Capítulo 15

El final de la historia y el inicio de todas las demás

—No necesitáis anillos si estoy con vosotros —indicó la voz de Aslan. Los niños parpadearon y miraron a su alrededor. Volvían a estar en el Bosque entre los Mundos; el tío Andrew yacía sobre la hierba, dormido aún; el león estaba junto a ellos.

—Venid —dijo Aslan—, es hora de que regreséis. Pero hay dos cosas que debéis ver primero; una advertencia y una orden. Mirad aquí, niños.

Miraron y vieron un pequeño hueco en la tierra, con el fondo cubierto de hierba caliente y seca.

—La última vez que estuvisteis aquí —explicó Aslan—, ese hueco era un estanque, y cuando saltasteis a su interior fuisteis a parar al mundo donde un sol moribundo brillaba sobre las ruinas de Charn. Ahora ya no existe el estanque. Ese mundo ya no existe, es como si jamás hubiera estado allí. Que la raza de Adán y Eva tome buena nota.

—Sí, Aslan —respondieron los dos niños; aunque Polly añadió:

—Pero no somos tan malos como ese mundo, ¿verdad, Aslan?

—Aún no, Hija de Eva. Aún no. Pero cada vez os parecéis más a él. No es seguro que alguien malvado de vuestra raza no encuentre un secreto tan diabólico como la Palabra Deplorable y lo use para destruir a todos los seres vivos. Y pronto, muy pronto, antes de que seáis ancianos, grandes naciones de vuestro mundo estarán gobernadas por tiranos a quienes importará tan poco la felicidad, la justicia y la compasión como a la emperatriz Jadis. Que vuestro mundo tenga cuidado. Ésa es la advertencia. Ahora la orden. En cuanto os sea posible, quitad a ese tío vuestro sus anillos mágicos y enterradlos de modo que nadie pueda volver a utilizarlos.

Los dos niños tenían los ojos alzados hacia el rostro del león mientras éste les hablaba. Y de repente, aunque jamás supieron exactamente cómo sucedió, el rostro pareció un mar revuelto de oro en el que ellos flotaban, y tal dulzura y poder se movió a su alrededor, sobre ellos, y penetró en su ser que sintieron que jamás habían sido realmente felices, sabios o buenos, ni tampoco habían estado vivos y despiertos, antes de aquel momento. Y el recuerdo de ese instante permaneció con ellos para siempre, de modo que mientras vivieron, si alguna vez se sentían tristes, asustados o enojados, el recuerdo de toda aquella bondad dorada, y la sensación de que seguía allí, muy cerca, justo al doblar la esquina o detrás de una puerta, regresaba y les proporcionaba la seguridad, en lo más hondo de su ser, de que todo iba bien. Al cabo de un segundo los tres —con el tío Andrew despierto ya— penetraban dando tumbos en el ruido, calor y olor a comida de Londres.

Se encontraron en la acera que había frente a la puerta principal de los Ketterley, y con la excepción de que la bruja, el caballo y el cochero ya no estaban, todo se hallaba exactamente igual que como lo habían dejado. Allí estaba el farol, con un brazo menos; también estaban allí los restos del cabriolé; e igualmente seguía reunida allí la muchedumbre. Todos seguían hablando y había gente arrodillada junto al policía lesionado, diciendo cosas como: «Ya despierta» o «¿Cómo se encuentra, amigo?» o «La ambulancia llegará en un santiamén».

«¡Válgame Dios! —pensó Digory—. Creo que toda la aventura no ha durado ni un minuto».

La mayoría de personas buscaba frenéticamente con la mirada a Jadis y al caballo, y nadie prestó atención a los niños, ya que no los habían visto marchar ni habían advertido su regreso. En cuanto al tío Andrew, entre el estado de su ropa y la miel del rostro, nadie lo habría reconocido. Por fortuna, la puerta principal de la casa estaba abierta y la doncella de pie en el umbral contemplando boquiabierta toda la diversión —¡la joven estaba pasando un día la mar de entretenido!—, así que a los niños no les fue difícil empujar apresuradamente al tío Andrew al interior antes de que nadie les hiciera preguntas.

El anciano corrió escaleras arriba por delante de ellos y al principio temieron que se dirigiera a su buhardilla para ocultar los anillos que le quedaban. No tendrían que haberse preocupado. En lo que éste pensaba era en la botella que guardaba en el armario, así que desapareció en un santiamén en su dormitorio, y cerró la puerta con llave. Cuando volvió a salir, al cabo de un buen rato, llevaba puesta la bata y se dirigió directamente al cuarto de baño.

—¿Puedes ir a buscar tú los demás anillos, Polly? —preguntó Digory—. Quiero ir a ver a mi madre.

—De acuerdo. Te veré luego —respondió ella y ascendió atropelladamente por la escalera que conducía al desván.

Entonces Digory dedicó unos instantes a recuperar el aliento, y luego entró sin hacer ruido en la habitación de su madre. Allí estaba ella, en la cama, tal como la había visto tantas otras veces, recostada en las almohadas, con el rostro delgado y pálido que daba ganas de llorar con sólo mirarlo. Digory sacó la Manzana de la Vida del bolsillo.

Del mismo modo que la bruja Jadis tenía un aspecto distinto cuando uno la veía en nuestro mundo en lugar de en el suyo, también la fruta de aquel jardín de la montaña tenía un aspecto diferente. Sin duda había toda clase de cosas de vivos colores en el dormitorio: la colcha estampada de la cama, el papel de la pared, los rayos de sol que entraban por la ventana y el bonito peinador azul claro de su madre; pero en cuanto Digory sacó la manzana del bolsillo, todas aquellas cosas parecieron palidecer. Cada una de ellas, incluso la luz del sol, pareció descolorida y opaca. El brillo de la manzana proyectaba curiosas luces sobre el techo, y no había nada que valiera la pena contemplar: uno no podía mirar ninguna otra cosa. Y el olor de la Manzana de la Vida hacía imaginarse que había una ventana en la habitación que daba directamente al cielo.

—Cariño, qué bonita —dijo la madre de Digory.

—¡Cómetela, por favor! Vamos, di que sí —suplicó él.

—No sé qué diría el doctor —respondió ella—. Pero la verdad es que… creo que no tendría inconveniente.

El niño la peló y cortó a trocitos y se la dio pedazo a pedazo. En cuanto se la terminó, su madre sonrió, dejó caer la cabeza sobre la almohada y se durmió: con un sueño auténtico, natural y dulce, sin ninguna de aquellas medicinas desagradables, que era, como Digory bien sabía, lo que ella más deseaba en aquel mundo. Se sintió seguro entonces de que su rostro tenía un aspecto algo diferente. Se inclinó y la besó con suavidad, y luego abandonó la habitación con el corazón latiéndole con violencia. Se llevo consigo el corazón de la manzana. Durante el resto del día, cada vez que contemplaba las cosas que lo rodeaban, y veía lo normales y corrientes que eran, apenas se atrevía a tener esperanzas; pero cuando recordaba el rostro de Aslan la esperanza regresaba.

Aquel atardecer enterró el corazón de la manzana en el jardín trasero.

A la mañana siguiente, cuando el doctor realizó su visita habitual, Digory se inclinó sobre la baranda para escuchar. Oyó cómo el doctor salía con la tía Letty y decía:

—Señorita Ketterley, éste es el caso más extraordinario que he visto en todos los años que hace que soy médico. Es… es como un milagro. Yo no le diría nada al pequeño por el momento; no debemos crear falsas esperanzas. Pero en mi opinión… —Entonces su voz descendió demasiado para que pudiera seguir oyéndolo.

A primera hora de aquella misma tarde, Digory bajó al jardín y silbó la señal secreta que había acordado con Polly, ya que ésta no había podido regresar el día anterior.

—¿Ha habido suerte? —preguntó ella, mirando por encima del muro—. Quiero decir, respecto a tu madre.

—Sí, creo que todo irá bien —respondió Digory—. Pero si no te importa preferiría no hablar de eso aún. ¿Qué hay de los anillos?

—Los tengo todos. Mira, no hay peligro, llevo guantes. Vamos a enterrarlos.

—Sí, hagámoslo. He marcado el lugar donde ayer enterré el corazón de la manzana.

Polly saltó entonces al otro lado del muro y juntos fueron hasta allí. Sin embargo, resultó que no hacía falta que Digory hubiera marcado el lugar, pues algo empezaba ya a brotar. No crecía tan rápido como los árboles en Narnia, pero sobresalía ya un buen trecho del suelo. Buscaron una pala y enterraron todos los anillos mágicos, incluidos los suyos, en un círculo a su alrededor.

Aproximadamente una semana después de aquello ya no existía la menor duda de que la madre de Digory mejoraba. Unas dos semanas después ya se sentaba en el jardín y, al cabo de un mes, toda la casa se había transformado en un lugar distinto. La tía Letty hacía todo lo que le gustaba a su madre; se abrieron las ventanas, se corrieron las desaliñadas cortinas para que entrara más luz a las habitaciones, se colocaron flores frescas por todas partes, se prepararon cosas deliciosas para comer, incluso afinaron el viejo piano y su madre volvió a cantar, y jugaba a tales juegos con Digory y Polly que la tía Letty acostumbraba a comentar:

—Vaya, Mabel, pero si tú eres la más niña de los tres.

Cuando las cosas marchan mal, uno descubre que por lo general acostumbran a ir de mal en peor, pero cuando las cosas por fin empiezan a ir bien, a menudo mejoran y mejoran sin parar. Al cabo de unas seis semanas de aquella agradable existencia llegó una carta de su padre, desde la India, con noticias magníficas. El anciano tío abuelo Kirke había muerto y eso significaba, al parecer, que su padre era ahora muy rico; por ese motivo iba a licenciarse y a regresar a casa desde la India para quedarse definitivamente. Y la enorme casa situada en el campo, sobre la que Digory había oído hablar toda su vida y no había visto jamás, sería entonces su hogar; la enorme casa con armaduras, cuadras, perreras, el río, el parque, los invernaderos, las viñas, los bosques y las montañas situadas detrás de ella. Así pues, Digory se sintió tan seguro como el que más de que iban a vivir muy felices a partir de entonces. No obstante, tal vez te interese saber una o dos cosas más.

Polly y Digory fueron siempre buenos amigos y ella iba casi todos los años a pasar las vacaciones con ellos en su hermosa casa en el campo; y fue allí donde la niña aprendió a montar a caballo, a nadar, a ordeñar, a hornear y a escalar.

En Narnia los animales vivieron en paz y alegría, y ni la bruja ni ningún otro enemigo fue a perturbar aquel apacible país durante muchos cientos de años. El rey Frank, la reina Helen y sus hijos vivieron felices en Narnia y su segundo hijo se convirtió en el rey de Archenland. Los chicos se casaron con ninfas y las chicas con deidades del bosque y del río. El farol que la bruja había plantado —sin saberlo— brilló día y noche en el bosque narniano, de modo que el lugar donde creció acabó llamándose el Erial del Farol; y cuando, muchos años más tarde, otra niña de nuestro mundo entró en Narnia, una noche nevada, la pequeña encontró el farol todavía encendido. Y aquella aventura estuvo, en cierto modo, conectada con las que te acabo de contar.

La cosa sucedió así. El árbol que surgió del corazón de la manzana que Digory plantó en el jardín trasero, vivió y creció hasta convertirse en un árbol espléndido. Al crecer en el suelo de nuestro mundo, muy lejos del sonido de la voz de Aslan y lejos del aire juvenil de Narnia, no dio manzanas capaces de revivir a una mujer moribunda como había sucedido con la madre de Digory, aunque sí dio las manzanas más hermosas de todo el país, que además eran sumamente saludables, aunque no del todo mágicas. Sin embargo, en su interior, en su misma savia, el árbol —por así decirlo— jamás olvidó aquel otro árbol de Narnia al que pertenecía. En ocasiones se movía de un modo misterioso cuando no soplaba viento: creo que cuando eso sucedía soplaban fuertes vientos en Narnia y el árbol inglés se estremecía porque, en aquel momento, el árbol de Narnia se balanceaba y oscilaba bajo un fuerte vendaval del sudoeste. Fuera como fuese, se demostró más tarde que quedaba aún magia en su madera; pues cuando Digory era ya un hombre de mediana edad —que se había convertido además en famoso erudito, catedrático y gran viajero— y la vieja casa de los Ketterley le pertenecía, estalló una gran tormenta en todo el sur de Inglaterra que derribó el árbol. Como no soportaba la idea de hacer que lo cortaran para convertirlo en leña, pidió que construyeran un armario con parte de la madera, que luego colocó en su enorme casa en el campo. Él no descubrió las propiedades mágicas de aquel armario, pero otra persona sí lo hizo, y así empezaron todas las idas y venidas entre nuestro mundo y el de Narnia, sobre las que puedes leer en otros libros.

Cuando Digory y su familia fueron a vivir a la gran casa de campo, se llevaron al tío Andrew a vivir con ellos, pues como el padre de Digory dijo:

—Debemos intentar impedir que el buen hombre cometa disparates, y no es justo dejar que la tía Letty se encargue siempre de él.

El tío Andrew jamás intentó volver a jugar con la magia. Había aprendido la lección y cuando ya era muy anciano se volvió más amable y menos egoísta que antes. Sin embargo, siempre le gustó recibir visitas a solas en la sala del billar y contarles historias sobre una misteriosa dama, perteneciente a una realeza extranjera, con la que había paseado en coche de caballos por Londres.

—Tenía un genio terrible —acostumbraba a decir—. Pero era una mujer magnífica, sí, señor, una mujer magnífica.