Capítulo 8

En la residencia del Tisroc

—¡Padre mío y deleite de mis ojos! —empezó el joven, farfullando las palabras a toda velocidad y de mal humor, dando a entender que, desde luego, el Tisroc no era el deleite de sus ojos—. Ojalá vivas eternamente, pero me has destruido totalmente. Si me hubieras dado la más veloz de las galeras al amanecer, cuando descubrí que el barco de los malditos bárbaros había abandonado el lugar donde estaba atracado, tal vez los hubiera alcanzado. Pero me persuadiste de que enviara primero a ver si no se habían limitado a dar la vuelta al promontorio en busca de un mejor fondeadero. Y ahora se ha malgastado todo el día. ¡Y ellos se han ido, se han ido, fuera de mi alcance! Esa falsa mujerzuela, esa…

En este punto añadió un gran número de descripciones de la reina Susan que no quedarían nada bien impresas; pues, claro está, aquel joven era el príncipe Rabadash y desde luego la mujerzuela era Susan de Narnia.

—Sosiégate, hijo mío —respondió el Tisroc—, pues la partida de invitados produce una herida que cicatriza rápidamente en el corazón del anfitrión juicioso.

—Pero la quiero —chilló el príncipe—. Tiene que ser mía. Moriré si no la consigo, ¡a pesar de que es una perra falsa, orgullosa y perversa! No puedo dormir y mi comida carece de sabor. Y mis ojos se nublan debido a su belleza. Tengo que ser dueño de la reina bárbara.

—Qué bien lo expresó un poeta genial —comentó el visir, alzando el rostro polvoriento de la alfombra— cuando dijo que son deseables grandes tragos de la fuente de la razón para extinguir el fuego del amor juvenil.

Sus palabras parecieron exasperar al príncipe.

—Perro —gritó, dirigiendo una serie de certeras patadas al trasero del visir—, no te atrevas a citarme a los poetas. Me han lanzado máximas y versos todo el día y ya no aguanto más.

Me temo que Aravis no sintió la menor lástima por el visir.

El Tisroc se hallaba aparentemente sumido en profunda meditación, pero cuando, tras una larga pausa, advirtió lo que sucedía, dijo tranquilamente:

—Hijo mío, desiste de una vez de asestar patadas al venerable e instruido visir: pues igual que una joya costosa retiene su valor incluso oculta en un estercolero, también la edad avanzada y la discreción deben respetarse incluso en la despreciable persona de nuestros súbditos. Desiste pues, y dinos qué deseas y propones.

—Deseo y propongo, padre mío —respondió Rabadash—, que llames a tus invencibles ejércitos, invadas ese tres veces maldito país de Narnia, lo arrases a fuego y espada y lo añadas a tu ilimitado imperio, matando a su Sumo Monarca y a toda su familia excepto a la reina Susan. Pues debo tenerla por esposa, aunque aprenderá una buena lección primero.

—Comprende, hijo mío —dijo el Tisroc—, que nada de lo que puedas decir me incitará a iniciar una guerra contra Narnia.

—Si no fueras mi padre, eterno Tisroc —replicó el príncipe, haciendo rechinar los dientes—, diría que son las palabras de un cobarde.

—Y si no fueras mi hijo, mi muy irritable Rabadash —contestó su padre—, tu vida sería corta y tu muerte lenta cuando lo hubieras dicho.

Dijo aquellas palabras con una voz tranquila y plácida que a Aravis le heló la sangre en las venas.

—Pero, por qué, padre mío —dijo el príncipe; en aquella ocasión en un tono de voz mucho más respetuoso—, ¿por qué debemos pensar dos veces la invasión de Narnia cuando no lo hacemos para colgar a un esclavo holgazán o convertir a un caballo agotado en comida para perros? No tiene ni la cuarta parte del tamaño de una de tus provincias de menor importancia. Mil lanzas la conquistarían en cinco semanas. Es un borrón indecoroso en las afueras de tu imperio.

—Sin lugar a dudas —respondió el Tisroc—. Estos pequeños países bárbaros que se denominan a sí mismos «libres», lo que equivale a decir «ociosos, desordenados e improductivos», resultan irritantes para los dioses y para todas las personas con criterio.

—En ese caso ¿por qué has tolerado que un país como Narnia permanezca sin sojuzgar durante tanto tiempo?

—Debéis saber, príncipe iluminado —intervino el gran visir—, que hasta el día en que vuestro eminente padre inició su benéfico e interminable reinado, el territorio de Narnia estaba cubierto de hielo y nieve y se hallaba, además, gobernado por una hechicera muy poderosa.

—Eso lo sé perfectamente, mi locuaz visir —respondió el príncipe—; pero también sé que la hechicera está muerta. Y el hielo y la nieve han desaparecido, de modo que Narnia es ahora un lugar saludable, fértil y encantador.

—Y este cambio, muy instruido príncipe, sin duda ha sido provocado por los poderosos encantamientos de esas perversas personas que ahora se llaman a sí mismas reyes y reinas de Narnia.

—Pienso más bien —indicó Rabadash—, que se ha producido debido a la alteración de las estrellas y la actuación de causas naturales.

—Todo esto —terció el Tisroc— es un asunto que deberán discutir los estudiosos. Jamás creeré que una alteración tan grande y la eliminación de la vieja hechicera se llevaran a cabo sin la ayuda de una magia poderosa. Y hay que esperar tales cosas en ese territorio, que se halla habitado principalmente por demonios bajo la apariencia de animales que hablan como los hombres, y monstruos que son mitad hombres y mitad bestias. Todos los informes indican que el Sumo Monarca de Narnia, a quien los dioses repudien, tiene el respaldo de un demonio de aspecto repugnante y una maldad irresistible que se manifiesta bajo la forma de un león. Por lo tanto, atacar Narnia es una empresa siniestra y dudosa, y estoy decidido a no alargar la mano más allá de donde pueda retirarla.

—¡Bienaventurado es Calormen —exclamó el visir, alzando de nuevo el rostro— por tener un gobernante al que los dioses se han complacido en otorgar prudencia y circunspección! No obstante, tal como el irrefutable y sapiente Tisroc ha dicho, es horroroso vernos forzados a mantener nuestras manos lejos de un plato tan exquisito como es Narnia. Gran talento tenía el poeta que dijo… —pero al llegar a este punto Ahoshta advirtió un impaciente movimiento de la punta del pie del príncipe y dejó las palabras en el aire.

—Es horrible —coincidió el Tisroc con su voz profunda y tranquila—. Todas las mañanas el sol aparece nublado ante mis ojos, y cada noche mi sueño resulta menos reparador, porque recuerdo que Narnia es aún libre.

—Padre mío —indicó Rabadash—, ¿y si te mostrara un modo mediante el que puedes alargar el brazo para hacerte con Narnia y a la vez retirarlo indemne si el intento resultara desafortunado?

—Si puedes mostrarme eso, Rabadash —respondió el gobernante—, serás el mejor de los hijos.

—Escucha pues, padre. Esta misma noche y en esta misma hora tomaré únicamente doscientos hombres a caballo y cabalgaré a través del desierto. Y parecerá a ojos de todos que tú no estás enterado de mi marcha. Al llegar la segunda mañana me encontraré ante las puertas del castillo de Anvard, del rey Lune, en Archenland. Están en paz con nosotros y desprevenidos, de modo que tomaré Anvard antes de que hayan podido mover un dedo. Luego cruzaré el desfiladero situado por encima de Anvard y descenderé a través de Narnia hasta Cair Paravel. El Sumo Monarca no estará allí; cuando los dejé preparaba ya un ataque contra los gigantes de su frontera septentrional. Lo más probable es que encuentre Cair Paravel con las puertas abiertas, y entraré en él. Usaré prudencia y cortesía y derramaré tan poca sangre narniana como pueda. Y ¿qué me quedará entonces por hacer sino aguardar allí hasta que llegue el Esplendor Diáfano, con la reina Susan a bordo, capturar a mi ave extraviada, montarla sobre la silla, y luego, cabalgar, cabalgar y cabalgar de regreso a Anvard?

—Pero ¿no es probable, hijo mío, que en la captura de la mujer, o bien el rey Edmund o bien tú perdáis la vida? —indicó el Tisroc.

—Ellos serán un grupo reducido —repuso Rabadash—, y ordenaré a diez de mis hombres que lo desarmen y aten: reprimiré mi vehemente deseo de derramar su sangre para que así no exista una muerte que dé motivo alguno para una guerra entre el Sumo Monarca y tú.

—¿Y si el Esplendor Diáfano llega a Cair Paravel antes que tú?

—No es de esperar, con estos vientos, padre mío.

—Y finalmente, mi muy ingenioso hijo, has dejado claro cómo todo esto podría hacer que consiguieras a la mujer bárbara, pero no en qué sentido me sirve a mí para destruir Narnia.

—Padre mío, tal vez se te haya escapado que, aunque mis jinetes y yo entremos y salgamos de Narnia como una flecha disparada por un arco, tendremos Anvard para siempre… Y cuando poseas Anvard estarás sentado a las mismas puertas de Narnia, y tu guarnición allí puede ir aumentando poco a poco hasta convertirla en un gran ejército.

—Lo has expuesto con juicio y previsión. Pero ¿cómo retiro el brazo si todo esto se malogra?

—Dirás que lo hice sin tu conocimiento y en contra de tu voluntad, y sin tu bendición, obligado por la violencia de mi amor y la impetuosidad de la juventud.

—Y ¿qué sucederá si el Sumo Monarca exige que enviemos de vuelta a la mujer bárbara, su hermana?

—Padre mío, ten por seguro que no lo hará. Pues aunque el capricho de una mujer ha rechazado este matrimonio, el Sumo Monarca Peter es un hombre prudente y comprensivo que de ningún modo deseará perder el gran honor y provecho de estar aliado con tu noble casa y ver a su sobrino y a su sobrino nieto en el trono de Calormen.

—No verá eso si vivo para siempre, como no dudo que sea tu deseo —respondió el Tisroc en un tono de voz aún más seco que de costumbre.

—Y también, padre mío y deleite de mis ojos —indicó el príncipe, tras un momento de incómodo silencio—, escribiremos cartas como si procedieran de la reina para decir que me ama y no siente el menor deseo de regresar a Narnia. Pues es bien sabido que las mujeres son tan variables como las veletas. E incluso aunque no crean totalmente lo que dicen las cartas, no se atreverán a venir armados a Tashbaan para llevársela.

—Instruido visir —dijo el Tisroc—, ofrécenos tu sabiduría respecto a esta extraña propuesta.

—Eterno Tisroc —respondió el aludido—, la fuerza del afecto paternal no me es desconocida y a menudo he oído que los hijos son a los ojos de los padres más preciosos que los rubíes. ¿Cómo podría, pues, osar exponer libremente ante vos lo que pienso acerca de una cuestión que podría poner en peligro la vida de este eminente príncipe?

—Sin duda alguna osarás —replicó el Tisroc—, pues descubrirás que los peligros que implicaría no hacerlo son al menos igual de grandes.

—Escucho y obedezco —gimió el desdichado—. Sabed pues, muy razonable Tisroc, en primer lugar, que el peligro para el príncipe no es en conjunto tan grande como podría parecer. Pues los dioses han negado a los narnianos la discreción, ya que toda su poesía no está, como la nuestra, llena de selectas sentencias breves e ingeniosas y útiles máximas, sino que es toda amor o guerra. Por lo tanto nada les parecerá más noble y admirable que una empresa tan alocada como esta de… ¡uh! —exclamó, interrumpiéndose, pues el príncipe, al escuchar la palabra «alocada», le había asestado otra patada.

—Desiste, hijo mío —ordenó el Tisroc—. Y tú, estimable visir, tanto si desiste como si no, no permitas en modo alguno que se interrumpa el caudal de tu elocuencia. Pues nada es más apropiado a personas sobrias y con decoro que soportar inconveniencias menores con constancia.

—Escucho y obedezco —respondió el visir, ladeándose ligeramente para apartar el trasero aún más de la punta del pie de Rabadash—. Nada, digo, parecerá tan excusable, si no estimable, a sus ojos que este… ejem… aventurado intento, en especial porque se realiza por amor a una mujer. Así pues, si el príncipe cayera por desgracia en sus manos, ciertamente no lo matarían. Claro que no, incluso podría suceder que, aunque no hubiera conseguido llevarse a la reina, la visión de su gran valor y la extremidad de su pasión inclinaran el corazón de ésta hacia él.

—Eso no está nada mal, viejo charlatán —dijo Rabadash—. Está muy bien, aunque no sé cómo ha podido salir de esa horrible cabeza tuya.

—Las alabanzas de mis amos son la luz de mis ojos —repuso Ahoshta—. Y en segundo lugar, Tisroc, cuyo reinado debe ser y será interminable, creo que con la ayuda de los dioses es muy probable que Anvard caiga en poder del príncipe. Y de ser así, tenemos Narnia atrapada por el cuello.

Se produjo una larga pausa y la habitación quedó tan silenciosa que las dos muchachas apenas osaban respirar. Por fin el Tisroc dijo:

—Márchate, hijo mío. Y haz lo que has dicho. Pero no esperes ni ayuda ni apoyo de mí. No te vengaré si te matan y no te liberaré si los bárbaros te encarcelan. Y si, bien en el éxito o en el fracaso, derramas una gota de más de la noble sangre narniana y ello da origen a una guerra abierta, mi favor no volverá a recaer jamás en ti y tu siguiente hermano ocupará tu puesto en Calormen. Márchate ahora. Sé veloz, discreto y afortunado. Que la fuerza de Tash el inexorable, el irresistible, esté en tu espada y lanza.

—Escucho y obedezco —exclamó Rabadash, y tras arrodillarse un instante para besar las manos de su padre salió a toda prisa de la habitación.

Con gran desesperación por parte de Aravis, que se sentía terriblemente entumecida, el Tisroc y el visir siguieron en la estancia.

—Visir —continuó el Tisroc—, ¿es cierto que ningún ser viviente sabe nada de este consejo que hemos mantenido aquí los tres esta noche?

—Amo mío —respondió Ahoshta—, es imposible que lo sepa alguien. Por ese mismo motivo propuse, y vos en vuestra sabiduría aceptasteis, que nos reuniéramos en el Palacio Viejo, donde jamás se celebra ningún consejo y ninguno de los miembros del palacio tiene motivos para venir.

—Eso está bien. Si alguien lo supiera, me ocuparía de que muriera antes de transcurrida una hora. Y también tú, prudente visir, olvídalo todo. Borro de mi corazón y del tuyo todo conocimiento de los planes del príncipe. Éste se ha marchado sin mi conocimiento ni mi consentimiento, no sé adónde, debido a su temperamento violento y a la impetuosa y desobediente disposición de la juventud. Nadie se sentirá más asombrado que tú y yo cuando nos enteremos de que Anvard está en su poder.

—Escucho y obedezco —dijo Ahoshta.

—Por lo tanto, jamás pensarás ni en la parte más recóndita de tu corazón que soy el más insensible de los padres que envía así a su primogénito en una misión que probablemente le causará la muerte, no obstante lo agradable que debe resultarte eso a ti, que no sientes ningún afecto por el príncipe; pues puedo leerlo en el fondo de tu mente.

—Impecable Tisroc —repuso el visir—, comparado con tu persona, yo no amo ni al príncipe ni a mi propia vida ni el pan ni el agua ni tampoco la luz del sol.

—Tus sentimientos resultan elevados y correctos. Yo tampoco amo ninguna de estas cosas en comparación con la gloria y poder de mi trono. Si el príncipe tiene éxito, tendremos Archenland y tal vez más adelante Narnia. Si fracasa… tengo otros dieciocho hijos, y Rabadash, a la manera de los hijos mayores de los reyes, empezaba a resultar peligroso. Más de cinco Tisroc en Tashbaan han muerto antes de hora porque sus hijos mayores, príncipes iluminados todos ellos, se cansaron de aguardar su acceso al trono. Es mucho mejor que enfríe su sangre en el extranjero que la lleve a ebullición aquí estando inactivo. Y ahora, excelente visir, la desmesura de mi ansiedad paternal me incita al sueño. Llama a los músicos a mis aposentos. Pero antes de que te acuestes, retira el indulto que escribimos para el tercer cocinero. Siento en mi interior los claros presagios de una indigestión.

—Escucho y obedezco —respondió el gran visir.

Se arrastró de espaldas a cuatro patas, luego se alzó, hizo una reverencia y salió. Aun así el Tisroc permaneció sentado en silencio en el diván hasta que Aravis casi empezó a temer que se hubiera quedado dormido. Finalmente, no obstante, entre grandes crujidos y suspiros alzó su enorme cuerpo, hizo una seña a los esclavos para que lo precedieran con las luces, y abandonó la habitación. La puerta se cerró a su espalda, la habitación volvió a quedar totalmente a oscuras, y las dos muchachas pudieron volver a respirar con libertad.