah, sí. Por fin logré crear los anillos: los anillos amarillos. Pero entonces surgió una nueva dificultad. Por aquel entonces yo estaba convencido de que un anillo amarillo era capaz de enviar a cualquier criatura que lo tocara al Otro Lugar, pero ¿de qué me iba a servir si no podía hacer que volvieran para contarme qué habían encontrado allí?

—Y ¿qué iba a pasar con las criaturas? —inquirió el niño—. ¡En menudo lío estarían si no podían regresar!

—Te empeñas en mirarlo todo desde el punto de vista equivocado —replicó el tío Andrew con una expresión de impaciencia—. ¿Es qué no comprendes que esto es un gran experimento? Lo que pretendo al enviar a alguien al Otro Lugar es averiguar cómo es ese sitio.

—Bueno, en ese caso ¿por qué no fuiste tú mismo?

Digory no había visto jamás a nadie con una expresión tan asombrada y ofendida como la que mostró su tío ante aquella sencilla pregunta.

—¿Yo? ¿Yo? —exclamó éste—. ¡El chico sin duda está loco! ¿Un hombre de mi edad, y con mi precaria salud, exponerse al sobresalto y a los peligros de ser arrojado repentinamente a un universo distinto? ¡Jamás en la vida había oído nada tan absurdo! ¿Te das cuenta de lo que dices? Piensa en lo que el Otro Mundo significa…, puede encontrarse uno con cualquier cosa… cualquier cosa.

—Y supongo que has enviado a Polly a enfrentarse con todo eso en tu lugar —dijo Digory, y sus mejillas ardían de cólera en aquel momento—. Y todo lo que puedo decir —añadió—, incluso aunque seas mi tío…, es que te has comportado como un cobarde, al enviar a una niña a un sitio al que tienes miedo de ir tú mismo.

—¡A callar, señor mío! —ordenó el anciano, descargando la mano sobre la mesa—. No pienso permitir que un mugriento colegial me hable de ese modo. No lo comprendes. Soy el gran estudioso, el mago, el experto, que «realiza» el experimento. Claro que necesito sujetos sobre los que efectuarlo. ¡Dios mío, lo próximo que me dirás es que debería haber pedido permiso a los conejillos de Indias antes de utilizarlos! Es imposible alcanzar gran sabiduría sin sacrificios; pero la idea de que fuera yo mismo resulta ridícula. Es igual que pedir a un general que pelee como un soldado raso. Imaginemos que muero, ¿qué sería del trabajo de toda mi vida?

—Basta, deja de cotorrear de una vez —dijo su sobrino—. ¿Vas a traer de vuelta a Polly?

—Iba a decirte, cuando me interrumpiste de un modo tan grosero —respondió el tío Andrew—, que finalmente encontré un modo de efectuar el viaje de vuelta. Los anillos verdes te traen de regreso.

—Pero Polly no tiene un anillo verde.

—No —respondió su tío con una sonrisa cruel.

—En ese caso no puede regresar —gritó Digory—, y eso es justo lo mismo que si la hubieras asesinado.

—Puede regresar —indicó el tío Andrew—, si otra persona va tras ella, con un anillo amarillo puesto y llevando consigo dos anillos verdes, uno para regresar él y el otro para traerla a ella de vuelta.

Y entonces, claro está, Digory vio la trampa en la que había caído; miró con asombro al tío Andrew, sin decir nada, totalmente boquiabierto, y con las mejillas muy pálidas.

—Espero —dijo su tío al poco tiempo en voz muy alta y potente, como si fuera un tío perfecto que acaba de dar una generosa propina y unos cuantos buenos consejos—, espero, Digory, que no seas una persona propensa a la cobardía. Me apenaría muchísimo pensar que alguien de nuestra familia carece de honor y caballerosidad suficientes para ir en ayuda de… ah… una dama en apuros.

—¡Cállate, por favor! —gritó su sobrino—. Si tú tuvieras algo de honor y todo eso, irías tú mismo; pero sé que no lo harás. De acuerdo. Ya veo que tengo que ir yo. No obstante, debo decirte que eres repugnante. Supongo que lo planeaste todo, de modo que ella se marchara sin saberlo y luego yo tuviera que ir en su busca.

—Desde luego —respondió él, con aquella sonrisa tan odiosa.

—Muy bien. Iré, pero hay algo que pienso decir de todos modos. No creía en la magia hasta hoy, y ahora veo que existe. Bien, pues si es así, supongo que todos los viejos cuentos de hadas son más o menos ciertos, y en ese caso, eres sencillamente un mago perverso y cruel como los que aparecen en los relatos. Además, no he leído jamás un cuento en el que la gente de esa clase no acabara recibiendo su merecido al final, y apuesto a que a ti también te sucederá. Y lo tendrás bien merecido.

De todas las cosas que Digory había dicho aquélla fue la primera que realmente dio en el blanco. El tío Andrew saltó y en su rostro apareció tal expresión de horror que, a pesar de lo odioso que era, casi hacía que se sintiera pena por él. Sin embargo, al cabo de un segundo consiguió borrarla y dijo con una carcajada bastante forzada:

—Bien, bien, supongo que es natural que un niño piense eso, en especial uno que ha crecido entre mujeres, como es tu caso. Cuentos de viejas, ¿no es así? No creo que debas preocuparte por el peligro que yo pueda correr. ¿No sería mejor que te preocuparas por el peligro que puede correr tu amiguita? Hace ya un buen rato que se marchó. Si existen peligros, en el Otro Lado, creo que sería una lástima llegar cuando fuera demasiado tarde.

—Seguro que a ti te importa un bledo —le recriminó Digory con ferocidad—, pero estoy harto de tanta palabrería. ¿Qué debo hacer?

—Realmente tienes que aprender a controlar ese genio, muchacho —indicó el tío Andrew con la mayor frescura—; de lo contrario, cuando crezcas, serás igual que tu tía Letty. Ahora, presta atención.

Se levantó, se puso un par de guantes y fue hacia la bandeja que contenía los anillos.

—Sólo funcionan —dijo— si tocan directamente la piel. Con los guantes puestos, puedo agarrarlos, así, y no sucede nada. Si llevaras uno en el bolsillo no sucedería nada: pero por supuesto tienes que tener cuidado de no introducir la mano en el bolsillo y tocarlo sin querer. En cuanto rozas el anillo amarillo, desapareces de este mundo. Cuando estés en el Otro Lugar espero, claro que esto no ha sido probado todavía, pero «espero» que en cuanto toques un anillo verde desaparezcas de aquel mundo y confío en que reaparezcas en éste. Veamos. Tomo estos dos de color verde y los dejo caer en tu bolsillo derecho. Recuerda con suma atención en qué bolsillo están los verdes. «V» por verde y «D» por derecho. «V. D.» ¿Lo ves?; las dos son consonantes de la palabra verde. Hay uno para ti y otro para la niña. Y ahora toma el amarillo para ti. Si yo estuviera en tu lugar, me lo pondría en el dedo, así existirán menos posibilidades de que lo dejes caer.

Digory estaba a punto de tomar el anillo amarillo cuando se detuvo de repente.

—¡Escucha! —dijo—. ¿Y mamá? ¿Y si pregunta por mí?

—Cuanto antes te vayas, antes regresarás —respondió el tío Andrew alegremente.

—Pero en realidad no sabes si puedo regresar.

El anciano se encogió de hombros, fue hasta la puerta, hizo girar la llave, la abrió de par en par y dijo:

—Muy bien, pues. Como desees. Baja y cena. Deja que esa niñita sea devorada por animales salvajes, se ahogue o se muera de hambre en el Otro Mundo o se quede allí para siempre. A mí me da lo mismo. Pero tal vez, antes de cenar, deberías ir a ver a la señora Plummer y explicarle que nunca volverá a ver a su hija porque tienes miedo de ponerte un anillo.

—¡Vaya! —exclamó Digory—. ¡No sabes cuánto desearía ser mayor para darte un buen puñetazo!

Dicho eso se abotonó la chaqueta, aspiró con fuerza y tomó el anillo. Al hacerlo pensó, y nunca dejó de pensarlo, que sinceramente no tenía otra opción.