Digory y su tío tienen problemas
Se puede pensar que los animales tenían que ser muy tontos para no darse cuenta en seguida de que el tío Andrew era la misma clase de criatura que los dos niños y el cochero; pero hay que recordar que los animales no sabían lo que era la ropa. Creían que el vestido de Polly, el traje Norfolk de Digory y el sombrero hongo del cochero formaban parte de ellos igual que las pieles y plumas de los animales. No habrían comprendido que los tres eran de la misma especie si no les hubieran hablado y si Fresón no hubiera pensado lo mismo. Además, el tío Andrew era mucho más alto que los niños y bastante más delgado que el cochero. Iba todo vestido de negro excepto por el chaleco blanco —que ya no estaba muy blanco a aquellas alturas—; y la enorme pelambrera gris —para entonces, más que enmarañada— no se parecía a nada que hubieran visto en los otros tres humanos. Así pues, era muy natural que se sintieran perplejos. Y lo peor era que, aquel ser no parecía capaz de hablar.
En realidad había intentado hacerlo. Cuando el bulldog le habló o, como pensó él, primero le rugió y luego le gruñó, alargó la temblorosa mano y jadeó: «Vamos, sé un perrito bueno, soy un pobre anciano». Sin embargo, los animales eran tan incapaces de entenderlo a él como él a ellos. No oyeron palabra alguna: únicamente un vago chisporroteo. Quizá fuera mejor que no lo hicieran, porque a ningún perro que yo conozca, y mucho menos a un perro parlante de Narnia, le gusta que lo llamen «perrito bueno»; igual que a ti tampoco te gustaría que te llamaran «hombrecito mío».
A continuación el tío Andrew cayó redondo al suelo, desvanecido.
—¡Vaya! —dijo un jabalí—. No es más que un árbol. Ya lo decía yo.
Hay que recordar que ellos nunca habían visto desmayarse ni caerse a nadie.
El perro, que había estado olisqueando al tío Andrew de pies a cabeza, alzó el hocico y declaró:
—Es un animal. Sin duda alguna es un animal, y probablemente de la misma clase que aquellos otros.
—No lo entiendo —dijo uno de los osos—. Un animal no se caería redondo al suelo de ese modo. Somos animales y no nos desplomamos. Nos mantenemos en pie. Así. —Se alzó sobre las patas traseras, dio un paso atrás, tropezó con una rama baja y cayó de espaldas cuan largo era.
—¡El tercer chiste, el tercer chiste, el tercer chiste! —exclamó el cuervo muy emocionado.
—Sigo pensando que es una especie de árbol —insistió el jabalí.
—Si es un árbol —dijo el otro oso—, podría haber un nido de abejas en él.
—Estoy seguro de que no es un árbol —declaró el tejón—. Me dio la impresión de que intentaba hablar antes de desplomarse.
—Fue únicamente el viento en sus ramas —indicó el jabalí.
—¡No querrás decir —dijo el cuervo al tejón— que crees que es un animal «parlante»! No pronunció ni una sola palabra.
—Y sin embargo, no sé —intervino el elefante, que en realidad era una elefanta, pues no hay que olvidar que a su esposo se lo había llevado Aslan con él—, y sin embargo, bueno, podría ser algún tipo de animal. ¿Acaso no podría ser una especie de rostro la protuberancia blanquecina de este extremo? ¿Y no podrían ser dos ojos y una boca esos agujeros? No hay nariz, claro. Pero de todos modos… ejem… no debemos mostrar una mentalidad estrecha. Muy pocos tenemos lo que podría denominarse exactamente una nariz. —Miró de soslayo la extensión de su propia trompa con excusable orgullo.
—Me opongo enérgicamente a ese comentario —protestó el perro.
—La elefanta tiene razón —indicó el tapir.
—¡Os diré qué pienso! —dijo el asno alegremente—. Tal vez sea un animal que no sabe hablar pero que cree que sí sabe.
—¿Podemos ponerlo en pie? —inquirió la elefanta, pensativa.
Agarró suavemente la figura inerte del tío Andrew con la trompa y lo colocó en posición vertical: boca abajo, por desgracia, de modo que dos medios soberanos, tres medias coronas y una moneda de seis peniques cayeron de su bolsillo. No sirvió de nada, de todos modos, y el anciano caballero se limitó a desplomarse otra vez.
—¡Ya lo veis! —exclamaron varias voces—. No es un animal. No está vivo.
—Te digo que sí es un animal —insistió el bulldog—. Huélelo tú mismo.
—Oler no lo es todo —repuso la elefanta.
—Vaya —dijo el perro—, pues si uno no puede confiar en su olfato, ¿en qué va a confiar?
—Bueno, tal vez en su cerebro —respondió ella con suavidad.
—Me opongo enérgicamente a ese comentario —declaró el bulldog.
—Bien, pues debemos hacer algo al respecto —repuso la elefanta—. Porque podría ser la criatura malada, y debemos mostrársela a Aslan. ¿Qué piensa la mayoría? ¿Es un animal o una especie de árbol?
—¡Árbol! ¡Árbol! —gritaron una docena de voces.
—Muy bien —asintió la elefanta—. Entonces, si es un árbol necesita que lo planten. Debemos cavar un agujero.
Los dos topos resolvieron aquella parte de la cuestión muy de prisa, y luego tuvo lugar una pequeña polémica sobre en qué sentido había que colocar al tío Andrew en el agujero, y éste se salvó por los pelos de ser colocado boca abajo. Varios animales declararon que sus piernas eran sin duda las ramas y que por lo tanto la cosa gris y esponjosa —en realidad se referían a la cabeza— debía de ser la raíz; sin embargo, otros afirmaron que su extremo ahorquillado era el más enlodado y que se extendía más, como deberían hacer las raíces. Así pues, finalmente lo plantaron de pie, y una vez que hubieron aplastado bien la tierra, ésta le llegó hasta la altura de las rodillas.
—¡Pobrecillo! ¡Mirad qué marchito está! —declaró el asno.
—Desde luego, necesita que lo rieguen —coincidió la elefanta—. Creo que puedo haceros notar, sin ánimo de ofender a ninguno de los presentes, que, tal vez, para esa clase de trabajo una nariz como la que poseo…
—Me opongo enérgicamente a ese comentario —dijo el bulldog.
Pero la elefanta se fue tranquilamente en dirección al río, llenó la trompa de agua y regresó para ocuparse del tío Andrew. El sagaz animal siguió con aquella tarea hasta haberlo rociado con litros y más litros de agua, y conseguido que el agua discurriera por los faldones de su levita como si hubiera tomado un baño con toda la ropa puesta. Al final, tanta agua lo reanimó, y salió de su desvanecimiento. ¡Y qué despertar el suyo! Pero será mejor que lo dejemos meditando sobre su perversa acción, suponiendo que sea capaz de algo tan sensato, y volvamos nuestra atención a cuestiones más importantes.
Fresón trotó con Digory sobre el lomo hasta que el ruido de los otros animales se extinguió, y por fin se hallaron muy cerca del grupito formado por Aslan y los concejales que había elegido. Digory sabía que de ningún modo podía interrumpir una reunión tan solemne, pero no hubo necesidad de hacerlo. A una palabra de Aslan, el elefante, los cuervos y el resto de animales se hicieron a un lado. Digory descendió del caballo y se encontró cara a cara con el león. Y Aslan era más grande, más hermoso, más reluciente y más terrible de lo que había pensado. No se atrevía a mirarlo a los enormes ojos.
—Por favor… señor león… Aslan… señor —empezó a decir—, podría usted… yo… por favor, ¿me dará alguna fruta mágica de este país para que mi madre se cure?
Había esperado ansiosamente que el león dijera «Sí»; había sentido el horrible temor de que pudiera decir «No». Pero se quedó desconcertado cuando no hizo ninguna de las dos cosas.
—Éste es el muchacho —anunció Aslan, mirando, no a Digory, sino a sus concejales—. Éste es el muchacho que lo hizo.
«Vaya por Dios —pensó él—, ¿qué he hecho ahora?».
—Hijo de Adán —siguió el león—. Hay una bruja malvada paseando por mi nuevo país de Narnia. Di a estas buenas bestias cómo llegó aquí.
Una docena de cosas distintas que podía decir pasaron fugazmente por la mente de Digory, pero tuvo el buen sentido de no decir nada que no fuera la pura verdad.
—Yo la traje, Aslan —respondió en voz baja.
—¿Con qué propósito?
—Quería sacarla de mi mundo y devolverla al suyo. Creí que la conducía de regreso a su casa.
—¿Cómo fue a parar a tu mundo, Hijo de Adán?
—Me… mediante la magia.
El león no dijo nada y Digory comprendió que no había contado suficientes cosas.
—Fue mi tío, Aslan —dijo—. Nos envió fuera de nuestro mundo mediante anillos mágicos, al menos yo tuve que ir porque envió a Polly primero, y luego encontramos a la bruja en un lugar llamado Charn y ella se aferró a nosotros cuando…
—¿Encontrasteis a la bruja? —inquirió Aslan en una voz baja que llevaba en ella la amenaza de un gruñido.
—Despertó —respondió él, desconsolado; y a continuación, palideciendo intensamente—. Quiero decir, la desperté. Porque quería saber qué sucedería si golpeaba la campana. Polly no quería. No fue culpa suya. Peleé con ella. Sé que no debería haberlo hecho. Creo que estaba un poco hechizado por lo que había escrito debajo de la campana.
—¿De verdad? —preguntó Aslan; hablando aún con voz baja y profunda.
—No. Ahora me doy cuenta que no era así. Solamente lo fingía.
Se produjo una larga pausa, durante la cual Digory no dejó de pensar, «Lo he estropeado todo. Ahora ya no hay posibilidad de conseguir nada para ayudar a mi madre».
Cuando el león volvió a hablar, no fue a Digory a quien habló.
—Ya veis, amigos —dijo—, que antes de que el mundo nuevo y puro que os entregué haya cumplido siete horas de vida, una fuerza del mal ha penetrado ya en él; despertada y traída aquí por este Hijo de Adán.
Todos los animales, incluso Fresón, clavaron los ojos en Digory hasta conseguir que éste deseara que la tierra se lo tragase.
—Pero no os sintáis abatidos —siguió Aslan, hablando aún a los animales—. Surgirá maldad de ese mal, pero ese momento está aún muy lejano y me encargaré de que lo peor recaiga sobre mi persona. Entretanto, tomemos medidas para que durante muchos cientos de años éste sea un país feliz y un mundo lleno de alegría. Y puesto que la raza de Adán ha causado el daño, la raza de Adán ayudará a repararlo. Acercaos, vosotros dos.
Las últimas palabras iban dirigidas a Polly y al cochero que acababan de llegar. Polly, toda ojos y boca, miraba fijamente a Aslan y sujetaba con fuerza la mano del cochero, quien, tras echar una ojeada al león, se quitó el sombrero hongo: nadie lo había visto aún sin él. Cuando se lo hubo quitado, el hombre adquirió un aspecto más joven y agradable, y más parecido al de un campesino y menos al de un conductor de coches de caballos de Londres.
—Hijo —dijo Aslan al cochero—. Hace tiempo que te conozco. ¿Sabes quién soy?
—Pues, no, señor. Por lo menos, no en el sentido corriente de la palabra. Pero, ahora que lo dice, tengo la impresión, y no sé por qué, de que nos conocemos.
—Eso está bien —repuso el león—. Sabes más de lo que crees saber, y vivirás para conocerme mejor aún. ¿Qué te parece este país?
—Es un lugar magnífico, señor —respondió el cochero.
—¿Te gustaría vivir aquí siempre?
—Bueno, verá, señor, estoy casado. Si mi esposa estuviera aquí, yo diría que ninguno querría volver jamás a Londres. En realidad, los dos somos gente de campo.
Aslan alzó la peluda cabeza, abrió la boca, y profirió una única y prolongada nota; no muy fuerte, pero llena de poder. A Polly le dio un vuelco el corazón al oírla. Estaba segura de que se trataba de una llamada, y de que cualquiera que oyera aquella llamada querría obedecerla y, lo que es más, sería capaz de hacerlo, por muchos mundos y eras que mediaran. Por lo tanto, aunque la invadía el asombro, no se sintió realmente sorprendida ni sobresaltada cuando de improviso una joven de rostro amable y sincero surgió de la nada y se detuvo a su lado. La niña supo en seguida que se trataba de la esposa del cochero, sacada de nuestro mundo no mediante unos aburridos anillos mágicos, sino de un modo rápido, sencillo y dulce, tal como un ave vuela a su nido. Al parecer, la joven se hallaba en pleno lavado de ropa, pues llevaba puesto un delantal, tenía las mangas enrolladas hasta los codos y había espuma de jabón en sus manos. Si hubiera tenido tiempo de ponerse sus mejores galas —su mejor sombrero lucía cerezas artificiales— habría tenido un aspecto horrible; en cambio tal como estaba, resultaba más bien bonita.
Desde luego la joven pensó que soñaba, y por ese motivo no corrió al encuentro de su esposo y le preguntó qué diablos les había sucedido a ambos. Sin embargo, cuando miró al león ya no se sintió tan segura de que se tratara de un sueño, aunque, por algún motivo, no parecía muy asustada. Luego realizó una media reverencia, del modo en que algunas muchachas del campo las hacían aun en aquellos tiempos, y después se acercó, colocó la mano en la del cochero y se quedó allí mirando a su alrededor con cierta timidez.
—Hijos míos —dijo Aslan, clavando los ojos en ambos—, seréis el primer rey y la primera reina de Narnia.
El cochero abrió la boca asombrado, y su esposa enrojeció violentamente.
—Gobernaréis y pondréis nombre a todas estas criaturas, y haréis justicia entre ellas. También las protegeréis de sus enemigos cuando los enemigos surjan; y surgirán, pues hay una bruja malvada en este mundo.
El cochero tragó saliva con energía dos o tres veces y carraspeó.
—Disculpe, señor —dijo—, muchas gracias, de verdad, seguro que mi señora piensa igual que yo, pero no estoy hecho para un empleo como ése. No tengo estudios.
—Bien —replicó Aslan—, ¿sabes usar una pala y un arado, y sacar alimentos de la tierra?
—Sí, señor, eso sí sé hacerlo, porque me enseñaron de pequeño.
—¿Puedes gobernar a estas criaturas con bondad e imparcialidad, recordando que no son esclavos como las bestias mudas del mundo en el que naciste, sino animales parlantes y súbditos libres?
—Ya lo creo, señor —respondió el cochero—. Procuraría ser justo con todos.
—¿Y enseñarías a tus hijos y nietos a hacer lo mismo?
—Lo intentaría, señor. Haría todo lo posible, y ella también, ¿no es cierto, Nellie?
—¿Y no tendrías favoritos ni entre tus hijos ni entre las demás criaturas, ni permitirías que ninguno sometiera a otro o lo tratase mal?
—¡Ni en un millón de años, señor! ¡Pobres de ellos si los pescara haciéndolo! —declaró el cochero, con una voz que durante aquella conversación se había ido tornando más lenta y sonora; más parecida a la voz de campesino que sin duda tenía de muchacho y menos similar a la voz aguda y chillona de un habitante de los suburbios de Londres.
—¿Y si los enemigos atacaran el país, pues aparecerán enemigos, y se produjera una guerra, serías el primero en el ataque y el último en la retirada?
—Bien, señor —respondió el cochero muy despacio—, hay que verse en la situación. A lo mejor soy un poco blandengue porque nunca he peleado de verdad. Pero lo intentaría… bueno, supongo que intentaría… cumplir con mi obligación.
—Si te comportas así —indicó Aslan—, habrás hecho todo lo que debería hacer un rey. Tu coronación se celebrará en seguida. Y tú y tus hijos y nietos seréis bienaventurados, y algunos serán reyes de Narnia, y otros serán reyes de Archenland, que se encuentra allá lejos, al otro lado de las montañas meridionales. Y a ti, hijita —al decir esto se volvió hacia Polly—, te doy la bienvenida. ¿Has perdonado al muchacho por haber usado la fuerza contigo en la Galería de las Imágenes en el sombrío palacio de la execrable Charn?
—Sí, Aslan, hemos hecho las paces —confirmó Polly.
—Eso está bien —dijo el león—. Y ahora vamos a ocuparnos del muchacho.