Capítulo 12

Shasta en Narnia

«¿Ha sido todo un sueño?», se preguntó Shasta; pero no podía haber sido un sueño porque en la hierba ante él vio la profunda y enorme huella de la zarpa delantera derecha del león. Quitaba la respiración pensar en el peso capaz de dejar una pisada como aquélla. Sin embargo, había algo aún más extraordinario que su tamaño. Mientras la contemplaba, su fondo se había llenado de agua. No tardó en llenarse hasta el borde y en empezar a rebosar, y en seguida se formó un pequeño arroyo que fluyó por la hierba, ladera abajo, alejándose del niño.

Shasta se inclinó y bebió —un trago muy largo— y luego sumergió el rostro y se echó agua por la cabeza. Estaba sumamente fría y era transparente como el cristal, y además lo refrescó enormemente. Después de eso se irguió, sacudiéndose el agua de las orejas a la vez que se echaba hacia atrás los cabellos mojados que le caían sobre la frente, y empezó a examinar sus alrededores.

Aparentemente era todavía muy temprano. El sol acababa de salir, y se había alzado desde los bosques que contemplaba muy abajo y lejanos, a su derecha. Aquel territorio era del todo nuevo para él. Se trataba de un valle verde salpicado de árboles por entre los cuales distinguió el destello de un río que se alejaba serpenteando ligeramente en dirección noroeste. En el extremo opuesto del valle había unas colinas rocosas elevadas y uniformes, pero eran más bajas que las montañas que había visto el día anterior. Entonces empezó a adivinar dónde se encontraba. Volvió la cabeza y miró a su espalda: vio que la ladera en la que estaba formaba parte de una cordillera de montañas mucho más altas.

—Vaya —dijo para sí—. Ésas son las grandes montañas situadas entre Archenland y Narnia. Ayer estaba al otro lado. Debo de haber cruzado el desfiladero durante la noche. ¡Qué suerte que diera con él!… Aunque no fue suerte, fue gracias a él. Y ahora estoy en Narnia.

Se dio la vuelta, desensilló el caballo y le quitó la brida.

—A pesar de que tengo un caballo horrible —declaró.

El animal no prestó la menor atención al comentario y empezó inmediatamente a pastar. Aquel caballo tenía una opinión muy pobre de Shasta.

«¡Ojalá pudiera comer hierba! —pensó el niño—. De nada sirve regresar a Anvard, pues estará totalmente asediado. Será mejor que siga descendiendo hacia el interior del valle y vea si puedo conseguir algo de comer».

Marchó, pues, ladera abajo —el espeso rocío le helaba terriblemente los pies desnudos— hasta que penetró en un bosque. Había una especie de senda que lo cruzaba y no llevaba muchos minutos siguiéndola cuando oyó una voz pastosa y muy jadeante que le decía:

—Buenos días, vecino.

Shasta volvió la cabeza rápidamente en busca del propietario de la voz y se encontró a un pequeño ser cubierto de púas y de rostro oscuro que acababa de salir de entre los árboles. Era pequeño para ser una persona y muy grande para ser un erizo, pero eso era.

—Buenos días —respondió Shasta—; pero no soy un vecino. En realidad soy forastero en este lugar.

—¿Ah, sí? —repuso el erizo en tono inquisitivo.

—He venido del otro lado de las montañas… de Archenland, ¿sabes?

—Ah, Archenland —repuso el erizo—. Eso está terriblemente lejos. Nunca he estado allí.

—Y creo —siguió Shasta— que alguien debería saber que hay un ejército de salvajes calormenos atacando Anvard en este mismo instante.

—¡No me digas! —respondió el erizo—. Vaya, qué cosas. Y eso que dicen que Calormen se encuentra a cientos de miles de kilómetros de distancia, justo en el fin del mundo, al otro lado de un gran mar de arena.

—No está tan lejos como crees —le explicó Shasta—. Y ¿no habría que hacer algo con ese ataque a Anvard? ¿No debería informarse al Sumo Monarca?

—Ciertamente, ya lo creo, habría que hacer algo al respecto. Pero, ¿sabes?, ahora me dirigía a mi cama para disfrutar del buen día durmiendo. ¡Hola, vecino!

Aquellas últimas palabras fueron dirigidas a un enorme conejo de color beige que acababa de sacar la cabeza de algún punto situado junto al sendero. El erizo se apresuró a contar al recién llegado lo que acababa de decirle Shasta, y éste estuvo de acuerdo en que aquélla era una noticia extraordinaria y que alguien debería informar a otro alguien para que se hiciera algo.

Y así siguió la cosa. Cada pocos minutos se les unían otras criaturas, algunas procedentes de las ramas extendidas sobre sus cabezas y otras de pequeñas casas subterráneas situadas a sus pies, hasta que el grupo lo formaron cinco conejos, una ardilla, dos urracas, un fauno con pezuñas de cabra, y un ratón, que hablaban todos a la vez y estaban de acuerdo con el erizo. Pues lo cierto era que en aquella edad dorada en que la bruja y el invierno habían desaparecido y Peter, el Sumo Monarca, gobernaba en Cair Paravel, los habitantes más menudos de los bosques de Narnia se sentían tan seguros y felices que se estaban volviendo un poco despreocupados.

Al poco, no obstante, dos personas mucho más prácticas hicieron su aparición en el bosquecillo. Una era un enano rojo cuyo nombre parecía ser Vaguete, y el otro un ciervo, una hermosa y noble criatura de enormes ojos transparentes, flancos moteados y patas tan finas y gráciles que parecían poderse quebrar con dos dedos.

—¡Por el León! —rugió el enano en cuanto escuchó la noticia—. Y si eso es así, ¿por qué estamos todos aquí quietos, parloteando? ¡Hay enemigos en Anvard! Hay que llevar la noticia a Cair Paravel inmediatamente. Hay que reunir el ejército. Narnia debe ir en ayuda del rey Lune.

—¡Ah! —exclamó el erizo—. Pero no encontraréis al Sumo Monarca en Cair. Se ha marchado al norte a dar una buena paliza a esos gigantes. Y hablando de gigantes, vecinos, eso me trae a la mente…

—¿Quién llevará el mensaje? —interrumpió el enano—. ¿Hay alguien aquí más veloz que yo?

—Yo soy veloz —dijo el ciervo—. ¿Cuál es mi mensaje? ¿Cuántos calormenos?

—Al menos doscientos, al mando del príncipe Rabadash. Y…

Pero el ciervo ya había partido; dio un salto sobre las cuatro patas, y en un instante sus blancos cuartos traseros habían desaparecido entre los árboles más alejados.

—Quisiera saber adónde va —dijo el conejo—. No encontrará al Sumo Monarca en Cair Paravel, sabéis.

—Encontrará a la reina Lucy —respondió Vaguete—. Y entonces… ¡Vaya! ¿Qué le sucede al humano? Se ha puesto de color verde. Creo que está medio desmayado. A lo mejor se trata de hambre mortal. ¿Cuándo fue la última vez que comiste, jovencito?

—Ayer por la mañana —respondió Shasta con voz débil.

—Vamos, pues, vamos —instó el enano, pasando al instante los gruesos y cortos brazos alrededor de la cintura de Shasta para sostenerlo—. ¡Vaya, vecinos, debería darnos vergüenza! Vamos chico, ven conmigo. ¡A desayunar! Es mejor que charlar.

Con gran alboroto, sin dejar de murmurar reproches para sí, el enano fue llevando como pudo a Shasta a gran velocidad hasta adentrarse en el bosque, un poco cuesta abajo. La caminata fue más larga de lo que Shasta deseaba en aquel momento y sus piernas empezaron a temblar antes de que salieran de entre los árboles a una ladera desnuda. Allí encontraron una casita con una chimenea humeante y una puerta abierta y, mientras se acercaba a la entrada, Vaguete gritó:

—¡Eh, hermanos! Traigo a un visitante a desayunar.

De inmediato, mezclado con un chisporroteo, a Shasta le llegó un aroma sencillamente delicioso. Jamás había olido algo tan rico, aunque confío en que tú sí. Se trataba, en realidad, del olor a tocino, huevos y champiñones friéndose en una sartén.

—Cuidado con la cabeza, chico —advirtió Vaguete cuando ya era demasiado tarde, pues Shasta acababa de golpearse la frente contra el bajo dintel de la puerta—. Ahora siéntate —prosiguió el enano—. La mesa es un poco baja para ti, pero el taburete también lo es. Así. Y aquí tienes avena… y una jarra de leche cremosa… y una cuchara.

Para cuando Shasta hubo terminado su avena, los dos hermanos del enano, que se llamaban Rogin y Pulgares de Acero, ya depositaban la fuente de tocino, huevos y champiñones, la cafetera, la leche caliente y las tostadas sobre la mesa.

Todo resultaba nuevo y maravilloso para el muchacho, ya que la comida calormena era bastante distinta. Ni siquiera sabía qué eran aquellas rebanadas de color castaño, pues jamás había visto una tostada; tampoco sabía qué era la sustancia amarilla que esparcían sobre la tostada, porque en Calormen casi siempre le daban a uno aceite en lugar de mantequilla. Y la casa en sí era muy diferente de la cabaña oscura, de atmósfera viciada y con olor a pescado de Arsheesh y de las estancias con columnas de los palacios de Tashbaan. El techo era muy bajo, y todo estaba hecho de madera. Había un reloj de cucú, un mantel de cuadros rojos y blancos, un jarrón con flores silvestres y unas diminutas cortinas en las ventanas de gruesos cristales. También resultaba bastante molesto tener que usar tazas, platos, cuchillos y tenedores para enanos. Aquello significaba que las raciones eran muy pequeñas, pero al mismo tiempo Sharta podía repetir cuanto quisiera porque le llenaban el plato o la taza a cada momento. Incluso los mismos enanos decían sin cesar:

—Mantequilla, por favor.

—Otra taza de café.

—¿Alguien me pasa unos champiñones más?

—¿Qué tal si freímos otro huevo o algo así?

Y cuando por fin hubieron comido hasta hartarse, los tres enanos sortearon a quién le tocaba lavar los platos y perdió Rogin. Luego Vaguete y Pulgares de Acero condujeron a Shasta al exterior, a un banco situado junto a la pared de la casa, y todos estiraron las piernas y lanzaron un suspiro de satisfacción. Los dos enanos encendieron sus pipas. El rocío había desaparecido de la hierba ya y el sol calentaba bastante; a decir verdad, de no haber soplado una ligera brisa, habría hecho demasiado calor.

—Ahora, forastero —dijo Vaguete—, te mostraré el territorio. Puedes ver casi todo el sur de Narnia desde aquí, y nos sentimos muy orgullosos de la vista. Justo ahí a lo lejos, a tu izquierda, detrás de esas colinas cercanas, puedes ver las montañas occidentales. Y a esa loma redondeada a tu derecha la llaman la Colina de la Mesa de Piedra. Y más allá de…

En aquel momento, lo interrumpió un ronquido procedente de Shasta, quien, tras el viaje nocturno y el excelente desayuno, se había quedado profundamente dormido. En cuanto lo advirtieron, los bondadosos enanos empezaron a hacerse señas unos a otros para que nadie lo despertara; aunque lo cierto es que, con tantos susurros y gesticulaciones, y con todo el ruido que hicieron al levantarse y alejarse con disimulo, habrían terminado por conseguirlo de no haber estado tan cansado.

Durmió casi todo el día, aunque se despertó a tiempo para la cena. Las camas de la casa eran demasiado pequeñas para él pero le prepararon una cama magnífica de brezo en el suelo, y ni se movió ni soñó en toda la noche. A la mañana siguiente acababan de dar cuenta del desayuno cuando oyeron un agudo y emocionante sonido procedente del exterior.

—¡Trompetas! —exclamaron todos los enanos, mientras salían de la casa acompañados por Shasta.

Las trompetas volvieron a sonar: un sonido nuevo para Shasta, no enorme y solemne como las trompetas de Tashbaan ni alegre y divertido como la trompa de caza del rey Lune, sino nítido, agudo y valeroso. El sonido surgía de los bosques situados al este, y muy pronto se mezcló con el repicar de los cascos de caballos. Al cabo de un instante llegó ante ellos la cabeza de la columna.

Primero apareció lord Peridan sobre un caballo bayo sosteniendo el enorme estandarte de Narnia: un león rojo sobre un fondo verde. Shasta lo reconoció al instante. A continuación aparecieron tres personas que marchaban una al lado de la otra, dos sobre enormes corceles y una sobre un poni. Los dos que iban montados en corceles eran el rey Edmund y una dama de cabellos rubios con un rostro muy alegre que lucía un yelmo y una cota de malla. Además, llevaba un arco colgado al hombro junto con una aljaba sujeta al costado.

—La reina Lucy —musitó Vaguete.

La persona montada en el poni era Corin. Tras ellos iba el grueso principal del ejército: hombres sobre caballos normales, hombres sobre caballos parlantes —a quienes no importaba que los montaran en las ocasiones que lo requerían, como cuando Narnia iba a la guerra—, centauros, osos aguerridos, grandes perros parlantes y, por último, seis gigantes; pues existían gigantes buenos en Narnia. A pesar de saber que se hallaban del lado de los buenos, al principio Shasta apenas era capaz de mirarlos; existen algunas cosas a las que uno tarda mucho en acostumbrarse.

En el mismo instante en que el rey y la reina llegaban ante la casa y los enanos empezaban a dedicarles profundas reverencias, el rey Edmund gritó:

—¡Bien, amigos! ¡Hora de hacer un alto y tomar un bocado!

E inmediatamente se produjo un gran revuelo de gente que desmontaba, de mochilas que se abrían y de inicio de conversaciones en tanto que Corin se dirigía corriendo a Shasta y le tomaba las manos, gritando:

—¡Vaya! ¡Estás aquí! ¿De modo que conseguiste salir sin problemas? Me alegro. Ahora nos divertiremos. ¿No es eso tener suerte? Apenas llegamos al puerto de Cair Paravel ayer por la mañana y la primera persona que viene a nuestro encuentro es el ciervo Chervy con esa noticia de un ataque a Anvard. No crees…

—¿Quién es el amigo de su alteza? —preguntó el rey Edmund, que acababa de desmontar.

—¿No lo veis, majestad? —dijo Corin—. Es mi doble: el chico al que confundisteis conmigo en Tashbaan.

—Vaya, ya lo creo que es su doble —exclamó la reina Lucy—. Son tan iguales como dos gemelos. Es maravilloso.

—Por favor, majestad —suplicó Shasta al rey Edmund—. Yo no era un traidor, lo prometo. No pude evitar escuchar vuestros planes; pero jamás se me habría ocurrido contárselos a vuestros enemigos.

—Ahora sé que no eras un traidor, muchacho —dijo el rey Edmund, posando una mano sobre la cabeza de Shasta—; pero si no quieres que te tomen por uno, en otra ocasión intenta no escuchar lo que está dirigido a otros oídos. Pero no hay de qué preocuparse.

Después de eso hubo tanto bullicio, y tantas conversaciones e idas y venidas, que durante unos pocos minutos Shasta perdió de vista a Corin, Edmund y Lucy. De todos modos, Corin era la clase de chico del que uno oye hablar en seguida y no pasó mucho tiempo antes de que Shasta oyera decir al rey Edmund con voz sonora:

—¡Por la Melena del León, príncipe, esto es demasiado! ¿Es que su alteza no se enmendará jamás? ¡Das más miedo tú que todo nuestro ejército junto! Antes preferiría tener un regimiento de avispones a mis órdenes que a ti.

Shasta se deslizó entre los reunidos y vio a Edmund, con expresión realmente enojada, a Corin, que parecía algo avergonzado de sí mismo, y a un enano desconocido sentado en el suelo haciendo muecas. Al parecer, un par de faunos lo habían estado ayudando a quitarse la armadura.

—Si tuviera mi cordial conmigo —decía la reina Lucy—, no tardaría en reparar esto. Pero el Sumo Monarca me ha prohibido terminantemente llevarlo por regla general a las guerras ¡Debo reservarlo para situaciones muy extremas!

Lo que había sucedido es que, en cuanto Corin acabó de hablar con Shasta, un enano del ejército, llamado Espinoso, asió al príncipe por el codo.

—¿Qué sucede, Espinoso? —preguntó Corin.

—Alteza real —dijo Espinoso, apartándolo a un lado—, nuestra marcha de hoy nos llevará a través del desfiladero y directos al castillo de vuestro real padre. Puede que entremos en combate antes del anochecer.

—Lo sé —respondió Corin—. ¿No es fabuloso?

—Fabuloso o no —replicó Espinoso—, tengo órdenes sumamente estrictas del rey Edmund de encargarme de que su alteza no tome parte en el combate. Se os permitirá verlo, y eso es un regalo más que suficiente para los pocos años de su alteza.

—¡Qué tontería! —profirió Corin—. Claro que voy a pelear. Pero si la reina Lucy estará con los arqueros.

—Su majestad la reina Lucy hará lo que le plazca —dijo Espinoso—; pero vos estáis a mi cargo. O me dais vuestra solemne y principesca palabra de que mantendréis a vuestro poni junto al mío, ni medio cuello por delante, hasta que dé a su alteza permiso para partir, o de lo contrario, y son órdenes de su majestad, deberemos ir atados por las muñecas igual que prisioneros.

—Te derribaré si intentas atarme —afirmó Corin.

—Me gustaría ver cómo lo hace su alteza.

Aquello fue reto más que suficiente para un muchacho como Corin y en un segundo él y el enano luchaban a brazo partido. Habría sido una pelea igualada pues, aunque Corin tenía los brazos más largos y era más alto, el enano tenía más edad y fuerza; pero no llegó a librarse hasta el final —eso es lo peor de las peleas en una ladera escarpada—, pues Espinoso tuvo la pésima suerte de pisar una piedra suelta; cayó de bruces sobre la nariz y, cuando intentó incorporarse, descubrió que se había torcido el tobillo: una torcedura realmente atroz que le impediría andar o cabalgar durante al menos dos semanas.

—Mira lo que has hecho, alteza —dijo el rey Edmund—. Nos has privado de un guerrero de gran valía justo antes de la batalla.

—Yo ocuparé su lugar, majestad —se ofreció Corin.

—¡Bah! —dijo Edmund—. Nadie duda de tu valor; pero un muchacho en una batalla sólo supone un peligro para su propio bando.

En aquel momento el rey tuvo que alejarse para ocuparse de otra cosa, y Corin, tras disculparse elegantemente con el enano, corrió hacia Shasta y susurró.

—¡Rápido! Ahora sobra un poni, y también la armadura del enano. Póntela antes de que se den cuenta.

—¿Por qué? —quiso saber Shasta.

—Pues ¡para que tú y yo podamos pelear en la batalla, claro! ¿No quieres?

—Oh… ah, sí, desde luego —respondió Shasta. Sin embargo, era lo último que pensaba hacer y empezó a sentir un desagradable hormigueo en la espalda.

—Eso es —indicó Corin—. Por encima de la cabeza. Ahora el talabarte. Pero debemos cabalgar cerca de la cola de la columna y permanecer callados como ratones. Una vez que empiece la batalla todos estarán demasiado ocupados para fijarse en nosotros.