Capítulo 10

El ermitaño del Linde Meridional

Después de haber cabalgado durante varias horas por el valle, éste se ensanchó y pudieron ver lo que había más adelante. El río que habían estado siguiendo se unió entonces a otro río más extenso, ancho y turbulento, que discurría de su izquierda a su derecha, en dirección al este. Más allá de aquel río, un delicioso territorio se alzaba suavemente en forma de colinas bajas, una loma tras otra, hasta las mismas montañas septentrionales. A la derecha, había pináculos rocosos, uno o dos de ellos con nieve aferrada a los salientes. A la izquierda, laderas cubiertas de coníferas, altas rocas amenazadoras, desfiladeros estrechos y picos azules se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Shasta ya no distinguía el monte Pire. Justo delante de ellos, la cordillera se hundía en un boscoso collado que desde luego tenía que ser el paso que conducía de Archenland a Narnia.

—¡Bru-ju-ju, el norte, el verde norte! —relinchó Bree.

Ciertamente las colinas más bajas parecían más verdes y fértiles que nada que Aravis y Shasta, con sus ojos criados en el sur, hubieran podido imaginar jamás. Los ánimos remontaron mientras los viajeros descendían con estrépito al punto de encuentro de los dos ríos.

La corriente que fluía hacia el este, proveniente de las montañas más altas del extremo oeste de la cordillera, era excesivamente veloz y demasiado salpicada con rápidos para pensar que pudieran cruzarla a nado; pero tras un buen rato de buscar, recorriendo la orilla de un lado a otro, encontraron un lugar lo bastante poco profundo como para vadearlo. El rugir y tronar del agua, los grandes remolinos alrededor de las cernejas de los caballos, las ráfagas de aire fresco y el veloz movimiento de las libélulas embargaron a Shasta de una curiosa excitación.

—¡Amigos, nos encontramos en Archenland! —anunció Bree con orgullo mientras chapoteaba y se abría paso hasta la orilla norte—. Creo que el río que acabamos de cruzar recibe el nombre de Flecha Sinuosa.

—Espero que hayamos llegado a tiempo —murmuró Hwin.

Entonces empezaron a ascender, despacio y zigzagueando mucho, pues las colinas eran empinadas. Todo el territorio era como un parque sin carreteras ni casas a la vista, y por todas partes había árboles desperdigados, aunque nunca lo bastante juntos como para formar un bosque. Shasta, que había pasado toda su vida en un pastizal exento casi de árboles, no había visto nunca tantos ni de tantas clases distintas. De haber estado allí probablemente habríamos advertido —él no lo hizo— que contemplaba robles, hayas, abedules, serbales y castaños. Los conejos huían en todas direcciones a su paso, y más adelante vieron una auténtica manada de gamos que marchaba por entre los árboles.

—¡Esto es maravilloso! ¡No tengo palabras para describirlo! —exclamó Aravis.

Al alcanzar la primera cordillera Shasta se volvió sobre la silla y miró atrás. No había ni rastro de Tashbaan; el desierto, ininterrumpido excepto por la estrecha hendidura verde por la que habían viajado, se extendía hasta la línea del horizonte.

—¡Vaya! —exclamó de improviso—. ¿Qué es eso?

—¿Qué es qué? —inquirió Bree, dándose la vuelta.

Hwin y Aravis hicieron lo mismo.

—Eso —respondió Shasta, señalando—. Parece humo. ¿Es un fuego?

—Una tormenta de arena, diría yo —respondió Bree.

—No hay mucho viento para levantarla —señaló Aravis.

—¡Oh! —exclamó Hwin—. ¡Mirad! Centellean cosas en ella. ¡Mirad! Son yelmos… y armaduras. Y se mueve: se mueve hacia aquí.

—¡Por Tash! —gritó Aravis—. Es el ejército. Es Rabadash.

—Claro que lo es —dijo Hwin—. Justo lo que yo temía. ¡Rápido! Debemos llegar a Anvard antes que él.

Y sin decir nada más miró al frente y empezó a galopar hacia el norte. Bree sacudió la cabeza e hizo lo mismo.

—¡Vamos, Bree, vamos! —chilló Aravis por encima del hombro.

La carrera fue agotadora para los caballos. Cada vez que coronaban una elevación encontraban otro valle y otra cadena montañosa al otro lado; y aunque sabían que iban más o menos en la dirección correcta, nadie conocía a qué distancia se hallaba Anvard. Desde lo alto de la segunda elevación Shasta volvió a mirar atrás. En lugar de una nube de polvo en medio del desierto vio entonces una masa negra en movimiento, como si se tratara de hormigas, en la orilla más alejada del Flecha Sinuosa. Sin lugar a dudas buscaban un vado.

—¡Están en el río! —chilló con desesperación.

—¡Rápido! ¡Rápido! —gritó Aravis—. ¡Nuestro viaje habrá sido en vano si no alcanzamos Anvard a tiempo! Galopa, Bree, galopa. Recuerda que eres un caballo de batalla.

Shasta tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse y no gritar instrucciones similares; pero pensó: «El pobre ya hace todo lo que puede», y se mordió la lengua. Y desde luego los dos caballos hacían, si no todo lo que podían, todo lo que ellos creían que podían hacer; lo que no es exactamente lo mismo. Bree había alcanzado a Hwin y ambos galopaban con un ruido atronador por el pastizal, el uno junto al otro. No parecía que la yegua fuera a poder mantener aquella marcha durante mucho más tiempo.

En ese momento, los sentidos de todos ellos se vieron totalmente alterados por un sonido que surgió a su espalda. No se trataba de lo que esperaban oír: el ruido de cascos y armaduras tintineantes, mezclado, tal vez, con gritos de guerra calormenos. Sin embargo, Shasta lo reconoció al instante. Era el mismo rugido furioso que había oído aquella noche de luna en que conocieron a Aravis y a Hwin. Bree también lo reconoció; sus ojos brillaron encendidos y las orejas se pegaron hacia atrás sobre su cráneo. Y el caballo descubrió entonces que no había ido tan rápido como podía ir. Shasta percibió el cambio en seguida. Entonces sí que iban a toda velocidad. En unos segundos habían dejado atrás a Hwin.

«Esto no es justo —pensó Shasta—. ¡Creía que aquí estaríamos a salvo de leones!».

Miró por encima del hombro. No cabía la menor duda. Una enorme criatura leonada, con el cuerpo pegado al suelo, igual que un gato cruzando veloz el césped hasta un árbol al ver que un perro ha entrado en el jardín, se hallaba detrás de ellos. Y se acercaba más y más con cada segundo que pasaba.

Volvió a mirar al frente y vio algo que no registró y sobre lo que ni siquiera pensó. Les cortaba el paso una lisa pared verde de unos tres metros de altura. En el centro de la pared había una puerta, abierta, y en medio de la entrada había un hombre alto cubierto, hasta los pies descalzos, con una túnica del color de las hojas en otoño, apoyado en un cayado recto. La barba le llegaba casi hasta las rodillas.

Shasta echó un vistazo a todo aquello y volvió a mirar atrás. El león estaba a punto de atrapar a Hwin e intentaba morderle las patas traseras, y no quedaba la menor esperanza en el rostro aterrorizado y cubierto de espumarajos de la yegua.

—¡Detente! —vociferó Shasta al oído de Bree—. Debemos dar la vuelta. ¡Tenemos que ayudarlas!

Bree siempre diría después que no oyó o no comprendió lo que le decían; y como por lo general era un caballo muy sincero debemos aceptar su palabra.

Shasta deslizó los pies fuera de los estribos, pasó las dos piernas al lado izquierdo, vaciló durante una espantosa centésima de segundo, y saltó. Sintió un dolor terrible y casi se quedó sin aliento; pero antes de llegar a darse cuenta de lo mucho que le dolía ya estaba regresando tambaleante para ayudar a Aravis. Nunca jamás había hecho nada parecido en toda su vida y apenas sabía por qué lo hacía en aquellos momentos.

Uno de los sonidos más terribles del mundo, el chillido de un caballo, brotó de los labios de Hwin. Aravis se había inclinado totalmente sobre el cuello de la yegua y parecía intentar desenvainar su espada. Y ya los tres —Aravis, Hwin y el león— habían llegado casi donde estaba Shasta. Pero antes de hacerlo, el león se alzó sobre las patas traseras, más grande de lo que uno creería que puede ser un león, y atacó a Aravis con la zarpa derecha. Shasta vio cómo se extendían todas las afiladas uñas. La muchacha gritó y se tambaleó en la silla. El león la alcanzó en la espalda. Shasta, medio enloquecido por el horror, consiguió abalanzarse sobre el animal. No tenía ningún arma, ni siquiera un palo o una piedra; pero le gritó al león, de un modo absurdo, igual que uno gritaría a un perro: «¡Vete a casa! ¡Vete a casa!». Durante una fracción de segundo se encontró mirando directamente a las enfurecidas fauces abiertas; a continuación, ante su completo asombro, el animal, todavía sobre las patas traseras, se detuvo bruscamente, cayó rodando sobre el suelo, se levantó y salió huyendo.

Shasta no supuso ni por un momento que se hubieran librado de él para siempre. Dio media vuelta y corrió hacia la puerta de la pared verde que, entonces por primera vez, recordó haber visto. Hwin, tambaleante y medio desvanecida, cruzaba el umbral en aquellos momentos; Aravis seguía montada pero tenía la espalda cubierta de sangre.

—Entra, hija mía, entra —decía el hombre barbudo de la túnica, y luego añadió—: Entra, hijo mío —cuando Shasta llegó jadeando ante él.

El muchacho oyó el sonido de la puerta al cerrarse a su espalda y vio que el barbudo desconocido ayudaba ya a Aravis a bajar de su montura.

Se encontraban en un recinto amplio y perfectamente circular, protegido por un elevado muro de turba verde. Un estanque de aguas totalmente inmóviles, tan lleno que casi rebosaba sobre el suelo, se hallaba situado ante él, y en un extremo del estanque, oscureciéndolo totalmente con sus ramas, crecía el árbol más enorme y hermoso que Shasta había contemplado jamás. Más allá del estanque pudo ver una casita baja de piedra con un tejado cubierto por una gruesa y antigua capa de paja. Se oían balidos y más allá, en el otro extremo del recinto, había unas cuantas cabras. El llano suelo estaba totalmente cubierto de los pastos más excelentes.

—¿Es… es… es usted —jadeó Shasta—, es usted el rey Lune de Archenland?

—No —respondió el anciano con voz sosegada, negando con la cabeza—; soy el ermitaño del Linde Meridional. Y ahora, hijo mío, no malgastes tiempo en preguntas y obedece. Esta muchacha está herida. Vuestros caballos están agotados. Rabadash ha encontrado en estos momentos un vado en el Flecha Sinuosa. Si corres ahora, sin descansar ni un instante, aún estarás a tiempo de advertir al rey Lune.

Shasta se sintió desfallecer al oír aquellas palabras pues dudaba de que le quedaran fuerzas. Y se enfureció interiormente ante lo que parecía la crueldad e injusticia de la exigencia. No había aprendido aún que si uno hace una buena acción la recompensa acostumbra a ser que te encarguen otra más difícil y mejor que la anterior. De todos modos se limitó a decir en voz alta:

—¿Dónde está el rey?

El ermitaño se volvió y señaló con el bastón.

—Mira —dijo—. Hay otra puerta, justo enfrente de esa por la que has entrado. Ábrela y sigue recto: siempre recto, tanto si el terreno es llano como si es empinado, sobre terreno liso y escarpado, sobre suelo seco o mojado. Mediante mis habilidades sé que encontrarás al rey Lune si sigues todo recto. Pero corre, corre: corre siempre.

Shasta asintió con la cabeza, corrió hasta la puerta norte y desapareció por ella. Entonces el ermitaño sujetó a Aravis, a la que durante todo aquel tiempo había estado sosteniendo con el brazo izquierdo, y medio la condujo, medio la llevó en brazos al interior de la casa. Al cabo de un largo rato volvió a salir.

—Ahora, primos —dijo a los caballos—. Es vuestro turno.

Sin aguardar una respuesta —en realidad los animales estaban demasiado exhaustos para hablar— les quitó bridas y sillas. A continuación los cepilló a conciencia, tan bien que un mozo de un establo real no podría haberlo hecho mejor.

—Ya está, primos —anunció—, olvidad las preocupaciones y tened ánimo. Aquí hay agua y allí, hierba. Tendréis salvado caliente cuando haya ordeñado a mis otras primas, las cabras.

—Señor —dijo Hwin, una vez hubo recuperado la voz—, ¿vivirá la tarkina? ¿La ha matado el león?

—Yo, que sé muchas cosas del presente mediante mis habilidades —replicó el ermitaño con una sonrisa—, tengo no obstante muy poca información sobre lo que sucederá en el futuro. Por lo tanto no sé si alguna mujer, hombre o bestia del mundo entero seguirán con vida cuando el sol se ponga esta noche. Pero ten esperanza. Es probable que la muchacha viva tanto tiempo como cualquiera de su edad.

Cuando Aravis recuperó el conocimiento se encontró acostada boca abajo en una cama baja extraordinariamente mullida en una fresca habitación sin muebles con paredes de piedra desnuda. No comprendía por qué la habían colocado boca abajo; pero cuando intentó darse la vuelta y sintió el ardiente dolor por toda la espalda, lo recordó todo y comprendió el motivo. No conseguía adivinar de qué material deliciosamente elástico era la cama en la que yacía porque estaba hecha de brezo, que es el mejor tipo de lecho, y el brezo era algo que ella no había visto ni oído mencionar jamás.

La puerta se abrió y entró el ermitaño, con un gran cuenco de madera en la mano. Tras depositarlo con sumo cuidado en el suelo, el hombre se acercó a Aravis, y preguntó:

—¿Cómo te encuentras, hija mía?

—Me duele mucho la espalda, padre —respondió ella—, pero no me duele nada más.

El anciano se arrodilló junto al lecho, apoyó una mano en su frente, y le tomó el pulso.

—No tienes fiebre —declaró a continuación—. Te recuperarás. En realidad no hay ningún motivo por el que no puedas levantarte mañana. Pero ahora bebe esto.

Tomó el cuenco de madera y se lo acercó a los labios. Aravis no pudo evitar hacer una mueca cuando la probó, pues la leche de cabra resulta más bien desagradable cuando no se está acostumbrado a ella; pero estaba muy sedienta y consiguió bebérsela toda; se sintió mejor cuando terminó.

—Ahora, hija mía, puedes dormir cuando lo desees —dijo el ermitaño—. Pues tus heridas están limpias y vendadas y aunque escuecen, no son más graves de lo que habrían sido las heridas de un látigo. Debía de ser un león muy extraño; pues en lugar de arrancarte de la silla de montar y hundir los colmillos en tu carne, se ha limitado a pasar la zarpa por tu espalda. Diez arañazos: dolorosos, pero ni profundos ni peligrosos.

—¡Vaya! —exclamó ella—. Pues he tenido suerte.

—Hija —repuso el ermitaño—, he vivido ya ciento nueve inviernos en este mundo y no he encontrado aún lo que llamas «suerte». Hay algo en todo esto que no comprendo; pero si alguna vez hemos de enterarnos, puedes estar segura de que lo sabremos.

—¿Y que hay de Rabadash y sus doscientos hombres a caballo?

—No pasarán por aquí, creo —respondió él—. A estas horas sin duda han encontrado ya un vado muy al este de donde nosotros nos hallamos. Una vez crucen el río, probablemente intentarán cabalgar sin detenerse hasta Anvard.

—¡Pobre Shasta! —dijo Aravis—. ¿Tiene que ir muy lejos? ¿Llegará primero?

—Existe una buena posibilidad de que así sea —contestó el anciano.

Aravis volvió a acostarse —de costado esta vez— y dijo:

—¿He dormido mucho? Parece que empieza a oscurecer…

El ermitaño fue a mirar por la única ventana que daba al norte.

—Ésta no es la oscuridad de la noche —dijo al cabo—. Las nubes empiezan a descender del Pico de las Tormentas. Nuestro mal tiempo siempre viene de allí en esta región. Habrá una espesa niebla esta noche.

Al día siguiente, a excepción de la dolorida espalda, Aravis se sentía tan bien que tras el desayuno, que fue a base de avena y leche, el ermitaño dijo que podía levantarse. Y, claro está, salió de inmediato a hablar con los caballos. El tiempo había cambiado y todo aquel recinto verde estaba lleno, igual que una gran copa, de la luz del sol. Era un lugar tranquilo, solitario y silencioso.

Hwin trotó inmediatamente hacia Aravis y le dio un beso equino.

—Pero ¿dónde está Bree? —quiso saber Aravis cuando se hubieron preguntado mutuamente cómo se sentían y qué tal habían dormido.

—Ahí —respondió la yegua, indicando con el hocico el punto más alejado del círculo—. Estaría bien que intentaras hablar con él. Le pasa algo, no consigo sacarle una palabra.

Fueron hacia allí y encontraron a Bree acostado con el rostro de cara a la pared, y aunque sin duda las había oído llegar, no volvió para nada la cabeza ni dijo una palabra.

—Buenos días, Bree —saludó Aravis—. ¿Cómo te encuentras esta mañana?

El caballo farfulló algo que nadie consiguió entender.

—El ermitaño dice que Shasta probablemente consiguió llegar hasta el rey Lune a tiempo —continuó ella—, de modo que parece que todos nuestros problemas han terminado. ¡Narnia, por fin, Bree!

—Jamás veré Narnia —dijo Bree en voz baja.

—¿No te encuentras bien, querido? —inquirió Aravis.

Bree se volvió por fin, con una expresión tan lúgubre en el rostro como sólo es posible ver en la cara de un caballo.

—Regresaré a Calormen —declaró.

—¿Qué? —exclamó ella—. ¿De vuelta a la esclavitud?

—Sí —asintió él—; la esclavitud es lo único para lo que sirvo. ¿Cómo podría presentarme ahora ante los caballos libres de Narnia? ¡Yo, que dejé a una yegua, una chiquilla y un niño abandonados para que los devoraran los leones mientras galopaba a toda velocidad para salvar mi miserable pellejo!

—Todos corrimos tanto como pudimos —indicó Hwin.

—¡Shasta no lo hizo! —resopló él—. O al menos corrió en la dirección correcta: corrió hacia atrás. Y eso es lo que más me avergüenza. Yo, que me llamaba a mí mismo caballo de batalla y me he jactado de haber tomado parte en un centenar de combates, verme superado por un chiquillo humano; ¡un niño, un simple potrillo, que jamás había empuñado una espada, ni tenido una buena crianza ni ejemplo que seguir en su vida!

—Lo sé —dijo Aravis—. Yo sentí lo mismo. Shasta estuvo maravilloso. Yo soy tan mala como tú, Bree. Lo he estado desairando y mirando por encima del hombro desde que nos conocimos y ahora resulta ser el mejor de todos nosotros. Pero considero que sería mejor quedarnos y decirle que lo sentimos que regresar a Calormen.

—Eso puede estar bien para ti —repuso Bree—. Tú no te has deshonrado; pero yo lo he perdido todo.

—Mi buen caballo —intervino el ermitaño, que se había aproximado a ellos sin que lo advirtieran debido a que sus pies descalzos hacían poquísimo ruido sobre aquella hierba tierna y cubierta de rocío—. Mi buen caballo, no has perdido nada excepto tu vanidad. No, no, primo. No eches hacia atrás las orejas ni sacudas las crines ante mí. Si realmente te sientes tan humillado como parecía hace un minuto, debes aprender a atender a razones. No eres el caballo magnífico que habías llegado a creer que eras, porque vivías entre caballos incapaces de hablar. Desde luego eras más valiente e inteligente que ellos. ¡Eso era así! Pero eso no significa que vayas a ser alguien excepcional en Narnia. No obstante, desde el momento en que sepas esto, serás un caballo muy decente, y aceptarás las cosas tal como vienen. Y ahora, si tú y mi otro pariente de cuatro patas queréis venir a la puerta de la cocina, veremos cómo va ese salvado caliente.