Shasta emprende un viaje
Éste es el relato de una aventura que sucedió en Narnia y Calormen, y en los territorios situados entre ambos países, en la época dorada, cuando Peter era Sumo Monarca de Narnia y su hermano y sus dos hermanas eran rey y reinas bajo su gobierno.
En aquellos tiempos, en una pequeña ensenada situada casi en el extremo sur de Calormen, vivía un pobre pescador llamado Arsheesh, y con él vivía un muchacho que lo llamaba padre. El nombre del muchacho era Shasta. Casi todos los días Arsheesh salía en su bote a pescar por la mañana, y por la tarde enganchaba su asno a un carro, cargaba el carro de pescado y recorría casi dos kilómetros en dirección sur hasta el pueblo para venderlo. Si había conseguido que se lo compraran a buen precio, regresaba a casa más o menos de buen humor y no le decía nada a Shasta, pero si no había obtenido las ganancias esperadas, se dedicaba a censurar todo lo que el muchacho hacía y a veces incluso le pegaba. Siempre había algo que criticar ya que Shasta tenía trabajo en abundancia: reparar y lavar las redes, preparar la cena y limpiar la cabaña en la que ambos vivían.
Shasta no sentía el menor interés por lo que estaba situado al sur de su hogar porque en una o dos ocasiones había estado en el pueblo con Arsheesh y sabía que allí no había nada interesante. En el pueblo sólo encontraba a otros hombres que eran iguales a su padre: hombres con largas túnicas sucias, zapatos de madera con las puntas vueltas hacia arriba, turbantes en las cabezas y el rostro barbudo, que hablaban entre sí muy despacio sobre cosas que parecían aburridas. Sin embargo, sí le atraía en gran medida todo lo que se encontraba al norte, porque nadie iba jamás en aquella dirección y a él tampoco le permitían hacerlo. Cuando estaba sentado en el exterior remendando redes, y totalmente solo, a menudo dirigía ansiosas miradas en aquella dirección. No se veía nada, a excepción de una ladera cubierta de hierba que se alzaba hasta una loma baja y, más allá, el cielo y tal vez unas cuantas aves en él.
En ocasiones, si Arsheesh estaba allí, Shasta decía:
—Padre mío, ¿qué hay al otro lado de la colina?
Y entonces, si estaba de malhumor, el pescador abofeteaba al muchacho y le decía que fuera a ocuparse de su trabajo. O, si se hallaba de un humor apacible, respondía:
—Hijo mío, no permitas que tu mente se distraiga con preguntas ociosas. Pues uno de los poetas ha dicho: «La dedicación al trabajo es la base de la prosperidad, pero aquellos que hacen preguntas que no les conciernen están dirigiendo la nave del desatino hacia la roca de la indigencia».
Shasta pensaba que al otro lado de la colina debía de existir algún magnífico secreto que su padre deseaba ocultarle. En realidad, no obstante, el pescador hablaba de aquel modo porque no sabía qué había al norte; ni le importaba. Poseía una mentalidad muy práctica.
Un día llegó del sur un extranjero que no se parecía a ningún hombre que Shasta hubiera visto antes. Montaba un recio caballo tordo de ondulantes crines y cola, y sus estribos y brida estaban adornados con incrustaciones de plata. La púa de un yelmo sobresalía de la parte central de su turbante de seda y llevaba una cota de malla. De su costado pendía una curva cimitarra; un escudo redondo tachonado con adornos de cobre colgaba a su espalda, y su mano derecha sujetaba una lanza. Su rostro era oscuro, pero eso no sorprendió a Shasta porque el de todos los habitantes de Calormen lo era; lo que sí lo sorprendió fue la barba del desconocido, que estaba teñida de color carmesí, y era rizada y relucía bañada en aceite perfumado. No obstante, Arsheesh sí sabía, por el oro que el extranjero lucía en el brazo desnudo, que se trataba de un tarkaan o gran señor y se inclinó arrodillándose ante él hasta que su barba tocó la tierra, e hizo señas a Shasta para que se arrodillara también.
El desconocido exigió hospitalidad para aquella noche, cosa que, desde luego, el pescador no se atrevió a negar. Todo lo mejor que tenían fue colocado ante el tarkaan para que cenara, aunque a éste no le pareció gran cosa, y como sucedía siempre que el pescador tenía compañía, a Shasta le dieron un pedazo de pan y lo echaron de la cabaña. En ocasiones como aquélla el niño acostumbraba a dormir con el asno en su pequeño establo de tejado de paja; pero era aún muy temprano para irse a dormir, y Shasta, al que jamás habían enseñado que estaba mal escuchar detrás de las puertas, se sentó en el suelo con la oreja pegada a una rendija de la pared de madera de la cabaña para escuchar lo que hablaban los adultos. Y esto fue lo que oyó:
—Y ahora, anfitrión mío —dijo el tarkaan—, me gustaría comprar a ese chico tuyo.
—Pero mi señor —respondió el pescador; y Shasta adivinó por su tono zalamero la expresión codiciosa que probablemente estaría apareciendo en su rostro mientras lo decía—, ¿qué precio podría inducir a este siervo vuestro a vender como esclavo a su único hijo y carne de su carne? ¿Acaso no ha dicho uno de los poetas: «El afecto innato es más fuerte que la sopa y la progenie, más preciosa que los rubíes»?
—Así es —respondió el invitado con sequedad—, pero otro poeta ha dicho también: «Aquel que intenta engañar al juicioso desnuda al hacerlo la propia espalda para el látigo». No cargues tu anciana boca con falsedades. Está bien claro que este muchacho no es hijo tuyo, pues tus mejillas son tan negras como las mías mientras que el muchacho es rubio y blanco como los odiosos pero hermosos bárbaros que habitan en el lejano norte.
—¡Qué bien se ha dicho —respondió el pescador— que las espadas pueden mantenerse alejadas mediante escudos pero que el ojo de la sabiduría atraviesa todas las defensas! Debéis saber entonces, mi formidable invitado, que debido a mi extrema pobreza no me he casado jamás y no tengo hijos. Pero en aquel mismo año en que el Tisroc, que viva eternamente, inició su augusto y benéfico reinado, una noche en que la luna estaba llena, complació a los dioses privarme de mi sueño. Por consiguiente me alcé de mi lecho en esta casucha y fui a la playa para refrescarme contemplando el agua y la luna y respirando el aire fresco. Al poco tiempo escuché un ruido como de remos que se acercaban hacia mí por el agua y luego, como si dijéramos, un débil grito. Y poco después, la marea llevó a tierra un pequeño bote en el que no había más que un hombre flaco por el hambre y la sed extremas que parecía recién fallecido, pues aún estaba caliente, y junto a él, un odre vacío y un niño todavía vivo. «Sin duda —me dije—, estos desdichados han escapado del naufragio de un gran barco, pero por los admirables designios de los dioses, el mayor se ha dejado morir de hambre para mantener al niño con vida y ha perecido al avistar tierra». En consecuencia, recordando que los dioses nunca dejan de recompensar a aquellos que ayudan a los menesterosos, e impulsado por la compasión, pues vuestro siervo es un hombre de corazón tierno…
—Omite todas estas palabras fútiles en tu propia alabanza —interrumpió el tarkaan—. Ya es suficiente con saber que te llevaste al niño, y has obtenido de él, en trabajo, diez veces el valor del pan que consume cada día, como cualquiera puede ver. Y ahora dime inmediatamente qué precio le pones, pues estoy cansado de tu locuacidad.
—Vos mismo habéis dicho muy sabiamente —respondió Arsheesh— que el trabajo del muchacho me ha sido de un valor incalculable. Esto debe tomarse en cuenta en el momento de fijar el precio; pues si vendo al muchacho tendré sin duda que comprar o alquilar a otro para que realice su trabajo.
—Te daré quince mediaslunas por él —dijo el tarkaan.
—¡Quince! —exclamó Arsheesh con una voz que era una mezcla de gimoteo y alarido—. ¡Quince! ¡Por el puntal de mi vejez y deleite de mis ojos! No os burléis de mi barba gris, por muy tarkaan que seáis. Mi precio es setenta.
En aquel punto Shasta se puso en pie y se marchó de puntillas. Había oído todo lo que deseaba, pues a menudo había escuchado cuando los hombres regateaban en el pueblo y sabía cómo se llevaba a cabo. Estaba seguro de que Arsheesh lo vendería finalmente por una cantidad mucho mayor que quince mediaslunas y mucho menor que setenta, pero que él y el tarkaan tardarían horas en alcanzar un acuerdo.
No debes imaginar que Shasta se sentía en absoluto como tú o yo nos sentiríamos si acabáramos de oír por casualidad a nuestros padres hablando de vendernos como esclavos. En primer lugar, su vida no era mucho mejor que la de un esclavo; por lo que él sabía, el noble extranjero que montaba aquel magnífico caballo bien podría ser más bondadoso con él que Arsheesh. Por otra parte, el relato sobre cómo había sido encontrado en el bote lo había llenado de emoción y le había proporcionado una sensación de alivio. Siempre se había sentido inquieto porque, por mucho que lo intentara, jamás había podido querer al pescador, y sabía que un muchacho debía amar a su padre. Y ahora, al parecer, resultaba que no estaba en absoluto emparentado con Arsheesh, lo que le quitó un gran peso de encima.
«¡Vaya, pues si podría ser cualquiera! —pensó—. ¡Podría ser el hijo de un tarkaan… o el hijo del Tisroc, que viva eternamente… o de un dios!».
Mientras pensaba en todo aquello permanecía de pie, inmóvil, en la zona cubierta de hierba situada frente a la cabaña. El crepúsculo descendía rápidamente y una estrella o dos brillaban ya, pero los restos de la puesta de sol aún podían contemplarse en el oeste. No muy lejos, el caballo del forastero pastaba atado holgadamente a una argolla de hierro sujeta a la pared del establo del asno. Shasta fue hasta él y le palmeó el cuello. El animal siguió arrancando hierba sin prestarle ninguna atención.
Entonces otra idea pasó por la mente del muchacho.
—Me pregunto qué clase de hombre es ese tarkaan —dijo en voz alta—. Sería espléndido si fuera amable. Algunos de los esclavos de la casa de un gran señor no tienen prácticamente nada que hacer, y visten con ropas preciosas y comen carne a diario. Tal vez me llevaría a la guerra y yo le salvaría la vida en una batalla. Entonces él me concedería la libertad, me adoptaría como hijo suyo y me daría un palacio, una cuadriga y una armadura. Claro que también podría ser un hombre horriblemente cruel. Podría enviarme a trabajar a los campos encadenado. Ojalá lo supiera. ¿Cómo puedo saberlo? Seguro que el caballo lo sabe, si al menos pudiera decírmelo.
El caballo alzó la cabeza, y Shasta le acarició el hocico, suave como la seda, mientras decía:
—Ojalá pudieras hablar, amigo.
Y entonces por un segundo le pareció estar soñando, pues con toda claridad, aunque en voz baja, el animal respondió:
—¡Claro que puedo!
Shasta clavó la mirada en los enormes ojos del animal y los suyos se abrieron hasta volverse casi igual de grandes, debido a la sorpresa.
—¿Cómo has aprendido a hablar?
—¡Chist! No tan fuerte —respondió el caballo—. En el lugar del que yo vengo, casi todos los animales hablan.
—¿Dónde está eso? —inquirió Shasta.
—En Narnia —respondió él—. El feliz país de Narnia; Narnia, la de las montañas cubiertas de brezos y las colinas llenas de tomillo; Narnia, la de los muchos ríos, las cañadas cenagosas, las cavernas llenas de musgo y los espesos bosques en los que resuenan los martillos de los enanos. ¡Ay, la dulce brisa de Narnia! Una hora de vida allí es mucho mejor que mil años en Calormen. —Finalizó su declaración con un relincho que sonó muy parecido a un suspiro.
—¿Cómo llegaste aquí?
—Fui secuestrado —respondió el caballo—, o robado o capturado, como prefieras llamarlo. Entonces no era más que un potro. Mi madre me advirtió que no vagara por la laderas meridionales, que conducen al interior de Archenland y más allá, pero no le hice caso. Y por la Melena del León que he pagado por mi insensatez. Durante todos estos años he sido esclavo de los humanos, ocultando mi auténtica naturaleza y fingiendo ser mudo y bobo como sus caballos.
—¿Por qué no les dijiste quién eras?
—No soy tonto, ése es el motivo. Si hubieran descubierto en algún momento que sabía hablar me habrían exhibido en ferias y custodiado con más cuidado que nunca. Mi última esperanza de huir habría desaparecido.
—¿Y por qué…? —empezó Shasta, pero el caballo lo interrumpió.
—Mira —dijo—, no debemos malgastar tiempo en preguntas ociosas. Quieres averiguar cosas sobre mi amo el tarkaan Anradin. Bueno, pues es malo. No muy malo conmigo, pues un caballo de guerra cuesta demasiado para que lo traten muy mal. No obstante, sería mucho mejor para ti morir esta noche que partir mañana para convertirte en un esclavo humano en su casa.
—En ese caso será mejor que huya —declaró Shasta, palideciendo por el terror.
—Sí, será lo mejor —indicó el caballo—; pero ¿por qué no huyes conmigo?
—¿Vas a huir también?
—Sí, si vienes conmigo —respondió el corcel—. ¡Es nuestra oportunidad! Verás, si huyo sin un jinete, todos los que me vean dirán «un caballo perdido» y saldrán en mi persecución a toda velocidad. Con un jinete tengo posibilidades de conseguirlo. Ahí es donde puedes ayudarme. Por otra parte, tú no puedes llegar muy lejos con esas dos absurdas piernas tuyas, pues ¡hay que ver qué patas tan absurdas tenéis los humanos!, sin que te alcancen. Sin embargo, montado en mí puedes dejar atrás a cualquier otro caballo de este país. Ahí es donde puedo ayudarte yo. Apropósito, ¿supongo que sabes montar?
—Sí, desde luego —respondió él—. Al menos he montado en el asno.
—¿Montado en «qué»? —replicó el caballo con sumo desdén.
Eso fue, al menos, lo que intentó transmitir, aunque en realidad surgió en forma de una especie de relincho: «¿Montado en quéeeee?», pues los caballos parlantes siempre adquieren un acento más «caballuno» cuando se enojan.
—En otras palabras —prosiguió—: no sabes montar. Eso es un inconveniente. Tendré que enseñarte mientras nos movemos. Si no sabes montar, ¿sabes caer por lo menos?
—Supongo que cualquiera sabe caer.
—Me refiero a si sabes caer y levantarte sin llorar y volver a montar y volver a caer pero no tener miedo a caerte de nuevo.
—Lo… lo intentaré —respondió Shasta.
—Pobre chiquillo —dijo el caballo en un tono más afable—. Olvido que no eres más que un potro. Con el tiempo llegaremos a convertirte en un magnífico jinete. Y ahora, no debemos ponernos en marcha hasta que esos dos de la cabaña duerman. Entretanto podemos hacer nuestros planes. Mi tarkaan va de camino al norte, hacia la gran ciudad, hacia la misma Tashbaan y la corte del Tisroc…
—Vaya —intervino Shasta en un tono de voz más bien escandalizado—, ¿no deberías añadir «que viva eternamente»?
—¿Por qué? —inquirió el otro—. Soy un narniano libre. ¿Por qué debería hablar como hablan los esclavos y los estúpidos? No deseo que viva para siempre, y sé que no va a vivir eternamente, tanto si yo lo deseo como si no. Y observo que también tú procedes de las tierras libres del norte. ¡Se acabó esa jerga del sur entre tú y yo! Y ahora, de vuelta a nuestros planes. Como dije, mi humano va de camino al norte, a Tashbaan.
—¿Significa eso que sería mejor que fuéramos hacia el sur?
—Creo que no. Verás, cree que soy mudo y bobo como sus otros caballos. Ahora bien, si realmente lo fuera, en cuanto estuviera suelto regresaría a casa, a mi establo y cercado, de vuelta a su palacio, que se encuentra a dos días de viaje hacia el sur. Ahí es donde me buscará. Jamás imaginará que haya podido marchar al norte por iniciativa propia; y, de todos modos, probablemente pensará que alguien del último pueblo que lo vio pasar nos ha seguido hasta aquí y me ha robado.
—¡Es magnífico! —exclamó Shasta—. Entonces iremos hacia el norte. He anhelado ir al norte toda mi vida.
—No me extraña —respondió el caballo—. Eso se debe a la sangre que llevas dentro. Estoy seguro de que perteneces al norte. Pero no hablemos demasiado fuerte. Creo que no tardarán en dormirse.
—Será mejor que regrese sigilosamente y eche un vistazo —sugirió Shasta.
—Buena idea; pero ten cuidado de que no te atrapen.
Estaba mucho más oscuro ya y reinaba un gran silencio, excepto por el sonido de las olas sobre la playa, que Shasta apenas percibía debido a que lo había oído día y noche desde que era capaz de recordar. Cuando se acercó a la cabaña, no se veía en ella ninguna luz; tampoco oyó sonido alguno. Dio la vuelta hasta la única ventana y allí captó, tras un segundo o dos, el familiar sonido del chirriante ronquido del anciano pescador. Resultaba gracioso pensar que si todo salía bien no tendría que volver a oírlo jamás. Conteniendo la respiración y sintiéndose un poco triste, aunque la tristeza era mucho menor que la alegría que experimentaba, Shasta se alejó con sigilo sobre la hierba y fue hasta el establo del asno, tanteó la pared hasta localizar el lugar donde sabía que estaba oculta la llave, abrió la puerta y localizó la silla y brida del caballo, que se habían depositado allí hasta el día siguiente. Inclinándose al frente, besó el hocico del asno.
—Siento que no podamos llevarte con nosotros —dijo.
—Por fin has llegado —lo reprendió el caballo cuando el muchacho regresó junto a él—. Empezaba a preguntarme qué te había sucedido.
—Estaba sacando tus cosas del establo —respondió él—. Y ahora, ¿puedes decirme cómo colocarlas?
Durante los minutos siguientes Shasta estuvo ocupado en aquella tarea, trabajando con sumo cuidado para evitar tintineos, mientras el caballo le daba instrucciones tales como: «Tensa esa cincha un poco más», o «Encontrarás una hebilla un poco más abajo», o «Tendrás que acortar bastante esos estribos». Cuando hubo terminado le indicó:
—Bien; tendremos que poner las riendas para aparentar, pero no las usarás. Átalas al arzón: muy flojas para que pueda hacer lo que quiera con la cabeza. Y, recuerda: no debes tocarlas.
—¿Para qué son, entonces? —inquirió Shasta.
—Por lo general para guiarme —respondió él—; pero como pienso ser yo el guía en este viaje, te agradeceré que mantengas las manos quietas. Y una cosa más: no pienso permitir que te agarres a mis crines.
—Pero si no puedo sujetarme a las riendas ni a tus crines, ¿cómo voy a aguantarme?
—Sujétate con las rodillas —respondió el caballo—. Ése es el secreto de la buena equitación. Agarra mi cuerpo entre tus rodillas con tanta fuerza como puedas; siéntate bien recto, tieso como un palo; mantén los codos pegados al cuerpo. Y a propósito, ¿qué has hecho con las espuelas?
—Ponérmelas en los tacones, claro —dijo Shasta—. Eso sí lo sé.
—En ese caso, ya te las puedes quitar y guardarlas en la alforja. Tal vez podamos venderlas cuando lleguemos a Tashbaan. ¿Listo? Ahora creo que ya puedes montar.
—¡Vaya! Eres tremendamente alto —jadeó Shasta tras su primer e infructuoso intento.
—Soy un caballo, eso es todo —fue la repuesta que recibió—. Pero ¡cualquiera pensaría que soy un pajar por el modo en que intentas subirte a mí! Ya, eso está mejor. Ahora siéntate con la espalda recta y recuerda lo que te he dicho sobre las rodillas. ¡Resulta gracioso pensar que yo, que he conducido cargas de caballería y ganado carreras, lleve a un saco de avena como tú sobre la silla! De todos modos, ahí vamos. —Rió por lo bajo, aunque no con rudeza.
Y hay que reconocer que inició su viaje nocturno con gran cautela. En primer lugar se dirigió al sur de la cabaña del pescador, hasta el riachuelo que se introducía en el mar, y tuvo buen cuidado de dejar en el barro unas cuantas marcas de cascos muy claras que señalaran al sur. No obstante, en cuanto se hallaron en el centro del vado giró corriente arriba y vadeó hasta que estuvieron a unos cien metros tierra adentro más allá de la cabaña. Entonces seleccionó un trecho de orilla lleno de grava en el que no se marcarían las huellas de su paso y salió del agua por el lado norte. A continuación, todavía al paso, marchó en esa dirección hasta que la cabaña, el solitario árbol, el establo del asno y la cala —de hecho, todo lo que Shasta había conocido en su vida— desaparecieron de la vista bajo la gris oscuridad de la noche veraniega. Habían estado yendo cuesta arriba y se encontraban ya en lo alto de la loma; la loma que había sido siempre la frontera del mundo que Shasta conocía. No pudo ver qué había al frente, excepto que era un vasto terreno de campo abierto y cubierto de pastos. Parecía infinito: salvaje, solitario y libre.
—¡Vaya! —comentó el caballo—. Tremendo lugar para un galope, ¿eh?
—Espera un poco —protestó Shasta—. Aún no. No sé cómo… por favor, caballo. No sé cómo te llamas.
—Breejy-jinny-brinny-joojy-ja —respondió él.
—Jamás conseguiré decir eso —dijo el muchacho—. ¿Puedo llamarte Bree?
—Bueno, si es lo único que sabes decir, ¡qué le vamos a hacer! Y ¿cómo tengo que llamarte yo?
—Mi nombre es Shasta.
—Hum —repuso Bree—. Pues vaya, ese sí que es un nombre difícil de pronunciar. Pero hablemos del galope. Es mucho más fácil que trotar si sabes cómo hacerlo; no tienes que ir rebotando sobre la silla. Aprieta las rodillas y mantén los ojos justo al frente por entre mis orejas. No mires al suelo. Si te parece que te vas a caer, limítate a apretar las rodillas con más fuerza y a sentarte más erguido. ¿Listo? Ahora: hacia Narnia y el norte.