Capítulo 15

Radash el Ridículo

El siguiente recodo de la calzada los sacó de entre los árboles y allí, al otro lado de verdes pastos, resguardado del viento del norte por un elevado risco cubierto de árboles situado a su espalda, vieron el castillo de Anvard. Era muy antiguo y estaba construido con una cálida piedra de un color marrón rojizo.

Antes de que llegaran a las puertas el rey Lune salió a recibirlos, totalmente distinto a la idea que tenía Aravis de un monarca y vestido con unas ropas viejísimas; pues acababa de hacer una visita a las perreras con su montero y sólo se había detenido un momento para lavarse las manos manchadas por los perros. No obstante, la reverencia que dedicó a Aravis mientras le besaba la mano habría sido digna de un emperador.

—Mi pequeña dama —saludó—, te damos de todo corazón la bienvenida. Si mi querida esposa siguiera con vida te ofreceríamos un recibimiento más alegre aún pero desde luego no con mejor voluntad. Y lamento que hayas padecido desgracias y te hayas visto obligada a abandonar la casa de tu padre, lo que no puede ocasionarte más que pena. Mi hijo Cor me ha hablado de vuestras aventuras juntos y de tu valor.

—Fue él quien lo hizo todo, señor —respondió Aravis—. Pero ¡si hasta se abalanzó sobre un león para salvarme!

—¿Eh, qué es eso? —exclamó el rey Lune, iluminándosele el rostro—. No he oído esa parte de la historia.

Aravis lo contó entonces, y Cor, que había deseado ansiosamente que se conociera la historia, aunque sentía que no podía contarla él mismo, no disfrutó con ella tanto como había esperado, y en realidad se sintió más bien estúpido. Pero a su padre le encantó y durante el transcurso de las siguientes semanas la relató a tanta gente que Cor deseó que no hubiera sucedido nunca.

Entonces el rey se volvió hacia Hwin y Bree y se mostró tan educado con ellos como lo había sido con Aravis, haciéndoles también muchas preguntas sobre sus familias y el lugar donde habían vivido en Narnia antes de ser capturados. Los caballos se mostraron un tanto cohibidos pues todavía no estaban acostumbrados a que los humanos —humanos adultos, además— les hablaran como a iguales. Que Aravis y Cor lo hicieran no les importaba.

Al poco salió la reina Lucy del castillo para reunirse con ellos y el rey Lune dijo a Aravis:

—Querida, aquí tienes a una fiel amiga de nuestra casa, y se ha estado ocupando de que tus aposentos estén preparados para ti mejor de lo que podría haberlo hecho yo.

—Te gustaría ir a verlos, ¿verdad? —preguntó Lucy, besando a Aravis.

Se cayeron bien de inmediato y no tardaron en marcharse juntas para charlar sobre la habitación de la chiquilla y su saloncito privado, sobre cómo conseguir ropas para ella, y también sobre toda esa clase de cosas de las que hablan las muchachas en tales ocasiones.

Tras el almuerzo, que tomaron en la terraza, y que estuvo compuesto por fiambre de aves y empanada de carne, vino, pan y queso, el rey Lune arrugó la frente y lanzó un suspiro, diciendo:

—¡Ay! Todavía tenemos a ese infeliz Rabadash en nuestro poder, amigos míos, y no nos queda más remedio que decidir qué hacer con él.

Lucy estaba sentada a la derecha del rey y Aravis a su izquierda. El rey Edmund ocupaba un extremo de la mesa y lord Darrin estaba colocado frente a él en el otro. Dar, Peridan, Cor y Corin estaban en el mismo lado del rey.

—Su majestad tendría todo el derecho a cortarle la cabeza —declaró Peridan—. Un ataque como el que llevó a cabo lo coloca al mismo nivel que los asesinos.

—Es muy cierto —dijo Edmund—; pero incluso un traidor puede enmendarse. Yo conocí a uno que lo hizo. —Y adoptó una expresión muy pensativa.

—Matar a Rabadash podría llevarnos a una guerra con el Tisroc —indicó Darrin.

—Me importa un comino el Tisroc —declaró el rey Lune—. Su fuerza está en el número y un ejército numeroso jamás cruzará el desierto. Sin embargo, no sirvo para matar hombres, ni siquiera traidores, a sangre fría. Si le hubiera rebanado la garganta en la batalla me habría quitado un peso de encima: pero esto es algo distinto.

—Mi consejo —dijo Lucy— es que su majestad vuelva a ponerlo a prueba. Dejadlo libre si hace la solemne promesa de actuar rectamente en el futuro. Tal vez mantenga su palabra.

—Tal vez también los monos se vuelvan honrados, hermana —dijo Edmund—. Pero, por el León, si la rompe otra vez, que sea en tal momento y lugar que cualquiera de nosotros le pueda arrancar la cabeza en combate limpio.

—Se probará —repuso el rey, y luego se dirigió a un miembro de su séquito—. Haz venir al prisionero, amigo mío.

Trajeron a Rabadash encadenado, y al contemplarlo cualquiera habría supuesto que había pasado la noche en un calabozo asqueroso sin comida ni bebida, cuando en realidad había estado encerrado en una habitación bastante cómoda y se le había facilitado una cena excelente. Sin embargo, como estaba demasiado enfurruñado para tocar la cena y había pasado toda la noche lanzando patadas, gritos y maldiciones, no tenía en absoluto el mejor de los aspectos.

—No es necesario decir a su alteza real —dijo el rey Lune— que según la ley de las naciones así como por todas las razones que rigen una política prudente, tenemos tanto derecho a vuestra cabeza como nunca lo ha tenido un hombre mortal sobre otro. Sin embargo, en consideración a vuestra juventud y la mala educación, despojada de toda gentileza y cortesía, que sin duda habéis recibido en el país de los esclavos y los tiranos, estamos dispuestos a poneros en libertad, ileso, bajo estas condiciones: primero, que…

—¡Maldito seas, perro bárbaro! —farfulló Rabadash—. ¿Acaso crees que escucharé siquiera tus condiciones? ¡Fu! Hablas con mucha grandilocuencia de educación y no sé qué otras cosas. Eso es fácil hacerlo, ante un hombre encadenado, ¡ja! Quítame estas repugnantes cadenas, dame una espada, y que cualquiera de vosotros que se atreva discuta eso conmigo.

Casi todos los nobles se pusieron en pie de un salto, y Corin gritó:

—¡Padre! ¿Puedo darle un sopapo? Por favor.

—¡Orden! ¡Majestades! ¡Nobles! —gritó el rey Lune—. ¿Es que poseemos tan poco sentido de la contención que dejamos que nos irrite la mofa de un necio? Siéntate, Corin, o abandona la mesa. Pido a su alteza que escuche nuestras condiciones.

—Yo no escucho condiciones de bárbaros y hechiceros —declaró Rabadash—. Que ni uno solo de vosotros ose tocarme un pelo de la cabeza. Cada insulto que me habéis lanzado se pagará con océanos de sangre de Narnia y de Archenland. Terrible será la venganza del Tisroc, tal como están las cosas; pero matadme, y los incendios y torturas en estas tierras del norte se convertirán en un relato con el que aterrorizar al mundo durante mil años. ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡El rayo de Tash cae desde las alturas!

—Y ¿se engancha alguna vez en un saliente a mitad de camino? —preguntó Corin.

—Corin, debería darte vergüenza —lo reprendió el rey—. Jamás te burles de un hombre excepto cuando sea más fuerte que tú: entonces, haz lo que quieras.

—Ay, insensato Rabadash —suspiró Lucy.

Al cabo de un instante Cor se preguntó por qué todos los que estaban a la mesa se había puesto en pie y permanecían totalmente inmóviles. Desde luego, él hizo lo mismo. Y entonces comprendió el motivo. Aslan se hallaba entre ellos aunque nadie lo había visto llegar. Rabadash dio un salto cuando la inmensa figura del león empezó a pasear lentamente entre él y sus acusadores.

—Rabadash —dijo Aslan—, presta atención. Tu fin está muy próximo, pero todavía puedes evitarlo. Olvida tu orgullo, pues ¿qué posees de lo que puedas enorgullecerte? Despréndete de la cólera, pues ¿quién te ha hecho algo malo? Y acepta la clemencia de estos buenos reyes.

Entonces Rabadash puso los ojos en blanco y abrió la boca en una mueca horrible, como la de un tiburón, y movió las orejas arriba y abajo; algo que cualquiera puede aprender a hacer si se toma la molestia. Pero tal gesto siempre le había resultado muy eficaz en Calormen. Los más valientes habían temblado cuando había hecho esas muecas, la gente corriente se había arrojado al suelo y las personas sensibles a menudo habían perdido el conocimiento. No obstante, Rabadash no había tenido en cuenta que resulta muy fácil asustar a la gente que sabe que puedes hacer que la hiervan viva con sólo dar la orden. Las muecas no resultaron nada inquietantes en Archenland; en realidad Lucy sólo pensó que el príncipe iba a vomitar.

—¡Demonio! ¡Más que demonio! —aulló el prisionero—. Te conozco. Eres el diablo perverso de Narnia. Eres el enemigo de los dioses. Entérate de quién soy yo, horrible fantasma. Desciendo de Tash, el inexorable, el irresistible. Que la maldición de Tash caiga sobre ti. Rayos en forma de escorpiones descenderán sobre tu ser. Las montañas de Narnia serán reducidas a polvo. El…

—Ten cuidado, Rabadash —dijo Aslan con voz pausada—. Tu castigo está más cerca ahora: se encuentra ante la puerta, y acaba de levantar el pestillo.

—¡Que el cielo se desplome! —chilló el príncipe—. ¡Que la tierra se abra! ¡Que la sangre y el fuego arrasen el mundo! Pero ten por seguro que no desistiré jamás, hasta que haya arrastrado por los cabellos hasta mi palacio a la reina bárbara, esa hija de perros, esa…

—Ha sonado la hora —declaró Aslan: y Rabadash vio, ante su supremo horror, que todos se echaban a reír.

No podían evitarlo. Rabadash no había dejado de mover las orejas y en cuanto Aslan dijo: «¡Ha llegado la hora!», éstas empezaron a cambiar. Crecieron más largas y puntiagudas y no tardaron en quedar cubiertas de pelo gris. Y mientras todos se preguntaban dónde habían visto orejas parecidas, el rostro de Rabadash empezó a cambiar también. Se tornó más largo, y más grueso por la frente y con los ojos más grandes; la nariz se hundió en el rostro, o si no, fue el rostro el que se hinchó y se convirtió todo él en hocico, y el pelo lo cubrió por entero. Y los brazos se alargaron y descendieron ante él hasta que las manos quedaron apoyadas en el suelo: sólo que entonces no eran manos sino cascos. A continuación se encontró a cuatro patas, y sus ropas desaparecieron, y todos rieron más y más fuerte, incapaces de contenerse, porque en aquel momento lo que había sido Rabadash era, simplemente y sin la menor duda, un asno. Lo terrible fue que su habla duró sólo un instante más que su forma humana, de modo que cuando se dio cuenta del cambio que experimentaba, gritó:

—¡No, un asno, no! ¡Misericordia! Si al menos fuera un caballo… siquiera… un ca… hi… ha, hi ha.

Y sus palabras se desvanecieron en un rebuzno.

—Ahora escúchame, Rabadash —dijo Aslan—. La justicia se mezclará con la clemencia. No serás siempre un asno.

Al oír aquello, claro está, el asno movió las orejas al frente; y aquello resultó tan divertido también que todos rieron aún más. Intentaron no hacerlo, pero lo intentaron en vano.

—Has apelado a Tash —siguió Aslan—. Y en el templo de Tash te curarás. Debes colocarte ante su altar en Tashbaan durante la gran fiesta de otoño de este año y allí, a la vista de todo Tashbaan, tu forma de asno desaparecerá y todos reconocerán en ti al príncipe Rabadash. Pero mientras vivas, si en algún momento te alejas más de quince kilómetros del gran templo de Tashbaan volverás a convertirte al instante en lo que eres ahora. Y de ese segundo cambio ya no existirá marcha atrás.

Se produjo un corto silencio y luego todos se estremecieron e intercambiaron miradas como si despertaran de un sueño. Aslan había desaparecido; pero había un brillo en el aire y en la hierba, y una alegría en sus corazones, que les aseguraba que no se había tratado de un sueño: y además, allí estaba el asno, delante de todos ellos.

El rey Lune era el más bondadoso de los hombres y al ver a su enemigo en aquel lamentable estado olvidó toda su cólera.

—Alteza real —declaró—, me apena sinceramente que las cosas hayan llegado a este extremo. Su alteza es testigo de que no ha sido cosa nuestra. Y desde luego estaremos encantados de proporcionar a su alteza una nave con la que regresar a Tashbaan para el… ejem… tratamiento que ha prescrito Aslan. Disfrutaréis de todas las comodidades que la situación de su alteza permita: la mejor de las embarcaciones para ganado; las zanahorias y cardos más frescos…

Sin embargo, un ensordecedor rebuzno del asno y una certera patada a uno de los guardas dejó bien claro que aquellas amables ofertas no eran nada bien recibidas.

Y en este punto, para deshacernos de una vez de él, será mejor que ponga fin a la historia de Rabadash. Él, o más bien el asno, fue devuelto a su debido tiempo por barco a Tashbaan y conducido al interior del templo de Tash durante el gran festival de otoño, y allí volvió a convertirse en un hombre. Pero desde luego, cuatrocientas o quinientas personas habían visto la transformación y el asunto no podía ser silenciado de ningún modo, y tras la muerte del Tisroc cuando Rabadash fue nombrado Tisroc en su lugar, el príncipe se convirtió en el gobernante más pacífico que Calormen había conocido. Eso se debió a que, no atreviéndose a alejarse más de quince kilómetros de Tashbaan, no podía ir en persona a ninguna guerra: y no quería que sus tarkaanes obtuvieran fama en las batallas a sus expensas, pues así era como se derrocaba a los Tisrocs. De todos modos, aunque sus motivos fueran egoístas, aquello hizo las cosas mucho mejores para todos los países más pequeños que rodeaban Calormen. Sus propios súbditos tampoco olvidaron jamás que había sido un asno. Durante su reinado, y delante de él, lo llamaban Rabadash el Conciliador, pero tras su muerte y también a sus espaldas lo llamaban Rabadash el Ridículo, y si se lo busca en un buen libro de historia de Calormen —puedes probar en la biblioteca local—, aparecerá bajo ese nombre. E incluso hoy en día, en las escuelas de Calormen, si alguien hace algo extraordinariamente estúpido, lo más probable es que digan que es «un segundo Rabadash».

Entretanto, en Anvard todos estaban muy satisfechos de haberse librado de él antes de que diera comienzo la auténtica diversión, que fue un gran banquete celebrado aquella noche en el césped frente al castillo, con docenas de faroles para ayudar a la luz de la luna. Corrió el vino, se relataron historias y se contaron chistes, y luego se hizo el silencio y el poeta del rey, junto con dos violinistas, fue a colocarse en el centro del círculo. Aravis y Cor se dispusieron a aburrirse, pues la única poesía que conocían era la de Calormen, y es bien sabido cómo era. Sin embargo, con el primer rasgueo de los violines pareció dispararse un cohete en el interior de sus cabezas, y el poeta entonó la antigua y magnífica endecha del Rubio Olvin y el modo en que peleó contra el gigante Pire y lo convirtió en piedra, dando origen al Monte Pire —se trataba de un gigante de dos cabezas—, y obtuvo a lady Liln por esposa; y cuando terminó desearon que volviera a empezar otra vez. Y si bien no sabía cantar, Bree les contó la historia de la batalla de Zulindreh. Y Lucy volvió a contar —todos, excepto Aravis y Cor, lo habían escuchado muchas veces, pero todos deseaban oírlo otra vez— La historia del armario y cómo ella, el rey Edmund, la reina Susan y Peter, el Sumo Monarca, habían llegado por vez primera a Narnia.

Y al cabo de un rato, como siempre acaba por suceder tarde o temprano, el rey Lune dijo que ya era hora de que los más jóvenes se fueran a dormir.

—Y mañana, Cor —añadió—, recorrerás todo el castillo conmigo y visitarás el territorio, y te señalaré sus puntos fuertes y débiles: pues será todo tuyo para protegerlo cuando yo ya no esté.

—Pero entonces Corin será el rey, padre —dijo Cor.

—No, muchacho —dijo el monarca—, tú eres el heredero. La corona te pertenece a ti.

—Pero no la quiero —protestó Cor—. Yo preferiría…

—No es cuestión de lo que tú quieras, Cor, ni tampoco de lo que yo quiera. Así es como funciona la ley.

—Pero si somos gemelos debemos de tener la misma edad.

—No —respondió el rey con una carcajada—; uno nació primero. Eres veinte minutos completos mayor que Corin. Y más de fiar que él, espero, aunque eso no supone gran esfuerzo. —Y miró a Corin con un centelleo en los ojos.

—Pero, padre, ¿tú no puedes nombrar a quien quieras como siguiente rey?

—No. El rey debe someterse a la ley, pues es la ley la que lo convierte en monarca. Te resultará tan imposible apartarte de tu corona como a cualquier centinela abandonar su puesto.

—Oh, cielos —exclamó él—. Pero ¡no la quiero! Y Corin… lo siento terriblemente. Jamás pensé que mi vuelta fuera a escamotearte el reino.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Corin—. ¡No tendré que ser rey! ¡No tendré que ser rey! Seré siempre un príncipe, y los príncipes son los que disfrutan de toda la diversión.

—Y eso es más cierto de lo que piensa tu hermano, Cor —dijo el rey Lune—. Pues escucha lo que significa ser rey: ser el primero en cada ataque desesperado y el último en toda retirada desesperada, y cuando el país pasa hambre, como sucede siempre en los años malos, lucir las ropas más elegantes y reír más alegremente ante la comida más parca que la de cualquier otro hombre de tu país.

Cuando los dos muchachos subían a acostarse Cor volvió a preguntar a Corin si no podía hacerse nada al respecto, y su gemelo respondió:

—Si vuelves a mencionarlo, te… te derribaré de un puñetazo.

Resultaría agradable finalizar el relato diciendo que tras aquello los dos hermanos jamás volvieron a pelear por nada, pero me temo que eso no sería verdad. En realidad discutieron y pelearon casi tan a menudo como lo harían otros muchachos cualquiera, y todas sus peleas finalizaron, si es que no empezaban así, con Cor siendo derribado de un puñetazo. Pues aunque, cuando los dos crecieron y se convirtieron en espadachines, Cor resultaba el más peligroso en combate, ni él ni nadie en todos los países del norte consiguió jamás igualar a Corin como boxeador. Así fue como consiguió su sobrenombre de Corin Puño de Trueno y como llevó a cabo su gran hazaña contra el Oso Retrógrado del Corazón de la Tormenta, que en realidad era un oso parlante que había vuelto a las costumbres de los osos salvajes. Corin escaló hasta su madriguera en el lado narniano de la montaña un día de invierno, cuando la nieve cubría las colinas y peleó con él sin un cronómetro durante treinta y tres asaltos. Y al final el oso ya no veía nada y se convirtió en un individuo reformado.

Aravis también tuvo muchas discusiones (y me temo que también muchas peleas) con Cor, pero siempre terminaban haciendo las paces: así que años más tarde, cuando eran mayores, estaban tan acostumbrados a discutir y a volver a ser amigos que se casaron para poder seguir haciéndolo de un modo más cómodo. Tras la muerte del rey Lune se convirtieron en buenos monarcas de Archenland, y Ram el Magno, el más famoso de todos los reyes de Archenland, fue su hijo. Bree y Hwin vivieron felizmente hasta una edad muy avanzada en Narnia y ambos se casaron aunque no entre sí. Y no pasaban muchos meses sin que uno o los dos cruzaran al trote el desfiladero para visitar a sus amigos en Anvard.