La batalla de Anvard
Sobre las once toda la compañía volvía a estar en marcha, cabalgando hacia el este con las montañas a la izquierda. Corin y Shasta cabalgaban justo a la retaguardia, con los gigantes inmediatamente delante. Lucy, Edmund y Peridan estaban ocupados con sus planes para la batalla, aunque Lucy dijo en una ocasión:
—Pero ¿dónde está ese metomentodo de su alteza?
—No al frente, y eso ya es una buena noticia —se limitó a responder Edmund—. Déjalo tranquilo.
Shasta contó a Corin gran parte de sus aventuras y le explicó que un caballo le había enseñado a montar y que en realidad no sabía cómo utilizar las riendas. Entonces el príncipe le enseñó a hacerlo, además de contárselo todo sobre su sigilosa huida de Tashbaan.
—Y ¿dónde está la reina Susan?
—En Cair Paravel. No es como Lucy, ¿sabes? Ella vale tanto como un hombre o, al menos, como un muchacho. La reina Susan es más parecida a una dama adulta corriente. No cabalga en las guerras, aunque es una excelente arquera.
El sendero de la ladera que seguían se fue tornando más estrecho y la pendiente a su derecha más escarpada. Al final tuvieron que ir en fila india a lo largo del borde del precipicio y Shasta se estremeció al pensar que había hecho lo mismo la noche anterior sin saberlo.
«Pero claro —pensó—, yo estuve totalmente a salvo gracias al león, que se mantuvo a mi izquierda. Estuvo entre el borde y yo todo el tiempo».
Entonces el sendero giró a la izquierda y al sur alejándose del precipicio y aparecieron espesos bosques a ambos lados de él. Empezaron a ascender por una empinada cuesta hasta entrar en el desfiladero. Habría habido una vista espléndida desde lo alto de haberse tratado de terreno despejado, pero en medio de toda aquella espesura no se podía ver nada; únicamente, de vez en cuando, algún enorme pináculo de roca por encima de las copas de los árboles, y un águila o dos describiendo círculos en el cielo azul.
—Huelen el combate —dijo Corin, señalando las aves—. Saben que nos estamos preparando para alimentarlas.
A Shasta aquello no le gustó nada.
Tras cruzar el cuello del desfiladero y descender un buen trecho llegaron a terreno más despejado y desde allí Shasta pudo contemplar todo Archenland, azul y nebuloso, extendido a sus pies e incluso, le pareció, un atisbo del desierto en la lejanía. No obstante, el sol, al que faltaban unas dos horas para ponerse, le daba en los ojos y no pudo distinguir nada con nitidez.
Allí el ejército se detuvo y se desplegó en una hilera, y tuvieron lugar gran cantidad de cambios en las posiciones. Todo un destacamento de bestias parlantes de aspecto muy peligroso cuya presencia no había advertido Shasta hasta entonces y que pertenecían principalmente a la familia de los felinos —leopardos, panteras y animales parecidos— marcharon con paso lento y sin dejar de gruñir a ocupar posiciones en el lado izquierdo. A los gigantes se los envió al lado derecho, y antes de ponerse en movimiento todos sacaron algo que habían transportado a sus espaldas y se sentaron un momento. Shasta descubrió entonces que lo que transportaban y se ponían en ese momento eran pares de botas: horribles y pesadas botas de clavos que les llegaban hasta las rodillas. A continuación se echaron los enormes garrotes a los hombros y marcharon a su posición de combate. Los arqueros, junto con la reina Lucy, se colocaron en la retaguardia. Se veía cómo doblaban los arcos y a continuación se escuchaba el chasquido de las cuerdas al ser comprobadas. Y dondequiera que uno mirara veía gente que tensaba cinchas, se colocaba yelmos, desenvainaba espadas y se despojaba de ropa. Apenas se hablaba. Todo era muy solemne y horrible. «Ahora sí que me espera una buena… Realmente me espera una buena», pensó Shasta. Entonces se oyeron unos ruidos más adelante: el sonido de muchos hombres que gritaban y un golpeteo continuo.
—Un ariete —musitó Corin—. Intentan derribar las puertas.
Incluso el príncipe mostraba un semblante serio entonces.
—¿Por qué no sigue adelante el rey Edmund? —gimió—. No soporto esta espera. Hace frío, además.
Shasta asintió: esperando no parecer tan asustado como en realidad se sentía.
¡Por fin sonó la trompeta! Avanzaban ya —trotaban— con el estandarte ondeando al viento. Coronaron una loma baja, y a sus pies se desplegó de improviso toda la escena; un pequeño castillo de innumerables torreones con las puertas mirando hacia ellos. No había foso, por desgracia, pero desde luego las puertas estaban cerradas y el rastrillo bajado. En las murallas vieron, como pequeños puntos, los rostros de los defensores. Abajo, unos cincuenta calormenos, a pie, golpeaban sin pausa las puertas con un enorme tronco de árbol. Sin embargo, la escena cambió de inmediato. El grueso principal de los hombres de Rabadash había descabalgado listo para atacar las puertas; pero ahora el príncipe había descubierto a los narnianos que descendían a toda velocidad de la loma. No cabía la menor duda de que aquellos calormenos estaban maravillosamente adiestrados, pues a Shasta le pareció que en apenas un segundo ya había vuelto a formarse toda una fila de jinetes enemigos, y ésta empezaba a girar para ir a su encuentro, blandiendo sus armas.
Y a continuación se lanzaron al galope. El terreno que mediaba entre ambos ejércitos se redujo por momentos. Rápido, más rápido. Todas las espadas estaban desenvainadas, todos los escudos colocados a la altura de la nariz, todas las oraciones dichas, todos los dientes apretados. Shasta estaba terriblemente asustado, pero de repente le pasó por la cabeza una frase: «Si huyes de esto, huirás de todas las batallas que tengas que librar en tu vida. Es ahora o nunca».
De todos modos, cuando por fin se encontraron los dos bandos no se enteró demasiado de lo que sucedía. Todo fue una aterradora confusión, mezclada con un ruido espantoso. Le arrebataron la espada de un golpe casi al principio, y sin saber cómo se le enredaron las riendas. Luego descubrió que empezaba a resbalar de la silla. Entonces una lanza fue directa hacia él y al agacharse para esquivarla cayó del caballo, se dio un golpe terrible en los nudillos contra la armadura de otra persona, y a continuación…
De todos modos no sirve de nada describir la batalla desde el punto de vista de Shasta; el muchacho apenas comprendía la lucha en general, ni siquiera entendía su parte en ella. El mejor modo en que puedo relatar lo que realmente sucedió es retrocediendo a varios kilómetros de distancia, hasta donde el ermitaño del Linde Meridional estaba sentado mirando al interior del tranquilo estanque situado bajo el frondoso árbol, con Bree, Hwin y Aravis a su lado.
Pues era en aquel estanque donde miraba el ermitaño cuando quería saber qué sucedía en el mundo fuera de los verdes muros de su ermita. Allí, como en un espejo, podía ver, en ciertas ocasiones, lo que sucedía en las calles de ciudades situadas mucho más al sur que Tashbaan, o qué naves atracaban en Redhaven, en las remotas Siete Islas, o qué salteadores o animales salvajes se movían en los inmensos bosques occidentales entre el Erial del Farol y Telmar. Y durante todo aquel día el anciano apenas había abandonado el estanque, ni para comer o beber, pues sabía que se preparaban grandes acontecimientos en Archenland. Aravis y los caballos también miraban en su interior. Comprendían que se trataba de un estanque mágico, pues en lugar de reflejar el árbol y el cielo mostraba formas nebulosas y multicolores que se movían, se movían sin cesar, en sus profundidades, aunque ellos no conseguían ver nada con claridad. El ermitaño sí podía y de vez en cuando les contaba lo que veía. Un poco antes de que Shasta cabalgara a su primera batalla, el anciano había empezado a hablar así:
—Veo una… dos… tres águilas que describen círculos en la brecha que hay en el Pico de las Tormentas. Una es la más vieja de todas, y no estaría allí si no fuera a tener lugar una batalla dentro de poco. Veo cómo da vueltas de un lado a otro, atisbando unas veces en dirección a Anvard y otras al este, más allá de la montaña. Ah, ahora veo en qué han estado ocupados Rabadash y sus hombres durante todo el día. Han talado y podado un árbol grande y ahora salen del bosque transportándolo como un ariete. Han aprendido algo del fracaso del ataque de anoche. Habría sido más sensato si hubiera puesto a sus hombres a construir escalas: pero eso lleva demasiado tiempo y él es un hombre impaciente. ¡Es un estúpido! Debería haber cabalgado de regreso a Tashbaan en cuanto fracasó el primer ataque, ya que todo su plan dependía de la velocidad y la sorpresa. Ahora colocan el ariete en posición. Los hombres del rey Lune disparan sin cesar desde las murallas. Cinco calormenos han caído, pero no caerán muchos más, pues sostienen los escudos sobre sus cabezas. Ahora Rabadash está dando órdenes. Lo acompañan sus caballeros de más confianza, fieros tarkaanes de las provincias orientales. Veo sus rostros. Está Corradin del castillo Tormunt y Azrooh y Chlamash, e Ilgamuth el del labio torcido, y un tarkaan alto de barba roja…
—¡Por la Melena, mi antiguo señor Anradin! —exclamó Bree.
—Chist —instó Aravis.
—Ahora han empezado a usar el ariete. ¡Si se oyera igual que se ve, vaya ruido que se escucharía! Asestan un golpe tras otro: y ninguna puerta puede resistir eternamente. Pero ¡aguardad! Algo en las alturas cerca del Pico de las Tormentas ha asustado a las aves. Salen en masa. Y aguardad otra vez… no puedo verlo aún… ¡ah! Ahora sí puedo. Toda la cresta, allá en el este, queda oscurecida por figuras de jinetes. Si al menos el viento hiciera ondear ese estandarte y lo desplegara. Han dejado atrás la cima quienesquiera que sean. ¡Ajá! Ya he visto el estandarte. Narnia. ¡Narnia! Es el león rojo. Descienden a toda velocidad. Veo al rey Edmund. Hay una mujer detrás entre los arqueros. ¡Oh!…
—¿Qué sucede? —preguntó Hwin, sin aliento.
—Todos sus felinos están saliendo disparados desde el lado izquierdo de la hilera.
—¿Felinos? —inquirió Aravis.
—Felinos enormes, leopardos y animales parecidos —respondió el ermitaño, impaciente—. Lo veo. Sí veo. Los felinos están describiendo un círculo para llegar hasta los caballos de los hombres que van a pie. Un buen golpe. Los caballos calormenos ya están enloquecidos de terror. Los felinos están ya entre ellos. Pero Rabadash ha recompuesto sus filas y tiene a cien hombres a caballo. Cabalgan para ir al encuentro de los narnianos. Sólo median cien metros entre los dos bandos. Sólo cincuenta. Veo al rey Edmund, veo a lord Peridan. Hay dos chiquillos en la columna narniana. ¿En qué estará pensando el rey Edmund para permitir que participen en la batalla? Sólo diez metros… las columnas se enfrentan. Los gigantes a la derecha de los narnianos hacen maravillas… Pero han abatido a uno… Le habrán disparado al ojo, supongo. La parte central es todo un revoltijo. Veo algo hacia la izquierda. Ahí están los dos muchachos otra vez. ¡Por el León! Uno es el príncipe Corin. El otro es igual que él, son como dos gotas de agua. Es vuestro pequeño Shasta. Corin pelea como un hombre. Ha matado a un calormeno. Ahora puedo ver una parte del centro. Rabadash y Edmund estaban a punto de enfrentarse, pero la muchedumbre los ha separado…
—¿Qué hay de Shasta? —preguntó Aravis.
—¡Pobre tonto! —gimió el ermitaño—. ¡Ingenuo y valiente tonto! No sabe nada sobre este oficio. No hace el menor uso de su escudo. Tiene todo el costado al descubierto. No tiene ni la menor idea de qué hacer con la espada. Vaya, por fin se acuerda. La agita furiosamente a un lado y a otro… Ha estado a punto de cortarle la cabeza a su propio poni, y lo hará en cualquier momento si no tiene cuidado. Ahora se la han arrancado de la mano. Es un asesinato enviar a un niño a la batalla; no sobrevivirá ni cinco minutos. Agáchate, estúpido… vaya, ha caído.
—¿Lo han matado? —preguntaron tres voces jadeantes.
—¿Cómo voy a saberlo? —respondió él—. Los felinos han finalizado su tarea. Todos los caballos sin jinete están muertos o han huido ya: los calormenos ya no podrán utilizarlos para retirarse. Los felinos vuelven ahora a la batalla principal. Saltan sobre los hombres del ariete. El ariete ha caído. ¡Oh, bien! ¡Bien! Las puertas se abren desde el interior: va a haber una salida. Han salido los primeros tres. El rey Lune está en el centro, con los hermanos Dar y Darrin a cada lado. Detrás de ellos veo a Tran, Shar y Cole con su hermano Colin. Hay diez… veinte… casi treinta de ellos fuera ya. Están obligando a las filas calormenas a replegarse hacia ellos. El rey Edmund asesta unos mandobles maravillosos. Acaba de cercenar la cabeza de Corradin. Gran cantidad de calormenos han arrojado las armas y corren hacia los árboles, y los que siguen luchando están en apuros. Los gigantes se acercan por la derecha; los felinos por la izquierda; el rey Lune por la retaguardia. Los calormenos son sólo un pequeño grupo ahora, y pelean espalda con espalda. Tu tarkaan ha caído, Bree. Lune y Azrooh combaten mano a mano; parece que el rey va ganando… El rey se defiende bien… El rey ha vencido. Azrooh ha caído. El rey Edmund ha caído… No, se ha vuelto a levantar: pelea con Rabadash. Combaten a las puertas mismas del castillo. Varios calormenos se han rendido. Darrin ha matado a Ilgamuth. No puedo ver qué sucede con Rabadash. Creo que está muerto, recostado contra la muralla del castillo, pero no lo sé. Chlamash y el rey Edmund siguen peleando pero la batalla ha terminado en el resto del terreno. Chlamash se ha rendido. La batalla ha finalizado. Los calormenos han sido derrotados por completo.
Al caer de su caballo, Shasta se dio por muerto; pero los caballos, incluso en combate, patean menos a los seres humanos de lo que uno supondría. Tras unos diez minutos horribles Shasta advirtió de repente que ya no había caballos piafando cerca de él y que el ruido —pues seguían oyéndose todavía muchos ruidos— ya no era el de una batalla. Se sentó en el suelo y miró con atención a su alrededor. Ni siquiera él, a pesar de lo poco que sabía sobre batallas, tardó en comprender que los habitantes de Archenland y Narnia habían vencido. Los únicos calormenos vivos que veía estaban prisioneros, las puertas del castillo estaban abiertas de par en par, y el rey Lune y el rey Edmund se estrechaban las manos por encima del ariete. Del círculo de nobles y guerreros que los rodeaba surgió el sonido de una conversación jadeante y excitada, pero evidentemente alegre. Y luego, de repente, todo se juntó y creció hasta convertirse en una sonora carcajada.
Shasta se puso en pie, sintiéndose extrañamente rígido, y corrió en dirección al sonido para averiguar qué había provocado las risas. Un espectáculo sumamente curioso apareció ante sus ojos. El desdichado Rabadash parecía pender de las murallas del castillo. Los pies, que se encontraban a medio metro del suelo, pataleaban violentamente. La cota de malla había quedado enganchada más arriba, de modo que se le subía, ciñéndolo bajo los brazos una barbaridad y le cubría la mitad del rostro. De hecho, parecía que intentase ponerse una camisa almidonada demasiado pequeña para él. Hasta donde se pudo averiguar después —y puedes estar seguro de que la historia pasó de boca en boca durante muchos días— lo que sucedió fue algo parecido a esto: al principio de la batalla uno de los gigantes había intentado sin éxito asestar un pisotón a Rabadash con la bota de clavos: sin éxito porque no aplastó al príncipe, que era lo que el gigante pretendía. No resultó una acción tan inútil porque uno de los clavos desgarró la cota de malla, del mismo modo que cualquiera de nosotros podría desgarrar una camisa corriente. Así pues, Rabadash, cuando se enfrentó a Edmund ante las puertas, tenía un agujero en la espalda de su malla protectora, y cuando Edmund lo obligó a retroceder más y más hacia la muralla, él saltó sobre un contrafuerte y permaneció allí descargando golpes sobre su adversario desde lo alto. Sin embargo, al darse cuenta de que aquella posición, al elevarlo por encima de las cabezas de todos los demás, lo convertía en un blanco para cualquier flecha de los arcos narnianos, decidió volver a saltar al suelo. Y su intención fue parecer espléndido y aterrador mientras saltaba —y sin duda por un momento fue así—. Mientras caía gritó: «¡El rayo de Tash cae desde las alturas!». Pero se vio obligado a saltar de lado debido a que la multitud colocada frente a él no le dejaba sitio para aterrizar en aquella dirección. Y entonces, del modo más limpio que se pueda desear, el desgarrón de la espalda de la cota de malla se enganchó en un saliente de la pared; en un gancho que en el pasado había sostenido un aro al que atar los caballos. Y allí se quedó el príncipe, como una pieza de ropa tendida a secar, mientras todos se reían de él.
—¡Bájame, Edmund! —aulló Rabadash—. Bájame y pelea conmigo como un rey contra un hombre; o si eres demasiado cobarde para hacerlo, mátame al instante.
—Desde luego —empezó a decir el rey Edmund, pero el rey Lune lo interrumpió.
—Con el permiso de su majestad —dijo el rey Lune a Edmund—, no lo hagáis. —Luego se volvió hacia Rabadash y prosiguió—: Alteza real, si hubierais lanzado ese desafío hace una semana, os puedo asegurar que no habría habido nadie en los dominios del rey Edmund, desde el Sumo Monarca al ratón parlante más humilde, que lo hubiera rehusado. Pero al atacar nuestro castillo de Anvard en tiempo de paz sin enviar un desafío previo, habéis demostrado no ser un caballero, sino un traidor, y uno a quien debería azotar el verdugo en lugar de permitírsele cruzar su espada con ninguna persona honorable. Bajadlo, atadlo y conducidlo adentro, hasta que demos a conocer nuestra decisión.
Manos fuertes le arrancaron la espada a Rabadash y lo transportaron al interior del castillo, entre gritos, amenazas, maldiciones e incluso lloros. Pues aunque habría sido capaz de enfrentarse a la tortura no podía soportar ser puesto en ridículo. En Tashbaan todo el mundo lo había tomado siempre en serio.
En ese momento Corin corrió hacia Shasta, lo agarró de la mano y empezó a arrastrarlo en dirección al rey Lune.
—Aquí está, padre, aquí está —gritó Corin.
—Sí, y aquí estás tú también, por fin —dijo el rey en tono sumamente áspero—. Y has participado en la batalla, desobedeciendo totalmente las órdenes. ¡Un muchacho capaz de partirle el corazón a su padre! A tu edad, una vara sobre los calzones sería más apropiada que una espada en tu mano, ¡ja!
Sin embargo todos, incluido Corin, se daban cuenta de que el rey se sentía muy orgulloso de él.
—No lo reprendáis más, majestad, por favor —intervino lord Darrin—. Su alteza no sería vuestro hijo si no hubiera heredado vuestro carácter. Apenaría mucho más a su majestad si se lo tuviera que reprender por la falta opuesta.
—Bueno, bueno —refunfuñó el monarca—. Lo dejaremos pasar por esta vez. Y ahora…
Lo que sucedió a continuación sorprendió a Shasta tanto como cualquier otra cosa que le hubiera sucedido durante su vida. El rey Lune lo abrazó repentinamente con gran energía y también lo besó en ambas mejillas. Luego el monarca lo dejó en el suelo y dijo:
—Permaneced aquí juntos, muchachos, y dejad que toda la corte os contemple. Alzad las cabezas. Ahora, caballeros, miradlos a los dos. ¿Tiene alguien alguna duda?
Y todavía Shasta siguió sin comprender por qué todos los miraban con asombro a él y a Corin, ni a cuento de qué venían todas aquellas aclamaciones.