Viaje sin sol
—¿Quién anda ahí? —gritaron los tres viajeros.
—Soy el Guardián de los Lindes de la Tierra Inferior, y me acompañan un centenar de terranos armados —fue la respuesta que recibieron—. Decidme al momento quiénes sois y qué os trae al Reino de las Profundidades
—Caímos aquí por accidente —dijo Charcosombrío, sin faltar a la verdad.
—Muchos caen aquí abajo, y pocos regresan a las tierras iluminadas por la luz del sol —indicó la voz—. Preparaos para venir conmigo a ver a la soberana del Reino de las Profundidades.
—¿Qué quiere de nosotros? —inquirió Scrubb con cautela.
—No lo sé —respondió la voz—. No se puede cuestionar su voluntad sino sólo acatarla.
Mientras decía aquello se oyó un ruido como una explosión sorda y al instante una luz fría, gris con un toque de azul en ella, inundó la caverna. Toda esperanza de que el orador hubiera fanfarroneado cuando hablaba de sus cien seguidores armados se desvaneció al instante. Jill se encontró parpadeando y contemplando con asombro una multitud compacta. Eran de todos los tamaños, desde gnomos diminutos de apenas treinta centímetros de altura hasta figuras majestuosas más altas que los hombres. Todos sostenían tridentes, todos estaban terriblemente pálidos y todos permanecían tan quietos como estatuas. Aparte de aquello, eran muy diferentes entre sí; unos tenían colas y otros no, algunos lucían largas barbas y otros mostraban rostros muy redondos y lampiños, grandes como calabazas. Había narices largas y puntiagudas, narices largas y blandas como pequeñas trompas y narices enormes y cubiertas de grumos. Varios tenían un único cuerno en el centro de la frente. Pero en un aspecto eran todos iguales: todos los rostros del centenar de seres parecían tan tristes como pueda estarlo un rostro. Eran unas expresiones tan lúgubres que, tras una primera ojeada, Jill casi olvidó tenerles miedo y sintió ganas de hacer que se mostraran más alegres.
—¡Bien! —exclamó Charcosombrío, frotándose las manos—. Es justo lo que necesitaba. Si estos tipos no me enseñan a tomarme más en serio la vida, no sé qué lo hará. Fijaos en ese con el bigote de morsa… o aquel con el…
—Levantaos —dijo el jefe de los terranos.
No podían hacer otra cosa. Los tres viajeros se incorporaron y se tomaron de las manos. Uno desea tocar la mano de un amigo en un momento como ése. Y los terranos los rodearon, avanzando silenciosos sobre pies enormes y blandos, en los que unos tenían diez dedos, algunos doce, otros ninguno.
—En marcha —ordenó el jefe; y se pusieron a andar.
La fría luz procedía de una esfera enorme situada en lo alto de un palo largo que el gnomo más alto sostenía en la cabeza de la procesión. A la luz de sus rayos sombríos observaron que se encontraban en una caverna natural; las paredes y el techo estaban deformados, retorcidos y acuchillados en miles de formas fantásticas, y el suelo de piedra descendía a medida que avanzaban. Para Jill era peor que para los demás, porque la niña odiaba los lugares oscuros y subterráneos. Y cuando, mientras seguían adelante, la cueva se tornó más baja y estrecha y, por fin, el portador de la luz se hizo a un lado, y los gnomos, uno a uno, se inclinaron —todos excepto los más pequeños— y penetraron en una hendidura pequeña y oscura y desaparecieron, le pareció que ya no podía soportarlo más.
—¡No puedo entrar ahí dentro, no puedo! ¡No puedo! ¡No lo haré! —jadeó.
Los terranos no dijeron nada pero todos bajaron las lanzas y la apuntaron con ellas.
—Tranquila, Pole —dijo Charcosombrío—. Esos tipos grandotes no se arrastrarían ahí dentro si no fuera a ensancharse más adelante. Y existe una ventaja en esta marcha subterránea, no nos lloverá encima.
—No lo comprendes. No puedo —gimió Jill.
—Piensa en cómo me sentí en aquel precipicio, Pole —indicó Scrubb—. Pasa tú primero, Charcosombrío, y yo iré tras ella.
—Eso es —repuso el meneo de la Marisma, poniéndose a cuatro patas—. Sujétate a mis tobillos, Pole, y Scrubb se asirá a los tuyos. Así todos estaremos cómodos.
—¡Cómodos! —exclamó ella.
Pero se agachó y reptaron al interior sobre los codos. Era un lugar desagradable. Uno tenía que arrastrarse con la cara contra el suelo durante lo que parecía una media hora, aunque en realidad tal vez no fueran más de cinco minutos. No obstante, finalmente apareció una luz tenue al frente, el túnel se ensanchó y aumentó en altura, y salieron, acalorados, sucios y temblorosos, a una cueva tan enorme que apenas parecía una cueva.
Estaba inundada por un resplandor apagado y somnoliento, de modo que ya no necesitaron el extraño farol de los terranos. El suelo estaba cubierto con una blanda capa de alguna especie de musgo y de éste crecían muchas formas estrafalarias, ramificadas y altas como árboles, pero blandas como hongos, que estaban demasiado separadas para formar un bosque y recordaban más bien un parque. La luz, de un gris verdoso, parecía proceder tanto de ellas como del musgo, y no era lo bastante potente como para alcanzar el techo de la cueva, que sin duda se encontraba muy por encima de sus cabezas. Los obligaron a atravesar entonces aquel lugar templado, blando y adormilado. Reinaba en él una gran tristeza, pero una clase de tristeza tranquila, igual que una música suave.
Pasaron junto a docenas de animales curiosos tumbados en la hierba, muertos o tal vez dormidos, Jill no estaba segura. La mayor parte recordaba a dragones o murciélagos; Charcosombrío no sabía lo que era ninguno de ellos.
—¿Se crían aquí? —preguntó Scrubb al Guardián.
Éste pareció muy sorprendido de que le dirigieran la palabra, pero respondió:
—No; todas son bestias que han venido a parar aquí cayendo por simas y cuevas, abandonando el Mundo Superior para llegar al Reino de las Profundidades. Muchos bajan aquí, y pocos regresan a las tierras iluminadas por el sol. Se dice que todos despertarán cuando llegue el fin del mundo.
Cerró la boca con fuerza tras decir aquello, y en el gran silencio de la cueva los niños sintieron que ya no volverían a atreverse a hablar. Los pies desnudos de los gnomos, sobre el blando musgo, no producían el menor sonido. No soplaba viento, no había pájaros y no se escuchaba el murmullo del agua. Tampoco se oía respirar a las extrañas bestias.
Después de andar varios kilómetros, llegaron a una pared de roca; en ella se abría un arco bajo que conducía a otra caverna. Sin embargo, no era tan terrible como la última entrada y Jill pudo atravesarlo sin inclinar la cabeza; los condujo a una cueva más pequeña, larga y estrecha, aproximadamente de la forma y tamaño de una catedral. Allí, ocupando casi toda su longitud, yacía un hombre inmenso que dormía profundamente. Era mucho más grande que cualquiera de los gigantes, y su rostro no se parecía al de un gigante, sino que era noble y hermoso. El pecho ascendía y descendía acompasadamente bajo una barba nívea que lo cubría hasta la cintura. Una luz plateada (nadie vio de dónde procedía) caía sobre él.
—¿Quién es ése? —inquirió Charcosombrío.
Y hacía tanto tiempo que nadie había hablado, que Jill se sorprendió de que se atreviera a hacerlo.
—Es el viejo Padre Tiempo, que en una ocasión fue rey en el Mundo Superior —respondió el Guardián—. Y ahora ha descendido al Reino de las Profundidades y yace soñando con todas las cosas que suceden en el mundo de la superficie. Muchos descienden aquí abajo, y pocos regresan a las tierras iluminadas por el sol. Dicen que despertará cuando llegue el fin del mundo.
Y de aquella cueva pasaron a otra, y luego a otra y otra más, y así hasta que Jill perdió la cuenta, pero siempre iban cuesta abajo y cada cueva estaba más baja que la anterior, hasta que sólo pensar en el peso y la cantidad de tierra que tenían encima resultaba asfixiante. Finalmente llegaron a un lugar donde el Guardián ordenó que volvieran a encender su deprimente farol. Luego penetraron en una cueva tan enorme y oscura que sólo consiguieron ver que ante ellos una faja de arena blanquecina descendía hasta unas aguas quietas. Y allí, junto a un pequeño espigón, había un barco sin mástil ni vela pero con muchos remos; los hicieron subir a bordo y los condujeron al frente hasta la proa, donde había un espacio despejado frente a los bancos de los remeros y un asiento que recorría la parte interior de la borda.
—Una cosa que quisiera saber —dijo Charcosombrío— es si alguien de nuestro mundo, de la parte de arriba, me refiero, ha realizado este viaje antes.
—Muchos han tomado el barco en las playas blanquecinas —respondió el Guardián—, y…
—Sí, ya lo sabemos —interrumpió Charcosombrío—. «Y pocos han regresado a las tierras iluminadas por el sol». No hace falta que vuelvas a decirlo. ¿Es que no se te ocurre otra frase?
Los niños se acurrucaron muy pegados a cada lado de Charcosombrío. Lo habían considerado un aguafiestas mientras estaban aún en la superficie, pero allí abajo parecía el único consuelo del que disponían. Entonces, tras colgar el mortecino farol en la parte central de la nave, los terranos se sentaron junto a los remos, y la embarcación empezó a moverse. El farol proyectaba su luz a muy poca distancia y si miraban al frente no podían ver otra cosa que aguas lisas y oscuras, que se desvanecían en una negrura total.
—¿Qué va a ser de nosotros? —dijo Jill, desesperada.
—Vamos, no te dejes desanimar, Pole —indicó el meneo de la Marisma—. Hay una cosa que debes recordar. Volvemos a estar en la ruta correcta. Teníamos que introducirnos debajo de la Ciudad en Ruinas, y estamos «debajo» de ella. Volvemos a seguir las instrucciones.
En seguida les dieron comida: una especie de pasteles planos y blandengues que apenas sabían a nada. Y después de eso, se fueron quedando dormidos poco a poco. Cuando despertaron, todo continuaba igual; los gnomos remaban aún, el barco seguía deslizándose y seguían teniendo ante ellos la misma negrura insondable. Cuántas veces despertaron, durmieron, comieron y volvieron a dormir, ninguno de ellos pudo recordarlo jamás. Y lo peor era que empezaban a sentir como si siempre hubieran vivido en aquel barco, en aquella oscuridad, y a preguntarse si el sol, el cielo azul, el viento y los pájaros no habían sido sólo un sueño.
Casi habían renunciado a esperar o temer a nada cuando por fin vieron luces más adelante: luces mortecinas, como la de su propio farol. Luego, de un modo bastante repentino, una de las luces se acercó y vieron que pasaban junto a otro barco. Después de eso encontraron varios barcos. Luego, fijando la mirada hasta que les dolieron los ojos, vieron que algunas de las luces situadas al frente brillaban sobre lo que parecían muelles, muros, torres y muchedumbres en movimiento; sin embargo, seguía sin oírse apenas un ruido.
—¡Diantre! ¡Una ciudad! —exclamó Scrubb, y no tardaron en comprobar que estaba en lo cierto.
Pero se trataba de una ciudad curiosa. Las luces eran tan escasas y estaban tan separadas que como mucho recordaban casitas de campo en nuestro mundo. No obstante, los pequeños retazos del lugar que se podían ver mediante las luces eran como atisbos de un gran puerto marítimo. En un lugar se podía distinguir toda una multitud de barcos que cargaban o descargaban; en otro, fardos de material y almacenes; en un tercero, paredes y columnas que sugerían grandes palacios y templos; y siempre, allí donde caía la luz, multitudes interminables: cientos de terranos abriéndose paso a empujones mientras iban a sus cosas con pasos silenciosos por calles estrechas, plazas amplias o enormes escalinatas. Su continuo movimiento producía una especie de sordo murmullo a medida que la nave se acercaba; pero no se oía ni una canción ni un grito ni el tañido de una campana, ni siquiera el traqueteo de una rueda por ninguna parte. La ciudad estaba tan silenciosa, y casi tan oscura, como el interior de un hormiguero.
Por fin atracaron la nave en un muelle y la amarraron. Los tres viajeros fueron bajados a tierra y conducidos al interior de la ciudad. Multitudes de terranos, todos diferentes, se entremezclaron con ellos en las calles atestadas, y la luz mortecina cayó sobre innumerables rostros tristes y grotescos. Nadie mostraba interés por los forasteros, y los gnomos parecían tan atareados como tristes, aunque Jill jamás descubrió qué era lo que los mantenía tan ocupados. El interminable movimiento, los empujones, las prisas y el sordo repiqueteo de las pisadas siguieron sin pausa.
Por fin llegaron a lo que parecía ser un castillo enorme, si bien pocas de las ventanas que poseía estaban iluminadas. Los hicieron pasar al interior, cruzar un patio y luego subir muchas escaleras. El paseo los llevó finalmente a una habitación muy grande pobremente iluminada. Pero en uno de sus rincones —¡qué alegría!— había una arcada inundada por una clase distinta de luz; la genuina luz amarilla y cálida de una lámpara como las que usan los humanos. Lo que mostraba aquella luz dentro de la arcada era el pie de una escalera de caracol que ascendía entre paredes de piedra. La luz parecía provenir de lo alto. Dos terranos estaban de pie a cada lado del arco como si fueran centinelas o lacayos.
El Guardián fue hacia ellos, y dijo, como si se tratara de un santo y seña:
—Muchos descienden al Mundo Subterráneo.
—Y pocos regresan a las tierras iluminadas por el sol —respondieron ellos como si eso fuera la contraseña.
A continuación los tres juntaron las cabezas y conversaron. Por fin uno de los dos gnomos dijo:
—Te digo que su excelencia la reina ha partido de aquí con motivo de su importante asunto. Será mejor que mantengamos a estos habitantes de la superficie bien encerrados hasta su vuelta. Pocos regresan a las tierras iluminadas por el sol.
En aquel momento la conversación fue interrumpida por lo que a Jill le pareció el sonido más delicioso del mundo. Vino de arriba, de lo alto de la escalera; y era una voz clara, resonante y totalmente humana, la voz de un joven.
—¿Qué tumulto estáis organizando ahí abajo, Mullugutherum? —gritó—. Habitantes de la Superficie, ¡ja! Traedlos ante mí, y al instante.
—Agradecería a su alteza que recordara… —empezó Mullugutherum, pero la voz lo atajó en seco.
—Lo que agradecería su alteza principalmente es que lo obedecieran, viejo cascarrabias. Subidlos —ordenó.
Mullugutherum meneó la cabeza, hizo una seña a los viajeros para que lo siguieran e inició el ascenso por la escalera. A cada peldaño la luz aumentaba. De las paredes colgaban tapices suntuosos, y la luz de la lámpara brillaba dorada a través de delgadas cortinas colgadas en lo alto de la escalera.
El terrano separó las cortinas y se hizo a un lado. Los tres pasaron al interior. Estaban en una habitación muy hermosa, con tapices magníficos, un buen fuego en una chimenea impoluta y vino tinto y cristal tallado centelleando sobre la mesa. Un hombre joven de cabellos rubios se alzó para darles la bienvenida. Era apuesto y parecía a la vez intrépido y amable, aunque había algo en su rostro que no parecía normal; iba vestido de negro y en conjunto recordaba un poco a Hamlet.
—Bienvenidos, habitantes de la superficie —exclamó—. Pero ¡esperad un instante! ¡Os ruego me perdonéis! Hermosas criaturas, yo os he visto a vosotros y a éste, vuestro extraño tutor, con anterioridad. ¿No erais vosotros las tres personas con las que me crucé en el puente de los límites del Páramo de Ettin cuando pasé por allí junto a mi señora?
—Vaya… ¿erais el Caballero Negro que no dijo ni una palabra? —preguntó Jill.
—Y ¿era esa dama la reina de la Tierra Inferior? —preguntó Charcosombrío, en un tono de voz nada amistoso.
Y Scrubb, que pensaba lo mismo, espetó:
—Porque si lo era, se comportó de un modo muy mezquino al enviarnos al castillo de unos gigantes que tenían la intención de devorarnos. ¿Qué daño le habíamos hecho a ella, me gustaría saber?
—¿Cómo? —respondió el Caballero Negro, frunciendo el entrecejo—. Si no fueras un guerrero tan joven, muchacho, tú y yo habríamos peleado a muerte por este motivo. No permito que nadie hable en contra del honor de mi dama. Pero puedes estar seguro de que, fuera lo que fuera lo que os dijese, lo dijo con buena intención. No la conoces. Es un conjunto de todas las virtudes, como la verdad, la misericordia, la fidelidad, la bondad, el valor y todas las demás. Digo lo que sé. Su bondad para conmigo en particular, que no puedo recompensar de ningún modo, compondría un relato admirable. Pero la conoceréis y amaréis de ahora en adelante. Entretanto, ¿qué os trae al Reino de las Profundidades?
Y antes de que Charcosombrío pudiera detenerla, Jill contó de buenas a primeras:
—Por favor, intentamos encontrar al príncipe Rilian de Narnia.
Y entonces comprendió lo arriesgado que era aquello que acababa de hacer: aquellas gentes podían ser enemigos. Pero el caballero no mostró el menor interés.
—¿Rilian? ¿Narnia? —dijo con despreocupación—. ¿Narnia? ¿Qué tierra es ésa? Jamás he oído el nombre. Debe encontrarse a miles de leguas de las partes del Mundo Superior que conozco. Pero ha sido una fantasía extraña la que os ha conducido a buscar a éste… ¿cómo lo llamasteis? ¿Billian? ¿Trillian?, en el reino de mi dama. A decir verdad, por lo que sé, tal hombre no está aquí.
Lanzó una sonora carcajada en aquel punto, y Jill se dijo para sí: «Me pregunto si será eso lo que no encuentro normal en su rostro. ¿Es acaso un poco bobo?».
—Se nos dijo que buscáramos un mensaje en las piedras de la Ciudad Ruinosa —dijo Scrubb—. Y vimos las palabras DEBAJO DE MÍ.
El caballero rió aún con más ganas que antes.
—Os habéis llamado a engaño —dijo—. Esas palabras no tienen nada que ver con vuestro empeño. De haber preguntado a mi señora, ella os habría dado mejor consejo, pues esas palabras son todo lo que queda de un texto más largo, que en tiempos remotos, como ella bien recuerda, mostraba esta estrofa:
Aunque bajo tierra y sin trono ahora esté aquí la Tierra dominé por encima y por debajo de mí.
De la que se deduce que algún rey poderoso de los antiguos gigantes, que yace enterrado allí, hizo que tallaran tal vanagloria en la piedra sobre su sepulcro; aunque la rotura de algunas piedras, el que se hayan llevado otras para nuevas edificaciones y también que las hendiduras se hayan llenado de cascotes, ha provocado que sólo tres palabras resulten legibles todavía. ¿No os parece lo más divertido del mundo que pensarais que estaban escritas para vosotros?
Fue como un chorro de agua fría en la espalda para Scrubb y Jill; pues parecía muy probable que las palabras no tuvieran nada que ver con su misión, y que ellos hubieran ido a parar allí por casualidad.
—No le hagáis caso —dijo Charcosombrío—. La casualidad no existe. Nuestro guía es Aslan; y él estaba allí cuando el rey gigante hizo tallar las palabras, y sabía ya todo lo que saldría de ellas; incluido «esto».
—Ese guía vuestro debe de ser un gran juerguista, amigo —replicó el caballero con otra de sus carcajadas.
Jill empezó a encontrarlas un tanto irritantes.
—Y a mí me parece, señor —respondió Charcosombrío—, que esta dama vuestra también debe de ser una juerguista, si recuerda la estrofa tal como estaba cuando la escribieron.
—Muy agudo, Cara de Rana —dijo el otro, dando una palmada a Charcosombrío en el hombro y volviendo a reír—. Habéis dado en el clavo. Es de raza divina, y no conoce ni la vejez ni la muerte. Por eso le estoy aún más agradecido por su infinita generosidad para con un desdichado mortal como yo. Pues debéis saber, señores, que soy un hombre aquejado de las más extrañas dolencias, y nadie excepto su excelencia la reina habría tenido paciencia conmigo. ¿Paciencia, he dicho? Pero si es mucho más que eso. Me ha prometido un gran reino en la Tierra Superior y, cuando sea rey, su propia mano en matrimonio. Pero el relato es demasiado largo para que lo escuchéis de pie y en ayunas. ¡Que venga alguno de vosotros! Traed vino y comida de los habitantes de la superficie, para mis invitados. Por favor, sentaos, caballeros. Mi pequeña dama, sentaos en esta silla. Os lo contaré todo.