Capítulo 7

Cómo terminó la aventura

—Mirar ¿qué? —inquirió Edmund.

—Mirad el emblema que aparece en el oro —respondió Caspian—.

—Es un martillo pequeño con un diamante encima como si fuera una estrella —dijo Drinian—. Caramba, yo he visto eso antes.

—¡¿Lo has visto?! —exclamó Caspian—. Pues claro que lo has visto. Es el símbolo de una gran casa narniana. Es el brazal de lord Octesian.

—Canalla —increpó Reepicheep al dragón—, ¿has devorado a un lord narniano?

Pero éste negó violentamente con la cabeza.

—O tal vez —intervino Lucy— sea lord Octesian convertido en un dragón; por culpa de un hechizo, ya sabéis.

—No tiene por qué ser ninguna de las dos cosas —dijo Edmund—. Todos los dragones coleccionan oro. Sin embargo, creo que podemos suponer, sin temor a equivocarnos, que Octesian no fue más allá de esta isla.

—¿Eres lord Octesian? —preguntó Lucy al dragón, y luego, cuando éste meneó la cabeza tristemente—. ¿Eres alguien hechizado… alguien humano, quiero decir?

El animal asintió con energía.

Y entonces alguien preguntó, aunque los marineros no se pusieron de acuerdo luego sobre si fue Lucy o Edmund quien lo preguntó primero:

—¿No serás… no serás Eustace, por casualidad?

Y Eustace asintió con su terrible testa draconiana y golpeó con la cola en el suelo y todos dieron un salto atrás (algunos de los marineros con exclamaciones que no pienso poner por escrito) para esquivar las lágrimas enormes y ardientes que brotaron de sus ojos.

Lucy se esforzó por consolarlo e incluso se armó de valor para besar su rostro cubierto de escamas, y casi todo el mundo dijo: «Mala suerte» y varios aseguraron a Eustace que todos estarían siempre a su lado y muchos dijeron que sin duda existiría algún modo de desencantarlo y que volvería a estar perfectamente bien en un día o dos.

Y desde luego todos se mostraron muy ansiosos por escuchar su historia, pero él no podía hablar. En más de una ocasión, en los días siguientes intentó escribírsela en la arena; pero jamás lo consiguió. Para empezar, Eustace, que jamás había leído los libros apropiados, no tenía ni idea de cómo contar historias. Y aparte de eso, los músculos y nervios de las zarpas de dragón que tenía que utilizar no habían aprendido a escribir y tampoco estaban pensados para hacerlo. Como resultado jamás consiguió llegar hasta el final antes de que la marea subiera y borrara todo lo escrito excepto los pedazos que él ya había pisoteado o eliminado con un movimiento de la cola. Y todo lo que habían podido ver era algo parecido a lo siguiente (los puntos corresponden a las partes que él mismo había emborronado):

FIU A DORM… RONES AGONES QUIERO DECIR CUEVA DRANGONES POQUE ESTABA MUERTO Y OVIA MUCH… AL DESPERTAR Y NO PU… SACAR DE BRAZO MALDICIÓN…

De todos modos, resultó evidente para todos que el carácter de Eustace había mejorado mucho tras haberse convertido en dragón. Éste se mostraba ansioso por ayudar. Sobrevoló toda la isla y descubrió que estaba llena de montañas y habitada únicamente por cabras monteses y piaras de cerdos salvajes; de estos últimos trajo muchos, ya muertos, para aprovisionar el barco. Mataba de un modo muy piadoso, también, ya que podía matar a un animal con un golpe de la cola de modo que éste ni siquiera se enteraba de que lo habían matado (y presumiblemente sigue sin saberlo). Devoró unos cuantos él mismo, desde luego, pero siempre cuando estaba a solas, pues ahora que era un dragón le gustaba la comida cruda aunque no soportaba que los demás contemplaran el modo tan repugnante en que se alimentaba. Y un día, volando despacio y agotado pero con aire triunfal, llevó al campamento un enorme pino que había arrancado de raíz en un valle lejano y que podía convertirse en un mástil estupendo. Y, entrada la tarde, si refrescaba, como sucedía en ocasiones después de lluvias torrenciales, resultaba un consuelo para todos, pues todo el grupo acudía a sentarse con las espaldas apoyadas en sus calientes costados para entrar en calor y secarse. De vez en cuando llevaba a un grupo escogido a efectuar un vuelo sobre su lomo, para que pudieran contemplar, a sus pies, las laderas verdes, las elevaciones rocosas, los valles angostos como fosas y, a lo lejos, mar adentro en dirección este, un punto de un azul más oscuro en el horizonte azul que podría ser tierra firme.

El placer —nuevo para él— de sentir que caía bien a la gente y, aún más, de sentir afecto por la gente, era lo que impedía a Eustace caer en la desesperación. Era muy deprimente ser un dragón y, además, se estremecía cada vez que captaba su reflejo al volar sobre un lago montañoso. Odiaba las enormes alas de murciélago, la cresta dentada de su lomo y las zarpas afiladas y curvas. Casi temía quedarse a solas consigo mismo y sin embargo le avergonzaba estar con los demás. Las tardes que no lo usaban como botella de agua caliente se escabullía fuera del campamento y se enroscaba como una serpiente entre el bosque y el agua. En tales ocasiones, y con gran sorpresa por su parte, era Reepicheep quien le proporcionaba más consuelo. El noble ratón abandonaba sigilosamente el alegre círculo alrededor de la hoguera del campamento e iba a sentarse junto a la testa del dragón, totalmente a barlovento para que no cayera sobre él su aliento humeante. Allí se dedicaba a explicar que lo que le había sucedido a Eustace era un ejemplo sorprendente de cómo giraba la rueda de la fortuna, y que si tuviera a Eustace en su casa de Narnia —en realidad era un agujero, no una casa, y la cabeza del dragón no habría cabido dentro, ¡por no hablar de su cuerpo!— podría mostrarle más de un centenar de ejemplos de emperadores, reyes, duques, caballeros, poetas, amantes, astrónomos, filósofos y magos, que habían ido a parar de la prosperidad a una situación de lo más angustiosa, y cómo muchos se habían recuperado y vivido felizmente a partir de entonces. Tal vez no parecía tan reconfortante en aquel momento, pero la intención era buena y Eustace jamás lo olvidó.

Pero lo que desde luego pesaba sobre todos como una losa era el problema de qué hacer con el dragón cuando estuvieran listos para zarpar. Intentaban no hablar de ello cuando él estaba allí, pero la criatura no podía evitar oír sin querer cosas como: «¿Cabría a lo largo de un lado de la cubierta? Tendríamos que mover todas las provisiones al otro lado de la bodega para equilibrarlo», «¿Serviría de algo remolcarlo?», «¿Podría seguirnos volando?» y (el más frecuente de todos los comentarios), «Pero ¿cómo vamos a alimentarlo?». Y el pobre Eustace cada vez se daba más cuenta de que había sido una molestia constante desde su primer día a bordo y de que ahora lo era aún más. Y aquello le corroía la mente, igual que el brazalete se le hincaba en la pata. Sabía que no hacía más que empeorar las cosas si intentaba romperlo con los enormes dientes, pero no podía evitar probarlo de vez en cuando, en especial en las noches calurosas.

Unos seis días después de su desembarco en la Isla del Dragón, Edmund se despertó muy temprano. La luz era aún grisácea, de modo que uno podía distinguir los troncos de los árboles si se encontraban entre él y la bahía, pero no en la otra dirección. Al despertar le pareció oír que algo se movía, así que se incorporó sobre un codo y miró a su alrededor: al poco tiempo le pareció ver una figura oscura que avanzaba por el lado del bosque que daba al mar. La primera idea que le vino a la mente fue: «¿Tan seguros estamos de que no hay nativos en esta isla?». A continuación pensó que se trataba de Caspian —era aproximadamente de la misma estatura— pero sabía que éste había dormido a su lado y podía advertir que seguía allí. Edmund se aseguró de que su espada seguía donde tenía que estar y luego se levantó para investigar.

Descendió sin hacer ruido hasta el linde del bosque y vio que la figura seguía allí. Entonces se dio cuenta de que era demasiado pequeña para ser Caspian y demasiado grande para pertenecer a Lucy. Como no salió huyendo, Edmund desenvainó la espada y estaba a punto de dar el alto al desconocido cuando éste dijo en voz baja:

—¿Eres tú, Edmund?

—Sí, ¿quién eres?

—¿No me conoces? —preguntó el otro—. Soy yo… Eustace.

—Cielos. Claro que eres tú. Pero ¿cómo…?

—Chist —dijo Eustace, y se tambaleó como si fuera a caer.

—¡Cuidado! —advirtió Edmund, sujetándolo—. ¿Qué sucede? ¿Te encuentras mal?

Eustace permaneció en silencio tanto tiempo que Edmund creyó que se había desmayado; pero finalmente dijo:

—Ha sido horroroso. No te haces a la idea… pero ahora ya ha pasado. ¿Podríamos ir a charlar a alguna parte? No quiero encontrarme con los demás, aún no.

—Sí, claro, donde tú quieras —respondió su primo—. Podemos ir a sentarnos en aquellas rocas de ahí. Oye, realmente me alegro de verte… de verte… siendo tú mismo otra vez. Debes de haberlo pasado muy mal.

Fueron hasta las rocas y se sentaron de cara a la bahía mientras el cielo se iba tornando más pálido y las estrellas desaparecían a excepción de una muy brillante situada muy baja y cerca de la línea del horizonte.

—No te contaré cómo me convertí en… un dragón hasta que se lo pueda contar a los demás y acabar con ello —dijo Eustace—. A propósito, ni siquiera sabía que era un dragón hasta que te oí utilizar la palabra cuando aparecí aquí la otra mañana. Lo que quiero es contarte cómo deje de serlo.

—Adelante.

—Bueno, anoche me sentía más desdichado que nunca. Y ese espantoso brazalete me hacía un daño horrible…

—¿Ahora ya no te duele?

Eustace se echó a reír —con una risa muy distinta de cualquier otra que Edmund le hubiera oído jamás— y se quitó sin problemas la joya del brazo.

—Ahí lo tienes —declaró— y, por mí, quien lo quiera puede quedárselo. Bien, como decía, estaba ahí acostado en el suelo sin dormir y preguntándome qué iba a ser de mí. Y entonces… aunque, claro, podría haber sido un sueño. No lo sé.

—Sigue —dijo Edmund, con una paciencia considerable.

—Bueno, sea lo que sea, levanté los ojos y vi lo último que esperaba ver: un león enorme que se acercaba despacio a mí. Y una cosa muy extraña era que anoche no había luna pero brillaba la luz de la luna donde estaba el león. Se acercó cada vez más, y yo me sentí muy atemorizado. Uno pensaría que, siendo un dragón, podría haber derribado a cualquier león sin problemas. Pero no era esa clase de miedo. No temía que fuera a comerme, simplemente le tenía miedo… no sé si me explico. Se acercó a mí y me miró directamente a los ojos. Yo los cerré con fuerza; pero no sirvió de nada porque me dijo que lo siguiera.

—¿Quieres decir que habló?

—No lo sé. Ahora que lo mencionas, no creo que lo hiciera. Pero me lo dijo igualmente. Y supe que tenía que hacer lo que me decía, de modo que me levanté y lo seguí. Y me condujo al interior de las montañas. Y había siempre esa luz de luna sobre el felino y alrededor de él, allí donde iba. Por fin llegamos a la cima de una montaña que no había visto nunca y en lo alto de aquella montaña había un jardín; con árboles y frutas y todas esas cosas. En el centro había un pozo.

»Supe que era un pozo porque se veía el agua borboteando desde el fondo: pero era mucho más grande que la mayoría de pozos; igual que una enorme bañera de mármol con peldaños que descendían a su interior. El agua era totalmente transparente y pensé que si podía meterme allí dentro y bañarme, seguramente se aliviaría el dolor de mi pata. Pero el león me dijo que debía desvestirme primero. En realidad no sé si lo dijo en voz alta o no.

»Estaba a punto de responder que no podía desvestirme porque no llevaba ropas cuando de repente se me ocurrió que los dragones son una especie de reptiles y que las serpientes pueden desprenderse de la piel. Claro, me dije, eso es lo que quiere decir el león. Así pues empecé a rascarme y las escamas comenzaron a caer por todas partes. Y a continuación arañé un poco más fuerte y, en lugar de caer únicamente escamas, toda la piel empezó a despegarse limpiamente, como sucede después de una enfermedad o como si se tratara de un plátano. Al cabo de un minuto o dos me deshice de toda ella, y pude contemplarla allí junto a mí, mostrando un aspecto repulsivo. Fue una sensación deliciosa. Entonces inicié el descenso al pozo para tomar un baño.

»Pero justo cuando iba a introducir los pies en el agua bajé los ojos y descubrí que seguían siendo duros, ásperos, arrugados y llenos de escamas. «Vaya, no pasa nada —me dije—, sólo significa que tenía otro traje más pequeño debajo del anterior, y tendré que quitármelo también». De modo que arañé y desgarré otra vez y aquella otra piel también se desprendió sin problemas y salí de ella y la dejé allí tirada en el suelo junto a la otra y fui hacia el pozo para bañarme.

»Bueno, pues volvió a suceder exactamente lo mismo. Y pensé: «Cielos, pero ¿de cuántas capas de piel tengo de desprenderme?». Porque ansiaba meter los brazos en el agua. Así que volví a rascar por tercera vez y me deshice de una tercera piel, igual que había sucedido con las otras dos, y me la quité. Pero en cuanto me miré en el agua supe que no había servido de nada.

»Entonces el león dijo, pero no sé si lo dijo en voz alta: «Tendrás que permitir que te desvista yo». Me daban miedo sus garras, te lo aseguro, pero en aquellos momentos estaba tan desesperado que me acosté bien estirado sobre el lomo para que lo hiciera.

»El primer desgarrón fue tan profundo que creí que había penetrado hasta el mismo corazón. Y cuando empezó a tirar de la piel para sacarla, sentí un dolor mayor del que he sentido jamás. Lo único que me permitió ser capaz de soportarlo fue el placer de sentir cómo desprendían aquella cosa. Ya sabes, es como cuando te arrancas la costra de una herida. Duele horrores pero resulta divertidísimo ver cómo se desprende.

—Sé exactamente lo que quieres decir —repuso Edmund.

—Bueno, pues arrancó por completo aquella cosa espantosa; igual que pensaba que lo había hecho yo mismo las otras tres veces, sólo que entonces no había sentido daño; y allí estaba, sobre la hierba, aunque mucho más gruesa, oscura y con un aspecto más nudoso que las otras. Y allí estaba yo suave, y blandito como un palo descortezado y más pequeño que antes. Entonces me sujetó —lo que no me gustó demasiado, ya que todo mi cuerpo resultaba muy delicado ahora que no tenía piel— y me arrojó al agua. Me escoció una barbaridad pero sólo unos instantes. Después de eso resultó una sensación deliciosa y, en cuanto empecé a nadar y a chapotear, descubrí que el dolor del brazo había desaparecido. Y en seguida comprendí el motivo. Volvía a ser un muchacho. Sin duda pensarías que estoy loco si te contara cómo me sentí al ver de nuevo mis brazos. Ya sé que no tengo músculos y que son bastante fofos comparados con los de Caspian, pero me alegré tanto de volver a verlos…

»Al cabo de un rato el león me sacó y me vistió…

—¿Te vistió? ¿Con sus garras?

—Bueno, la verdad es que no recuerdo muy bien esa parte. Pero lo hizo de un modo u otro: con prendas nuevas… Las mismas que llevo puestas ahora, precisamente. Y luego, de repente, me encontré de vuelta aquí. Lo que me hace pensar que debe de haber sido un sueño.

—No, no era un sueño —respondió Edmund.

—¿Por qué no?

—Bueno, pues están las ropas, para empezar. Y te han… digamos que «desdragonado», en segundo lugar.

—¿Qué crees que fue, entonces? —preguntó Eustace.

—Creo que has visto a Aslan.

—¡Aslan! —exclamó su primo—. He oído mencionar ese nombre varias veces desde que nos unimos al Viajero del Alba. Y sentía, no sé, que lo odiaba. Pero, claro, entonces lo odiaba todo. Y, a propósito, desearía disculparme; me temo que me he comportado de un modo horroroso.

—No es nada —repuso Edmund—. Entre tú y yo, te contaré que no has sido ni la mitad de malo de lo que fui yo en mi primer viaje a Narnia. Tú no has sido más que un burro, pero yo fui un traidor.

—Bueno, pues no me lo cuentes —dijo él—. Pero ¿quién es Aslan? ¿Lo conoces?

—Bueno, digamos que él me conoce a mí —repuso Edmund—. Es el gran león, el hijo del Emperador de Allende los Mares, que me salvó a mí y salvó a Narnia. Todos lo hemos visto. Lucy es quien lo ve más a menudo. Y tal vez sea al país de Aslan adonde nos dirigimos.

Ninguno dijo nada durante un rato. La última estrella brillante se había desvanecido y aunque no veían la salida del sol debido a las montañas situadas a su derecha, sabían que tenía lugar porque el cielo sobre sus cabezas y la bahía que tenían delante adquirieron el color de las rosas. Entonces una ave de la familia de los loros chilló en el bosque detrás de ellos, y oyeron movimientos entre los árboles, y finalmente sonó un toque del cuerno de Caspian. El campamento despertaba.

Grande fue el regocijo cuando Edmund y el recuperado Eustace penetraron en el círculo de personas que desayunaban alrededor de la fogata. Y entonces, claro, todos oyeron la primera parte de la historia. Los allí reunidos se preguntaron si el otro dragón habría matado a lord Octesian años atrás o si el anciano dragón habría sido el mismo Octesian. Las joyas con las que Eustace se había llenado los bolsillos en la cueva habían desaparecido junto con las ropas que había llevado entonces: pero nadie, y mucho menos Eustace, sintió el menor deseo de regresar a aquel valle en busca de más riquezas.

Al cabo de unos pocos días el Viajero del Alba, con un nuevo mástil, una nueva capa de pintura y bien aprovisionado, estuvo listo para zarpar.

Antes de embarcar, Caspian hizo tallar en la cara lisa de un acantilado que miraba al mar lo siguiente:

ISLA DEL DRAGÓN

DESCUBIERTA POR CASPIAN X,

REY DE NARNIA, ETC…

EN EL CUARTO AÑO DE SU REINADO.

AQUÍ, SUPONEMOS,

ENCONTRÓ LA MUERTE

LORD OCTESIAN.

Sería agradable, y bastante cierto, decir que «desde aquel momento en adelante Eustace fue un chico distinto». Pero si hay que ser estrictamente precisos deberíamos decir: «empezó a ser» un chico distinto, pues padeció algunas recaídas. Todavía hubo muchos días en los que podía mostrarse muy odioso; pero la mayoría de ellos no los reseñaré. La curación había empezado.

El brazalete de lord Octesian tuvo un curioso destino. Eustace no lo quería y se lo ofreció a Caspian, quien, a su vez, se lo ofreció a Lucy. Ésta no sentía demasiado interés por poseerlo, de modo que Caspian dijo: «Muy bien, entonces, que sea para quien lo agarre», y lo lanzó al aire mientras todos estaban de pie contemplando la inscripción. El aro ascendió, centelleando bajo la luz del sol, y se enganchó, quedando colgado, tan limpiamente como un tejo bien lanzado, en una pequeña hendidura de la roca. Nadie podía trepar para recuperarlo desde abajo y nadie podía descender desde la cima, tampoco. Y allí, por lo que yo sé, sigue colgado aún y puede que siga hasta el fin del mundo.