Shasta entre las Tumbas
Shasta corrió sigilosamente, sin hacer ruido, por el techo, que estaba muy caliente y le quemaba los pies desnudos. Necesitó apenas unos pocos segundos para encaramarse a la pared del extremo opuesto, y cuando llegó a la esquina descubrió a sus pies una calle estrecha y maloliente, y allí estaba el montón de basura apoyado contra la pared, tal como Corin le había dicho. Antes de saltar echó una veloz mirada a su alrededor para orientarse. Al parecer había ido a parar a lo alto de la cima de la colina-isla sobre la que estaba construida Tashbaan. Todo descendía ante él, tejados lisos tras tejados lisos, bajando hasta las torres y almenas de la muralla septentrional de la ciudad. Más allá de ésta estaba el río y, pasado el río, una corta pendiente cubierta de jardines. Sin embargo, más allá aún había algo que no se parecía a nada que hubiera visto; una cosa enorme de un color amarillo grisáceo, llana como un mar en calma, y que se extendía durante kilómetros. Al otro extremo de aquello se veían enormes masas azules, aterronadas pero con bordes afilados, y algunas de ellas con la parte superior blanca.
«¡El desierto! ¡Las montañas!», pensó Shasta.
Saltó sobre el montón de basura y empezó a trotar colina abajo, tan de prisa como pudo, por la estrecha callejuela, que no tardó en conducirlo a una calle más ancha donde había más gente. Nadie se molestó en mirar al chiquillo harapiento que corría descalzo, pero, de todos modos, se sintió inquieto y preocupado hasta que dobló una esquina y vio las puertas de la ciudad ante sí. Aquí se vio apretujado y empujado ligeramente, pues había mucha gente que también se dirigía a la salida; y en el puente situado al otro lado de la entrada la multitud se convirtió en una lenta procesión, más parecida a una cola que a una muchedumbre. Allí en el exterior, con una transparente corriente de agua a ambos lados, el ambiente resultaba deliciosamente fresco tras el olor, el calor y el ruido de Tashbaan.
En cuanto alcanzó el otro extremo del puente, Shasta se encontró con que la multitud se disolvía: todo el mundo parecía dirigirse a la izquierda o a la derecha a lo largo de la orilla del río. El muchacho en cambio se dirigió directo al frente, ascendiendo por una carretera que no parecía muy utilizada, situada entre jardines. Al cabo de unos pocos metros se encontró totalmente solo, y unos cuantos metros más lo llevaron a lo alto de la cuesta. Allí se detuvo y abrió desmesuradamente los ojos. Era como llegar al fin del mundo, pues toda la maleza se detenía de un modo repentino ante él y allí empezaba la arena: una arena plana e interminable, como en una playa pero un poco más áspera porque no estaba nunca mojada. Las montañas, que entonces parecían más lejanas que antes, se elevaban amenazadoras al frente. Con gran alivio por su parte vio, a unos cinco minutos de marcha a su izquierda, lo que sin duda debían de ser las Tumbas, tal como las había descrito Bree; enormes masas de piedra desmoronada en forma de colmenas gigantes, pero un poco más estrechas. Parecían muy negras y siniestras, pues el sol empezaba a ponerse justo por detrás de ellas.
Volvió el rostro al oeste y corrió hacia las Tumbas.
No pudo evitar buscar con insistencia cualquier señal de sus amigos, a pesar de que el sol que se ponía le daba directamente en el rostro y apenas podía ver nada. «Y de todos modos —pensó—, seguro que estarán al otro lado de la Tumba más alejada, no en este lado, donde cualquiera podría verlos desde la ciudad».
Había unas doce Tumbas, cada una con una entradita en forma de arco que daba a una oscuridad total. Estaban desperdigadas por el terreno sin ninguna clase de orden, de modo que se tardaba bastante, dando la vuelta a ésa y rodeando aquélla, en poder estar seguro de que se había mirado en la parte posterior de todas y cada una de las tumbas. Eso fue lo que Shasta tuvo que hacer. Pero no encontró a nadie.
Allí, en el borde del desierto, reinaba un gran silencio, y el sol se había puesto ya por completo.
Repentinamente, de algún lugar situado detrás de él surgió un terrible sonido. Shasta sintió que el corazón le daba un gran vuelco y tuvo que morderse la lengua para evitar lanzar un grito. Al cabo de un momento supo de qué se trataba: eran las trompetas de Tashbaan que sonaban para anunciar el cierre de las puertas.
—No seas cobarde —se dijo Shasta—. Pero ¡si no es más que el sonido que has oído esta mañana!
Claro que existe una gran diferencia entre un sonido que te permite entrar con tus amigos por la mañana, y otro que te cierra el acceso cuando estás solo al anochecer. Y ahora que las puertas estaban cerradas comprendió que no existía la menor posibilidad de que los otros se reunieran con él aquella noche. «O bien se han quedado encerrados en Tashbaan para pasar la noche —pensó el muchacho— o se han ido sin mí. No me extrañaría nada que Aravis hiciera algo así. Pero Bree no lo haría. ¡No, él no me haría eso! ¿O sí?».
La idea que Shasta tenía de Aravis volvía a ser totalmente errónea. La chiquilla era orgullosa y podía ser muy difícil de tratar, pero era de fiar como el acero y jamás habría abandonado a un compañero, tanto si éste le caía bien como si no.
Ahora que sabía que tendría que pasar la noche solo y, a cada minuto que pasaba, oscurecía más; a Shasta empezó a gustarle cada vez menos el aspecto de aquel lugar. Había algo muy inquietante en aquellas enormes y silenciosas formas de piedra. Llevaba mucho rato haciendo un esfuerzo supremo para no pensar en espectros: pero ya no conseguía aguantar más.
—¡Uh! ¡Uh! ¡Socorro! —gritó de repente, pues en ese instante sintió que algo le tocaba la pierna.
No creo que pueda culparse a nadie por gritar si algo se le acerca por detrás y lo toca; no en un lugar como aquél y en un momento así, en que uno ya está asustado. El caso es que Shasta se sintió demasiado aterrorizado como para echar a correr. Cualquier cosa habría sido mejor que dar vueltas y más vueltas alrededor de las sepulturas de los Antiguos Reyes perseguido por algo a lo que no se atrevía a mirar. En su lugar, hizo sin duda lo más sensato que podía hacer. Volvió la cabeza; y el corazón casi le estalló de alivio. Lo que lo había tocado no era más que un gato.
La luz era demasiado pobre ya para que Shasta pudiera distinguir gran cosa del animal, excepto que era grande y muy solemne. Parecía como si hubiera vivido durante muchos, muchos años, entre las Tumbas, solo, y sus ojos hacían pensar que poseía secretos que no quería contar.
—Minino, minino —llamó Shasta—. Supongo que tú no eres un gato parlante.
El gato lo miró más fijamente que antes. Luego empezó a alejarse y sin pensárselo dos veces, Shasta lo siguió. El animal lo condujo por entre las Tumbas y lo apartó de ellas, hasta llegar al lado que daba al desierto; una vez allí se sentó muy tieso con la cola enrollada alrededor de las patas y con el rostro vuelto en dirección al desierto, a Narnia y al norte, tan inmóvil como si vigilara la llegada de algún enemigo. Shasta se acostó junto a él con la espalda en contacto con el gato y el rostro vuelto hacia las Tumbas, porque si uno se siente nervioso no hay nada como tener el rostro vuelto en dirección al peligro y algo cálido y sólido a la espalda. La arena no le habría parecido muy cómoda a otro, pero Shasta llevaba semanas durmiendo en el suelo y apenas lo notó. No tardó en dormirse, aunque incluso en sus sueños siguió preguntándose qué habría sucedido con Bree, Aravis y Hwin.
Lo despertó repentinamente un sonido que no había oído nunca.
—Tal vez sea sólo una pesadilla —se dijo.
En ese mismo instante se dio cuenta de que el gato ya no estaba a su espalda y lamentó que se hubiera ido. De todos modos se quedó acostado muy quieto, sin siquiera abrir los ojos, porque estaba seguro de que se sentiría más asustado si se incorporaba y paseaba la mirada por las Tumbas y la soledad; igual que cualquiera de nosotros se quedaría inmóvil con la cabeza bajo las sábanas. Pero entonces volvió a oírse el ruido; un grito penetrante y ronco que surgió a su espalda desde el interior del desierto. En esa ocasión, desde luego, sí que abrió los ojos y se incorporó.
La luna brillaba con fuerza. Las Tumbas —mucho más grandes y cercanas de lo que imaginaba— aparecían grises bajo la luz de la luna. En realidad, se parecían tremendamente a personas enormes, envueltas en túnicas grises que les cubrían cabezas y rostros; no eran en absoluto cosas que uno agradece tener cerca cuando se pasa la noche en un lugar desconocido. Sin embargo, el ruido procedía de la dirección opuesta, del desierto. Shasta se vio obligado a dar la espalda a las Tumbas, lo que no le hizo ninguna gracia, y fijar la mirada en la llanura de lisa arena. El salvaje grito volvió a sonar.
«Espero que no se trate de más leones», pensó. A decir verdad no se parecía mucho a los rugidos de león que había oído la noche que encontraron a Hwin y Aravis, y era en realidad el grito de un chacal; aunque, claro está, Shasta no lo sabía. Incluso, de haberlo sabido, tampoco habría sentido muchas ganas de encontrarse con un chacal.
Los gritos resonaron una y otra vez.
«Sea lo que sea, hay más de uno —pensó—. Y se van acercando».
Supongo que si hubiera sido un muchacho sensato habría regresado por entre las Tumbas hasta llegar más cerca del río, donde había casas y era menos probable que se acercaran los animales salvajes. Claro que estaban, o él creía que estaban, los espectros, y regresar pasando por las Tumbas significaría pasar junto a las oscuras entradas de los sepulcros; y ¿qué podría salir de ellos? Tal vez fuera una estupidez, pero Shasta sintió que prefería arriesgarse con los animales salvajes. Luego, a medida que los gritos se fueron acercando más, empezó a cambiar de idea.
Estaba a punto de salir corriendo cuando de repente, entre él y el desierto, apareció un animal dando saltos. Como la luna quedaba a su espalda, parecía totalmente negro, y Shasta no supo lo que era, sólo distinguió que tenía una enorme cabeza peluda y andaba a cuatro patas. No pareció advertir la presencia del muchacho, pues se detuvo de repente, volvió la cabeza en dirección al desierto y profirió un rugido que resonó por entre las Tumbas y pareció estremecer la arena bajo los pies del niño. Los gritos de las otras criaturas cesaron súbitamente y al muchacho le pareció oír patas que se marchaban corriendo. Entonces la enorme bestia se volvió para estudiar a Shasta.
«Es un león, sé que es un león —pensó Shasta—. Estoy perdido. ¿Dolerá mucho? Ojalá ya hubiera acabado todo. Me pregunto si sucede algo después de morir. ¡Ooooh! ¡Ahí viene!». Cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza.
No obstante, en lugar de colmillos y zarpas sólo sintió algo cálido que se tumbaba a sus pies, y cuando abrió los ojos exclamó:
—¡Caramba, pero si no es tan grande como creía! Es la mitad de lo que yo había pensado. No, no es ni una cuarta parte. ¡Vaya! Pero ¡si no es más que el gato! Debo de haber soñado todo eso de que era tan grande como un caballo.
Y tanto si había estado soñando como si no, lo que estaba en aquellos momentos tumbado a sus pies, y contemplándolo de un modo desconcertante con sus enormes y fijos ojos verdes, era el gato; aunque desde luego uno de los gatos más grandes que había visto jamás.
—Minino —jadeó Shasta—. Cuánto me alegro de verte de nuevo. He tenido unos sueños horribles.
Volvió a acostarse inmediatamente, su espalda en contacto en el lomo del gato, tal como habían estado al inicio de la noche, y el calor del animal embargó todo su cuerpo.
—Jamás volveré a hacerle una jugarreta a un gato mientras viva —prometió, medio al gato medio a sí mismo—. Lo hice una vez, ¿sabes? Arrojé piedras a un sarnoso gato callejero medio muerto de hambre. ¡Eh! Deja de hacer eso. —El gato se había dado la vuelta y lo había arañado—. Nada de eso —ordenó Shasta—. Cualquiera diría que comprendes lo que digo. —A continuación se quedó dormido.
Ala mañana siguiente, cuando despertó, el gato se había ido, el sol ya había salido y la arena ardía. Shasta, muerto de sed, se sentó y se frotó los ojos. El desierto mostraba un blanco cegador y, aunque se oía un murmullo de voces procedente de la ciudad situada a su espalda, el lugar donde estaba sentado se hallaba en perfecto silencio. Cuando miró un poco hacia la izquierda y el oeste, para que el sol no le diera en los ojos, vio las montañas en el otro extremo del desierto, tan definidas y nítidas que parecían hallarse a pocos pasos de distancia. Advirtió especialmente una cima azulada que se dividía en dos picos en lo alto y decidió que aquello debía de ser el monte Pire. «Ésa es nuestra dirección, a juzgar por lo que dijo el cuervo —pensó—, así pues me aseguraré de ello, para no perder tiempo cuando los otros aparezcan». De modo que efectuó un profundo surco bien definido con el pie, que señalaba directamente hacia el monte Pire.
La siguiente tarea, por supuesto, era conseguir algo de comer y beber. Shasta trotó de regreso por entre las Tumbas —ahora parecían normales y corrientes y se preguntó cómo podía haber sentido miedo de ellas— y descendió hasta los terrenos de cultivo situados junto al río. Había unas cuantas personas por allí, pero no muchas, ya que las puertas de la ciudad llevaban abiertas varias horas y las multitudes de primeras horas de la mañana ya habían entrado en ella. Debido a ello no tuvo demasiados problemas para efectuar una pequeña «incursión», como lo llamaba Bree. Requirió escalar el muro de un jardín y dio como resultado la obtención de tres naranjas, un melón, un higo o dos, y una granada. Después de eso, bajó a la orilla del río, pero no demasiado cerca del puente, y bebió. El agua resultaba tan agradable que se quitó las ardientes y sucias ropas y se dio un chapuzón; pues desde luego, al haber vivido en la playa toda su vida, Shasta había aprendido a nadar casi al mismo tiempo que a andar. Cuando salió se acostó en la hierba mirando por encima del agua a Tashbaan, contemplando todo su esplendor, poder y gloria. Aquello le hizo recordar también sus peligros. De repente se dio cuenta de que los otros podrían haber llegado a las Tumbas mientras él se bañaba —«y probablemente haberse marchado sin mí», se dijo— de modo que se vistió muy asustado y regresó corriendo a tal velocidad que estaba sudoroso y sediento cuando llegó y de nada le sirvió haberse dado un baño.
Tal como acostumbra a suceder cuando uno está solo y espera algo, aquel día pareció tener cien horas. Tuvo mucho tiempo para pensar, desde luego, pero permanecer sentado a solas, pensando únicamente, hace que el tiempo transcurra muy despacio. Pensó mucho en los narnianos y en especial en Corin, y se preguntó qué habría sucedido cuando descubrieron que el muchacho que había estado acostado en el sofá y escuchando todos sus planes secretos no era Corin en realidad. Resultaba muy desagradable pensar que todas aquellas personas tan amables lo tomarían por un traidor.
Sin embargo, mientras el sol ascendía muy lentamente hasta lo alto del cielo y luego volvía a descender muy despacio hacia el oeste, y no aparecía nadie ni sucedía nada, empezó a sentirse más y más inquieto. Y entonces se dio cuenta de que cuando acordaron esperarse mutuamente en las Tumbas nadie había dicho nada sobre «cuánto tiempo». ¡No podía aguardar allí durante el resto de su vida! Y muy pronto volvería a oscurecer, y tendría que pasar otra noche idéntica a la anterior. Una docena de planes distintos pasaron por su mente, todos ellos pésimos, y al final escogió el peor de todos. Decidió aguardar hasta que oscureciera y luego regresar al río, robar tantos melones como pudiera transportar y marchar en dirección al monte Pire solo, confiando, para determinar la dirección a seguir, en la línea que había dibujado aquella mañana en la arena. Era una idea disparatada y si hubiera leído tantos libros como tú sobre viajes por desiertos jamás se le habría ocurrido; pero Shasta no había leído un libro en su vida.
Antes de que se pusiera el sol sucedió algo. Shasta estaba sentado a la sombra de una de las Tumbas cuando alzó la mirada y vio dos caballos que iban hacia él. A continuación el corazón le dio un vuelco, pues reconoció en ellos a Bree y a Hwin. Pero al cabo de un momento se le cayó el alma a los pies de nuevo. No se veía ni rastro de Aravis. Los caballos los conducía un hombre extraño, un hombre armado elegantemente vestido, como un esclavo de rango superior en una familia importante. Bree y Hwin ya no iban disfrazados de caballos de carga, sino que llevaban silla y brida. ¿Qué podía significar todo aquello? «Es una trampa —pensó Shasta—. Alguien ha atrapado a Aravis. Tal vez la hayan torturado y ella lo haya confesado todo. ¡Quieren que salga, que corra hacia ellos y le hable a Bree, y entonces también me atraparán a mí! Y sin embargo, si no lo hago, puedo perder mi única oportunidad de reunirme con los demás. Cómo desearía saber qué ha sucedido». Y se ocultó tras la Tumba, echando un vistazo cada pocos minutos, mientras se preguntaba qué era lo menos peligroso que podía hacer.